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LA LUCHA DE LA CULTURA
Michael Parenti
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EL COMERCIO MASIVO DE LA CULTURA
Como la economía de mercado corporativa ha crecido en influencia y poder, penetrando en tantos aspectos de la vida social en este país y en todas partes, la propia cultura se convierte en un artículo de consumo, algo para ser comercializado y obtener beneficios. La gente dice cuando se queja que “la única cosa que importa en estos días es el dinero”. Así que creamos menos nuestra cultura y la compramos más, hasta que realmente deja de ser nuestra cultura.
Ahora utilizamos un término especial para denominar algunos de los aspectos de la cultura que permanecen enraizados en la práctica popular: cultura Folk: Esto incluye música folk, baile folk, medicina folk y folklore. Son unos términos curiosos cuando piensas en ello, ya que por definición toda cultura debería ser cultura folk, esto es, surgiendo de las costumbres del pueblo. Pero este sentido primario se ha hecho tan limitado que se ha convertido en una etiqueta distintiva.
Un escritor se queja de la “seudocultura... algo prefabricado” que es “un producto de la ideología y la tecnología, no de las costumbres y la tradición". Otro crítico señala que las expresiones elementales de la creatividad humana —la música, la danza, el drama, la narrativa y otras artes creativas— están separadas “de su grupo y sus orígenes comunitarios con el propósito de vendérselas a los que pueden pagar por ellas”. Una gran parte de nuestra cultura ahora es un producto de comercialización masiva, oportunamente denominado como “cultura de masas”, “cultura popular”, “cultura de los medios” e incluso cultura de la “mas media”. Esta cultura es propiedad y la manejan corporaciones gigantescas cuyas principales preocupaciones son
a) acumular ganancias
y b) hacer del mundo un lugar seguro para todo el sistema corporativo de obtención de beneficios.
El resultado es una sociedad organizada alrededor del valor de cambio más que del valor de uso, del control social centralizado en vez de la creatividad común.
Gran parte de la cultura comercializada masivamente nos aparta de pensar demasiado en realidades más importantes. Es el celebrado mundo de las estrellas de cine, los cantantes pop y los acontecimientos deportivos sin fin. Ahí tenemos los espectáculos de policías y criminales, los concursos, los seriales, los “reality shows”, etc. Y también las manías y entusiasmos, los estilos de moda y los estilos de vida, las “personalidades” de los medios y los telepredicadores religiosos. Hay partes de la cultura popular que desearíamos que la gente olvidara y partes que secretamente nos divierten. Cualquiera de nosotros puede sentirse complacido con tales distracciones de vez en cuando.
Después de todo es más fácil sentirse entretenido que informado, aunque raras veces es más interesante.
Las imágenes hiperbólicas de la cultura del entretenimiento pueden suscitar el interés fácilmente. Apelando constantemente al común denominador más bajo, una cultura popular sensacionalista baja todavía más ese común denominador. Los gustos del público se convierten en algo en armonía con la cultura basura, las ofertas de lo inútil, lo grosero, lo tremendamente violento, lo estimulante de momento y lo desesperadamente superficial. Tales contenidos a menudo tienen un verdadero contenido ideológico. Incluso si fuera supuestamente apolítica en sus fines, la cultura del entretenimiento (que realmente es ideología del entretenimiento) es política en su impacto, propalando imágenes y valores que tienen que ver con lo sexista, racista, autoritario, materialista y militarista.
Con el crecimiento de la cultura de consumo de masas podemos observar una pérdida de la cultura del pueblo. Desde el siglo XIX hasta mediados del XX existió una verdadera cultura de la gente trabajadora, con sus canciones, su poesía, su literatura, su teatro, sus escuelas nocturnas, sus campamentos de verano y sus sociedades de asistencia mutua. Gran parte de todo esto estaba organizado por activistas laborales y políticos radicales y sus diversos grupos de acción. Pero poco de esta cultura sobrevivió a los dos golpes que a principios de la década de 1950 le dieron el macarthismo y la televisión.
Los efectos de esta cultura de consumo se pueden observar en el declinar de la cultura de los niños. En mi juventud mis compañeros y yo salíamos a las calles de Nueva York a jugar sin la vigilancia de adultos: el escondite, tú-la-llevas, Johnny-sobre-el-pony, golpea el bote, hockey, balonmano, etc. Hoy día se puede ver muy poco de la cultura infantil en la mayoría de las comunidades americanas. Lo mismo parece haber ocurrido en otros países. Martin Large escribe sobre Inglaterra:
En la época anterior a la televisión los patios, las calles y los jardines estaban vivos con niños jugando a multitud de juegos, cantando canciones, a veces con siglos de antigüedad, siguiendo las costumbres tradicionales y llevando a cabo todas las actividades que formaban nuestra “cultura de los niños”... Juegos como las canicas, los aros, el salto a la comba y otras actividades incontables formaban parte de la rica cultura infantil... Semanas después de la abdicación de Eduardo VIII los niños de todo el país cantaban, “Escucha la canción del heraldo de los ángeles, i la señora Simpson nos ha birlado a nuestro Rey!”.
Hoy en día uno puede estar en un parque o una calle que antes era un hervidero de niños jugando; ahora no hay sino unos pocos niños y de ellos muy pocos que jueguen a los antiguos juegos. (Dónde se han ido todos los niños un sábado por la mañana, un domingo a mediodía o después de la escuela? La televisión... se ha llevado a todos nuestros niños alejándoles de las calles, los jardines, sus juegos, al menos durante veinte horas a la semana. Sólo los pocos y raros que ven poco o nada la televisión continúan jugando."
Y si no es la televisión, tenemos los juegos Nintendo y los juegos de vídeo sin fin en internet que hoy día ejercen la misma influencia.
Este proceso por el cual una cultura de masas dirigida a obtener benéficios se apropia de la cultura del pueblo se está extendiendo por todo el mundo, como nos recuerdan repetidamente los críticos del imperialismo cultural en el Tercer Mundo. Y no es simplemente un asunto de que los productos de consumo occidentales reemplacen a las artes folclóricas. En Ecuador una comunidad de indios quechuas organizó una campaña para prevenir la explotación del petróleo en sus tierras ancestrales. Un portavoz de sus protestas declaró que
“el desarrollo del petróleo ha sido un desastre... generando crisis medioambientales, sociales y culturales, causando finalmente la extinción de los pueblos indígenas. Queremos mantener nuestra forma de vida, libre de contaminación y en armonía con la naturaleza”.
En la región del norte del Amazonas, decenas de miles de campesinos protestaron por la gran deforestación y contaminación causada por Texaco durante muchos años, incluyendo el vertido de dieciocho millones de galones de materias tóxicas cancerígenas a los estuarios, ríos y cientos de zanjas abiertas que destruyeron la pesca y la caza de la región, así como los suministros agrarios. En zonas de todo el mundo las comunidades indígenas y sus tierras están siendo destruidas por las corporaciones occidentales, cuyo objetivo es transformar la naturaleza viva en productos de consumo y los productos de consumo en capital muerto, tratando el propio medio ambiente como una fuente de recursos.
Se nos ha dicho que el “mercado libre de ideas e imágenes”, según existe hoy día dentro de la cultura masiva, es una respuesta a los gustos populares. Los que suministran esta cultura simplemente le dan al público lo que este quiere, nos dicen. Esta idea suena muy democrática. Pero en el mundo del consumo muy a menudo ocurre lo contrario: el suministro crea la demanda. El sistema de suministro a una librería o emisora de televisión está enormemente influido por toda clase de cosas distintas a las preferencias del público.
Las discusiones sobre censura de libros generalmente suponen controversias muy limitadas, como cuando alguna gente se agita porque este o aquel libro ofensivo se ha retirado de las estanterías. Tales incidentes dan la impresión de que la librería está luchando por mantener un sistema libre y abierto. Se soslaya la selección que tiene lugar antes de que la librería empiece su propio proceso selectivo, la censura de facto impuesta por la industria editorial, dominada por un puñado de sociedades gigantescas. Los libros publicados por estas grandes corporaciones tienen más posibilidad de distribución y de ocupar lugares prominentes en los escaparates, así como de incluirse en bibliotecas y clubes del libro, que los títulos publicados por editoriales más pequeñas, menos conocidas, y a veces iconoclastas, que carecen de las sumas de dinero necesarias para hacer sus promociones. Bibliotecas y librerías, por no mencionar grandes almacenes, están más dispuestas a hacer pedidos de ‘Time y Ness’ que de publicaciones disidentes como ‘Z Magazine’ y ‘Dollars and Sense’. En resumen, hay una diferencia entre censura incidental y censura sistemática. Los eruditos de la corriente principal evitan diligentemente discutir sobre esta última.
David Barsamian me habló de una pequeña biblioteca que protestaba por no tener fondos para adquirir títulos políticamente disidentes pero que luego almacenaba toda clase de publicaciones mediocres, y se las arregló para obtener siete ejemplares de la autobiografía de Colin Powell. Esto no es precisamente un asunto de que el suministro responda a la demanda. ¡ De dónde venía la demanda para leer algo sobre Powell ! El bombardeo de los medios que ayudó a legitimar la Guerra del Golfo de 1991, también catapultó a su alto mando militar hacia la atención nacional y le convirtió en una superestrella. El suministro de los medios creó la demanda.
La represión sistemática también prevalece en otras áreas del entorno cultural. Consideremos las controversias de la censura respecto al arte. Esta se enfoca en si un cuadro o una fotografía en particular, que representa un tema escabroso, como un desnudo frontal, debería tener subvención pública y mostrarse a los adultos que lo desearan. Pero existe también una supresión sistemática que es parte del proceso de comercialización. La imagen que tenemos del artista como proveedor independiente de cultura creativa puede ser errónea cuando hablamos de un científico, un psiquiatra, un educador, un sacerdote, un escritor u otros profesionales.
Lo que se conoce como “mundo del arte” no es algo aparte del mercado del arte. Este último ha estado enormemente in fluido por personajes adinerados como Huntington, Hartford, John Paul Getty, Nelson Rockefeller, Paul Mellon y Joseph Hirschorn, quienes han tratado las obras de arte, no como una parte de nuestro tesoro común, sino como, al verdadero estilo capitalista, objetos de inversión de dinero y de adquisición privada. Han financiado los museos y las galerías principales, los libros de arte, las revistas de arte, han entregado dotaciones a las universidades y a diversos centros y escuelas de arte, consiguiendo importantes deducciones de impuestos al hacerlo.
Como administradores, editores, patrones y especuladores, estos pocos ricos y sus asociados ejercen su influencia sobre los medios de producción artística, marcando límites ideológicos implícitos a la expresión creativa. Aunque no siempre pueden predeterminar la obra final, ejercitan el control sobre su distribución. Los artistas que se mueven más allá de las fronteras aceptables corren el riesgo de no ser mostrados. En la mayoría de los altos círculos artísticos, al arte que tiene un contenido radical se le tacha de estúpido y se le etiqueta como “propaganda”. El arte y la política no se deben mezclar, se nos dice, de lo cual tendrían algo que opinar grandes hombres como Goya, Daumier, Picasso y Ribera.
Mientras manifiestan mantener el arte libre de la política (“el arte por el arte”), estos ricos guardianes imponen su propia definición, motivada por la política, de lo que es y lo que no es arte. Durante años el arte que ellos compraron, mostraron y han revisado fue generalmente expresionista abstracto y otras formas de “arte no objetivo”, un género que es lo suficientemente ambiguo como para estimular una amplia gama de interpretaciones estéticas, manteniendo una apariencia iconoclasta y experimental suficiente mientras que sigue siendo políticamente seguro en su contenido, o carece de contenido. En tiempos más recientes, cuando los artistas han revertido a formas más realistas, su arte sigue estando generalmente desprovisto de temas sociales y críticos. Sólo hay que visitar nuestros museos y galerías para confirmar este punto…
(continuará)
[ Fragmento de: “La lucha de la cultura” / Michael Parenti ]
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