sábado, 3 de junio de 2023


[ 396 ]

 

UNA SALIDA HONROSA

 

Éric Vuillard

 

(…)

 

 

 

 

LOS DIPLOMÁTICOS

 

El 21 de abril de 1954, mientras el cuerpo expedicionario francés agoniza, el secretario de Estado estadounidense, John Foster Dulles, hace una visita relámpago a Francia. Dulles y Bidault se reúnen unos días después en el Ministerio de Asuntos Exteriores del Quai d’Orsay. Ahí están sentados juntos en un canapé, ante una mesa lacada, posando para Paris Match. Las manos gesticulan como si fuera una conversación seria. Dulles parece decirle a Bidault: «Estará usted al menos de acuerdo con la versión modesta de mi argumento» y Bidault, con expresión desconcertada pero conciliadora, mira hacia la ventana. El ambiente es distendido, los hombres se conocen y parece que se aprecian.

 

Ignoramos si Bidault le habló de Bergson, al que Dulles admiraba y a cuyos cursos había asistido de joven el año que pasó en París; pero fue —y esto sí lo sabemos a ciencia cierta— describiendo con sus pasos una elipse regular, lo que hacían por segunda vez acompañados de dos o tres secretarios del ministerio, cuando, apartándose de pronto y formando un codo extraño, imprevisto, Dulles, en el punto más curvo de la hipérbola, con el aire más tortuoso que era capaz de adoptar, se volvió bruscamente hacia Bidault:

 

—¿Y si le diera dos? —le espetó.

 

—Dos ¿qué? —contestó el ministro francés, confundido, incapaz de relacionar la conversación diplomática, bastante típica, después de todo, que mantenían sobre Dien Bien Phu con esa pregunta rarísima.

 

—Dos bombas atómicas... —aclaró el secretario de Estado estadounidense.

 

 

Instantes después, Maurice Schumann ve entrar a un pálido Bidault en su despacho. Esto lo sorprende un poco, Bidault es muy puntilloso en materia de etiqueta y, en su calidad de ministro, exige siempre un estricto respeto de las convenciones. Pero, ese día, Bidault abre la puerta sin llamar, cruza la estancia tropezando en la alfombra, se sienta en una simple silla frente a su secretario de Estado y, con aire angustiado, balbuce:

 

—¿Sabe usted lo que me dice Dulles? —Schumann lo mira, desorientado—. Me ofrece dos bombas atómicas para salvar Dien Bien Phu.

 

John Foster Dulles, durante el año que pasó en París en su loca juventud, frecuentó la sociedad de la belle époque. Pero los Marie Brizard no se le subieron mucho a la cabeza. Y, en aquella idílica estancia parisina, ni los paseos por el Jardín de Luxemburgo ni la terraza del Select bastaron para que descuidara su prometedora carrera. Pues Dulles no es solo un joven y alocado estudiante, una vaga figura del Barrio Latino: los Dulles son una institución. Él es hermano del director de la CIA, además de nieto y sobrino, respectivamente, del trigesimosegundo y del cuadragesimosegundo secretarios de Estado de Estados Unidos. Incluso han dado nombre a uno de los aeropuertos de la capital, Washington-Dulles, nombre en el que se ven asociados con el genio fundador de la nación.

 

Es, pues, toda una institución la que se inclina hacia Georges Bidault el 24 de abril de 1954; a su lado, Bidault no es más que una humilde pyme; su padre era agente de seguros en Moulins y para que lo protejan no tiene alrededor más que una serie de pequeños propietarios rurales católicos y obtusos. En cambio, Dulles es una verdadera multinacional. Y entre los restos de pasado que nos quedan, a través de kilómetros de noticias de última hora y legajos de papel de periódico, vemos que hay numerosos cadáveres a sus espaldas.

 

Su hermano y él acaban de financiar, el año anterior, la caída del primer ministro iraní, Mossadeq, que tuvo la mala idea de nacionalizar el petróleo. La anglopersa Oil Company se sintió engañada. Así que Allen Dulles pagó un millón de dólares para derrocar a Mossadeq, lo que tuvo como consecuencia que durante mucho tiempo no se hiciera ninguna reforma democrática en Irán. Y conviene que leamos la consigna de la CIA, su laconismo extraordinario, para entender de qué tipo de operación estamos hablando:

 

«Blanco: el primer ministro Mossadeq y su gobierno. Objetivos: Por métodos legales o casi legales, derrocar su gobierno y sustituirlo por otro prooccidental bajo la autoridad del sha».

 

Pero cuando habla con Bidault, John Foster Dulles es ya responsable de otra operación, la caída de Jacobo Árbenz Guzmán, presidente de Guatemala, que se disponía a hacer una reforma agraria y a repartir noventa mil hectáreas de tierra a los campesinos pobres de su país, lo que hacía peligrar los intereses de una multinacional estadounidense, la United Fruit Company. Esta compañía se negaba a que la indemnizaran a razón de tres dólares por acre, que es, sin embargo, lo que ella misma había declarado a Hacienda, infravalorando así sus terrenos para pagar menos impuestos. Víctima de su propio fraude, la compañía recurrió a los hermanos Dulles, dueños del bufete de abogados más importante de Wall Street. Los Dulles, que además eran sólidos accionistas de la compañía, organizaron un golpe de Estado a medida que entregó el país a una junta militar. Guatemala entró en un largo periodo de violencia; hubo centenares de miles de muertos.

 

Volveremos a cruzárnoslos, para nuestra desgracia, siete años después, el 17 de enero de 1961, en Élisabethville, en Katanga, pues esa mezcla de ingenuidad y perfidia que los caracterizaba no perdonó ningún continente. Ese día, a las cinco menos diez de la tarde, aterriza el DC-4 de Air Congo con matrícula 00-CBI procedente de Muanda. Tres hombres, atados a una cuerda, son sacados sin contemplaciones del aparato. Los tres prisioneros son subidos a un jeep. La siniestra comitiva se dirige a la vivienda de un colono belga. Uno de los tres prisioneros es Patrice Lumumba, el primer primer ministro de la República del Congo, la cual acaba de obtener su independencia. A las cinco y veinte, el jeep aparca. A Lumumba y a sus dos compañeros los sacan violentamente, los llevan a la casa, los torturan. Tres horas después, el convoy se pone nuevamente en marcha. Tras media hora larga de camino, se detienen en Mwadingusha. El comisario de policía belga Frans Verscheure hace bajar del vehículo a los tres prisioneros. Y mientras lo empujan hacia el borde de la fosa donde van a ejecutarlo, centremos un momento nuestra atención en Lumumba, veamos, a través de la antítesis que este es, a través de este flamante contraste, quién era Dulles, lo que no quería Dulles, y adivinaremos el mundo con el que este soñaba y que trataba de alcanzar mediante intrigas. Para ello hay que remontarse en el tiempo y ver a Patrice Lumumba cuando era niño, hijo de un agricultor que venía de un pueblecito, su sonrisa dulce, tímida pero decidida, su semblante serio, la escuela protestante en la que balbuce los rudimentos del catecismo, sus lecturas febriles de autodidacta, ese destino de obrero que evita zambulléndose desesperadamente en los libros. Y veámoslo después, oficinista de una empresa minera. Enseguida adivina el papel primordial que desempeñan las materias primas y constata hasta qué punto los líderes congoleños son apartados del poder. Estas dos revelaciones no lo abandonarán nunca y lo acompañan también a las cinco y pico, entre dos sesiones de tortura.

 

A principios de julio de 1960, apenas quince días después de la independencia del Congo, los belgas intervinieron militarmente para que Katanga, con sus recursos mineros, se convirtiera en el núcleo de un nuevo Congo, sin Lumumba. Se conspira para deponer al primer ministro de su cargo. El 18 de agosto, el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos dice estar preocupado por la situación en el Congo. En ese momento intervienen los Dulles. Lumumba constituye una seria amenaza para los intereses estadounidenses; el director de la CIA, Allen Dulles, concluye que debe ser expulsado del poder «por el medio que sea».

 

Por eso no es exagerado decir que, cinco meses después, el 17 de enero de 1961, cuando sus torturadores se apoderan por última vez de Lumumba en algún lugar de la sabana, antes de que lo abatan brutalmente y su cuerpo desaparezca en un baño de ácido, ellos, los Dulles, están ahí, entre las fuerzas que acompañan, invisibles, espectrales, en sus últimos instantes, al hijo de agricultor de sonrisa dulce, de semblante serio, en el momento en que se da cuenta realmente, con una mezcla de tristeza y de asco que debió de ser terrible, de lo bien que hizo en zambullirse desesperadamente en los libros y en luchar, determinado, victorioso en un sentido, aunque derrotado, asesinado, y de cuánto mayores eran la violencia y la determinación de ellos, de cuánto había subestimado la ferocidad con que querrían conservar su poder; y, mientras esos espectros lo acompañaban, el que había organizado la resistencia victoriosa al invasor, el que había expulsado a los belgas del Congo, vio que eso era algo, claro, pero que, en cierto sentido, aún no era nada, que los belgas no eran nada, que el verdadero poder —y lo sabía desde el principio, desde que trabajó de oficinista en una empresa minera de Kivu del Sur— era la Union Minière del Alto Katanga; y aunque el espíritu humano tiene sus abismos, en los que se reúnen los administradores de la Union Minière, aunque nadie ha penetrado jamás en sus capas profundas y aunque la corteza terrestre es tan dura como nuestro cráneo y tan hermética como el lenguaje, sí hemos excavado hasta una profundidad de cuatro kilómetros para encontrar oro, cobre, toda clase de metales, y caemos al fondo de los pozos que hemos excavado a la velocidad de dieciséis metros por segundo, hasta que llegamos al corte, el frente de la mina, donde morimos, donde hace un calor horrible, adonde hay hombres que consiguen llegar en secreto, para rascar algunas pepitas y volver a la superficie con su pequeño botín, esperando vivir una vida mejor, solo que la policía minera vigila y, cuando cree que ha pillado a uno, corta la ventilación del conducto sospechoso y lo asfixia; y, por fuera, las minas forman ciudades gigantescas, un montón de hierro rodeado de escoria, y en esta región, Katanga, donde se ha extraído tal cantidad de cobalto y cobre que sin duda representa una parte no desdeñable del metal que circula en la actualidad por el planeta, trabajan niños de diez años, niños que perecen víctimas de hundimientos de túneles, asfixiados, ahogados; y así es, escoltado por los milicianos belgas, como Lumumba, atontado, todavía bajo los efectos de la tortura, cayó tan profundamente en sí mismo, en las grietas del alma humana, y, entre sus paredes candentes, como entre las paredes de una mina, creyó ver un pueblo minúsculo, bacteriano, un pueblo ciego y sordo, pero voraz, bestezuelas que seguramente abandonaron la superficie de la tierra en tiempos inmemoriales y se instalaron allí, en el corazón de las tinieblas, aunque, desgraciadamente, las siguió un depredador, un gusano que solo medía medio milímetro, un monstruo en miniatura cuya boca odiosa es una vulva rodeada de ventosas; pero toda esta profundidad no es nada, se dice, y ni siquiera la perforación más audaz, la que penetra casi a trece kilómetros de la superficie, puede alcanzar el manto, no es nada, habría que profundizar mucho más allá de la corteza en la que gimen los espeleólogos, mucho más allá del manto, y llegar al núcleo, a esa masa de metal fundido, terriblemente denso, que se agita por convección, para rozar siquiera, no el Infierno, que está poco profundo, sino lo que da a la Tierra su campo magnético y permite, gracias a la brújula, que emprendamos viajes a través de los océanos y conquistemos la Tierra; pero si de verdad queremos conocer el horror, se dice Lumumba con sobresalto, no es eso lo que debemos mirar, no son las simas, las criaturas vivas, las perforaciones delirantes, no es tampoco el alma humana, no; si de verdad queremos saber lo que es el espanto, tendríamos que penetrar en silencio en el despacho en el que conferencian Eisenhower y Dulles, tendríamos que escondernos debajo de las alfombras de Sullivan & Cromwell y oír lo que se dice entre bastidores, sorprender lo que se comentan tranquilamente los hermanos Dulles, oírlos hablar a su aire, sin pudor: y es ahí, en ese espacio etéreo, termoestable, inmunizado, situado fuera del mundo, refractario a las imágenes, en el que está prohibido tomar notas, como si todo, menos las transferencias escrupulosas de sus dividendos, tuviera que borrarse, escapar a la Historia, es ahí, entre los abultados sándwiches de mortadela que vuelven loco a Foster y el vaso de Schweppes que deposita sonriendo la secretaria, entre unas gracias dadas educadamente y una llamada rápida a un colaborador, entre el archivo mecánico de un expediente y un diálogo franco, directo, sobre los intereses estadounidenses en África, donde se meditó aquello de lo que el macartismo no es en el fondo sino la fachada incorrecta, mediática, donde se orquestó y deliberadamente se puso en marcha el mecanismo de la guerra fría que llevó al mundo al borde del caos. Y cuando los condenados llegaron a lo alto del repecho, los mercenarios escoltaron al primero y descendieron con él despacio hacia el prado, y entonces uno le puso la mano en el hombro y le susurró al oído: «No tengas miedo, no se siente nada...»; de repente el condenado sintió que todo su ser se paralizaba y se puso a gritar, pero enseguida lo amordazaron, lo ataron, le vendaron los ojos, lo empujaron violentamente contra un árbol y el tipo le repitió riendo: «No tengas miedo, no se siente nada...»; se oyó una ráfaga, un miliciano se acercó lentamente, se inclinó sobre el cuerpo e hizo un gesto con la cabeza, limpiaron el lugar con una manguera y arrojaron el cadáver a un hoyo; y dos veces ocurrió lo mismo, dos veces apareció la figurita en lo alto del repecho, dos veces emitió el condenado un sollozo y dos veces retiraron el cadáver; pero la tercera vez, cuando ordenaron a Patrice Lumumba que avanzara, este se dijo: «Voy a ver la muerte cara a cara», y cuando los verdugos se disponían a vendarle los ojos, algo en él se resistió; se negó; ¡qué leve era su figura de madrugada, qué joven parecía, entre los ébanos, a aquella luz, con aquel sabor ácido en los labios! En una fotografía famosa, hecha durante las negociaciones, cinco meses antes de la independencia, Lumumba sonríe, tiene treinta y cinco años, pronto será primer ministro —lo será solo dos meses y veintiún días—, tiene el semblante distendido, pero en su mirada, con su juventud, con su determinación y su dulzura, se mezcla una punta de desconfianza, una reserva, quizás un pudor; y hay entre su mirada resuelta, su piel negra, su insondable juventud y las circunstancias sórdidas de su muerte, una connivencia insensata. Es como si hubieran tomado esa fotografía un instante antes de su muerte y él nos arrojara toda su juventud a la cara. De pronto estamos con él en el prado, entre el árbol acribillado a balazos y los agentes secretos, y el pasado no cuenta, los ébanos, el olor de la noche no cuentan, el repecho no cuenta. Solo en medio de los soldados, Lumumba se niega enérgicamente a que le venden los ojos. Exige mirar a la muerte cara a cara. Le dieron entonces un fuerte empujón. Lo agarraron y lo ataron firmemente. Emitió un sollozo de angustia. Siguió forcejeando y, mientras lo sujetaban con fuerza tratando de atarlo al árbol, sintió un oscuro deseo. «La muerte cara a cara», se dijo. Y cerró los ojos…

 

 

 

[ Fragmento de: Éric Vuillard. “Una salida honrosa” ]

 

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