jueves, 4 de mayo de 2023

 

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LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL

 

Frances Stonor Saunders

 

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Cadáver exquisito

 

(…) En 1947, el director Wilhelm Furtwängler fue objeto de especial oprobio. Aunque había criticado abiertamente que se hubiese tachado a Paul Hindemith de «degenerado», luego logró encontrar acomodo con el régimen nazi, para mutuo beneficio. Furtwängler, que fue nombrado Consejero del Estado Prusiano, además de otros títulos importantes otorgados por los nazis, siguió dirigiendo la Filarmónica de Berlín y la Ópera Estatal de Berlín durante todo el Tercer Reich. Para diciembre de 1946, año y medio después de que su caso hubiese reclamado por vez primera la atención de la Comisión de Control Aliada, se decidió que el director debería presentarse ante el Tribunal de Artistas, reunido en Berlín. La vista duró dos días. El resultado fue poco claro, y el tribunal estuvo reunido estudiando su caso durante meses. Luego, de improviso, Furtwängler fue informado de que la Kommandatura Aliada le había exonerado, y que estaba en libertad para dirigir la Filarmónica de Berlín el 25 de mayo de 1947 en el Titania Palast, requisado por los americanos.

 

 

Entre los documentos que dejó Michael Josselson hay una nota que se refiere a esta cuestión a la que, desde dentro, se calificaba como el «Salto» de Furtwängler.

 

«Gracias a mis esfuerzos pude ahorrarle al gran director alemán, Wilhelm Furtwängler, la humillación de tener que someterse al procedimiento de desnazificación a pesar de que jamás hubiese sido miembro del Partido Nazi», escribió Josselson.

 

Esta maniobra pudo realizarse con la ayuda de Nabokov, aunque años más tarde ninguno de los dos fue demasiado preciso sobre los detalles del caso.

 

«Me pregunto si recuerdas la fecha aproximada en que Furtwängler llegó al Berlín Oriental y dio allí una conferencia de prensa amenazando marcharse a Moscú si nosotros no le absolvíamos inmediatamente —le preguntaba Nabokov a Josselson en 1977—. Creo recordar que tú tuviste algo que ver con su salida del sector soviético (¿o no?), y la llegada a mi jurisdicción. Recuerdo la discreta furia del general McClure [jefe de la División de Control de la Información] ante aquel comportamiento de Furtwängler…»

 

Un funcionario estadounidense reaccionó con enojo ante el descubrimiento de que figuras como Furtwängler hubiesen sido «blanqueadas». En abril de 1947, Newell Jenkins, jefe de Teatro y Música del gobierno militar estadounidense de Württemberg–Baden, exigió enojado una explicación de

 

«cómo puede ser que tantos prominentes nazis en el campo de la música puedan seguir en activo».

 

Además de Furtwängler, tanto Herbert von Karajan como Elisabeth Schwarzkopf fueron declarados inocentes por las comisiones aliadas, a pesar de sus turbios expedientes. En el caso de Von Karajan, casi nadie lo puso en cuestión. Había sido miembro del partido desde 1933, y jamás dudó en comenzar sus conciertos con el «Horst Wessel Lied», pieza favorita de los nazis. Sus enemigos se referían a él como «Coronel de las SS Von Karajan». Pero a pesar de haber sido partidario del régimen nazi, pronto sería reintegrado a su lugar como indiscutible rey de la Filarmónica de Berlín, la orquesta que en los años de posguerra fue utilizada como baluarte simbólico contra el totalitarismo soviético.

 

Elisabeth Schwarzkopf había dado conciertos para las Waffen SS, en el frente oriental, había sido protagonista de películas de propaganda de Goebbels, y había sido incluida por él en una lista de artistas «bendecidos por Dios». Su número de carné del Partido Nacional Socialista era el 7548960. «¿Acaso un panadero ha de dejar de hacer pan si no le gusta el gobierno?», preguntaba Peter Gellhorn, que la acompañaba al piano en sus actuaciones (que había tenido que huir de Alemania en los años treinta por su ascendencia judía). Evidentemente, no. Schwarzkopf fue absuelta por la Comisión de Control Aliada y su carrera experimentó un considerable impulso. Luego sería nombrada Dama del Imperio Británico.

 

La cuestión de cómo hacer (en el caso de que fuese posible o conveniente) que los artistas rindieran cuentas de su vinculación con la política del momento, no se podía resolver mediante la lotería de un programa de desnazificación como el que se estaba haciendo. Josselson y Nabokov eran muy conscientes de las limitaciones de un programa de este tipo y así, sus motivaciones para saltarse a la torera los procedimientos se podían considerar como un rasgo de humanidad o incluso de coraje. Por otro lado, eran víctimas de una confusión moral: la necesidad de crear simbólicos puntos de encuentro anticomunistas introducía una obligación política urgente (y oculta) de absolver a aquellos que se habían acomodado al régimen nazi. Esto significó una actitud de tolerancia hacia aquellos que hubiesen estado próximos al fascismo si al implicado se le podía utilizar contra el comunismo: alguien tenía que llevar la batuta contra los soviéticos. La carta de Nabokov a Josselson de 1977 revela que en realidad tuvieron que luchar por apartar a Furtwängler de los soviéticos (que se habían acercado al director ofreciéndole hacerse cargo de la Staatsoper Unter den Linden), en tanto que el propio Furtwängler estaba jugando a dos barajas tratando de enfrentar a ambos bandos. Su aparición en el Titania Palast, en mayo de 1947, dejó bien claro que los aliados no se iban a dejar pisar el terreno en la «batalla de las orquestas». En 1949, se incluyó a Furtwängler en una lista de artistas alemanes que viajarían a países extranjeros dentro de los programas culturales patrocinados por Estados Unidos. En 1951, dirigió en la reapertura del Festival de Bayreuth, que había sido devuelto a la familia Wagner, a pesar de la prohibición oficial decretada sobre Richard Wagner (por su «nacionalismo»).

 

William Donovan, jefe del servicio de inteligencia americano durante la guerra, dijo en una memorable ocasión:

 

«Pondría a Stalin en nómina si pensase que ello ayudaría a vencer a Hitler».

 

En una más que fácil inversión de esta proposición, resultaba ahora evidente que los alemanes

 

«eran nuestros nuevos amigos y los salvadores rusos, el enemigo».

 

Esto, para Arthur Miller, era

 

«algo innoble. Me pareció, con los años, que este cambio radical, esta transmutación de las etiquetas del Bien y del Mal, de un país a otro, habían tenido algo que ver en la degradación del concepto de la moralidad, incluso teórica, del mundo. ¿Si el amigo del mes pasado se puede convertir de repente en el enemigo de éste, cuál es el grado de realidad que tienen el bien y el mal? El nihilismo —o incluso algo peor, la bostezante complacencia— en relación con el concepto mismo del imperativo moral, que se habría de convertir en el marchamo de la cultura internacional nació en aquellos ocho o diez años de realineamiento tras la muerte de Hitler».

 

 

Por supuesto, había buenas razones para oponerse a los soviéticos, que estaban avanzando rápidamente tras el frente frío. En enero, los comunistas se hicieron con el poder en Polonia. En Italia y Francia corrieron rumores de un golpe de Estado comunista. Los estrategas soviéticos habían sabido comprender rápidamente el potencial de inestabilidad de la Europa de posguerra. Con una energía y un ingenio que demostraban que el régimen de Stalin, a pesar de su impenetrable monolitismo, podía mostrar un imaginativo vigor que no podían igualar los gobiernos occidentales, la Unión Soviética desplegó una batería de armas no convencionales para abrirse paso en la conciencia europea y ablandar las conciencias a su favor. Se estableció una enorme red de organismos-tapadera, unos nuevos, otros salidos de un estado de somnolencia desde la muerte, en 1940, de Willi Munzenberg, el cerebro de la campaña secreta de persuasión del Kremlin antes de la guerra. Sindicatos, movimientos feministas, grupos juveniles, instituciones culturales, la prensa, las editoriales: todos se convirtieron en blanco.

 

Como maestros en la utilización de la cultura como herramienta de persuasión política, los soviéticos dieron importantes pasos en estos primeros años de la guerra fría para establecer su paradigma más importante en el campo de la cultura.

 

Careciendo del poder económico de Estados Unidos, y sobre todo, aún sin armas atómicas, el régimen de Stalin se dedicó primordialmente a ganar la «batalla por la mente de los hombres». Estados Unidos, a pesar de haber organizado extensamente el campo de las artes en el periodo del New Deal, aún seguía virgen en la práctica de la Kulturkampf internacional. Ya en 1945, un oficial de inteligencia había predicho las tácticas no convencionales que ahora estaban siendo adoptadas por los soviéticos:

 

«La invención de la bomba atómica producirá una alteración en el equilibrio entre los métodos “pacíficos” y “bélicos” de ejercer presión internacional —informaba al jefe de la Oficina de Servicios Estratégicos, el general Donovan—, y debemos esperar un sustancial incremento de la importancia de los métodos “pacíficos”. Nuestros enemigos se verán más libres [que nunca] para hacer propaganda, subvertir, sabotear y ejercer… presión sobre nosotros, y por nuestra parte, estaremos más dispuestos a soportar estos ataques y a utilizar esos métodos —en nuestro deseo de evitar a toda costa la tragedia de la guerra declarada; las técnicas “pacifistas” se harán más vitales en épocas prebélicas de debilitamiento, en la guerra abierta real, y en épocas de manipulación posbélica».

 

Este informe muestra una sorprendente visión de futuro. Ofrece una definición de la guerra fría como una contienda psicológica, como la fabricación del consentimiento por métodos «pacíficos», del uso de la propaganda para erosionar las posiciones hostiles. Finalmente, como demostraron con creces las primeras escaramuzas en Berlín, el «arma operativa» habría de ser la cultura. Había comenzado la guerra fría cultural.

 

Sucedió que en medio de toda la degradación las potencias de ocupación pusieron en pie una vida cultural artificialmente elaborada, mientras competían entre sí para anotar goles culturales en sus casilleros. Ya en 1945, «cuando aún el hedor de los cuerpos humanos no había desaparecido de las ruinas», los rusos habían preparado una brillante puesta en escena en la inauguración de la Ópera Estatal, con una representación de Orfeo de Gluck, en el lujoso Admiralspalast, magníficamente iluminado. Los fornidos y acicalados coroneles rusos sonreían petulantes al personal militar americano, mientras escuchaban en mutua compañía las representaciones de Eugène Onegin, o una explícitamente antifascista interpretación de Rigoletto, en la que la música era acompañada con el tintineo de las condecoraciones.

 

Una de las primeras misiones de Josselson fue recuperar los millares de trajes del vestuario de la antigua Ópera Estatal Alemana (la Deutsches Operahaus Company, la única rival seria de la Ópera Estatal Rusa), que habían sido almacenados por los nazis en el fondo de una mina de sal, situada fuera de Berlín, en la zona de ocupación norteamericana. Un pésimo y lluvioso día, Josselson partió junto con Nabokov para recuperar el vestuario. En su camino de vuelta a Berlín, el jeep de Josselson, que iba delante del Mercedes requisado en que viajaba Nabokov, chocó a toda velocidad contra un control de carreteras de los soviéticos. Josselson, inconsciente, con heridas y contusiones múltiples, fue llevado a un hospital militar ruso, donde las médicas militares rusas le hicieron una cura de urgencia. Cuando se recuperó, fue devuelto a su casa en la zona americana, que compartía con un actor no muy conocido, de nombre Peter van Eyck. Pero si no hubiese sido por los médicos soviéticos. Josselson tal vez no se habría salvado para convertirse en el Diaghilev de la campaña de propaganda cultural antisoviética de los Estados Unidos. Los soviéticos habían salvado a un hombre que durante las dos décadas siguientes, habría de hacer todo lo posible por socavar sus propios intentos de hegemonía cultural.

 

En 1947, los rusos dieron un nuevo aldabonazo cuando inauguraron una «Casa de la Cultura» en Unter den Linden. La iniciativa sorprendió al encargado británico de Asuntos Culturales, quien informó reconcomido de envidia que la institución

 

«Supera todo lo que los demás aliados han hecho y ponen en la sombra lo poco que hemos hecho nosotros… La instalación se ha realizado con todo lujo —buenos muebles, muchos de ellos, antiguos, alfombras en todas las salas, profusión de luces, casi un exceso de calefacción y todo recién pintado… los rusos, sencillamente, han requisado todo lo que querían… hay un bar y un salón… que parece de lo más acogedor, casi como el Ritz, con sus mullidas alfombras y candelabros… [Es una] grandiosa institución cultural que ha de llegar a un público muy amplio y que será importante para contrarrestar la idea general de que los rusos son incivilizados. Todo esto es bastante deprimente en lo que a nosotros concierne: nuestra aportación es tan reducida, un centro de información y unas cuantas salas de lectura ¡que se tienen que cerrar por falta de carbón!… Tendríamos que sentirnos estimulados por esta reciente incursión de los rusos en la Kulturkampf, como para responder con un programa igualmente audaz para explicar lo que los británicos hemos hecho en Berlín».

 

 

Mientras a los británicos les faltaba carbón para caldear una sala de lectura, los americanos se envalentonaron para contestar al fuego soviético inaugurando las Amerika-Häuser (Casas de América).

 

Creadas con el objetivo de convertirse en «enclaves de la cultura americana», estas instituciones ofrecían un refugio contra el mal tiempo, con salas de lectura muy cómodas y programaban proyecciones cinematográficas, recitales de música, conferencias y exposiciones de arte, todo ello con un «abrumador énfasis en Estados Unidos». En un discurso titulado «De entre los escombros» el director de Relaciones Educativas y Culturales quiso dejar claro al personal de las Amerika-Häuser el carácter heroico de su misión:

 

«Pocas personas han tenido jamás el privilegio de formar parte de una misión más importante y difícil, o que esté más llena de trampas, que ésta para la que ustedes han sido elegidos como colaboradores, con el fin de conseguir una reorientación intelectual, moral, espiritual y cultural de una Alemania, vencida, conquistada y ocupada». Sin embargo, advirtió que «a pesar de la gran aportación que los Estados Unidos han hecho en el campo cultural, generalmente ello no es conocido ni en Alemania ni en el resto del mundo. A nuestra cultura se la considera materialista y oiremos con frecuencia el comentario siguiente: “Nosotros tenemos la capacidad y el cerebro, y ustedes tienen el dinero”».

 

 

Debido en gran parte a la propaganda rusa, a los Estados Unidos se les consideraba por regla general como culturalmente estériles, país de mascadores de chicle, de inmensos automóviles, de ignorantes prepotentes, y las Casas de América desempeñaron un importante papel para invertir este negativo estereotipo.

 

«Hay algo meridianamente claro —escribió, entusiasta, un administrador de las Amerika-Häuser—, los materiales impresos que hemos traído desde Estados Unidos… causan una profunda impresión en aquellos círculos de Alemania que durante generaciones han pensado que los Estados Unidos eran una nación culturalmente atrasada y que habían condenado al conjunto por las faltas de unos cuantos».

 

Los viejos clichés históricos basados en un «prejuicio sobre el retraso cultural americano», han sido arrinconados por el programa de «buenos libros», y de los mismos círculos que sostenían estos infundios ahora se informaba que estaban «callada y profundamente impresionados».

 

Algunos de los clichés eran más difíciles de disipar. En una ocasión en que un conferenciante de una Casa de América ofreció sus impresiones sobre la «situación actual de los negros en Estados Unidos», se le hicieron preguntas «algunas de las cuales distaban de ser bien intencionadas». El conferenciante «supo contestar adecuadamente a los interpelantes, algunos de los cuales podrían haber sido comunistas y otros no». Afortunadamente para los organizadores, tras la charla hubo

 

«Canciones interpretadas por un quinteto de color. Los negros siguieron cantando mucho después de la hora prevista de cierre y… el ambiente fue tan agradable que se decidió invitar al grupo de negros para que repitiesen su actuación».

 

El problema de las relaciones raciales en Estados Unidos fue explotado al máximo por la propaganda soviética, y sembró en muchos europeos la duda sobre la capacidad de aquel país de practicar la democracia que decía ofrecer al mundo. Por esta razón, se argumentaba que exportando músicos negros que actuasen en Europa se disiparían gran parte de estas dañinas concepciones. Un informe del gobierno militar estadounidense de marzo de 1947 revela planes

 

«para que cantantes americanos negros de primera fila diesen conciertos en Alemania… las actuaciones de Marian Anderson o de Dorothy Maynor ante el público alemán serían de gran importancia».

 

La promoción de artistas negros habría de convertirse en máxima prioridad de los estrategas de la guerra fría.

 

La respuesta americana a la ofensiva cultural soviética empezó a acelerarse en ese preciso momento. El arsenal completo de la cultura estadounidense fue fletado hacia Europa y exhibido en Berlín. De las principales academias norteamericanas (Juilliard, Curtis, Eastman y Peabody) se importaron nuevas figuras de la ópera. El gobierno militar se hizo con el control de dieciocho orquestas sinfónicas alemanas, y otras tantas compañías operísticas. Al estar proscritos muchos de los compositores alemanes, el mercado de los compositores estadounidenses experimentó un crecimiento exponencial. Samuel Barber, Leonard Bernstein, Elliott Carter, Aaron Copland, George Gershwin, Gian Carlo Menotti, Virgil Thomson: estos y otros muchos compositores americanos estrenaron sus obras en Europa, bajo los auspicios del gobierno.

 

En colaboración con academias, dramaturgos y directores de Estados Unidos, se puso en marcha un ambicioso programa de teatro. Ante un público entusiasta, apiñados en gélidos teatros donde los carámbanos colgaban amenazadores del techo, se programaron obras de Lillian Hellman, Eugene O’Neill, Thornton Wilder, Tennessee Williams, William Saroyan, Clifford Odets y John Steinbeck. Siguiendo el principio de Schiller del teatro como «moralische Anstalt», en el que se presentaban ante el hombre los principios fundamentales de la vida, las autoridades estadounidenses diseñaron una lista de las principales lecciones morales a impartir. Así, en el apartado «Libertad y democracia» entraba Peer Gynt, de Ibsen, El discípulo del diablo de Shaw, y Abe Lincoln in Illinois, de Robert Sherwood. Para «Poder y fama» se utilizaron textos sobre Fausto, de Goethe, Strindberg y Shaw. La «Igualdad entre los hombres» era el mensaje que había que extraer de Bajos fondos de Máximo Gorki, y de Medea de Franz Grillparzer. En el epígrafe «Guerra y paz» figuraban Lisístrata, de Aristófanes, Fin de jornada, de R. C. Sherriff, Skin of our Teeth, de Thornton Wilder, y A Bell for Adano de John Hersey. «Corrupción y justicia» tenía que ser a la fuerza el tema de Hamlet, de Revisor de Gogol, de Las bodas de Fígaro de Beaumarchais, y la mayor parte de las obras de Ibsen. Y así seguiríamos hasta concluir en el lóbrego apartado de «Denuncia del nazismo», pasando por «No hay crimen sin castigo», «Moral, gusto y costumbres» y «Búsqueda de la felicidad».

 

«Todas las obras de teatro que aceptasen ciegamente el dictado ciego del destino, que inexorablemente lleva a la destrucción y a la autodestrucción, como los clásicos griegos» fueron declaradas no apropiadas «para la actual situación mental y psicológica de los alemanes».

 

También figuraban en la lista negra Julio César y Coriolano («por glorificación de la dictadura»); las obras de Prinz von Homburg y de Kleist (por «patrioterismo»); Cadáver viviente de Tolstói («La crítica justa de la sociedad conduce a fines antisociales»); todas las obras de Hamsun («Pura ideología nazi»), y todas las obras de teatro de todo aquel que «Se hubiese pasado con prontitud al servicio del nazismo»…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]

 

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