lunes, 5 de junio de 2023

 

[ 397 ]

 

EL ORIGEN DEL CAPITALISMO

Una mirada de largo plazo

 

Ellen Meiksins Wood

 

( 02 )

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

HISTORIAS DE LA TRANSICIÓN

 

 

 

 

I. EL MODELO MERCANTILISTA Y SU LEGADO

 

La explicación más extendida sobre los orígenes del capitalismo da por sentado que su desarrollo es el resultado natural de unas prácticas humanas tan viejas como la propia especie, y que basta con eliminar determinados obstáculos externos para que emerja. En esta explicación, o más bien en esta no explicación, y sus muchas variantes, se basa el denominado «modelo mercantilista» del desarrollo económico, y puede decirse que sigue siendo el modelo dominante, incluso entre sus críticos más furibundos. Está presente incluso en los enfoques demográficos que afirman haberlo superado, o incluso en la mayor parte de las interpretaciones marxistas.

 

 

EL MODELO MERCANTILISTA

 

El relato tradicional –cuyo origen radica en la economía política clásica, y en los conceptos de progreso y otras narrativas modernas propias de la Ilustración– dice así. Desde los albores de la historia, los individuos, tengan o no la propensión natural al «trueque, la permuta y el intercambio» (según la famosa formulación de Adam Smith), han actuado guiados por la racionalidad y buscado su propio beneficio, lo cual los ha llevado a mantener relaciones de intercambio. Estas prácticas se tornaron más complejas y especializadas a través del desarrollo de la división del trabajo y del avance tecnológico de los medios de producción. Probablemente, para muchas de las interpretaciones derivadas de este enfoque, el incremento de la productividad es el objetivo fundamental de la creciente especialización de la división del trabajo, por lo que existiría una fuerte conexión entre estas interpretaciones del desarrollo mercantil y una suerte de determinismo tecnológico. Por lo tanto, el capitalismo, o la «sociedad mercantil», la fase superior del progreso, representa la madurez de unas prácticas mercantiles antiguas (unidas al desarrollo tecnológico), liberadas de determinadas restricciones políticas y culturales.

 

Estas explicaciones, lejos de aceptar que el mercado adoptó su forma capitalista desde el momento en que se torna obligatorio, sugieren que el capitalismo emerge toda vez que el mercado se libera de las restricciones ancestrales y se amplían, por una razón o por otra, las oportunidades mercantiles. De modo que, el capitalismo no representaría tanto una ruptura cualitativa frente a formas anteriores, como un inmenso incremento en términos cuantitativos: la expansión de los mercados y la creciente mercantilización de la vida económica.

 

No obstante, siguiendo con el hilo de la explicación, este proceso solo se materializa en Occidente, donde se eliminan las restricciones existentes de forma decisiva y generalizada. Las antiguas culturas mediterráneas ya contaban con una sociedad mercantil bastante estable, cuyo desarrollo posterior se vio interrumpido por un acontecimiento antinatural, el feudalismo, y los siglos de oscuridad durante los cuales la vida económica volvió a estar sometida por el yugo de la irracionalidad y el parasitismo político del poder de los terratenientes.

 

La explicación clásica de dicha interrupción se remonta a las invasiones bárbaras del Imperio romano, sin embargo, el historiador belga Henri Pirenne desarrolló posteriormente una versión muy influyente. Para el autor, la interrupción del desarrollo de la civilización mercantil mediterránea se produjo algo más tarde, durante la invasión musulmana que, a su juicio, acabó con el anterior sistema mercantil con el cierre de las rutas comerciales al este y al oeste del Mediterráneo. La creciente «economía del intercambio», liderada por una clase de comerciantes profesionales, fue sustituida por una «economía de consumo», la economía rentista de la aristocracia feudal.

 

Pero, finalmente, según tanto Pirenne como sus predecesores, el comercio resucitó con el crecimiento de las ciudades y la liberación de la actividad mercantil. Y aquí nos topamos con uno de los supuestos más extendidos asociados al modelo mercantilista: la vinculación del capitalismo con las ciudades, es más, las ciudades son desde el principio una forma de capitalismo embrionario. A principios de la Edad Moderna, según Pirenne, las ciudades emergen con una autonomía característica y sin precedentes. Estaban entregadas al comercio y dominadas por una clase, los burgher (o burgueses) autónomos, que se liberaría de una vez por todas de las ataduras culturales y del parasitismo político. Esta liberación de la economía urbana y, de la actividad y racionalidad mercantiles, junto con el inevitable desarrollo tecnológico en el ámbito de la producción –que obviamente siguieron a la emancipación del comercio–, fueron aparentemente suficiente para explicar la emergencia del capitalismo moderno.

 

Todas estas explicaciones tienen en común que parten de determinados supuestos que explican la continuidad de las prácticas mercantiles y de los mercados, desde las primeras formas de intercambio hasta su madurez en el moderno capitalismo industrial. Según estas interpretaciones, no hay diferencias sustanciales entre las ancestrales prácticas mercantiles con fines lucrativos basadas en «comprar barato para venderlo caro» y el intercambio y la acumulación capitalista mediante la apropiación de la plusvalía.

 

Por lo tanto, según el modelo, los orígenes del capitalismo o «sociedad mercantil» no representan tanto una transformación social de primer orden como un incremento cuantitativo. La actividad mercantil se generaliza y afecta a un número creciente de mercancías. A su vez, genera mucha más riqueza –y aquí nos topamos con la noción de la economía política clásica de que el comercio y la racionalidad propia de la actividad mercantil (la prudencia y la frugalidad de los actores económicos racionales que se implican en transacciones mercantiles)– y fomenta la acumulación de suficiente riqueza como para permitir inversiones. Esta acumulación «previa» u «originaria» una vez que alcanza a una masa crítica, fructifica en la actividad mercantil propia de una «sociedad mercantil» madura. Este concepto, «la llamada acumulación originaria», como veremos, se convertirá en el elemento central para explicar los orígenes del capitalismo en el análisis crítico de Marx en el libro primero de El capital.

 

Estas interpretaciones sobre el origen del capitalismo tienden a compartir otro aspecto: la burguesía como agente del progreso. Nos hemos acostumbrado tanto a identificar burgués y capitalista que ha quedado oculta una serie de presupuestos que emanan de esta combinación. El burgher o burgués es, por definición, un habitante de la ciudad. Aún más, y sobre todo en su acepción francesa, la palabra se utilizaba convencionalmente para aludir a quienes no poseían un estatus noble y que, si bien trabajaban para ganarse la vida, por lo general no se manchaban las manos y ponían la cabeza más que el cuerpo en su trabajo. Esa acepción antigua no nos dice nada acerca del capitalismo, y alude tanto a un profesional, un burócrata o un intelectual como a un comerciante. La convergencia entre «capitalista» y «burgués» se implantó en la cultura occidental a través de las concepciones de progreso que vinculaban el desarrollo económico británico con la Revolución francesa, para componer el cuadro complejo del cambio histórico. La lógica del modelo mercantilista se traza en ese tránsito del habitante de las ciudades a capitalista por medio de la figura del comerciante que surge en los posteriores usos del término «burgués». El antiguo habitante de ciudad da paso al burgher medieval, que a su vez se convierte sin fisuras en el moderno capitalista. Es decir, que la historia es el auge continuo de las clases medias en palabras, no exentas de sarcasmo, de un famoso historiador relativas a este proceso.

 

Sin embargo, esto no significa que todos los historiadores que suscriben estas interpretaciones no hayan reconocido que el capitalismo representa una ruptura o transformación histórica de un tipo u otro. Bien es cierto que algunos ven trazas mercantilistas e incluso un poco de capitalismo en prácticamente cualquier situación, especialmente en la Antigüedad griega y romana, siempre a la espera de poder librarse de sus ataduras externas. Sin embargo, por lo general, incluso ellos han insistido en el cambio fundamental que se produjo en los principios económicos del feudalismo para dar paso a la nueva racionalidad de la «sociedad mercantil» o capitalismo. Por ejemplo, a menudo se habla de la transición de una economía «natural» a una monetarizada, o incluso de la producción orientada al uso a la producción orientada al intercambio. No obstante, para estos enfoques históricos lo verdaderamente relevante no es la transformación de la naturaleza del comercio o de los mercados en sí sino, más bien, el cambio de las fuerzas e instituciones –políticas, le­ga­les, culturales e ideológicas, y tecnológicas–, que han impedido la evolución natural del comercio y la madurez de los mercados.

 

El feudalismo representa la ruptura histórica por antonomasia; la interrupción del desarrollo natural de la sociedad mercantil. La recuperación del desarrollo mercantil que se inicia en los intersticios del feudalismo y que logra superar sus restricciones, se considera un cambio de gran calado en la historia de Europa; el proceso histórico se desvía temporalmente –aunque de un modo drástico y durante bastante tiempo–, para después recuperar la senda adecuada. Estos supuestos tienen otro corolario importante, en particular que las ciudades y el comercio y el feudalismo son antitéticos por naturaleza, y que el auge de los dos primeros se produjera como se produjera, debilitó los fundamentos del sistema feudal.

 

No obstante, si bien el feudalismo hizo descarrilar el tren del progreso de la sociedad mercantil, según estas explicaciones la lógica intrínseca del mercado nunca llegó a alterarse significativamente. Los individuos se comportan, a la menor oportunidad, de un modo racional, es decir, se guían por su propio interés y por la maximización de sus utilidades, algo que logran mediante la venta de mercancías a cambio de obtener beneficio. Para lograr reducir los costes e incrementar los beneficios en las actividades mercantiles, era precisa una mayor división y especialización del trabajo, unos entramados cada vez más complejos de rutas comerciales y, sobre todo, la mejora constante de las técnicas productivas. Sin embargo, esta lógica se enfrenta a diversos obstáculos. En algunas ocasiones, queda soterrada, reprimida incluso, como cuando los señores feudales utilizaban su poder supremo para apropiarse de la riqueza no mediante el intercambio rentable ni fomentando una mejora de las técnicas productivas, sino mediante la explotación del trabajo, exprimiendo al campesinado para obtener su plusvalía. Sin embargo, incluso en esas ocasiones, en principio, la lógica del mercado permanecía inalterable: había que aprovechar las oportunidades, que siempre conducirían al crecimiento económico y a una mejora de las fuerzas productivas, y que finalmente desembocaría en el capitalismo industrial, siempre que se dieran las condiciones propicias para que operara su lógica natural.

 

En otras palabras, el modelo mercantilista no reconocía la existencia de imperativos específicos del capitalismo, ni los mecanismos específicos del funcionamiento del mercado en el capitalismo, sus leyes del movimiento específicas que empujan a las personas a implicarse en relaciones mercantiles, a reinvertir su excedente y a ser «eficientemente» productivos, mediante el incremento de la productividad del trabajo, es decir, obedeciendo a las leyes de la competitividad, la maximización del beneficio y la acumulación del capital. Los seguidores de este modelo no veían necesario explicar las relaciones sociales de propiedad y la forma de explotación específicas que determinan estas leyes concretas del movimiento.

 

De hecho, para este modelo no era en absoluto necesario explicar la emergencia del capitalismo. El capitalismo había existido, por lo menos de forma embrionaria, desde los albores de la historia, por no decir que anidaba en el corazón mismo de la naturaleza y la racionalidad humanas. Las personas siempre se han comportado según las leyes de la racionalidad capitalista, persiguiendo el lucro mediante el incremento de la productividad del trabajo. De modo que, en efecto, el curso de la historia, a pesar de algunas interrupciones importantes, había seguido conforme a las leyes del desarrollo capitalista; un proceso de crecimiento económico sustentado por unas fuerzas productivas en desarrollo. Si la emergencia de una economía capitalista madura requería algún tipo de explicación, esta consistiría en identificar las barreras que han impedido su desarrollo natural y los procesos de derribo de dichas barreras.

 

Obviamente, esta explicación encierra una paradoja fundamental. Se supone que el mercado es el espacio propicio para poder elegir y la «sociedad mercantil» supone la máxima expresión de la libertad. Sin embargo, a su vez, excluye la libertad del ser humano. Esta concepción del mercado ha tendido a vincularse a una teoría de la historia según la cual el capitalismo moderno es el resultado de un proceso casi natural e inevitable que ha seguido determinadas leyes universales, transhistóricas e inmutables. El funcionamiento de estas leyes puede verse frustrado temporalmente, pero a un coste muy alto. Su producto final, el mercado «libre», es un mecanismo impersonal que solo se puede controlar y regular hasta cierto punto; obstaculizar su desarrollo conlleva peligros, además de ser inútil, como lo es cualquier intento de violar las leyes de la naturaleza…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: “EL ORIGEN DEL CAPITALISMO” / Ellen Meiksins Wood ]

 

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