miércoles, 31 de mayo de 2023

 

[ 393 ]

 

LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL

 

Frances Stonor Saunders

 

 [ 07 ]

 

 

 

 

Marxistas en el Waldorf

 

(…) Treinta años después, se publicaron en Occidente las memorias de Shostakovich, donde daba su versión del incidente del Waldorf:

 

«Recuerdo aún con horror mi primer viaje a EE UU. No hubiese ido en absoluto de no ser por la intensa presión de personas del gobierno de todo tipo y condición, empezando por Stalin. La gente dice, a veces, que tuvo que haber sido un viaje interesante: no había más que ver mi sonrisa en las fotografías. Era la sonrisa de un condenado. Sentía como si estuviese muerto. Respondí aturdido todas las preguntas idiotas que me hicieron y pensé, “cuando regrese todo habrá acabado para mí”. A Stalin le gustaba conducir a los americanos así, con una argolla en el hocico. Les mostraría a su hombre —aquí está, perfectamente— y luego le mataría. Bien, ¿por qué he dicho “cogidos por el hocico”? Tal vez sea demasiado fuerte. Sólo engañaba a los que querían ser engañados. A los americanos no les importamos un pimiento, y para poder vivir y dormir en paz, creen todo lo que se les diga».

 

La conferencia prosiguió durante varios días. T. S. Eliot envió un telegrama oponiéndose a la conferencia. Otro telegrama procedía de John Dos Passos, que instaba a los demócratas estadounidenses a que dejaran al descubierto la tiranía soviética de manera que «así, a la vista, el despotismo morirá por su propio veneno».

 

Thomas Mann, que había comentado en una ocasión que el anticomunismo «es la principal estupidez del siglo XX», envió un telegrama de apoyo a la conferencia. Los «debates» fueron rutinarios y mortalmente aburridos, aderezados únicamente con la intervención de un joven Norman Mailer (calificado por un contemporáneo de «Frank Sinatra, versión niño bien»), que sorprendió a ambos bandos cuando acusó tanto a la Unión Soviética como a los Estados Unidos de tener políticas exteriores agresivas que reducían al mínimo las probabilidades de una coexistencia pacífica.

 

«Mientras exista el capitalismo, habrá guerra. Hasta que no tengamos un socialismo, honrado y justo, no habrá paz», dijo, para concluir que «Todo lo que un escritor puede hacer es decir la verdad tal y como la ve, y seguir escribiendo».

 

El discurso de Mailer tuvo el mágico efecto de unir a ambos bandos antagonistas en un coro de abucheos.

 

En aquel momento el piquete de la calle había crecido hasta más de un millar de personas, con abundancia de pancartas. Un observador se preguntaba cómo era posible «que la extrema derecha contase con tantas personas indeseables, ruidosas y violentas». Hook era lo bastante astuto como para observar que el comunismo en el interior del Waldorf y el tipo de anticomunismo militante, en el exterior, se alimentaban el uno del otro. Su audaz campaña de relaciones públicas, dirigida por Mel Pitzele, estaba comenzando a hacer efecto. William Randolph Hearst, magnate de la prensa y anticomunista paranoide, ordenó a todos los directores de sus periódicos que bailasen al son que Hook les marcase y que denunciaran a la conferencia comunista y a sus «compañeros de viaje» en Estados Unidos.

 

En abril, Henry Luce, director-propietario del imperio Time-Life, supervisó personalmente un artículo a doble página en la revista Life, que arremetía contra la degradación del Kremlin y contra los «incautos» americanos. El artículo era un ataque personal que anticipaba las listas negras del senador McCarthy. Aparecían 50 fotografías tamaño pasaporte en las que figuraban, entre otros, Dorothy Parker, Norman Mailer, Leonard Bernstein, Lillian Hellman, Aaron Copland, Langston Hughes, Clifford Odets, Arthur Miller, Albert Einstein, Charlie Chaplin, Frank Lloyd Wright, Marlon Brando, Henry Wallace: todos fueron acusados de coquetear con el comunismo. Era la misma revista Life que en 1943, había dedicado el número completo a la URSS, con Stalin en la portada, alabando al pueblo ruso y al Ejército Rojo.

 

«Resultaba peligroso participar en aquel fatídico intento de rescatar la alianza de guerra con la Unión Soviética a la vista del incremento de las presiones de la guerra fría, y eso se sabía —recordaba Arthur Miller—. El ambiente se estaba colmando de beligerancia… no se podía negar la probabilidad de represalias contra los participantes en la conferencia, conforme se iba acercando el día de su inicio… Y, por supuesto, con el paso de los meses, las etiquetas “Partidario de la Conferencia del Waldorf” o “Participante” serían un factor clave para juzgar la deslealtad del individuo… Que una reunión de escritores y artistas generase tantos recelos e irritación públicos era una completa novedad en el mundo de posguerra».

 

Peligroso, lo era. Los que desvelaron su ideología en el Waldorf, un hotel famoso por sus bailes de debutantes, estaban ahora en el punto de mira del director del FBI, J. Edgar Hoover. Su Oficina Federal de Investigación envió agentes para cubrir la conferencia e informar sobre los delegados. De vuelta en el cuartel general del FBI, se abrió un expediente al joven Norman Mailer. En los años treinta ya se había abierto expedientes a Langston Hughes, Arthur Miller, F. O. Matthiessen, Lillian Hellman, Dashiell Hammett y a Dorothy Parker (a la que se clasificaba de distintas maneras, como «Comunista encubierta», «comunista declarada», y «apaciguadora de comunistas»), pero ahora se añadieron al expediente nuevos actos de perversión.

 

En algunos casos, el FBI no se contentó con vigilar a los «Comunistas» del Waldorf. Poco después de la conferencia, un agente del FBI hizo una visita a la editorial Little Brown, y les dijo que J. Edgar Hoover no quería ver la nueva novela de Howard Fast, Espartaco, en las librerías. Little, Brown devolvió el manuscrito a su autor, que fue rechazado por otros siete editores. Alfred Knopf devolvió el manuscrito sin abrirlo, diciendo que ni siguiera iba a mirar la obra de un traidor. El libro, finalmente, apareció en 1950, publicado por el propio Howard Fast. Sin duda estaba siendo atacado el «derecho a la cultura de los estalinistas».

 

Con la publicación en la revista Life, el extraño pas de deux entre comunistas y ex comunistas en el Waldorf, se había convertido en un importante espectáculo público. Hook se congratulaba de haber diseñado la coreografía de los mejores cuadros del ballet:

 

«Hemos frustrado una de las iniciativas más ambiciosas del Kremlin».

 

 

Sidney Hook había nacido en diciembre de 1902, en Williamsburg, Nueva York, una barriada de Brooklyn de extrema pobreza en aquella época. Era terreno abonado para el comunismo, al que, de joven, estuvo vinculado Hook. Corto de estatura, con su pequeña cara enmarcada por unas gafas redondas, Hook parecía un sabio de andar por casa. Sin embargo era un apasionado intelectual, cerebralmente pendenciero, siempre dispuesto a la lucha. Atraído hacia las enérgicas y radicales posiciones del comunismo neoyorquino, oscilaba con facilidad entre sus diversas facciones, desde el estalinismo al trotskismo pasando por el bukharinismo. Ayudó a preparar la primera traducción de Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin, para el Partido Comunista Americano. Trabajó durante un breve lapso en el Instituto Marx-Engels de Moscú. Finalmente, publicó una serie de artículos sobre el marxismo, el más famoso de los cuales, «Por qué soy comunista», provocó una campaña, con Hearst a la cabeza, para su expulsión de la Universidad de Nueva York.

 

Al modo de muchos intelectuales de Nueva York, la fe de Hook en el comunismo empezó a resquebrajarse tras una serie de graves desengaños: el juicio por traición de León Trotsky, en 1936-1937, el pacto de no agresión germano-soviético, de 1939, y una serie de desastrosas equivocaciones, en la teoría y en la política por parte de Stalin. Como enemigo público del Partido Comunista, fue acusado de «reptil contrarrevolucionario», y sus seguidores tachados de «gusanos». En 1942, Hook hizo un informe sobre el escritor y editor Malcohn Cowley, para el FBI. Hook, había pasado de ser el revolucionario de Williamsburg, a ser el Hook, niño mimado de los conservadores.

 

A última hora de la tarde del 27 de marzo de 1949, la policía acordonó una manzana de la calle 40, entre la Quinta y la Sexta avenidas. Desde la terraza de un edificio con el pintiparado nombre de Casa de la Libertad, Hook y su ejército particular saludaban triunfantemente a la compacta multitud congregada en Bryant Square. Su «equipo de promotores… había realizado un magnífico trabajo publicitario», dijo Nabokov, al que le encantaba estar en primer plano de la actualidad. Nabokov utilizó esta fiesta de clausura de la conferencia para pronunciar un discurso sobre «la difícil situación de los compositores de la Unión Soviética y la tiranía del Kulturapparat del partido». Ante una concurrida multitud congregada en el salón de la Casa de la Libertad, Nabokov denunció la utilización que se estaba haciendo de Dmitri Shostakovich en la «conferencia de paz». Atronadores aplausos. Y luego, Nabokov vio

 

«levantarse de la última fila de la sala y venir hacia mí a una cara que me resultaba familiar. Era un conocido mío de Berlín que, al igual que yo, había trabajado para el OMGUS. Me felicitó efusivamente: “Es estupendo lo que tú y tus amigos habéis organizado —dijo—. Deberíamos hacer algo así en Berlín”».

 

Este «amigo» que le había saludado era Michael Josselson. Su presencia en la conferencia del Waldorf Astoria, y por consiguiente, en la reunión en la Casa de la Libertad, era todo lo contrario a la inocente coincidencia que Nabokov sugiere. Josselson estaba allí siguiendo instrucciones expresas de su jefe, Frank Wisner, el mago de las acciones encubiertas de la CIA. «Lo que tú y tus amigos habéis organizado» estaba siendo financiado por el equipo de Wisner, y Josselson estaba allí para supervisar la inversión. Con la colaboración expresa de David Dubinsky —cuya presencia en la suite nupcial nadie podía explicar entonces— la CIA había amenazado con que los sindicatos cerrarían el hotel si la dirección no le buscaba alojamiento a sus intelectuales amigos, había pagado las facturas (Nabokov recibió un gran fajo de dólares de la CIA que le dio Dubinsky para llevar a la suite nupcial), y garantizó una amplia y favorable cobertura por parte de la prensa.

 

También Melvin Lasky había llegado desde Berlín para ver cómo las actividades de agitprop de Hook, estaban dando sus frutos (ambos habían colaborado el año anterior, cuando Hook estuvo en Berlín como «Consejero educativo» en el sector americano). A Lasky le emocionó el carácter polémico de la conferencia del Waldorf, reservando sus más exclusivas burlas para Shostakovich.

 

«Su timidez era tremenda —luego diría—. No quería levantarse por nada del mundo. Pero hay quienes dicen, que hay cosas más importantes que usted, Shostakovich, más importantes, incluso, que su música, y usted tiene que pagar su entrada, le guste o no, en nombre de metas más elevadas».

 

Hook y sus amigos del Waldolf pensaban que ellos sí habían pagado su entrada. Pero la mayor parte de ellos no eran conscientes de las maquinaciones que habían hecho posible su actuación. Nicola Chiaromonte sospechaba de los contactos de Hook. Advirtió, algo crípticamente, a Mary McCarthy, de que se anduviese con ojo con Hook y sus hombres, en muchos de cuyos comunicados de prensa durante esta agitada semana aparecían apoyos explícitos a la política exterior estadounidense:

 

«Lo que los chicos y Hook vienen a hacer en última instancia, no es decir que están de acuerdo con el Departamento de Estado, sino que, finalmente, están dispuestos a ceder ante la razón de Estado estadounidense, contra los rusos».

 

Esto, proseguía Chiaromonte, era «un acto calculado de conformismo, muy negativo, precisamente, desde el punto de vista democrático».

 

Esta temprana prevención resulta muy reveladora, propia de un hombre cuya sensibilidad había sido pulida durante su trabajo como agente político del Munzenberg Trust. Aunque Chiaromonte no lo sabía aún, se había acercado mucho a la verdad. Un poco más y hubiera descubierto que no sólo era el Departamento de Estado el que se interesaba por Hook, sino el espionaje oficial estadounidense.

 

Arthur Miller intuyó que la conferencia del Waldorf había de ser una «cerrada curva en la carretera de la historia». Cuarenta años después, escribió:

 

«Incluso ahora, algo oscuro y temible ensombrece el recuerdo de aquella reunión… en la que la gente estaba sentada como en una viñeta de Saul Steinberg, todos ellos debajo de un globo lleno de garabatos absolutamente indescifrables. Allí estábamos, una sala repleta de gente de talento y de algunos verdaderos genios, y si lo consideramos desde la perspectiva actual, ninguno de los dos bandos tenía del todo la razón, ni los apologetas de los soviéticos ni los exaltados anti-rojos; para que resulte más claro, la política es elegir entre opciones, pero suele pasar que no haya opciones entre las que elegir; en el tablero de ajedrez no hay espacios libres para mover pieza».

 

 

Sin embargo, para la CIA, la conferencia del Waldorf representaba la oportunidad de mover nuevas fichas en el Gran Juego. Fue un «acontecimiento catalítico», recordaba el agente de la CIA. Donald Jameson.

 

«Era un claro indicio de que se estaba poniendo en marcha una campaña masiva en el Oeste, para ganar influencia ideológica en la confrontación política».

 

Lanzaba un importante mensaje a todos los políticos en el poder para los que el persuasivo carácter de la desilusión comunista no se iba a disipar por métodos convencionales.

 

«Ahora comprendemos que era necesario hacer algo. No en términos de eliminar a estas personas, muchos de los cuales, por supuesto, eran gente muy noble, sino como parte de un programa general que apuntaba, en última instancia, a lo que hoy podemos llamar, el final de la guerra fría»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]

 

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