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LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL
Frances Stonor Saunders
[ 01 ]
Cadáver exquisito
Hay un lugar de desafecto
tiempo antes y tiempo después
en una luz confusa.
T. S. ELIOT, «Burnt Norton».
Europa despertó de la guerra en un gélido amanecer. El invierno de 1947 fue el peor que se recuerda. Desde enero hasta finales de marzo, un frente azotó Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, avanzando inmisericorde. En Saint Tropez cayó la nieve con la que los vientos huracanados formaron impenetrables montículos; los témpanos de hielo llegaron hasta la desembocadura del Támesis. Los trenes que transportaban alimentos se congelaron sobre las vías; las barcazas que llevaban el carbón a París, quedaron atrapadas en los hielos. El filósofo Isaiah Berlin quedó «aterrado» ante el frío de la ciudad, «vacía y hueca y muerta, como un cadáver exquisito».
En toda Europa, el suministro de agua, el alcantarillado y la mayor parte de las instalaciones urbanas dejaron de funcionar; el suministro de alimentos se redujo y las reservas de carbón disminuyeron hasta mínimos históricos al haber quedado inmovilizada por el frío la maquinaria de las minas. Tras un breve deshielo, se produjo otra ola de frío, cubriendo canales y carreteras con gruesa capa de hielo. En Gran Bretaña, en dos meses, aumentó en un millón el número de parados. El gobierno y la industria se detuvieron bajo la nieve y el hielo. La propia vida parecía haberse congelado: más de cuatro millones de ovejas y 30.000 cabezas de vacuno perecieron.
En Berlín, para Willy Brandt, futuro canciller, un «nuevo terror» se apoderó de la ciudad que mejor simbolizaba el colapso de Europa. El gélido frío
«atacó a la gente como una bestia salvaje, obligándoles a meterse en sus casas. Pero tampoco allí encontraron alivio. Las ventana no tenían vidrios, fueron atrancadas con tablas Y placas de yeso. Paredes y techos estaban cuajados de grietas Y agujeros, que la gente tapaba con papel y trapos. La gente calentaba las habitaciones con los bancos de los parques… los ancianos y los enfermos murieron por centenares, en sus camas, a causa del frío».
Como medida de emergencia, a todas las familias alemanas se les asignó un árbol del que cortar leña para calentarse. A principios de 1946, el Tiergarten había sido talado hasta dejarlo reducido a tocones Y sus estatuas permanecían en un desolado paisaje de barro congelado; al llegar el invierno de 1947, los bosques del célebre Grünewald ya habían sido completamente arrasados. Los montículos formados por la nieve que ocultaban los escombros de una ciudad arrasada por los bombardeos no podían ocultar el devastador legado del megalómano sueño que Hitler había concebido para Alemania. En Berlín, como una Cartago en ruinas, reinaba la desesperanza y el frío, vencida, conquistada, ocupada.
El clima, cruelmente, hizo comprender la realidad material de la guerra fría, abriéndose paso en la nueva topografía de la Europa pos-Yalta, con sus territorios nacionales mutilados y sus poblaciones fracturadas. Los gobiernos de ocupación aliada en Francia, Alemania, Austria e Italia luchaban por atender a los trece millones de personas desplazadas, sin hogar o desmovilizados. El problema se agravaba con la continua llegada de personal aliado a los territorios ocupados. Cada vez más y más gente era sacada de sus casas, para unirse a los que ya dormían en vestíbulos, escaleras, sótanos y en los edificios destrozados por las bombas. Clarissa Churchill, invitada por la Comisión Británica de Control de Berlín, se sintió
«protegida geográfica y materialmente del impacto del caos y la miseria existentes en la ciudad. Caminando en el cálido dormitorio de una antigua residencia nazi, tocando las sábanas rematadas con encajes, repasando los libros de sus estanterías; hasta estas sencillas experiencias me daban un cierto dejo del delirio del conquistador, que tras un breve paseo por las calles, o una visita a un piso sin estufa ni leña en la chimenea, se disipaba inmediatamente».
Fueron días de gran intensidad emotiva para los vencedores. En 1947, un cartón de cigarrillos americanos, que valía cincuenta centavos en las bases estadounidenses, costaba 1.800 marcos en el mercado negro, o 180 dólares al cambio oficial. Por cuatro cartones de tabaco, a este cambio, se podía contratar una orquesta alemana para amenizar la velada. Por veinticuatro cartones se podía comprar un Mercedes-Benz de 1939. Los precios más altos del mercado se pagaban por unos certificados a los que se llamaba «Penicilina» o «Persilscheine» (lava más blanco), que liberaban a su portador de cualquier conexión con los nazis. Ante esta catastrófica situación económica, un simple soldado de Idaho podía vivir como un moderno zar.
En París, el teniente coronel Victor Rothschild, primer soldado británico en llegar el día de la liberación como experto en desactivación de explosivos, había reclamado la devolución de la casa familiar en la Avenue de Marigny, requisada por los nazis. Allí agasajó con los mejores champanes al joven oficial de inteligencia Malcolm Muggeridge. El mayordomo de la familia, que había seguido trabajando en la casa con los alemanes, comentó que nada parecía haber cambiado. En el hotel Ritz, requisado por el millonario agente de los servicios de información, John Hay Whitney, se alojó David Bruce, un amigo de F. Scott Fitzgerald de los tiempos de Princeton, que apareció con Ernest Hemingway y un ejército privado de liberadores, y que hizo un pedido al director de cincuenta martinis. Hemingway, quien, durante la guerra, al igual que David Bruce, había trabajado en el servicio secreto americano, la Oficina de Servicios Estratégicos, se instaló, con sus botellas de whisky en el Ritz, y allí, aturdido por el alcohol, recibió a un nervioso Eric Blair (George Orwell) y a la más franca y directa Simone de Beauvoir, con su amante Jean-Paul Sartre (que bebió hasta no recordar nada de lo sucedido, y cuya resaca sí recordaría como la peor de su vida).
El filósofo y agente de inteligencia, A. J. Freddie Ayer, autor de Language, Truth and Logic, se dejaba ver en París, yendo de un lado para otro en un enorme Bugatti con chófer y con una radio del ejército. Arthur Koestler y su amante, Mamaine Paget «Se emborracharon como cubas» durante una cena con André Malraux a base de vodka, caviar y blinis, balyk y soufflé sibérienne. También en París, Susan Mary Alsop, esposa de un joven diplomático estadounidense, organizó una serie de fiestas en su «preciosa casa llena de alfombras de Aubusson y buen jabón americano». Pero cuando salió de su casa, vio que todas las caras
«tenían una expresión dura y parecían agotadas y llenas de sufrimiento. No hay comida en absoluto, excepto para los que la pueden pagar en el mercado negro. Las pastelerías están vacías en los escaparates de los salones de té como Rumplemayer, se puede ver un magnífico pastel de cartón o una caja de bombones vacía, con un letrero que dice “muestra” y poco más. En uno de los escaparates de las tiendas del Faubourg Saint Honoré hay un par de zapatos con el letrero “piel auténtica” o “muestra”, rodeado por cosas horrendas hechas de paja. Al salir del Ritz arrojé al suelo la colilla del cigarrillo, pero un caballero mayor, bien vestido, se abalanzó a recogerla».
Más o menos en el mismo momento, el joven compositor Nicolas Nabokov, primo del novelista Vladimir, estaba tirando al suelo una colilla en el sector soviético de Berlín:
«Cuando me marchaba, una figura salió de la oscuridad a toda velocidad y cogió el cigarrillo que había arrojado».
Mientras la estirpe de superhombres hurgaba en busca de colillas, leña o comida, las ruinas del búnker del Führer se dejaron sin señal alguna que delatase su presencia, y apenas fue advertida su presencia por los berlineses. Pero los sábados, los americanos de servicio en el gobierno militar, exploraban con linternas los sótanos de las ruinas de la Cancillería del Reich en busca de exóticos hallazgos: pistolas rumanas, gruesos fajos de billetes medio quemados, cruces de hierro y otras condecoraciones. Uno de los saqueadores descubrió el guardarropa de señoras y cogió algunas insignias de latón con el águila nazi y la palabra Reichskanzlei grabada en ellas. La fotógrafa de Vogue, Lee Miller, antigua musa de Man Ray, posó totalmente vestida en la bañera del búnker de Hitler.
Pronto se acabaría la diversión. Dividida en cuatro sectores, y enclavada en un territorio dominado por los soviéticos, como la cofa de un barco en medio del mar, Berlín se había convertido en «traumática sinécdoque de la guerra fría». Haciendo ostentación de su trabajo en común en la Kommandatura aliada, para conseguir la «desnazificación» y la «reorientación» de Alemania, las cuatro potencias luchaban contra unos vientos ideológicos cada vez más fuertes, que mostraban la desolada situación internacional.
«No sentía animosidad hacia los soviéticos —escribió Michael Josselson, un oficial estadounidense de origen estonio-ruso—. En realidad yo era apolítico por aquel entonces, y así me fue mucho más fácil mantener excelentes relaciones personales con la mayoría de oficiales soviéticos que conocí».
Pero con la imposición de gobiernos «amistosos» en la esfera de influencia de la Unión Soviética, los masivos juicios públicos y los cada vez más llenos gulags de la propia Rusia, este espíritu de colaboración fue sometido a una dura prueba. Al llegar el invierno de 1947, menos de dos años después de que los soldados americanos y rusos se abrazaran en las orillas del Elba, el abrazo se había convertido en gruñido.
«Mi conciencia política no despertó hasta después de que la política soviética se hiciese abiertamente agresiva, y cuando los relatos de las atrocidades cometidas en la zona de ocupación soviética se convirtieron en algo cotidiano… y cuando la propaganda soviética se hizo descaradamente antioccidental», escribió Josselson.
Al cuartel general de la Oficina del Gobierno Militar de EE UU,se le conocía como OMGUS, que en un primer momento, los alemanes pensaron que significaba «autobús» en inglés, porque con esas siglas se habían pintado los autobuses de dos pisos requisados por los americanos. Cuando no estaban espiando a las otras tres potencias, los funcionarios del OMGUS se dedicaban a revisar en sus mesas de trabajo montañas de las omnipresentes Fragebogen, que todo alemán en busca de trabajo estaba obligado a rellenar, respondiendo preguntas relacionadas con su nacionalidad, religión, antecedentes penales, estudios, títulos profesionales, empleo y servicio militar, escritos y discursos, ingresos y bienes, viajes al extranjero y, por supuesto, la filiación política. La investigación de los antecedentes de toda la población alemana en busca de la más leve traza de «nazismo y militarismo» era una tarea tediosa, burocrática y, con frecuencia, frustrante. En tanto que un conserje podía ser incluido en la lista negra por haber barrido los pasillos de la Cancillería del Reich, muchos de los industriales, científicos, administradores, e incluso oficiales de alta graduación al servicio de Hitler eran calladamente reintegrados a sus puestos por las potencias aliadas en un esfuerzo desesperado para que Alemania no se derrumbase por completo.
Para uno de los agentes de inteligencia, rellenar interminables cuestionarios no era forma de actuar en relación con el complejo legado del régimen nazi. Michael Josselson adoptó un método diferente.
«Yo no conocía a Josselson por aquella época, pero había oído hablar de él —recordaba el filósofo Stuart Hampshire, que, por aquel entonces trabajaba para el MI6 de Londres—. Su reputación se había extendido por todos los mentideros de la inteligencia europea. Era el gran amañador, el hombre que todo lo podía conseguir. Todo. Si alguien quería cruzar la frontera rusa, lo cual era prácticamente imposible, Josselson lo conseguía. Si se precisaba una orquesta sinfónica. Josselson lo conseguía».
Como hablaba cuatro idiomas, con fluidez y sin el menor rastro de acento, Michael Josselson era un valioso activo en las filas de la ocupación estadounidense. Más aún, conocía Berlín a las mil maravillas. Había nacido en Tartu, Estonia, en 1908, hijo de un comerciante de maderas judío. Llegó a Berlín por vez primera a principios de los años veinte, en la diáspora del Báltico que siguió a la Revolución de 1917. Como la mayor parte de su familia más próxima había sido asesinada por los bolcheviques, le era imposible regresar a Tartu, por lo que se convirtió en un miembro de esa generación de hombres y mujeres a la que Arthur Koestler calificó de «escoria de la sociedad» —los déracinés—, personas cuyas vidas habían sido rotas por el siglo XX, y su identidad, junto a la de sus países natales, desgarrada. Josselson había estudiado en la Universidad de Berlín, pero dejó las aulas antes de licenciarse, para ponerse a trabajar en los grandes almacenes Gimbels-Saks como ejecutivo de compras, llegando a ser nombrado representante en París. En 1936 emigró a Estados Unidos, y poco después conseguiría la nacionalidad de aquel país.
Reclutado para el ejército, en 1943, su origen europeo lo convertiría en candidato perfecto para el espionaje o para la guerra psicológica. Se le asignó, como era previsible, a la Sección de Inteligencia de la División de Guerra Psicológica (PWD), en Alemania, donde entró a formar parte de un equipo especial de interrogatorios, formado por siete hombres (apodado «Kampfgruppe Rosenberg», por el nombre de su jefe, el capitán Albert G. Rosenberg). La misión del equipo era interrogar a cientos de prisioneros alemanes a la semana, con el propósito de
«separar rápidamente a los nazis convencidos de los no nazis, las mentiras de las respuestas ciertas, a los locuaces, de los tímidos»
Licenciado del servicio en 1946, Josselson permaneció en Berlín en el Gobierno Militar Americano, como oficial de Asuntos Culturales, y después en el Departamento de Estado y en el Alto Comisariado de Estados Unidos, encargado de Asuntos Públicos. En este puesto, fue asignado al servicio de «filtrado del personal» de la prensa, la radio y los espectáculos alemanes, todos los cuales quedaron en suspenso «hasta la eliminación de los nazis».
A la misma división habían asignado a Nicolas Nabokov, un exiliado ruso blanco, que había vivido en Berlín antes de emigrar a Estados Unidos, en 1933. Alto, guapo, simpático, Nabokov era de los hombres que cultivan las amistades (y las esposas), gracias a su don de gentes y encanto personal. Durante los años veinte, su piso de Berlín se había convertido en el centro de la vida cultural de los exiliados, un batiburrillo intelectual de escritores, intelectuales, artistas, políticos y periodistas. Entre este cosmopolita grupo de exiliados, estaba Michael Josselson. A mediados de los años treinta, Nabokov fue a Estados Unidos, donde escribió sobre lo que modestamente calificó «primer ballet americano», el Union Pacific, de Archibald MacLeish. Compartió durante un tiempo un pequeño apartamento con Henri Cartier–Bresson en Nueva York, cuando ninguno de ellos tenía un céntimo. Más tarde, Nabokov escribiría que
«para Cartier–Bresson el movimiento comunista era el abanderado de la historia, del futuro de la humanidad… Yo compartía muchas de [sus] opiniones, pero, a pesar de la permanente añoranza de mi patria rusa, no podía aceptar ni unirme a la actitud filocomunista de tantos intelectuales de Europa occidental y de Estados Unidos. Pensaba que estaban extrañamente ciegos ante la realidad del comunismo ruso y que sólo era una reacción a los vientos fascistas que recorrieron Europa a la estela de la Depresión. Hasta cierto punto yo pensaba que el filocomunismo de mediados de los años treinta era una moda pasajera, inteligentemente fomentada por un cierto mito relacionado con la Revolución Bolchevique rusa, conformado por el aparato soviético de Agitación y Propaganda».
En 1945, junto con W. H. Auden y J. K. Galbraith, Nabokov pasó a formar parte de la División de Propaganda de la Unidad de Inspección de los Bombardeos Estratégicos, en Alemania, donde conoció al personal al frente de la guerra psicológica y, posteriormente, consiguió un puesto en la División de Control de la Información, junto con su antiguo conocido, Michael Josselson. Como compositor que era, a Nabokov le destinaron al departamento de música, donde de él se esperaba que
«crease buenas armas psicológicas y culturales con las que destruir al nazismo y promover un verdadero deseo de una Alemania democrática».
Su misión consistía en
«expulsar a los nazis de la vida musical alemana y autorizar a aquellos músicos alemanes (dándoles el derecho de ejercer su profesión) a los que creyésemos estar “limpios”», y en «controlar los programas de los conciertos alemanes para cuidar de que no se convirtiesen en expresión de nacionalismo». Un general norteamericano, al presentar a Nabokov en una fiesta dijo «Está muy puesto en música y les dice a los teutones lo que tienen que hacer».
Josselson y Nabokov se hicieron muy amigos aunque tenían personalidades bien distintas. Nabokov era extravagante desde el punto de vista emocional, muy efusivo y siempre impuntual; Josselson era reservado, meticuloso y hombre de principios. Pero compartían el mismo lenguaje del exilio y su apego al nuevo mundo, los Estados Unidos, que para ambos era el único lugar donde el futuro del viejo mundo podría quedar garantizado. La tragedia y la intriga del Berlín de posguerra les resultaba atractiva a ambos, dándoles oportunidad de ejercitar sus cualidades como organizadores e innovadores. Juntos, escribiría Nabokov más tarde, ambos
«cazaron con éxito a muchos nazis y pusieron en hibernación a unos cuantos famosos directores, pianistas, cantantes y profesores de las orquestas (la mayoría de los cuales habían hecho méritos suficientes para merecerlo y algunos de los cuales aún deberían estar en ese mismo estado)».
A menudo a contracorriente de la opinión oficialista, acometieron la desnazificación de manera pragmática. Se negaron a aceptar que las acciones realizadas por los artistas durante el pasado nazi alemán se pudiese tratar como un fenómeno sui generis, imponiéndose una decisión según los resultados de las Fragebogen.
«Josselson creía sinceramente que el papel de los intelectuales en una situación difícil no debería decidirse en un instante —explicaría uno de sus colegas más tarde—. Creía que el nazismo en Alemania había sido una situación grotesca en la que había de todo. Los americanos, en general, no tenían idea de lo que sucedía. Ellos se limitaban a meterse en algo que no conocían y a señalar con el dedo»…
(continuará)
[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]
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"En tanto que un conserje podía ser incluido en la lista negra por haber barrido los pasillos de la Cancillería del Reich, muchos de los industriales, científicos, administradores, e incluso oficiales de alta graduación al servicio de Hitler eran calladamente reintegrados a sus puestos por las potencias aliadas".
ResponderEliminarEn mi opinión, esta cita refleja perfectamente el fondo de "la cuestión" y explica en buena medida las señaladas desavenencias entre los soviéticos y los aliados, afanados ya en el cultivo del "jardín" borrelliano.
Salud y comunismo
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La ‘desavenencia’ que señalas ha culminado a día de hoy en la extraordinaria escena y el impresionante testimonio que has publicado recientemente en tu propio blog:
Eliminar“La semana pasada, en Polonia, un anciano de casi cien años escuchaba al primer ministro polaco y otros grandes del estado polaco hablar sobre la victoria de los aliados y la liberación de los campos, sin mencionar nunca al ejército ruso, al Ejército Rojo. Así que, cuando le pasaron el micrófono, como último superviviente del levantamiento de Varsovia, cuando el gueto judío se levantó contra las bestias fascistas que masacraron a cuatro millones de ellos en Polonia, judíos y no judíos, ¡4 millones masacrados!, el anciano puntualizó dos cosas muy importantes que aquí nunca veréis en ningún plan de estudios ni en ninguno de los llamados principales medios de comunicación.
Dijo: "Fuimos masacrados tanto por polacos, como por ucranianos y por alemanes".
Y añadió:
"No sé qué libros de historia habéis estado leyendo, yo fui liberado por el Ejército Rojo Soviético y por nadie más".
¿Imagináis lo bien que le sentó esto a las autoridades polacas que reescriben la historia, que perdonan a los asesinos de masas y les proporcionan armas y dinero? Armas para los ucranianos, dinero de los alemanes, muchas gracias. Que perdonan a los perpetradores del Holocausto, en el este y el oeste, y demonizan a aquellas personas cuya victoria significó su liberación, cuyos esfuerzos liberaron esos campos y a los judíos restantes, entre otros muchos que morían de hambre y corrían el riesgo de ser aniquilados en ellos. ”
Pues eso, será que los libros de historia, los periódicos, las radios, las televisiones, las películas, la Wikipedia… y demás fuentes de desinformación monopolizadas por el complejo sionista-angloamericano no están interesadas en difundir los auténticos hechos históricos ‘que ya sólo recuerdan los ancianos centenarios’ y prefieren imponer su propio relato “basado en sus propias reglas e intereses”…
Salud y comunismo
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Suena en la Plaza Roja el himno soviético. Un periodista de la BBC observa a un trabajador que abandona por un instante su faena, se yergue y escucha respetuosamente. Finalizado el himno, el periodista se acerca curioso al trabajador y le tiende el micrófono:
ResponderEliminar–¿Es este SU himno preferido?– A lo que el trabajador responde:
–No. Este es NUESTRO himno preferido.
A veces, la conciencia se expresa en matices con mayor fuerza que en largos discursos.
Salud y comunismo
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Antón Pávlovich Chejov:
Eliminar"La brevedad es la hermana del talento".