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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
11 de septiembre
Carlos Barral, sentado en la mesa de su despacho parece el pachá de los libros. Aire protector y Gran Justicia, dictamina infalible. El lector o el autor que se le acerca hace las reverencias y las genuflexiones que marcan el protocolo, llegando con la frente al suelo.
Carlos, con gesto gentil, les manda levantarse, les ofrece asiento.
Cambio: otro.
(Rosa Regás, mañanera, ¿dónde vas? Cuídate de tanta escalera: se enroscan… Rosa Regás, preciosa, ¿dónde vas? Quédate…
—No puedo, me esperan).
Con su barba marinera, poeta triturado por las prensas, reducido a cuadratines. Editor con alas (de pluma, claro) y pies de plomo. Distorsionado, de su tiempo y a destiempo. Señorito y marxista, como hoy se debe ser, sobre todo en Barcelona. Abierto a los amigos y —supongo— cerrado para los demás. Gustoso de la fama —como editor— y del qué dirán; creyendo en la publicidad —como vendedor— y secreto de sí —como poeta—. Géminis le preside, ¿quién es, en él, el otro? Personaje de sí mismo, disparejo, entrañable; gusto seguro y poco compartido —al principio, por lo que tiene algo de príncipe heredero de la poesía—. Estoy seguro de que, en el fondo, cree que los negocios dependen todavía de la calidad, de la mercancía. Estoy con él. Vamos aviados.
( Recuerdo a Bernardo contándome una conversación con Carlos:
—Te voy a dar a leer una novela española fenomenal. Tan buena como la mejor de Galdós. Una novela que no has leído nunca.
—¿Cuál? —Pregunta intrigado el barbón de treinta años al de cuarenta.
—La Regenta.
Bernardo se ríe:
—Si en la escuela, cuando tenía quince años, ya hacía resúmenes…
—¡No es posible!
La España, de Carlos Barral; el México, de Bernardo, que no presume ni tiene por qué, de grandes escuelas.
—Además está publicada en la colección de Nuestros clásicos en la Universidad).
Nadie lee ‘Papeles de son Armadans’, revista confidencial, para suscriptores. Tendré que enviar, aquí, las separatas que me regalan para que se enteren, por lo menos, cuarenta personas.
Igual debieran de hacer los de Ínsula, que no se ve en parte alguna. Nadie habla de ninguna de estas dos revistas. Como si no existieran. Por algo dejan que en una y otra publiquen tanto los que estamos fuera. (Llamarnos refugiados o exiliados o exilados o trasterrados parece ya totalmente fuera de lugar). Fuera, sólo de ellas se habla, únicas que se ven. «Juan ríe, Juan llora»; no es mala política para una dictadura. Y así, sin querer, la servimos.
En una librería:
—La tía Tula, por favor.
—No, de la R. T. V.
Otra; de lo mismo:
—¿No tienes La tía Tula?
—Sí.
La busca, pero su tía Manuela:
—No, ésta no.
Es un tomo de la Colección Austral. Explica:
—Quiero la de la televisión.
La edición de Salvat. Cincuenta pesetas. También la de Calpe —la de la Colección Austral— era una edición de bolsillo, cuando no se llamaba así.
—Este asunto de las drogas y la juventud no es más que otra prueba de que los jóvenes de hoy no tienen ideales por los que luchar ni arrestos para hacerlo; posiblemente esto último decanta de lo primero.
—Drogas las han tomado siempre, borrachos los hubo desde el tiempo de Noé y sospecho que aún antes; maricas son de todas las épocas y jamás faltaron —por lo que se ve— embarazadas. Que se fijen hoy, más que nunca, en el problema de la diversidad no deja de ser significativo. El fascismo y el comunismo (que ya pasaron a la historia como tales) eran un poco más feroces y produjeron mayores males que la mariguana o la cocaína. Y antes el anticlericalismo, el liberalismo, el carlismo fueron también peores en sus resultados que las drogas. Eso de los alucinógenos, pastillas para dormir y otras adormideras es resultado de un mundo que se ha educado en el culto a la aspirina. Cualquier cosa que no haga daño —de ahí el éxito del yoga, por ejemplo— ésa, sencillamente, ha pasado de moda, por higiene, por estética. Los jóvenes de hoy no saben lo que han perdido. Aquí, en España, y, por lo que cuentan, también fuera.
—Según tú, vamos de mal en peor.
—No te alegres. Nada de eso va contigo. Tú ya estás para el arrastre. No te hagas ilusiones. No pasaste de moda por la sencilla razón de que no lo estuviste nunca. Ahora cuentan los de cuarenta a cincuenta mientras se apuntan tantos los de diez, y aun quince menos.
—Como Franco.
—El caudillo está más allá del bien y del mal.
—Se le ve el halo.
—Aunque te sepa a rejalgar.
No ha perdido su aire profesoral, a pesar de que hace siglos que no da clases. Aunque se me hace difícil creerlo: banquero. Tal vez, algún día, cuente cómo llegó a serlo:
—A mi juicio, la afición española al anarquismo hay que buscarla en el catolicismo, mejor dicho en el cristianismo. El hacer de Cristo el «primer comunista» o el «primer anarquista» es un lugar común peninsular y universal. Pero perfectamente comprensible en un pueblo donde Jesucristo ha tenido la popularidad que le hizo mucho más conocido —en su figura y preceptos— que en otros pueblos europeos, como no sea en Rusia. Cuando, a mediados del siglo XIX, y como consecuencia de las teorías sociales del siglo XVIII, la justicia se abre paso entre las vallas de la aristocracia y la burguesía, el proletariado de los países más industrializados se inclinará hacia el comunismo y la socialización de los medios de producción menos en España, donde las teorías de Bakunin y Kropotkin hallarán su único baluarte valedero, y no por el viaje de un buen enviado, dos años antes de que apareciera otro, marxista, sino porque el español siempre estará más de acuerdo con las teorías de unos aristócratas que con las de los burgueses; con las de un príncipe que con las de un abogado. Así somos sin que nos importe la realidad sino la justicia. Igual nos había sucedido a principios del siglo, llevados de la mano por las Cortes de Cádiz. La sencillez y la grandilocuencia hacen buena pareja en el suelo español. La justicia por la propia mano es uno de los leitmotiv del teatro nacional. Y no digamos el quijotismo. Desde el punto de vista social y práctico el remedio parece difícil. Lo fue en la primera república y en la segunda, lo fue en 1909, en 1917, en 1934. El español no suele rebelarse contra los tiranos sino contra los libertadores, contra los liberales. Le hizo la vida imposible a Pepe Botellas, a Azaña y a Madero (lo digo en tu honor de mexicano). Todo sea por el nacionalismo: capaces los republicanos de hoy de ayudar al régimen de Franco para recobrar Gibraltar; capaces de seguir a la Iglesia en 1808 y de conformarse —con y por la Iglesia— en 1823. Todo en honor de Jesucristo y de dar al César lo que es del obrero. Así no hay pueblo que valga más que en explosiones aparatosas y fugaces. A la fuerza han de imponerse largos períodos de apatía e indiferencia. La Iglesia y los representantes del orden (que no son los mismos aunque generalmente coinciden sus intereses) cuidan vigilantes. España no ha sido un pueblo tranquilo ni feliz, como el francés o el inglés hace ya siglos, a pesar de las guerras. Ha conocido lapsos de tiempos oscuros y tajos terribles que no parece que le importaran demasiado; la pérdida de sus últimas colonias, que es lo que podemos conocer de más cerca; la guerra, pero los grandes alborotos internos fueron por la proclamación de la República y la celebración de la victoria de Franco, lo que no se compagina más que con la inconstancia. Que lo celebraran gente de muy diversa condición es lo más probable: la hay para todo, aquí y en todas partes (eso lo aduje yo): los franceses han adorado sucesivamente a Pétain y a De Gaulle. Los ingleses lo mismo han renegado de Churchill que de Wilson. Los alemanes han seguido como borregos a Guillermo II, a Hitler y a Adenauer; los rusos a Nicolás II, a Lenin y Stalin. Sólo cuando se trata del ocio son capaces de entrematarse tomando partido. —Volvió a perorar—: En política, el mandamás tiene todas las de ganar, por eso han sido tan pocas las revoluciones triunfantes a menos que sean golpes de Estado a punta de pistola. Primo de Rivera se impuso sin dificultad. La guerra de 1936 fue otra cosa porque Giral fue un hombre honrado, un masón convertido y un republicano a machamartillo y a Azaña le tenía sin cuidado el poder, del que sólo le gustaba la apariencia. Las masas españolas no hicieron la guerra sino la revolución. Los republicanos, que no eran muchos, intentaron hacer la guerra; los comunistas, que eran pocos al principio de la contienda, nunca pudieron imponerse; Indalecio Prieto se vio perdido desde el primer día; Caballero jugó a ser Lenin y, naturalmente, fracasó; sólo Negrín intentó lo posible, pero no le secundaron. Los anarquistas no tenían la menor experiencia y la mayoría de ellos se dedicaron a vivir sobre y de los restos de su madre. Que yo sepa en ningún sitio crearon nada valedero; a lo sumo se aprovecharon de lo realizado por otros, como en cualquier país subdesarrollado. Los comunistas, a mi juicio equivocadamente, creyeron poder ganar tiempo —no como lo pensaba Negrín— sino entendiéndose con Hitler. Así les fue. Si no es por Churchill y Roosevelt, quién sabe lo que hubiera pasado. Ahora, las cosas han cambiado mucho. Hay que esperar, yo no lo veré. Pero algún día alemanes y japoneses pueden tomar su revancha. Ni los rusos ni los chinos (de ésos ¿quién sabe nada?) parecen llamados a hacer grandes cosas fuera de algunas hazañas espectaculares. Los norteamericanos tienen bastante que hacer con ellos mismos y los negocios de sus negreros. Los ingleses y los franceses han pasado a la historia, como los españoles, los romanos o los griegos. Los negros… El año tres o cuatro mil tal vez y, de aquí allá, estarán los planetas al alcance de la mano y el mundo ya no será el que es. ¿Para qué preocuparnos de lo y de los que ya no se preocuparán por nosotros? Jesucristo todavía estará seguramente en las enciclopedias —sean como sean éstas—, pero no estaremos ni tú ni yo. Posiblemente ya no se hable español. De nuestra época tal vez quede algún nombre: Einstein, quizá. Picasso, tal vez. Seguramente el primero, haya tenido razón o no. Quizá la tierra haya desaparecido seca o anegada y exista un nuevo Noé y El correo de Euclides para celebrar sus hazañas.
Claro que reconstruyo esta salomónica columna vertebral de nuestra conversación. ¡Qué galería de cuadros ha reunido el pobre en su casa! ¿Quién sabe aquí que así piensa? Un gran señor que se alzó de hombros y se sentó sobre el que fue.
—No creo que aguantes… —me dijo en la puerta del hotel.
No me dijo qué: si el estado actual del país o si se refería a mi salud, en vista de dos periodistas que me esperaban.
Pasa Esther a buscarnos. Vamos a Sitges, a cenar a casa de Ana María Matute. El camino, por las mismas curvas que hace años y años, se hace largo. Los coches son más pequeños y veloces pero las vueltas y revueltas pueden más y retrotraen al paso viejo.
Han convertido Sitges en un bonito «pueblo catalán de la costa dorada» para vernáculos y turistas por el que da gusto andar. Cerrado al tráfico, los peatones son reyes de las calles.
La casa de Ana María, como la de todos a quienes les gusta vivir, se parece a ella (la de Buñuel, ¿a qué se parece? Gran problema: hasta en eso se defiende, impersonal, impenetrable. Muebles de hotel. Paredes desnudas hasta donde puede). En casa de Ana María todo es acogedor y tierno. Y cierta nostalgia, ¿de qué?
La cena da gusto, la compañía también, se deja uno ir a no ser nadie, a fundirse en la suavidad de la temperatura oscura de la noche tibia.
Cierto aspecto femenino, infantil (no hay que preguntar, porque no hay por qué preocuparse de lo que puede, tal vez, correr debajo), afable, cariñoso adormece la falta de querer usar el albedrío. Todo bien quisto. ¿Quién me sacaría aquí de mis casillas? Nadie. Todo tiene, porque sí, cierto hechizo…
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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