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HISTORIAS DE ALMANAQUE
Bertolt Brecht
La Antigüedad
Ante un cuadro del pintor Lundström, que representaba unos jarros de agua, comentó el señor K.:
—¡Un cuadro de la antigüedad, de una época bárbara! En aquella época los hombres no sabían distinguir ya nada: el círculo no parecía ya redondo; ni la punta, puntiaguda. Los pintores se veían obligados a recomponerlo todo para mostrarles a los clientes algo definido, unívoco y preciso; veían a su alrededor tantas cosas vagas, fugitivas, dudosas; tenían tanta hambre de integridad que estaban dispuestos a celebrar a un hombre por el solo hecho de que no comerciase con su propia locura. El trabajo se repartía entre muchos; esto se ve perfectamente en este cuadro. Quienes determinaban la forma de los objetos no se preocupaban por su función; con este cántaro no se puede servir agua. En aquella época hubo seguramente muchos hombres a quienes se consideraba sólo como objetos útiles. También de eso tenían que defenderse los artistas. ¡Una época bárbara, la antigüedad!
Alguien hizo observar al señor K. que el cuadro era de la época actual.
—Sí —dijo con tristeza el señor K.—, de la antigüedad.
De la administración de la justicia
El señor K. solía citar como ejemplar en cierto sentido una disposición legal de la vieja China según la cual, para los procesos importantes, se reclamaba la presencia de jueces procedentes de las provincias más apartadas. Resultaba mucho más difícil sobornar a esos jueces (por ello no necesitaban ser tan incorruptibles), ya que los propios jueces locales, que se las sabían todas y que debían lógicamente de sentir inquina hacia sus colegas, los mantenían constantemente vigilados. Por otra parte, los jueces forasteros no conocían por propia experiencia los usos y costumbres de la región. La injusticia cobra a veces carácter de ley a fuerza de repetirse. A los recién llegados había, pues, que informarles de todo, y así eran capaces de advertir más fácilmente cualquier irregularidad. Finalmente, no se veían obligados a sacrificar, en aras de la objetividad, muchas otras virtudes como la gratitud, el amor filial, la credulidad frente a amigos y conocidos, ni necesitaban tampoco tener el valor suficiente para crearse enemigos entre el vecindario.
Una buena respuesta
Preguntaron a un proletario en el tribunal qué fórmula elegía para su juramento: la religiosa o la laica. «No tengo trabajo», contestó.
—No fue aquello simple distracción —comentó el señor K.—. Con su respuesta aquel hombre quiso dar a entender que se hallaba en una situación en que ese tipo de preguntas, y tal vez incluso el mismo proceso, carecían de sentido.
Sócrates
Tras leer un libro de historia de la filosofía, el señor K. se expresó desfavorablemente sobre los intentos de los filósofos de presentar las cosas como incognoscibles por principio.
—Cuando los sofistas aseguraban saber mucho sin haber empero estudiado nada —comentó— salió el sofista Sócrates con la arrogante afirmación de que él sólo sabía que no sabía nada. Lógicamente debió haber añadido: pues yo tampoco he estudiado nada. (Para saber algo es preciso estudiar.) Pero parece ser que no dijo más. Por otro lado, el enorme aplauso con que fue recibida su primera frase (aplauso que duró dos mil años) probablemente hubiera ahogado cualquier otra afirmación ulterior.
El embajador
Hace poco hablaba yo con el señor K. sobre el caso del embajador de una potencia extranjera, el señor X., que había cumplido en nuestro país ciertos cargos de su gobierno y que —según pudimos averiguar con consternación— fue objeto de graves medidas disciplinarias al regresar a su patria.
—Le reprocharon el que, para mejor cumplir su misión, se hubiera comprometido demasiado con nosotros, el enemigo —dije—. ¿Cree usted que de no haberse comportado como lo hizo hubiera tenido el mismo éxito?
—Seguro que no —respondió el señor K.—. Tenía que comer bien para poder negociar con sus enemigos, tenía que adular a criminales y reírse de su propio país para lograr su objetivo.
—Así, pues, ¿actuó como debía? —pregunté.
—Sí, naturalmente —respondió distraído—, actuó como debía. El señor K. hizo ademán de despedirse, pero le retuve por la manga.
—¿Por qué fue entonces tan vituperado a su regreso? —exclamé con indignación.
—Tal vez se haya acostumbrado a la buena mesa, haya continuado el trato con delincuentes; tal vez sus juicios no sean ya tan certeros —dijo el señor K. con indiferencia—; por eso tuvieron que imponerle un castigo disciplinario.
—¿Y eso, según usted, es justo? —pregunté horrorizado.
—Evidentemente, ¿qué otra cosa podían hacer? —dijo el señor K.—. Tuvo el valor y el mérito de aceptar una misión suicida. Murió en el empeño. ¿Le parece que en lugar de enterrarlo debían haber dejado que se pudriera al aire libre, para luego soportar su hedor?
[ Fragmento de: Bertolt Brecht. “Historias de almanaque” ]
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