viernes, 5 de mayo de 2023

 

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LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL

 

Frances Stonor Saunders

 

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Cadáver exquisito

 

(…) Conscientes de la categórica afirmación de Disraeli de que «Un libro puede ser algo tan importante como una batalla», se organizó un inmenso programa bibliográfico con el objetivo fundamental de «proyectar la cultura y la historia de Estados Unidos ante el lector alemán de la manera más efectiva posible». El gobierno de ocupación recurrió a las editoriales más importantes, asegurando un flujo constante de «libros de contenido amplio» que se juzgaban «más aceptables que publicaciones patrocinadas por el gobierno, porque no tenían el tufillo de la propaganda política» Pero propaganda se quería que fuera, al fin y al cabo. Solamente las traducciones encargadas por la División de Guerra Psicológica del Gobierno Militar Americano ascendieron a cientos de títulos, desde El ciudadano Tom Paine, de Howard Fast, The New Deal in Action, de Arthur Schlesinger, a Built in the USA, publicación del Museo de Arte Moderno. También hubo ediciones en alemán de libros «adecuados para niños en las edades en que son más impresionables», como Cuentos tenebrosos, de Nathaniel Hawthorne, Un yanqui en la corte del rey Arturo de Mark Twain y La casa de la pradera de Laura Ingalls.

 

Estos programas editoriales ayudaron en gran medida a establecer la reputación en Alemania (y los demás territorios ocupados), después de la guerra, de muchos autores estadounidenses. El prestigio cultural de Estados Unidos se incrementó en gran medida gracias a la distribución de los libros de Louisa May Alcott, Pearl Buck, Jacques Barzun, James Burnham, Willa Cather, Norman Cousins, William Faulkner, Ellen Glasgow, Ernest Hemingway, F. O. Matthiessen, Reinhold Niebuhr, Carl Sandburg, James Thurber, Edith Wharton y Thomas Wolfe.

 

También se promocionó a escritores europeos como parte de un explícito «programa anticomunista». Valían los textos de

 

«cualquier [autor] crítico con la política exterior soviética y el comunismo como forma de gobierno, que juzguemos objetivo, convincentemente escrito y oportuno».

 

Entre los escritores que satisfacían estos criterios estaba el relato de André Gide de sus frustrantes experiencias en Rusia, Regreso de La URSS; El cero y el infinito y The Yogi and the Commissar, de Arthur Koestler; y Vino y pan, de Ignazio Silone. Para Koestler y Silone, ésta fue la primera de muchas apariciones bajo la protección del gobierno norteamericano. Para algunos de los libros no se concedió el permiso de publicación. Una de las primeras bajas fue el por entonces ya anacrónico Russia and America: Pacific Neighbours, de John Foster Dulles.

 

En el campo del arte, la señora de Moholy-Nagy se presentó ante el público alemán para hablar sobre la obra de su difunto marido, László, y la nueva e interesante dirección que había tomando en Chicago la «Nueva Bauhaus». Su conferencia, escribió un periodista que coincidía con sus puntos de vista, «fue una documentada contribución a la incompleta concepción que tenemos de la cultura y el arte americanos». Esta concepción fue completada aún más mediante una exposición de «pinturas no objetual» del Museo Guggenheim. Ésta fue la primera aparición bajo patrocinio gubernamental de la Escuela de Nueva York, conocida también como expresionismo abstracto. Para que este arte no chocase demasiado, al público se le fue introduciendo en él, mediante conferencias sobre «Ideas fundamentales del arte moderno», en las que se utilizaban reconfortantes y conocidas pinturas medievales para presentar «las posibilidades abstractas de la expresión artística».

 

Con el recuerdo, aún dolorosamente vivo, de las exposiciones del Entartekunst y el subsiguiente éxodo de tantos artistas a Estados Unidos, la impresión que ahora se daba era la de una cultura europea rota por el fascismo que sería llevada por la corriente hasta Norteamérica, la nueva Bizancio. El público que había asistido a las concentraciones de masas de Nuremberg se sintió sobrecogido al oír a uno de los conferenciantes «hablar sobre los inmensos conciertos sinfónicos nocturnos al aire libre a los que asistía un público cuyo número sólo igualaba al que se reunía en acontecimientos deportivos especiales en nuestros estadios».

 

Pero no todos los esfuerzos eran de tan alta calidad. El lanzamiento de la edición alemana de Mystery Magazine de Ellery Queen dejó heladas a personas como Michael Josselson. Además no todos estaban convencidos de que el Yale Glee Club era el mejor vehículo para probar sin ningún género de dudas

 

«la tremenda importancia de las artes en el programa de las universidades como antídoto contra el colectivismo».

 

Hasta la Escuela de Darmstadt comenzó de manera titubeante. Una audaz iniciativa del gobierno militar americano, los «Cursos de Verano de la Nueva Música de Darmstadt» casi acaban en disturbios después de que el disgusto sobre la nueva y radical música degenerase en abierta hostilidad. En unas conclusiones oficiales se decía:

 

«Se llegó a admitir de forma generalizada que gran parte de esta música carecía de valor y que hubiese sido mejor no escucharla. Hubo críticas al excesivo papel otorgado a la música dodecafónica. Un crítico calificó el concierto como “Triunfo del diletantismo”… Los estudiantes franceses permanecieron al margen del resto y se las dieron de entendidos [y] su profesor, Leibowitz, sólo representa y admite como válida la música más radical y desprecia abiertamente cualquier otra. Su actitud es imitada por sus alumnos. Era opinión general que el [curso del] año siguiente habría de ser más variado».

 

Darmstadt, por supuesto, habría de convertirse en pocos años en bastión de la experimentación vanguardista en el campo de la música.

 

Pero a pesar de todos los conciertos sinfónicos, de las obras de teatro y de las exposiciones, no se podía ocultar la cruda verdad durante aquel largo y duro invierno de 1947: Europa estaba arruinada. El mercado negro sin control, el descontento social y una serie de huelgas de consecuencias catastróficas (en gran parte orquestadas por los sindicatos comunistas) produjeron unos niveles de degradación y de carestía que no se podían comparar con los peores momentos de la guerra. En Alemania el dinero había perdido su valor, resultaba imposible obtener medicinas y ropa, familias enteras vivían en refugios subterráneos, sin agua ni luz, y las chicas y los chicos jóvenes ofrecían sexo a los soldados americanos a cambio de una tableta de chocolate.

 

El 5 de junio de 1947, el general George Catlett Marshall, jefe de Personal del Ejército de los Estados Unidos durante la guerra, secretario de Estado con Truman, anunció un plan para intentar resolver la «gran crisis». El anuncio tuvo lugar en la 296.ª ceremonia de graduación de Harvard, a la que asistieron también el físico atómico Robert Oppenheimer, el general Ornar Bradley, comandante de las tropas durante el desembarco de Normandía y T. S. Eliot (todos los cuales, al igual que Marshall, estaban siendo investidos doctores honoris causa en el mismo acto). El discurso de Marshall, de diez minutos de duración, supuso un momento decisivo para el destino de la Europa de posguerra. Tras advertir que «todo el mundo… [y] la forma de vida que conocemos están literalmente pendientes de un hilo», apelaba al Nuevo Mundo para que diese un paso al frente con un programa de choque, de créditos y de ayuda material a gran escala, para impedir el desmoronamiento del Viejo Mundo.

 

«Existe una inestabilidad generalizada. Se está haciendo todo lo posible por cambiar Europa por completo tal y como la conocemos, contra los intereses de una humanidad y de una civilización libres —declaró Marshall—. Si se la abandona a sus propias fuerzas no habrá escapatoria ante una crisis económica tan intensa, ante un descontento social tan violento y ante una confusión política tan extendida que la base histórica de la civilización occidental, de la que, por convicción y por herencia formamos parte integral, adoptará una nueva forma a imagen de la tiranía que luchamos por destruir en Alemania».

 

 

Mientras pronunciaba estas palabras, el general Marshall estaba viendo los rostros de los estudiantes reunidos al sol de la primavera y veía como John Crow Ransom antes que él,

 

«a los juveniles licenciados de Harvard / Iluminados como antorchas, ansiosos por dispersarse / Como teas sin rumbo apenadas por apagarse».

 

No fue coincidencia el que decidiese pronunciar aquí su discurso y no en algún estrado oficial del gobierno. Éstos eran los hombres que habrían de hacer realidad el «evidente destino» de los Estados Unidos, la elite que habría de organizar el mundo en torno a los valores que la oscuridad del comunismo amenazaba con difuminar. Llevar a buen puerto el Plan Marshall, como se le habría de conocer más tarde, sería su herencia.

 

El discurso de Marshall pretendía reforzar la llamada ideológica a las armas del presidente Truman de unos meses antes, que inmediatamente se había sacralizado con el nombre de Doctrina Truman. En un discurso ante el Congreso, de marzo de 1947, sobre la situación en Grecia, donde era previsible una toma del poder por parte de los comunistas, Truman había abogado, en un lenguaje apocalíptico, por una nueva era de intervención norteamericana:

 

«En el presente momento de la historia mundial, casi todas las naciones han de elegir entre formas de vida excluyentes —declaraba en su discurso—. La elección, con demasiada frecuencia no se hace libremente. Una forma de vida se basa en la voluntad de la mayoría… la segunda… se basa en la voluntad de una minoría impuesta a la fuerza sobre la mayoría. Se fundamenta en el terror Y en la opresión, en el control de la prensa y de la radio, en unas elecciones amañadas y en la supresión de las libertades individuales. Pienso que la política de los Estados Unidos ha de ser apoyar a los pueblos libres que se resisten a ser sometidos por minorías armadas o por presiones exteriores. Pienso que debemos ayudar a los pueblos libres a forjar sus propios destinos en la manera que ellos elijan».

 

 

Tras el discurso de Truman, el secretario de Estado, Dean Acheson, les dijo a los congresistas:

 

«Hemos llegado a una situación que no tiene precedentes desde la Antigüedad. Desde los tiempos de Roma y Cartago no se ha producido una polarización tal de poder en el mundo. Además, las dos grandes potencias estaban separadas por un insalvable abismo ideológico».

 

Joseph Jones el funcionario del Departamento de Estado, que preparó el discurso de Truman al Congreso, comprendió el tremendo impacto de las palabras del presidente:

 

«Todas las barreras para las más audaces acciones han sido eliminadas».

 

Entre los políticos se creía que

 

«Se había abierto un nuevo capítulo en la historia del mundo y que ellos eran los hombres más privilegiados, participantes en un acontecimiento decisivo de los que muy pocas veces se producen en la larga vida de una gran nación».

 

La sensación de las dimensiones épicas del papel de Estados Unidos durante la posguerra evocadas por el discurso de Truman proporcionó el contexto retórico del posterior discurso del general Marshall, menos manifiestamente anticomunista. La combinación de ambos, un conjunto de medidas de ayuda económica junto con un mandato doctrinal, transmitían un mensaje que no dejaba lugar a dudas: el futuro de Europa occidental, si es que Europa occidental iba a tener futuro, debería vincularse a la pax americana.

 

 

El 17 de junio, el diario soviético Pravda atacó la propuesta de Marshall como continuación del

 

«plan [de Truman] para ejercer presión política mediante los dólares y un programa de interferencia en los asuntos internos de otros Estados».

 

Aunque los soviéticos habían sido invitados por Marshall a participar en su programa de recuperación del conjunto de Europa, la oferta fue, según dijo George Kennan, «insincera, destinada a ser rechazada». Como estaba previsto, se negaron a formar parte del plan. Es posible que sus objeciones pudieran parecer exageradas, pero fundamentalmente los soviéticos tenían razón en vincular las intenciones humanitarias del plan con un objetivo político menos evidente. Lejos de prever la cooperación con la Unión Soviética, fue diseñado dentro del marco del espíritu de la guerra fría, que pretendía introducir una cuña entre Moscú y sus regímenes satélites.

 

«En todo momento se sobreentendía la importancia de no dar oportunidad a los comunistas de meter baza en estos lugares —escribiría más tarde Dennis Fitzgerald uno de los estrategas del Plan Marshall—. En todo momento se dijo que si no conseguíamos entender por completo las necesidades de X, Y y Z, los comunistas aprovecharían la situación para promover sus intereses».

 

El subdirector del Plan, Richard Bissel, era de la misma opinión:

 

«Incluso antes del inicio de la guerra de Corea, se tenía bien claro que el Plan Marshall nunca había pretendido ser algo totalmente altruista. Se tenía la esperanza de que al reforzar sus economías saldría reforzado el valor de los países de Europa occidental como miembros de la Alianza Atlántica, lo que les permitiría en última instancia asumir responsabilidades en materia de defensa en apoyo de la guerra fría».

 

En secreto, de estos países también se esperaba que asumiesen otro tipo de responsabilidades «en apoyo de la guerra fría», y con este propósito, los fondos del Plan Marshall no tardaron en destinarse a promover la lucha cultural en Occidente.

 

El 5 de octubre de 1947, la Oficina de Información Comunista realizó su primera reunión en Belgrado. Creada en Moscú en septiembre, la Cominform era la nueva base operativa de Stalin para la guerra política, sustituyendo a la fenecida Comintern. La reunión de Belgrado se utilizó para lanzar un público desafío a la doctrina Truman y al Plan Marshall, denunciados ambos como tramas «agresivas» para satisfacer las «aspiraciones estadounidenses de supremacía mundial». Andrei Zhdanov, arquitecto de la implacable política cultural de Stalin, les dijo a los comunistas de Europa occidental que

 

«Si estuvieran listos para ponerse al frente de todas las fuerzas dispuestas a defender la causa del honor nacional y de la independencia en la lucha contra los intentos de subyugar sus países económica y políticamente, ningún plan de subyugación de Europa podría tener éxito».

 

Del mismo modo que Marshall había decidido dirigir su discurso a la elite intelectual de los Estados Unidos, Zhdanov apeló a los intelectuales de todo el mundo para poner sus plumas bajo la bandera del comunismo, y utilizar su tinta contra el imperio americano.

 

«Los partidos comunistas de [Europa han] tenido un considerable éxito en su trabajo entre los intelectuales. La prueba es que en estos países los mejores representantes del mundo de la ciencia, del arte y de la literatura pertenecen al Partido Comunista, y están encabezando el movimiento de la lucha progresista entre la intelectualidad y gracias a su incansable y creativa lucha, están ganando más y más intelectuales a la causa del comunismo».

 

Unos días después, ese mismo mes, las tropas ideológicas de choque de la Cominform, se reunieron en el Congreso de Escritores de Berlín Oriental, en el Teatro Kammespiel. Conforme se iba desarrollando el «debate» (por supuesto, no era nada parecido a un debate), un joven estadounidense con una afilada barba y extrañamente parecido a Lenin subió a la tarima y agarró el micrófono. En un impecable alemán, defendió su postura durante treinta y cinco minutos, alabando a los escritores que habían tenido el valor de hablar en contra de Hitler y de expresar la similitud entre el régimen nazi y el nuevo estado policial comunista. Eran tiempos difíciles. Interrumpir la reunión y aguar la fiesta de la propaganda comunista era un acto de locura o de valor, o de ambas cosas a la vez. Había llegado Melvin Lasky.

Melvin Jonah Lasky nació en el Bronx, en 1920, y creció bajo la «imponente presencia» de su abuelo, hombre barbudo y sabio, que hablaba yiddish, y que alimentó al joven Lasky con pasajes de las leyendas de los judíos. Como uno de los «mejores y más brillantes» licenciados del New York’s City College, Lasky salió de sus agitados debates ideológicos convertido en acérrimo antiestalinista, aficionado a la confrontación intelectual (y a veces a la física). Entró en la administración pública y trabajó de guía en la Estatua de la Libertad, antes de entrar a trabajar en la revista antiestalinista New Leader, de Sol Levitas. Durante el servicio militar, fue nombrado historiador de guerra en el 7.º Ejército de los Estados Unidos en Francia y Alemania, y luego fue desmovilizado en Berlín, donde se convertiría en corresponsal de New Leader y de Partisan Review.

 

Tipo fornido y de baja estatura, Lasky solía echar para atrás los hombros y sacar pecho, como dispuesto a la lucha. Utilizaba sus ojos achinados para lanzar miradas asesinas a sus interlocutores, y había adquirido del violento ambiente del City College unos malos modos que nunca le abandonarían. En su militante anticomunismo era, utilizando un epíteto que él había aplicado a otra persona, «tan inamovible como el peñón de Gibraltar». De aspecto lobuno, decidido a toda costa a lograr sus propósitos, Lasky se habría de convertir en factor a tener en cuenta a medida que se fue abriendo paso en las campañas culturales de la guerra fría. Su explosiva protesta en el Congreso de Escritores de Alemania Oriental, le granjeó el título de «Padre de la guerra fría en Berlín». Su acción disgustó incluso a las autoridades estadounidenses, que amenazaron con echarle. Escandalizado por la timidez de sus superiores, comparó Berlín con

 

«lo que hubiera sido una ciudad fronteriza en Estados Unidos a mediados del siglo XIX, con los indios en el horizonte, y simplemente había que llevar a mano el rifle o, en caso contrario, adiós a la cabellera. Pero en esos días las ciudades de la frontera estaban llenas de gente que luchaba contra los indios… Aquí hay muy pocos con agallas, y los que las tienen, normalmente no saben en qué dirección apuntar sus rifles».

 

Pero Lasky era amigo del sheriff y lejos de ser expulsado de la ciudad, pasó a gozar de la protección del gobernador militar, el general Lucius Clay. Para éste, Lasky protestaba de que mientras la mentira soviética viajaba por el planeta a la velocidad de la luz, la verdad aún no se había calzado las botas. Defendió su posición en un apasionado documento enviado el 7 de diciembre de 1947 a la oficina de Clay, en el que defendía un golpe de timón radical en la propaganda estadounidense. Este documento, al que se conocía como «la propuesta de Melvin Lasky», era el plan del propio Lasky para librar la guerra fría cultural.

 

«Nuestras ansiadas esperanzas de paz y unidad internacional no nos dejaban ver el hecho de que se estaba preparando y ejecutando una guerra política coordinada contra EE UU, y en ningún otro lugar con más intensidad que en Alemania. Las mismas y antiguas fórmulas antidemocráticas antiamericanas de las que muchas generaciones europeas se habían alimentado, y que la máquina de propaganda nazi de Goebbels llevó a su punto culminante, están volviendo a implantarse. A saber: el supuesto egoísmo económico de Estados Unidos (el Tío Sam en el papel de Shylock); su supuesta política profundamente reaccionaria (una “prensa mercenaria capitalista”, etc.); su supuesta rebeldía cultural (la “moda del jazz y del swing”, los anuncios de la radio, las “sandeces” de Hollywood, la “basura pornográfica”); su supuesta hipocresía moral (la cuestión racial, el problema de los jornaleros, los inmigrantes del campo); etc. etc…».

 

Con un lenguaje insólito, Lasky continuaba definiendo en qué consistía el desafío:

 

«La tradicional fórmula estadounidense de “iluminar y la gente encontrará su propio camino” exagera las posibilidades existentes en Alemania (y en Europa) de que se produzca una fácil conversión… Sería absurdo suponer que se puede despojar a un primitivo salvaje de su creencia en las misteriosas hierbas de la selva simplemente mediante la difusión de información científica moderna… No hemos tenido éxito en combatir la multiplicidad de factores, político, psicológicos, culturales, que actúan en contra de la política exterior de EE UU, y en particular contra el éxito del Plan Marshall en Europa».

 

Lo que era preciso ahora, continuaba Lasky, lleno de ansiedad, era una verdad «activa», una verdad lo suficientemente audaz como para «entrar en la contienda», no una que se comportase como «alguien con quien no va la cosa». No había que engañarse, advertía, lo esencial de la guerra fría era

 

«de naturaleza cultural. Y es en este campo donde un serio vacío en el programa americano está siendo explotado al máximo por los enemigos de la política exterior americana… El vacío… es auténtico y grave».

 

El vacío «auténtico y grave» al que se refería Lasky era el fracaso «para ganarse a las clases cultas, que a la larga, son las que ejercerán el liderazgo moral y político en la sociedad» a la causa estadounidense. Este defecto, decía, se podría encarar, en parte, publicando una nueva revista, que «sirviera tanto como estímulo positivo para el pensamiento alemán y europeo» y también

 

«como demostración de que tras los representantes oficiales de la democracia americana hay una magnífica y progresista cultura, con unos logros en las artes, en la literatura, en la filosofía, en todos los aspectos de la cultura que reúnen las tradiciones de libertad de Europa y América».

 

Dos días más tarde, Lasky remitió una «Propuesta para la “American Review”», cuyo propósito habría de ser «apoyar los objetivos generales de la política estadounidense en Alemania y Europa, ilustrando el origen de las ideas, de la actividad espiritual y de los logros literarios e intelectuales en los que se inspira la democracia norteamericana». La revista, afirmaba, demostraría que «América y los americanos habían logrado importantes triunfos en todas las esferas del espíritu humano comunes al Viejo y al Nuevo Mundo», y que, por lo tanto, sería el primer esfuerzo serio para «apartar a grandes sectores de la intelectualidad alemana de la influencia comunista».

 

El resultado sería Der Monat, una revista mensual destinada a servir de puente ideológico entre los intelectuales alemanes y americanos y, como explicaba explícitamente Lasky, para facilitar la consecución de los intereses de la política exterior estadounidense, mediante el apoyo «a los objetivos generales de la política estadounidense en Alemania y Europa». Creada con el apoyo del general Clay el 1 de octubre de 1948, y dirigida por Lasky, se imprimió al principio en Munich y se llevaba por avión a Berlín en los aviones comerciales aliados de los que dependía la ciudad durante el bloqueo. A lo largo de los años, Der Monat fue financiado con «fondos reservados» del Plan Marshall, y después con las arcas de la Agencia Central de inteligencia, luego, con dineros de la Fundación Ford y, posteriormente, de nuevo con dólares de la CIA. Aunque fuese sólo por su financiación, la revista fue por completo producto y paradigma de la estrategia estadounidense durante la guerra fría, en el campo cultural.

 

Der Monat era un templo erigido a la creencia de que una elite culta podría apartar al mundo de posguerra del camino de su propia extinción. Esto, junto con su relación con el gobierno de ocupación americano, fue lo que unió a Lasky, Josselson y Nabokov. Al igual que Jean Cocteau, que pronto habría de advertir a los Estados Unidos de que

 

«No os salvaréis por las armas, ni por el dinero, sino gracias a una minoría pensante, porque el mundo está expirando, ya que no piensa (pense), sino que simplemente gasta (dépense)»

 

comprendieron que los dólares del Plan Marshall no serían bastante: la asistencia financiera tenía que complementarse mediante un programa intenso y continuo de guerra cultural. Este peculiar triunvirato —Lasky, militante político, Josselson, antiguo ejecutivo de compras de unos grandes almacenes, y Nabokov, compositor— habrían de ser la punta de lanza de lo que sería, bajo su dirección, una de las operaciones secretas más ambiciosas de la guerra fría: ganar a la intelectualidad occidental para las posiciones estadounidenses…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]

 

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