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LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL
Frances Stonor Saunders
[ 04 ]
Elegidos del destino
No existe la inocencia. Lo más parecido
es la inocencia tocada por la culpa.
( Mike Hammer, en Kiss Me, Deadly
de MICKEY SPILLANE)
La propuesta estadounidense ya se había articulado en la doctrina Truman y en el Plan Marshall. Ahora, se inauguraba una nueva fase de la guerra fría, con la creación de la Agencia Central de Inteligencia, la primera organización de inteligencia estadounidense en tiempos de paz. Creada por la Ley de Seguridad Nacional de 26 de julio de 1947, se pretendía que la Agencia coordinase la inteligencia militar y diplomática. De importancia fundamental, aunque en un lenguaje extremadamente impreciso, fue la autorización recibida para llevar a cabo «servicios de incumbencia mutua», sin especificar y «Otros cometidos y tareas», que dispusiera el Consejo de Seguridad Nacional (creado por la misma ley).
«En ningún otro lugar de la Ley de 1947, se autorizaba explícitamente a la CIA a recopilar información o a intervenir de forma secreta en los asuntos de otros países —se decía, más tarde, en un informe gubernamental—. Pero la elástica frase “otros cometidos” fue utilizada por sucesivos presidentes para que la Agencia realizase espionaje, acciones secretas, operaciones paramilitares, y para recopilar información técnica».
La creación de la CIA marcó una revisión radical de los tradicionales paradigmas de la política estadounidense. Los términos en los que se estableció la Agencia institucionalizaron conceptos como «la mentira necesaria» y la «negación creíble» como estrategias legítimas en tiempo de paz, y, a la larga crearon una capa invisible del gobierno cuyo potencial para el abuso, en el propio país y en el extranjero, no se veía coartado por nada, al no tener que responder ante nadie.
Esta experiencia de ilimitada influencia quedó ejemplificada por el héroe homónimo de la monumental El fantasma de Harlot, de Norman Mailer:
«Intervenimos en todo —dice Harlot—. Si las buenas cosechas fuesen un instrumento de la política exterior, estamos obligados a conocer el tiempo que va a hacer el año que viene. La misma exigencia se nos presenta en todos los lugares donde miramos: finanzas, medios de comunicación, relaciones laborales, producción, consecuencias en temas específicos de la TV. ¿Dónde se encuentran los límites de aquello de lo que nos podemos ocupar legítimamente?… Nadie sabe cuántas vías de información tenemos en los lugares adecuados… cuántos jerifaltes del Pentágono, oficiales de alta graduación, congresistas, miembros de los gabinetes de asesores, especialistas en erosión del suelo, dirigentes estudiantiles, diplomáticos, abogados de empresas, lo que sea, cualquier cosa. Todos nos proporcionan sus datos».
La presencia de una CIA, propietaria de líneas aéreas, emisoras de radio, periódicos, compañías de seguros, y propiedades inmobiliarias, en los asuntos del mundo creció de manera tan prodigiosa a lo largo de los años que la gente empezó a sospechar de su presencia detrás de cada arbusto.
«Como a Dorothy Parker y las cosas que decía, a la CIA se la felicita o se la culpa tanto por lo que hace como por las muchas cosas que ni siquiera se ha planteado hacer»,
manifestó posteriormente un miembro de la Agencia. Operaciones que acabaron en desastre, como la de la bahía de Cochinos, poco hicieron para mejorar la imagen pública de la CIA. Surgió una imagen estereotipada y negativa de una CIA compuesta de despiadados, jesuíticos y «feos» americanos, cuya visión del mundo estaba distorsionada por una verdadera maraña de espejos de feria.
Ciertamente, la historia sigue confirmando esta visión. La doctrina Truman, y las leyes de la Seguridad Nacional a las que inspiró, aprobaban oficialmente la política de agresión e intervención en el extranjero. Sin embargo, la escala de sus monumentales acciones piráticas tiende a ocultar otras verdades menos calamitosas acerca de la CIA. Al principio, sus oficiales se veían impulsados por un cierto sentido del deber —«para salvaguardar la libertad occidental de la oscuridad comunista»— que uno de sus dirigentes comparó con «el ambiente de la orden de los Caballeros Templarios».
Una de sus principales y tempranas influencias fue la «aristocracia» de la costa Este, y la Ivy League, una Bruderbund de sofisticados anglófilos que hallaban poderosa justificación a sus acciones en la tradición de la ilustración y en los principios consagrados en la Declaración de Independencia.
En este aspecto, la CIA debió su carácter a su predecesora durante la guerra, la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), creada en 1941 como consecuencia de Pearl Harbor y disuelta en septiembre de 1945 por el presidente Truman, que dijo en aquella ocasión que no quería tener nada que ver con una «Gestapo» en tiempo de paz. Este primitivo temor poco reflejaba la realidad de la OSS, que se había ganado el apodo de «Oh So Social», gracias a su ambientillo de club social o universitario. El columnista Drew Pearson la llamó
«uno de los grupos más estrambóticos de diplomáticos diletantes, banqueros de Wall Street y detectives aficionados jamás vistos por Washington». «Todos los miembros de la OSS llevaban una mochila con una carabina, unas cuantas granadas de mano, unas monedas de oro, y una píldora letal»,
recordaba Tom Braden, que trabajó muy estrechamente con el jefe de la OSS, William Wild Bill Donovan (el mote le vino de sus hazañas contra Pancho Villa).
«En una ocasión, Donovan se olvidó las píldoras en un cajón del hotel Dorchester e hizo que David Bruce enviase un telegrama desde Francia para que la camarera se las enviase. Era todo un personaje, Bill Donovan, una leyenda viva. Una vez me dijo “Braden, si alguna vez te ves en apuros, coge la navaja y húndesela directamente en las pelotas”».
Regida por una legislación que casi no prohibía nada y toleraba prácticamente todo, los miembros de la OSS se convirtieron casi en nuevos procónsules que recorrían la Europa en guerra. Los hombres de la OSS que llegaron a Bucarest después de la retirada alemana en el otoño de 1944, fueron habituales invitados a las reuniones del gobierno rumano, y presumían ante sus colegas de que
«antes de votar nada, me preguntan lo que pienso… Aprueban por unanimidad todas mis leyes. Nunca pensé que gobernar un país fuese tan fácil».
Pero gobernar países era precisamente para lo que la mayoría de los miembros de la OSS habían sido formados. Reclutando a sus subordinados en el núcleo de las clases dirigentes, en las empresas, en la política, en la universidad y en mundo de la cultura, Donovan había reunido un cuerpo de elite procedente de las instituciones y familias más poderosas de los Estados Unidos. Los miembros de la familia Mellon ejercieron de espías en Madrid, Londres, Ginebra, París. Paul Mellon trabajó para la dirección de Operaciones Especiales de Londres. Su hermana, Ailsa (conocida por ser en una época la mujer más rica del mundo) se casó con su oficial al mando, el jefe de la OSS de Londres. David Bruce, hijo, a su vez, de un senador de EE UU y millonario por derecho propio. Los dos hijos de J. P. Morgan formaban parte de la OSS. Las familias Vanderbilt, DuPont, Archbold (Standard Oil), Ryan (Equitable Life Insurance), Weil (grandes almacenes Macy’s), Whitney, todas estaban representadas en el ejército secreto de Donovan.
Entre otros muchos reclutas de la OSS citaremos al editor Eugene Fodor; al periodista neoyorquino Marcello Girosi, que sería productor de las películas italianas y americanas de Sophia Loren; Ilia Tolstói, nieta exiliada del famoso novelista, que participó en una misión de la OSS en Lhasa; y Julia McWilliams Child, más tarde famosa cocinera, encargada de los archivos de información de la OSS en Chungking. Raymond Guest, jugador de polo, omnipresente en las fiestas de sociedad, y primo de Winston Churchill, que hizo verdaderos y pintorescos estropicios en las misiones de la OSS en Francia y Escandinavia. Antoine de Saint-Exupéry fue íntimo amigo y colaborador de Donovan, lo mismo que Ernest Hemingway, cuyo hijo, John, pertenecía también a la OSS.
Aunque uno de sus detractores se quejase de los muchos empleados «que parecían jovenzuelos inmaduros para los que la OSS era, quizá, una forma de escapar de la rutina del servicio militar y una especie de diversión», también se daba por hecho que todos y cada uno de los miembros de mayor rango de la oficina de Donovan
«ponían en riesgo su futura posición como banqueros o miembros de consejos de administración o políticos de altos vuelos al identificarse con métodos ilegales y heterodoxos».
Con la disolución de la OSS, muchos de aquellos futuros banqueros y consejeros y políticos regresaron a la vida civil. Allen Dulles, brillante subdirector con Donovan, que había tomado a su cargo las operaciones de la OSS en Europa, volvió a su despacho de abogado en Nueva York, donde se convirtió en centro de un informal grupo de personas que defendían la creación de un servicio permanente de inteligencia en Estados Unidos. Apodados los «Cowboys de Park Avenue», a este grupo pertenecían Kermit Kim Roosevelt, nieto de Theodore; Tracy Barnes (que había ayudado a Allen Dulles a recuperar los famosos diarios del conde Ciano, en poder de la condesa); Richard Helms y Frank Wisner, que era el que traía los cotilleos de la inteligencia militar en la Alemania ocupada; y por último, Royall Tyler, que pronto sería nombrado director de la oficina de París del Banco Mundial.
Lejos de arriesgar su «futura posición», durante su permanencia en la OSS salió reforzada su reputación y se le ofrecía otra red de conexiones que se añadía a los antiguos vínculos universitarios que les reunieron por vez primera. Gracias a ello y a su iniciación en los métodos ilegales y heterodoxos, habrían de convertirse en fuente inagotable para la CIA. Fue esta histórica elite, los miembros de la Ivy League, los que proyectaron su influencia en los consejos de administración, en las instituciones académicas, en los principales periódicos y medios de comunicación, en los despachos de abogados y en el gobierno de los Estados Unidos, y que ahora daban un paso adelante para formar parte de la incipiente Agencia. Muchos de ellos procedían de unas cien familias ricas, aproximadamente, de Washington, conocidos como «habitantes de las cavernas», que defendían los valores episcopalianos y presbiterianos que habían guiado a sus ancestros. Habían sido educados en los principios de una sólida capacidad intelectual, de las proezas atléticas, de la politesse oblige, y de la sólida ética cristiana, y tomaban ejemplo de hombres como el reverendo Endicott Peabody, cuya Groton School, en la línea de Eton, Harrow y Winchester, fue alma mater de tantos líderes nacionales. Formados en las virtudes cristianas y en las obligaciones que comportan los privilegios, salieron creyendo en la democracia pero en guardia contra el igualitarismo sin control. Si le damos la vuelta a la célebre declaración de Willy Brandt, «Hemos sido elegidos por el pueblo pero no somos “los elegidos”», ahora eran los elegidos que no habían sido elegidos.
Los que no habían trabajado con la OSS habían pasado la guerra tratando de ascender en el escalafón del Departamento de Estado y en el Foreign Office. Giraban en torno de figuras como Charles Chip Bohlen, luego embajador en Francia. A principios de los años cuarenta, su casa en Dumbarton Avenue en Georgetown, fue un verdadero fermento intelectual en cuyo centro estaban Georoe Kennan e Isaiah Berlin, quien ya era reverenciado en los círculos de Washington como «el profeta». Un observador calificó a Kennan, Bohlen y Berlín de «trío homogéneo y agradable». Bohlen fue uno de los fundadores de una nueva rama del saber conocida como kremlinología. Había vivido en Rusia, conocía a sus dirigentes y a sus funcionarios, había estudiado su literatura ideológica, y citaba de memoria a sus clásicos. Había sido testigo de las purgas y procesos de finales de los años treinta y del impacto de las «políticas culturales» de Zhdanov.
«Hay dos cosas que se suelen decir antes de que pase lo irreparable —le gustaba decir a Bohlen—. Una es “el alcohol no me afecta”; la otra es “comprendo a los rusos”».
Para comprender mejor las cosas recurría a Isaiah Berlín y a Nicolas Nabokov, que por aquel entonces trabajaban para el Departamento de Justicia. Bohlen se solía referir a Nabokov como «activo psicológico», y Nabokov devolvía el cumplido llamando a Bohlen «mi modelo, mi fuente de consejos».
«Estos nuevos amigos no tenían apenas ilusiones sobre “el tío Joe” —escribiría más tarde Nabokov—. En más de una forma, eran un grupo anacrónico en el Washington de aquellos años, quizá, incluso en todos los Estados Unidos. El país estaba en un estado de euforia sovietófila, que nadie compartía en la casa de Dumbarton Avenue. La inmensa mayoría de la opinión pública estadounidense había cambiado tres veces su forma de pensar acerca de Rusia. Primero estuvo en contra —tras la partición de Polonia y de la “diabólica” guerra de Finlandia—. Stalin, en las viñetas de los periódicos parecía una repugnante mezcla de lobo y oso. Luego, con igual rapidez, la opinión se tornó favorable a Rusia: después de la invasión nazi de Rusia en 1941. De pronto Stalin apareció embellecido, representándole como un caballero con armadura defendiendo el Kremlin contra una horda de teutones, o se reproducía su imagen de las fotografías de perfil adelgazadas e idealizadas de Margaret Bourke-White. Luego, de nuevo, en 1943, el sentimiento filorruso se vio reforzado tras la batalla de Stalingrado.
“Veréis —decían confiados los americanos—, el comunismo nunca regresará a Rusia en la misma forma Será un país diferente después de la guerra. ¿Acaso Stalin no hizo regresar al Patriarca del exilio?, ¿y a los escritores y poetas?, ¿y acaso no reestableció en sus puestos a los oficiales y reinstauró a los héroes históricos nacionales, e incluso a algunos de los zares y santos, como Alexander Nevsky y Pedro el Grande?”.
No así los escépticos de Dumbarton Avenue. Sabía, como había dicho Kennan en una ocasión, que el estalinismo es irreversible».
A los escépticos de Dumbarton Avenue se les unieron David Bruce, Averell Harriman. John McCloy, Joseph y Stewart Alsop, Richard Bissell, Walter Lippmann, y los hermanos Bundy. En largas conversaciones, calentadas por la pasión intelectual y el alcohol, comenzó a tomar forma su visión de un nuevo orden mundial. Internacionalistas, rudos, competitivos, estos hombres tenían una fe inquebrantable en su sistema de valores y en su deber de transmitírselo a los demás. Eran los patricios de la era contemporánea, paladines de la democracia, y no veían en ello contradicción alguna. Ésta fue la elite que dirigió la política exterior estadounidense y conformó la legislación en su propio país. Desde los comités de expertos, hasta las fundaciones, desde los consejos de administración hasta los miembros de los clubes de caballeros, estos mandarines estaban conectados por sus afiliaciones institucionales y por su fe compartida en su propia superioridad. Su tarea consistía en crear y luego justificar la pax americana de posguerra. Posteriormente serían partidarios acérrimos de la CIA, cuyo personal estaba siendo reclutado entre sus amigos del colegio, de los negocios o antiguos compañeros de la OSS.
El principal ideólogo capaz de articular las convicciones compartidas de la elite estadounidense era George Kennan, experto en cuestiones diplomáticas, arquitecto del Plan Marshall, y como director de la Sección de Planificación Política del Departamento de Estado, uno de los padres de la CIA. En 1947 defendió la intervención militar directa en Italia en lo que consideraba como inminente colapso en una guerra civil apoyada por los comunistas:
«Hay que reconocer que ello causaría mucha violencia y, probablemente, la división militar de Italia —le dijo al Departamento de Estado—, pero podría ser preferible a una victoria electoral sin derramamiento de sangre, sin nuestra oposición, que daría a los comunistas el control de toda la península de un plumazo y que causaría el pánico en todos los países circundantes».
Truman, afortunadamente, no coincidía con esta precipitada sugerencia pero sí autorizó la intervención secreta en las elecciones italianas En julio de 1946, Kennan había modificado sus puntos de vista, no sobre la naturaleza de la amenaza soviética, sino sobre cómo defenderse de ella. En su famoso artículo «X» del periódico Foreign Affairs, planteó la tesis que imperó durante los primeros años de la guerra fría. Afirmaba que el Kremlin estaba decidido a dominar «hasta el último rincón… del poder en el mundo» con su «ideología fanática», proponía una política de «permanente contrapoder», y «firme y vigilante contención». Como parte de esta política defendía «el máximo desarrollo de las técnicas de la guerra propagandística y política», que, como director de la Sección de Planificación Política (pensada para supervisar la contención política e ideológica de Europa), estaba perfectamente situado para ponerla en marcha. «El mundo era nuestra ostra», escribiría más tarde sobre esta oficina.
En un discurso en la Academia Militar Nacional, en diciembre de 1947, fue Kennan quien introdujo el concepto de «mentira necesaria» como componente esencial de la diplomacia norteamericana de posguerra. Los comunistas, según él, habían adquirido una
«posición de fuerza en Europa, inmensamente superior a la nuestra… mediante el uso descarado y hábil de la mentira. Han luchado contra nosotros con lo irreal, con lo irracional. ¿Podemos, acaso, combatir con éxito esta irrealidad con racionalismo, con la verdad, con una cooperación honesta y bienintencionada?»,
se preguntaba. No, los Estados Unidos habían de emprender una nueva era de guerra encubierta para hacer triunfar sus objetivos democráticos contra el engaño soviético…
(continuará)
[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]
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