lunes, 22 de mayo de 2023

 

[ 386 ]

 

LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL

 

Frances Stonor Saunders

 

 [ 05 ]

 

 

 

 

Elegidos del destino

 

 

(…) El 19 de diciembre de 1947, la filosofía política de Kennan adquirió carácter legal en una instrucción del Consejo de Seguridad Nacional de Truman, la NSC-4. En un apéndice ultrasecreto a esta instrucción, el NSC-4A, ordenaba al director de la Inteligencia Central emprender «acciones psicológicas encubiertas» en apoyo de la política anticomunista americana. Sorprendentemente poco claro sobre los procedimientos a seguir para coordinar o para aprobar tales actividades, este apéndice fue la primera autorización formal de posguerra para la realización de operaciones clandestinas. Derogado en junio de 1948 por una nueva instrucción, más explícita, redactada por George Kennan, la NSC-10/2, éstos fueron los documentos que condujeron a la inteligencia estadounidense hasta las pantanosas aguas de la guerra política secreta durante las décadas venideras.

 


Preparadas con el máximo de los secretos, estas instrucciones

 

«adoptaban una concepción expansiva de las exigencias de la seguridad [de Estados Unidos], en la que el mundo habría de transformarse a su imagen y semejanza».

 

Partiendo de la premisa de que la Unión Soviética y sus países satélites estaban embarcados en un programa de actividades secretas «perniciosas» para «desacreditar y derrotar los propósitos y las actividades de los Estados Unidos y de las otras potencias occidentales», la NSC-10/2 otorgó la sanción al máximo nivel del Gobierno a una multitud de operaciones secretas:

 

«propaganda, guerra económica, acciones directas incluido el sabotaje, el antisabotaje, destrucción y planes de evacuación; subversión contra Estados hostiles, incluida la ayuda a movimientos clandestinos de resistencia, grupos guerrilleros y grupos de liberación de refugiados».

 

Todas estas actividades, en palabras de la NSC-10/2, han de

 

«planificarse y ejecutarse de tal forma que para las personas no autorizadas no exista evidencia de la responsabilidad del gobierno de Estados Unidos, y que si se descubren, el gobierno de Estados Unidos pueda rechazar de forma convincente cualquier responsabilidad por ellas».

 

La NSC-10/2 creaba un departamento especial para operaciones secretas, dentro de la CIA, pero con política y personal dependientes del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado (en otras palabras, bajo control de Kennan). A este consejo se le llamaría más tarde Oficina de Coordinación de Políticas (OPC), un título inocuo pensado «para asegurar la credibilidad sin revelar prácticamente nada de su propósito».

 

«Acción encubierta» era definida como toda «actividad clandestina con el fin de influir en gobiernos extranjeros, acontecimientos, organizaciones o personas, en apoyo a la política exterior de Estados Unidos, realizada de tal forma que no se advierta la participación de Estados Unidos».

 

Sin límites, prácticamente, en cuanto a su alcance y clandestinidad, la OPC era algo sin precedentes en tiempo de paz, en los Estados Unidos… Éste era el departamento de juego sucio que Allen Dulles y los cowboys de Park Avenue habían propugnado. De entre una lista de candidatos propuesta por George Kennan, para encabezar esta nueva operación fue elegido Frank Wisner.

 

Frank Wisner, ex abogado de Wall Street con el acento nasal de Mississippi, y la rara virtud de ser campeón de vallas de la Universidad de Virginia, era un veterano de las campañas de la OSS por toda Europa, y había sido director de su Sección de Inteligencia Secreta. Tras la guerra continuó en la inteligencia militar, y se le adjudicó la responsabilidad de ser enlace con la organización de Gehlen, la unidad de inteligencia del ejército alemán, conservada intacta por los americanos para espiar a los rusos. Wisner no era hombre que se dejase detener por argumentos morales. Como explicaba Harry Rositzke, un cercano colaborador en la OSS y luego, en la CIA,

 

«Era algo visceral: se trataba de utilizar a cualquier hijo de puta siempre que fuese anticomunista» (…) «Era de las personas; a las que no había que invitar a ser miembro de nuestro club», fue el comentario de Wallen Dulles a la relación de Wisner, con el general de las SS, Reinbard Gehlen.

 

 

Wisner había dimitido con cajas destempladas de la inteligencia militar cuando sus superiores se quejaron sobre su petición de más bicicletas para sus oficiales. Luego pasó al Departamento de Estado y, desde allí, continuó dirigiendo lo que prácticamente era su grupo personal de inteligencia, consistente en una sucesión de madrigueras ocultas en las profundidades de la burocracia gubernamental. Fue este grupo el que ahora se fundía con la CIA bajo la Oficina de Coordinación de Políticas, u OPC. La costumbre de Wisner de reclutar nazis no cesó cuando se pasó a la OPC.

 

«Wisner trajo toda una caterva de fascistas tras la guerra, algunos verdaderamente repugnantes. Podía hacerlo porque tenía poder»,

 

explicaría más tarde un colega de la CIA.

 

«Él tenía la clave de muchísimas cosas, hombre brillante y compulsivo, de enorme encanto personal e imaginación y la convicción de que todo, todo podía conseguirse y que él lo podía conseguir».

 

Durante el mandato de Wisner, la OPC se convirtió en el organismo de la CIA en más rápido crecimiento. Según Edgar Applewhite, un subinspector general de la CIA, su personal

 

«Se arrogaba un poder absoluto, sin precedentes que les limitasen. Podían hacer lo que quisiesen, siempre y cuando la “autoridad superior”, como llamaban al presidente, no lo prohibiese expresamente. Eran tremendamente aristocráticos en sus principios, extremadamente pueblerinos en las relaciones entre hombres y mujeres, muy románticos y arrogantes. Tenían una misión que procedía del cielo y ¡sólo Dios sabe qué gran oportunidad! Y no la dejaron escapar».

 

Para facilitar las operación de la OPC, el Congreso aprobó la Ley de la Agencia Central de Inteligencia de 1949, que autorizaba al director de la CIA a gastar fondos sin tener que dar cuenta de los gastos. En los años siguientes, las actividades de la OPC —el alcance de sus operaciones, sus recursos humanos y su presupuesto— crecieron como una hidra. Su personal pasó de 302 personas, en 1949, a 2.812, en 1952, además de 3.142 personas a sueldo en el extranjero. Durante el mismo periodo su presupuesto se incrementó de 4,7 millones a 82 millones de dólares. Uno de los factores que contribuyó a esta expansión fue una organización interna que creaba su propia demanda interna de proyectos. Las actividades de la OPC no se programaban en torno a un sistema financiero, sino en torno a proyectos. Esto tuvo importantes efectos internos, y a la larga, perjudiciales:

 

«un individuo de la OPC juzgaba su propia actuación y era juzgada por los demás teniendo en cuenta la importancia y la cantidad de proyectos que había puesto en marcha y dirigido. El resultado fue la competencia entre los miembros individuales y entre las divisiones de la OPC para generar el máximo número posible de proyectos».

 

En un primer momento, a la CIA se le asignaron como cuartel general una serie de edificios provisionales, aquí y allá, a los que llamaban «chamizos» (sheds), en los alrededores del Capitolio y del Washington Mall. Allí, en los polvorientos pasillos, los nuevos reclutas se sentían cautivados por el

 

«ambiente bélico y la urgencia de la movilización. Las salas estaban llenas de hombres y mujeres honestos y preocupados, que iban a toda prisa a las reuniones, que discutían a la carrera y que daban escuetas instrucciones a unos ayudantes que hacían lo que podían para no quedarse atrás. Nuevas personas, llenas de entusiasmo, se mezclaron con los veteranos de la OSS, colegas de Jedburgh con la elite de la posguerra, recién salidos de las universidades de la Ivy League, con sus chaquetas de tweed, fumando en pipa y llenos de ideas audaces y originales, que habían acudido en manada a la Agencia por ser el lugar más efectivo para que un liberal no comunista librara la batalla contra la amenaza comunista».

 

 

El frente de esta batalla, por supuesto, no estaba en Washington, sino en Europa. Al haber establecido una oficina en la base aérea de Tempelhof, a media hora de Berlín, los oficiales de la OPC parecían salir a borbotones hacia Alemania. Si contamos todas las divisiones de la CIA. en este momento había 1.400 agentes destinados a la central de Alemania. Uno de los primeros agentes reclutados por la OPC en Alemania fue Michael Josselson. En sus notas para la redacción de unas memorias (que nunca terminó), Josselson escribió:

 

«Mi periodo de servicio… tocaba a su fin en 1948. Pero un retorno a la vida civil, que para mí significaba volver al mundo de las compras para los grandes almacenes de los Estados Unidos, una carrera no especialmente interesante, me llenaba de desesperación. Fue por aquella época cuando un amigo americano que trabajaba en la inteligencia me presentó a uno de los jefes del “tinglado” en Alemania. Tras ello tuvieron lugar dos o tres entrevistas más en Washington, rellené un interminable cuestionario, y tras ello, una larguísima espera mientras el FBI, en su torpe manera, intentaba averiguar si había algo negativo en mi vida. En el otoño de 1948, llegó el visto bueno y me uní al “tinglado” como jefe de su central en Berlín para Acciones Encubiertas (CA), para distinguirla de la sección de espionaje o inteligencia (FI). Si no fuese por lo de “encubiertas” en realidad era una continuación de la guerra psicológica, sólo que esta vez iba dirigido contra los soviéticos y los comunistas de Alemania Oriental. Fue un movimiento defensivo, ya que los soviéticos, hacía mucho tiempo que habían iniciado la guerra fría psicológica».

 

Josselson fue reclutado por Lawrence de Neufville, miembro de la OSS, que había llegado a Alemania con la primera oleada de tropas americanas en 1944. Hasta principios de 1948, fue consejero de la administración civil de Berlín. Luego se puso en contacto con él John Baker, uno de los primeros oficiales de la CIA en Alemania, que luego a bombo y platillo sería declarado persona non grata por los soviéticos «por violar sistemáticamente las normas de conducta de los representantes diplomálicos» (es decir, por espía), cuando era segundo secretario de la Embajada de Estados Unidos en Berlín.

 

«No presenté ninguna solicitud para entrar en la CIA, ni nada parecido —dijo más tarde Neufville—. Me sentía feliz donde estaba, elaborando la Constitución, ayudando a consolidar el gobierno de Adenauer. Era muy interesante. Pero entonces, un buen día John Baker pasó a mi despacho y me preguntó si quería entrar en la Agencia».

 

Neufville aceptó la oferta y como «tapadera» se le destinó a la oficina del Alto Comisario Estadounidense, John McCloy. Su primera acción fue reclutar a Josselson, cuyo trabajo en Berlín le había convertido en una especie de leyenda en los círculos de la inteligencia.

 

Mientras tanto, ¿era consciente Nicolas Nabokov del nuevo trabajo de su amigo? Michael Josselson era un hombre tremendamente reservado, anillo al dedo para el mundo de la inteligencia. Cuando unos parientes que vivían en Berlín Este consiguieron localizarle a principios de 1949, les despidió cortante, diciéndole que no volvieran a contactar con él. Dolidos, supusieron que su «americanizado» primo pensaba que ahora ellos estaban por debajo de él. En realidad, lo que pasaba es que le preocupaba su seguridad. Para unos vecinos de Berlín Este, tener un pariente en el servicio secreto estadounidense les hubiese puesto inmediatamente en peligro.

 

Pero Nabokov, probablemente, supiese bastante bien del nuevo destino de Josselson. Había por entonces más espías en Berlín que bicicletas que funcionasen, y Nabokov había trabajado con muchos de ellos.

 

En realidad, al parecer, también a Nabokov se le propuso entrar en la CIA. En 1948, llenó una solicitud para un empleo con el gobierno. Como por naturaleza no era un burócrata, no es probable que estuviese interesado en entrar al Departamento de Estado (del que muchos reclutas de la CIA se burlaban como «todo política y poca acción»), y habiendo tenido que ver la solicitud con Allen Dulles, se puede suponer razonablemente que intentaba conseguir un puesto en el servicio de inteligencia. No obstante su solicitud tuvo problemas y no logró obtener el visto bueno de la seguridad. Su mentor, George Kennan, tremendamente avergonzado, le escribió aconsejándole que retirara su solicitud:

 

«Te estoy dando este consejo (lo cual me causa una considerable tristeza y verdadera preocupación) sólo porque no he sido capaz de clarificar este asunto a mi propia satisfacción, y no puedo asegurarte que te veas libre de más cosas desagradables si continúas con tu propósito de trabajar de nuevo para el gobierno… Sólo puedo decir que, en mi opinión, toda lo realizado por el gobierno en este asunto, tomado en su conjunto, está mal pensado, es corto de miras, injusto, y bastante incoherente con cualquier deseo de utilizar los servicios de gente sensible, inteligente y valiosa… Creo que el gobierno ha perdido todo derecho a beneficiarse de tus consejos, y si yo fuera tú, de momento, renunciaría por completo a todo».

 

Por lo menos, de momento, a Nabokov se le dejaba al margen.

 

¿Qué decir de Melvin Lasky? ¿Acaso no era un candidato perfecto para pasar a engrosar las crecientes filas de la CIA? Luego se diría que Lasky era uno de sus agentes. Él lo negó siempre. Como Thaxter en ‘El legado de Humboldt’, el rumor «le confería aún mayor misterio». Su presencia constante en la primera línea de la guerra fría cultural de la CIA durante las dos décadas siguientes, no pasaría inadvertida…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]

 

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