[ 392 ]
LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL
Frances Stonor Saunders
[ 06 ]
Marxistas en el Waldorf
Yo digo, ni fascismo ni comunismo, tomo partido
por el amor, y me carcajeo de las ideas de los hombres.
ANAÏS NIN
Nueva York, 25 de marzo de 1949, un martes frío y húmedo; había nevado. Frente al hotel Waldorf Astoria en la esquina de Park Avenue con la calle 50, un pequeño y desganado grupo, en su mayoría hombres con gabardinas grises, formaban un círculo en la acera, que se movía lentamente. En el interior del hotel el ritmo era frenético. Extrañamente para esta época del año, el hotel estaba lleno, pero una de las habitaciones en particular se había convertido en un verdadero dolor de cabeza.
Desde la habitación 1042, una lujosa suite nupcial del décimo piso, no dejaban de llegar todo tipo de pedidos. A una solicitud para instalar más teléfonos le seguía una ráfaga de telegramas, dictados a la central de telégrafos del hotel; se necesitaban más lámparas de mesa; se necesitaba más de todo. Las llamadas al servicio de habitaciones se sucedían como un constante fuego de artillería: hamburguesas, ensaladas, steaks tartare, patatas fritas, botellas de vino, botellas de cerveza, ¡más cubos de hielo, por favor! No parecía una noche de bodas muy normal.
Cuando los camareros entraban una y otra vez en la habitación se encontraban con una extraña escena. Los cables del teléfono formaban una maraña por el suelo, y al final de la maraña unos hombres pegados a cada uno de los auriculares. Cada centímetro cuadrado estaba ocupado por una persona o por tambaleantes pilas de papeles. El humo de los cigarrillos inundaba la suite. Dos secretarias tomaban notas al dictado y un ayudante hacía girar una multicopista que habían instalado en el baño, cuyo suelo había quedado oculto bajo una montaña de papeles emborronados de tinta.
En medio de este maremágnum, algunos de los participantes miraban nerviosos mientras los camareros ponían sus inmensas bandejas en equilibrio al borde de la cama y se afanaban para que alguien les diese una propina. ¿Quién iba a pagar todo aquello? A Sidney Hook, filósofo de la Universidad de Nueva York, que era el que había alquilado la suite, no parecía importarle el creciente coste de la empresa. En la suite nupcial, junto a Hook, se hallaba la escritora Mary McCarthy y su tercer marido, el periodista Bowden Broadwater; la novelista Elizabeth Hardwick, y su marido, el poeta Robert Lowell; Nicolas Nabokov; el periodista y crítico Dwight Macdonald; Nicola Chiaromonte, periodista italiano, antiguo aliado de Munzenberg; Arthur Schlesinger; William Phillips y Philip Rahv, directores de Partisan Review; Arnold Beichmann, un reportero de temas sindicales, bien relacionado con los líderes sindicales anticomunistas; y David Dubinsky, del Sindicato de Confección de Señoras, que, a pesar de su teórica profesión, parecía cómodo entre este pequeño y caótico parlamento intelectual.
Abajo, en el salón de baile del Waldorf Astoria, el personal del hotel, casi al límite de su capacidad, daba los toques de última hora al local preparado para una conferencia. Estaban colocando flores alrededor de un estrado de forma semicircular en el extremo de la sala. Se comprobaban los micrófonos —un, dos, un, dos—. Alguien levantaba una gran pancarta que decía «Conferencia Cultural y Científica para la Paz Mundial» en la pared tras el estrado del orador. Ya estaban llegando al acto de apertura algunos de los mil delegados a la conferencia. Los manifestantes de la calle estaban empezando a animarse, parando a los invitados mientras pasaban por las puertas de vaivén del vestíbulo. «¡Ilusos!», gritaban, cuando llegaron Lillian Hellman, Clifford Odets, Leonard Bernstein y Dashiell Hammett. Las principales burlas iban dirigidas al millonario y miembro de la Ivy League, Corliss Lamont, que era uno de los «organizadores oficiales» de la conferencia. Hijo del presidente de la banca J. P. Morgan & Co., formado en la Phillips Academy de Harvard, Lamont tenía suficientes tragaderas como para pasar por alto los insultos que el enojado piquete le lanzaba.
La protesta había sido organizada por una alianza de derechas formada por la Legión Americana y un grupo de católicos y de sociedades patrióticas. Su principal motivo de queja era que la conferencia, organizada por el Consejo Nacional de las Artes, Ciencias y Profesiones era una simple «tapadera» de los soviéticos: que los «rojos» estaban aquí no como ellos decían, en interés de la buena voluntad y el intercambio intelectual entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sino para hacer propaganda. Y, en efecto, estaban en lo cierto. La conferencia había sido una iniciativa de la Cominform, una audaz trama para manipular a la opinión pública norteamericana en su propio terreno. La parte soviética, encabezada por A. A. Fadeev, presidente del Sindicato de Escritores Soviéticos, y que contaba con la participación del compositor Dmitri Shostakovich, orgullo de su delegación, también se había instalado cómodamente en las habitaciones del Waldorf. Sus «niñeras» del KGB y los miembros del apparat podían estar contentos de este golpe de efecto. Los manifestantes de la calle tenían razón: los rojos no sólo estaban escondidos bajo la cama, estaban durmiendo en ella.
«La prensa publicó como gran noticia el que todas las entradas al Waldorf Astoria estuviesen bloqueadas por una fila de monjas que rezaban por las almas de los participantes, privados de juicio en virtud de una seducción satánica —escribió Arthur Miller, que había aceptado presidir uno de los debates de la conferencia—. Al llegar a la conferencia, por la mañana, tuve que pasar entre dos amables hermanitas arrodilladas en la acera mientras me dirigía hacia la puerta del Waldorf. Incluso entonces, fue una cosa desconcertante de ver, este mundo de gestos y palabras simbólicas».
Aunque públicamente proclamaban no tener nada que ver con la manifestación —«Lo más peligroso que podemos hacer… es dejar la tarea de desenmascarar a los comunistas en manos de los reaccionarios»—, Sidney Hook y el grupo instalado en la suite nupcial estaban aquí por la misma razón. Ex marxistas y ex trotskistas, habían girado antaño en la misma órbita comunista que los intelectuales y artistas estadounidenses que en ese mismo momento estaban llegado para asistir a la conferencia de los soviéticos. De hecho, el Nueva York de los años 1930 había sido calificado como «la parte más interesante de la Unión Soviética». Pero el pacto germano-ruso de no agresión de 1939, había causado gran impresión y había «hecho emprender a la ciudad de Nueva York, amarga y desmoralizada, el camino de vuelta a los Estados Unidos, desde la URSS». Mientras Hook y sus amigos habían pasado a formar parte de este movimiento que se alejaba del radicalismo marxista hacia el centro o la derecha políticas, algunos de sus colegas aún no habían abandonado sus simpatías por el comunismo.
«Los estalinistas eran aún una banda muy poderosa —afirmaría más tarde el editor y crítico Jason Epstein—. Eran lo que hoy los partidarios de lo políticamente correcto. Había buenas razones, por lo tanto, para cuestionar el derecho de los estalinistas a la cultura».
El impresionante número de compañeros de viaje asistentes al Waldorf parecía justificar el miedo de muchos ideólogos estadounidenses de que el hechizo seductor del comunismo aún no se hubiera roto, que el sueño comunista, a pesar de los excesos de Stalin, aún permaneciese vivo.
«Para mí, sin embargo, la conferencia fue un esfuerzo de proseguir una buena tradición que se veía amenazada —escribió más tarde Arthur Miller—. Por cierto, los cuatro años que duró nuestra alianza militar contra las potencias del Eje, sólo fueron una tregua en un largo periodo de hostilidad empezado en 1917 con la propia Revolución y que se reinició cuando fueron destruidos los ejércitos de Hitler. Pero no había dudas de que sin la resistencia soviética, el nazismo hubiese conquistado toda Europa, incluida Gran Bretaña, con la posibilidad de que los Estados Unidos se hubiesen visto forzados, en el mejor de los casos, a una política de neutralidad y aislamiento, o en el peor de los casos a un trato con el fascismo, inicialmente incómodo pero confortable en última instancia —o eso es lo que yo creía—. Así, el brusco giro de pos guerra contra los soviéticos, a favor de una Alemania que no debía ser purgada de nazis, no sólo parecía innoble sino que amenazaba con otra guerra que podía destruir Rusia, pero que acabaría también con nuestra democracia».
En el piso de arriba, en la suite nupcial, se estaban perdiendo algo los nervios. Desde que se tomase la decisión, tres semanas antes, de interferir en el normal desarrollo de la conferencia, este incipiente grupo había estado trabajando sin descanso para desarrollar un «agitprop apparat» propio. Se vigilaron estrechamente las actividades preparatorias del «enemigo», y la tarea de hostigamiento fue dividida entre los miembros de un comité formado al efecto, cada vez más numeroso. Se creó un contracomité internacional, en el que estaban Benedetto Croce, T. S. Eliot, Karl Jaspers, André Malraux, Jacques Maritain, Bertrand Russell e Igor Stravinsky. Incluso se alistó el premio Nobel Albert Schweitzer, sin preocuparles, al parecer, que su nombre apareciese también en el campo enemigo, como uno de los «organizadores» de la conferencia del Waldorf. Aprovechando su posición de caballo de Troya dentro del Waldorf, el grupo se dedicó a interceptar el correo dirigido a los organizadores de la conferencia, y a sabotear sus intentos de ganarse a la prensa, falsificando los comunicados oficiales. Publicó una verdadera descarga de comunicados de prensa, desafiando a los oradores y a los patrocinadores de la conferencia a que «Se identificasen como miembros del Partido Comunista o como los inveterados compañeros de viaje que son». Para aquellos a los que no lograban que les remordiese la conciencia, Hook y sus huestes aceleraban el proceso revelando al público «las verdaderas conexiones de los dirigentes de la reunión del Waldorf». Fue así como se desveló a la prensa la pertenencia de F. O. Matthiessen a una multitud de «organizaciones tapadera de los comunistas» (entre ellas el «Comité de Defensa de Sleepy Lagoon»). A Howard Fast se le incluía en la lista, como «autor de novelas de propaganda política» y a Clifford Odets se le denunciaba (de forma muy poco científica) como «Otro militante del Partido Comunista según testimonio de un antiguo miembro del equipo directivo del Daily Worker».
Al acercarse el momento de la inauguración de la conferencia, había ideas muy diferentes sobre la mejor forma de reventar su desarrollo (como demuestran posteriores relatos del caso). Hook, autoproclamado mariscal de campo de la «pequeña suite anticomunista», instruyó a sus compañeros de armas sobre cómo impedir una expulsión de la sala. Armados con paraguas, habrían de golpear el suelo para conseguir la atención de los asistentes, y luego se atarían a las sillas.
Anclados de esta guisa, tardarían más tiempo en poder echarles de la sala. Si se les impedía pronunciar sus discursos, los adláteres de Hook, Beichmann y Pitzele distribuirían a los periodistas unas copias a multicopista de lo que querían decir.
En realidad, esta táctica de guerrilla asamblearia nunca se llegó a poner en práctica (aunque, por si acaso, sí golpearon el suelo con los paraguas). Para su propia sorpresa, a cada uno de los reventadores se les dieron dos minutos para hablar, aunque tuvieron que esperar a que el primer orador, un obispo retirado de Utah, acabase su interminable perorata. Mary McCarthy dirigió su pregunta para el brillante investigador de Harvard, F. O. Matthiessen, autor de The American Renaissance, que había propuesto a Ralph Waldo Emerson como antecedente del comunismo estadounidense. ¿Pensaba Matthiessen que a Emerson se le hubiese permitido vivir y escribir en la Unión Soviética?, le preguntó. Matthiessen admitió que no, y luego añadió —en lo que sería «la conclusión menos lógica del año»— que tampoco a Lenin se le hubiera permitido vivir en Estados Unidos. Cuando Dwight Macdonald le preguntó a Fadeev por qué había aceptado las «sugerencias» críticas del Politburó, y había vuelto a escribir su novela La joven guardia, Fadeev replicó, «La crítica del Politburó mejoró mucho la obra».
Nicolas Nabokov decidió asistir a una mesa de debate en la que uno de los oradores era Shostakovich. Entre los músicos presentes en el estrado había gente conocida de Nabokov, amigos incluso. Les saludó, desde lejos, con un gesto de la mano, y le devolvieron el saludo con una nerviosa sonrisa. Tras una sesión aburrida y en la que nada se salió de lo previsto, se le concedió a Nabokov el uso de la palabra.
«En tal y tal fecha, en el n.º X de Pravda apareció un artículo sin firma que tenía toda la pinta de ser un editorial. Se refería a tres compositores occidentales: Paul Hindemith, Arnold Schoenberg e Igor Stravinsky. En este artículo, se calificaba a los tres, de “oscurantistas”, “decadentes formalistas burgueses” y “lacayos del capitalismo imperialista”. “Por lo tanto, se debía prohibir en la URSS” la interpretación de su música. ¿Está el Sr. Shostakovich personalmente de acuerdo con esta opinión oficial tal y como se publicó en Pravda?».
«Provokatsya! [provocación]» gritaron los rusos, mientras Shostakovich recibía al oído instrucciones de su «niñera» del KGB. Entonces, el compositor se puso de pie, le pasaron un micrófono Y, con su pálida cara inclinada, mirando a la tarima, murmuró en ruso,
«Estoy totalmente de acuerdo con el contenido de Pravda».
Fue un episodio atroz. Habían llegado a esta reunión en Nueva York rumores de que Stalin en persona le había ordenado a Shostakovich asistir a la conferencia. Era el chivo expiatorio, apareciendo, según un observador, «pálido, delgado y con aspecto delicado, encorvado, tenso, retraído, serio, una figura trágica y desgarradora». Arthur Miller le describió como «pequeño, frágil y miope… de pie, rígido como un muñeco». Cualquier muestra de independencia de conciencia por su parte era una cuestión de vida o muerte. Nicolas Nabokov, por otro lado, era un exiliado bielorruso que había adquirido la nacionalidad estadounidense en 1939. No tenía nada que temer. Nabokov dirigía sus golpes a un hombre que tenía las manos atadas a la espalda.
Como presidente de la comisión de artes en la que tuvo lugar esta confrontación, Arthur Miller se sintió escandalizado.
«Cuando pienso en aquel día es el recuerdo de Shostakovich lo que me viene a la mente: ¡Qué bufonada!… Sabe Dios qué pensaba él en aquella sala, qué desgarraduras le atravesaban el espíritu, qué necesidad de gritar y qué dominio de sí mismo para ahogar su grito para no apoyar a Estados Unidos y su nueva política de beligerancia hacia su país, el mismo que había convertido su vida en un infierno»...
(continuará)
[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]
*
Como tantas otras personalidades relevantes de la cultura soviética, la figura de Shostakovich se ha manipulado ad nauseam por el goebbeliano aparato mediático occidental. Lo que a este gran compositor no se le perdonó fue su inequívoca lealtad a la revolución y a su país, del que pudo exiliarse de haberlo querido. Su carácter reservado, ensimismado y taciturno no se puede achacar, de manera vergonzosa y oportunista, a sistema político alguno.
ResponderEliminarA veces, no siempre, el tiempo corroe la propaganda y sitúa a cada quien en el lugar que realmente le corresponde en la historia.
Salud y comunismo
★
SE ESCURRE DEL MUNDO REAL Y TANGIBLE PARA IRSE A OTRO SITIO.
ResponderEliminarLa llamada ‘opinión pública’ compone en realidad una gran congregación perfectamente entrenada –¿gracias a la filantrópica OTANcultural mediante sus innumerables ‘bases mediáticas’?– y amaestrada, silenciosa, sumisa, reverente… una mayoría social que se lo pasa comiendo la sopa boba del incuestionable relato dominante, y tranquilos como corderos. Así que con ese entrenamiento no puede sorprender que presten oídos (y votos, y…) a las más delirantes patrañas elaboradas por los guionistas de Langley. Como es natural, el rebaño prefiere el confort de la ficción-anestesiante al vértigo-comprometedor de la cruda realidad. Y por lo mismo, mientras puedan elegir, optan –sea por mezquino interés, comodidad o cobardía–por los paisajes de ensueño virtuales frente a los paisajes de pesadilla reales que, insolentes ellos, se empeñan en acampar delante de sus delicadas narices. Quede claro que no hablo de la ‘chusma enfadosa’ que, sin más remedio, habita la pesadilla ‘a tiempo completo’.
Para los que todavía pueden elegir, cada día unos cientos de miles menos, resulta una elección ideal ¿no es verdad? Pero –y sí quiero ejercer de aguafiestas–, sólo a corto o cortísimo plazo, porque a medio y largo plazo –y no hablo de décadas– la ‘bonita patraña’ resulta únicamente ‘ideal’ para los intereses contantes y sonantes del Imperialismo yanqui. Así que ya saben, sigan ensimismados en la pantalla, como si oyeran llover. Desde luego no lo verán venir…
Que si… ¡No se esperaba!
Que si… ¡No hubo señales precursoras!
Que si…
Salud y comunismo
*