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LA BATALLA DE OCCIDENTE
Éric Vuillard
Trincheras
“ (…) Y luego se produjo la carrera hacia el mar. Intentaron rodearse el uno al otro. Dos ejércitos descomunales jugaron durante unas semanas a correr como locos hacia los mares del norte. Corrían, brincaban, un día creían desbordarse, envolverse, rendirse el uno al otro. El dolor y la esperanza los impulsaban hacia el mar, hacia las pesadas trenzas de espuma del mar del Norte. Jadeantes, enamorados, corrían, el cabello suelto, a remojarse los tobillos en el agua. Y he aquí que, al llegar, se arrojaron el uno sobre el otro en un abrazo formidable. El Yser detuvo a todo el mundo. Destruyeron Ypres y Arras para desfogarse.
Luego llegó el invierno. El gran invierno gélido de todas las guerras que se prolongan más de un verano. El gran invierno moderno de las guerras duraderas. Se cosecharon todos los boniatos, todas las nueces y todas las setas posibles. Los cestos se llenaron. Las hojas de los árboles cayeron sobre los hombres caídos. El cielo se tornó blanco. Las estrellas se tornaron frías, ¡tan pequeñitas! Al principio hizo un tiempo seco, luego llovió, llovió. Los hombres permanecían recogidos en el fango amistoso. Jugaban a las cartas, se ataban mil veces los cordones de las botas. El inmenso fideo de setecientos cincuenta kilómetros se petrificó. Pero siempre que suena la corneta, siempre que se oye gritar la orden —«¡Venga, en marcha!»—, se produce la resurrección de los cuerpos. Cientos de cadáveres se incorporan y echan a andar. Y el cañón golpea, vilipendia, pasma. Los hombres, deslumbrados de repente, cada uno en su camino de Damasco, titubean con los ojos desencajados. Un dedo de oro en la boca y ¡pum! ¡Que sea lo que Dios quiera! ¡Y lo que quiera la República! ¡Y Guillermo! ¡Una compañía entera! Candelas muertas. De noche, el espectáculo de la luz y el sonido es magnífico, son los cañones que hostigan sin cesar a un pueblo troglodita. La tierra tiembla. Comen ratas. Una zanja de tierra marca el límite entre los mundos como el surco de una tabla de cortar, la ranura tallada en la madera.
Así, cuando suena la corneta, vuelven al asalto los «libres e iguales en derechos», bajo las grandes segadoras tiritan, bajo los tubos de fuego, entre los cadáveres libres e iguales, bajo la igualdad fría de la llovizna. Y caen a pocos metros de allí, libres e iguales, en un extravagante juego de escondite, sobre una cadena de bultos y de agujeros. Y he aquí las verdaderas miserias volcánicas, la fábrica de fuego, tormenta agotadora. Las erupciones multiplicadas de los Krakatoas de hierro, Strómbolis portátiles, dislocan, extenúan, carbonizan… Todos los días que Dios no hizo, César, Napoleón y Hindenburg los arrojaron a la hoguera, los grabaron al estilo «negro», los inventaron para las batallas que no gana nadie; y los añadieron al calendario escolar, como se añade una palabra a lo que ya está escrito, mediante el artificio de un pequeño pico de pato.
Y todo continúa. 1915, 16, 17. Se matan sin verse. Los árboles se pelan. Las ametralladoras acuden a vomitar sus series ininterrumpidas de palabras feas, luego llegan los lanzallamas, lenguas de fuego que lamen al enemigo como el dragón de las leyendas. Y, de súbito, grandes supositorios sobrevolaron el mundo. La guerra repetía miles y miles de veces su latiguillo. Los zepelines flotaban por encima de la realidad como astillas en el cielo. Joffre lanzó una nueva ofensiva. Durante un año, las cumbres de Alsacia serán bombardeadas para dominar los puestos de observación. Durante un año. ¡Qué pasión por ver! Cuando las cumbres quedan lo más aplanadas posible, no habrá más que montañas de cráneos y de zapatos. Entonces los alemanes enviarán submarinos bajo las aguas, ¡oh!, no serán como el viejo tonel de Denis Papin, con su bomba, sus dos tubos de cuero y su vejiga flotante, ni como el Nautilus de Robert Fulton, propulsado por una hélice accionada por los tres miembros de la tripulación, tampoco como la mísera campana de inmersión del doctor Payerne, ni como aquel pequeño submarino desaparecido en 1864 a la altura de las costas francesas y que nunca volvió a verlas, no, serán los excelentes submarinos de guerra, con sus periscopios con pinta de flamenco rosa.
Y luego, en primavera, ¡inventarán el gas! Una nube de cloro mortal se colará en las trincheras. Después encontrarán algo mejor que el cloro, el gas mostaza, ese bonito nombre. Y, entretanto, los turcos arrastrarán a los armenios por las carreteras de Anatolia y les obligarán a dar un buen paseo. Los harán caminar, caminar, sin alimentos y sin descanso, rodeados de gendarmes. Luego, los obligarán a cavar grandes fosas en las cunetas, pues en aquel entonces querían fosas por todas partes. El largo convoy de mujeres, niños, hombres y ancianos atravesará las altas mesetas de Anatolia. Les han dicho que cojan sus picos y palas, todos los que los poseen han cogido los suyos; y tendrán su utilidad esos picos y palas, abrirán amplias y flamantes fosas a lo largo de las carreteras de Anatolia, y los mismos que las habrán cavado —u otros, tanto da— se sentarán o se tumbarán dentro, vestidos, sin tiempo para ponerse un pijama u otra cosa, y se dormirán; y otros armenios, que llegarán detrás, arrojarán suavemente tierra sobre ellos como cubriéndolos con mantas.
Y después vendrá la batalla del Somme, casi todo un verano y un otoño; y ya el primer día, desde las seis y veinticinco minutos de la mañana, la artillería enviará tres mil quinientos proyectiles por minuto; eso producirá un ruido tan espantoso que se oirá desde Inglaterra. Durante los seis primeros minutos, los combates causarán treinta mil víctimas, superando en mucho la jornada del 22 de agosto de 1914. Transcurridos cuatro meses, se habrán ganado doce kilómetros. Casi medio millón de muertos para ir de Maricourt a Sailly-Saillisel. No se habrá alcanzado Bapaume, como se pretendía, ni siquiera Péronne. Lejos quedan las vacaciones de verano. Bapaume es el apellido de un borracho de Saint-Simon que vomita sobre no sé qué cuello de encaje; pero la ciudad de Bapaume significa «gesto de desesperación», «penuria», como Rompéchine, Bramefain, Moque-Baril o Bréviandes. Hoy en día está bien comunicada por la autopista A1, y por dos o tres carreteras departamentales asfaltadas. Pero la entrada de Bapaume, ocupada por los alemanes desde septiembre del 14, no será recobrada en el 16; lo será en el 17 por los ingleses, para volver a perderse el 24 de marzo del 18, y la recuperarán los neozelandeses meses más tarde.
Entretanto, los rusos habrán cometido la gran diablura del otoño. En unas horas ocuparán las estaciones de tren, el servicio de correos, la central telefónica, los ministerios, la banca. Aparecerán banderas rojas por doquier, se cantará la Marsellesa; al día siguiente le tocará al Palacio de Invierno. Habrá una breve descarga de fusilería, unas cuantas cornisas desconchadas. En treinta y tres horas, se someterán a votación un puñado de decretos, y esos decretos trastocarán el orden del mundo. Una tropa de soldados con guerreras deslucidas, de obreros sucios, de campesinos vestidos con pellizas de piel de carnero procederán a la más amplia expropiación de bienes raíces de la Historia. Votarán un decreto de paz, apelando a los pueblos de Europa a «liberar a la humanidad de los horrores de la guerra». Imaginemos a aquella multitud desaliñada de seiscientos cincuenta hombres que parecen tener paja en el pelo. Imaginemos, en una estancia apartada, a Lenin y a Trotski, mano a mano, tumbados sobre unas mantas en el suelo. El paso de la vida clandestina al poder ha sido sin duda tan brutal que permanecerán allí, durante unas horas, como dos niños que charlan sin poder dormir.
En el sur del continente, proseguirán las batallas. El conocimiento razonado de nuestros fracasos no sirve de nada. Vendrán grandes batallas de orugas y de zepelines, las pequeñas escarpas donde agazaparse, la agonía de las batallas infinitas, el music-hall y los suicidas. Vendrán los grandes quebrantos del Aisne, la segunda batalla de Verdún, los cadáveres vivientes, aspirados por el lodo. Vendrán el Brot, que se chupa bajo la lluvia, y esos millares de morros hundidos en la tierra. Vendrán ladillas, torpedos, la batalla de Malmaison, la batalla de Picardía, la tercera batalla del Aisne, la segunda batalla del Marne, etcétera, etcétera, la milésima toma de tal o cual cerro, la mil y una pérdida de una posición. Dos enormes caracoles se enfrentaban. A veces se ganaban unos centímetros, días de mortero culminaban con victorias abrumadoras. Pasaba el tiempo. Los nichos de lodo estaban cada vez más acicalados. Se consolidaban con maderas y zarzos. Los alemanes abrieron en la creta auténticas ciudades subterráneas. Y entre los dos ejércitos, allí donde los caracoles topaban con sus blandos cuernos, se extendía una estrecha tierra de nadie de barro y de cadáveres. Espacio destruido, sagrado, que separaba a los hombres casi tan meridianamente como el vacío separa a los planetas, un cinturón de entre doscientos y cuatrocientos metros de ancho dividía los dos ejércitos. Eso mantiene a distancia mejor que un apretón de manos, mejor que una barandilla. Es una inmensa taquilla de tierra. Y desde uno y otro lado los hombres se miran, se adivinan, se amenazan y se quieren. Sí, se quieren. Desde el inicio de cada batalla, se quieren, y cuanto más pasa el tiempo, más las bombas que se lanzan son pruebas de amor —faltas cometidas.”
[ Fragmento de: Éric Vuillard. “La batalla de Occidente” ]
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