[ 422 ]
LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL
Frances Stonor Saunders
[ 10 ]
Cruzada es la idea
Alguien me ha contado que
me marcho a Corea;
yo no sé qué voy a hacer
cruzada es la idea
Yankee Doodle keep it up, etc.[*]
ROBERT LOWEL, 1952
A última hora de la noche del 23 de junio de 1950, Arthur Koestler y su mujer, Mamaine, llegaron a la Gare de l’Est para coger el tren nocturno de París a Francfort, desde donde seguirían viaje hasta Berlín.
Mientras buscaban el vagón, se toparon con Jean-Paul Sartre, que viajaba en el mismo tren, aunque no iba a la misma conferencia. Sartre, extrañamente, estaba solo, y los Koestler se sintieron aliviados al comprobar que no estuviera allí Simone de Beauvoir. En una ocasión compartieron una cena al aire libre con un guardaespaldas de la policía que la Sûreté francesa había asignado a Koestler, tras recibirse amenazas de muerte de los comunistas (que habían culminado con la publicación en L’Humanité, el periódico comunista, de un mapa señalando la situación de Verte Rive, la casa de Koestler en Fontaine le Porr, cerca de París). Aunque su amistad había sido puesta a prueba durante los últimos años, estos oponentes ideológicos aún sentían aprecio mutuo y compartieron bromas mientras se ponía en marcha el tren en aquella cálida noche de verano. Sartre, junto con Albert Camus, había rechazado cualquier participación en el congreso de Koestler, y se habían negado a asistir. Sin embargo, Koestler compadeció a Sartre, quien confesó aquella noche, en el tren, que sus amistades se estaban evaporando con el calor de su postura política y la de Simone de Beauvoir.
Mientras Koestler subía a su tren, los delegados estadounidenses abordaban los aviones que en un viaje de más de veinticuatro horas habrían de llevarles hasta Alemania. Aunque hacía poco tiempo que había sido levantado el bloqueo soviético de Berlín, la única manera de llegar al sector occidental era en aviones militares, lo que implicaba que los delegados tuviesen que subir a bordo de los C-47, en Francfort para hacer la etapa final de lo que luego Koestler calificaría como «puente aéreo intelectual». Entre ellos estaban James T. Farrell, Tennessee Williams, el actor Robert Montgomery, el presidente de la Comisión Americana de Energía Atómica, David Lilienthal, el editor de New Leader, Sol Levitas, Carson McCullers, el editor, negro, del Pittsburgh Courier, George Schuyler, y el periodista, también negro, Max Yergan. El científico Herman Muller, ganador del Nobel por sus trabajos de genética llevaba con él un extraño equipaje: cinco mil moscas de la fruta (Drosophila) de regalo para los científicos alemanes que habían perdido sus cultivos durante la guerra.
Arthur Schlesinger Jr. y Sydney Hook viajaron juntos desde Boston; Hook, al parecer, obsesionado con la idea de lo peligroso que iba a ser viajar a Berlín.
«Pensaba que los comunistas le iban a atacar desde todos lados —recordaba Schlesinger—. Se sentía emocionado. Pienso que muchos lo estaban. Creían que iban a entrar en acción, sobre todo, los que no habían estado en la guerra».
Tras su bautismo de fuego en el Waldorf Astoria, Hook quería a toda costa participar en una campaña a gran escala.
«Dadme cien millones de dólares y mil personas entregadas a su trabajo —dijo— y garantizo que se creará tal inquietud democrática entre las masas —sí, incluso entre los soldados— del mismísimo imperio de Stalin, que todos sus problemas durante mucho tiempo de ahora en adelante serán internos. Yo puedo buscar a las personas».
En aquel momento, volando a una ciudad rodeada por los cuatro costados de comunistas, Hook se imaginaba que los rusos tomarían la ciudad, «en cuyo caso todos los delegados serían hechos prisioneros de la [policía militar germanooriental] en unas pocas horas».
Nicolas Nabokov había llegado a Berlín en mayo para ayudar a planificar la conferencia, junto con su mujer, Patricia Blake, en un avión fletado expresamente, de una compañía llamada Youth Argosy, uno de los «intermediarios» utilizados por la CIA. Chip Bahlen había urgido a Nabokov para que llegase lo antes posible, para levantar las barricadas en nombre de los artistas que habían sido «los más persistentes chivos expiatorios tanto de los soviéticos como de los nazis». James Bumham llegó poco después de Nabokov, y luego se reunieron con ellos Josselson, Lasky, Koestler, Brown y Silone, que habrían de constituir el aparato organizativo de la conferencia cuyo cuartel general se instaló en casa de Lasky.
En una de las reuniones del grupo, en la cena, Silone contó cómo, durante la guerra, había expulsado de su movimiento de resistencia a todos aquellos que fuesen agentes de la inteligencia británica o americana, porque quería luchar «ma guerre a moi», con conciencia limpia. Podemos imaginar cómo digirieron esta afirmación Josselson, Burnham y Lasky. Ellos sabían algo que seguramente no sabía Silone: que ahora tomaba parte en una guerra dirigida por otros. La posición de Silone resume perfectamente las dolorosas paradojas de una época que no tenía la menor consideración acerca de la pureza de los ideales de las personas. En los años veinte, había dirigido una red clandestina para los soviéticos, de la que luego se lamentó. Desde 1928 a 1930 había colaborado con el servicio secreto de Mussolini, el OYRA (las circunstancias que rodearon esta relación fueron terribles: su hermano había sido detenido por los fascistas, y se estaba pudriendo en una cárcel de Italia, donde murió). Silone, en un escrito de abril de 1930, en el que cortaba relaciones con el OVRA, explicaba que había decidido «eliminar de mi vida todo lo falso, artero, equívoco, misterioso». En 1942 escribió:
«Nuestras tareas morales más importantes en la actualidad consisten en liberar nuestro espíritu del ruido de los cañones, de la trayectoria de la guerra propagandística y de la estupidez periodística en general».
En su exilio en Suiza, durante la guerra, Silone había servido de contacto a Allen Dulles, a la sazón jefe del espionaje norteamericano en Europa; en octubre de 1944, el agente del OSS, Serafino Romualdi, fue enviado a la frontera franco-suiza, supuestamente para entregar dos cargamentos de armas y municiones a la resistencia francesa. Su verdadera misión, «planificada por fuera de los canales normales», era introducir secretamente a Silone en Italia. Después, en 1950, Silone había vuelto a entrar en el mundo de la clandestinidad. Sus defensores afirman que no conocía a los que estaban detrás del Congreso de la Libertad Cultural. Sin embargo, su viuda, Darina, recordaba que al principio no quería asistir, ya que sospechaba que se trataba de una «Operación del Departamento de Estado estadounidense». Transcurridos unos días de la conferencia, Koestler, al que nunca había gustado Silone, le dijo a un amigo que siempre se había «preguntado si en el fondo Silone era o no sincero. Ahora sé que no».
También se aprovecharon de la ayuda secreta los delegados ingleses —Hugh Trevor-Roper, Julian Amery, A. J. Ayer, Herbert Read, Harold Davis, Christopher Hollis, Peter de Mendessohn— cuya presencia en Berlín estuvo financiada de manera encubierta por el Foreign Office, a través del Departamento de Investigación de la Información. De Francia asistieron Raymond Aron, David Rousset, Rémy Roure, André Philip, Claude Mauriac, André Malraux, Jules Romains, Georges Altman; por Italia, Ignazio Silone, Guido Piovene, Altiero Spinelli, Franco Lombardi, Muzzio Mazzochi y Bonaventura Tecchi. La noche del 25 de junio, ellos y la mayor parte del resto de los 200 delegados habían llegado. Se les asignaron alojamientos en casas y hoteles de la zona americana y la mayoría, cansados después del viaje, se retiraron pronto aquella noche.
Se despertaron al día siguiente con la noticia de que las tropas norcoreanas, respaldadas por los comunistas, había cruzado el paralelo 38 y lanzado una invasión masiva sobre el Sur. Cuando se reunieron aquella tarde del lunes 26 de junio, en el Titania Palast, para la ceremonia de apertura del Congreso por la Libertad Cultural, la Filarmónica de Berlín interpretó las siniestras notas de la overtura Egmont, una pieza adecuada (y cuidadosamente seleccionada) para un público que se veía a sí mismo participando en un drama heroico y misterioso.
El alcalde de Berlín, Ernst Reuter (ex comunista que había trabajado en estrecho contacto con Lenin) pidió a los delegados y a los 4.000 asistentes, que se levantaran para guardar un minuto de silencio en recuerdo de los que habían muerto luchando por la libertad o que aún se pudrían en los campos de concentración. En su discurso de apertura, remarcó la tragedia de Berlín:
«La palabra libertad, que parecía haber perdido su poder, tiene un significado especial para las personas que más aprecian su valor: las que alguna vez la han perdido».
Durante los cuatro días siguientes, los delegados pasaron de unas comisiones de debate a otras, de visitas guiadas por la Puerta de Brandemburgo, Potsdamer Platz, y a la línea que dividía Berlín Este y Oeste, a las conferencias de prensa, y luego a los cócteles y a los conciertos organizados al efecto. Los cinco principales debates giraron en torno a «Ciencia y totalitarismo», «Arte, artistas y libertad», «El ciudadano en una sociedad libre», «La defensa de la paz y de la libertad» y «Cultura libre en un mundo libre». Pronto aparecería un tema que habría de polarizar las discusiones, sobre la mejor manera de oponerse a los comunistas, perfectamente resumido en las intervenciones de Arthur Koestler e Ignazio Silone. Koestler abogaba por la transformación de los intelectuales occidentales en un Kampfgruppe, un escuadrón de lucha, empeñado inequívocamente en el derrocamiento del comunismo.
«Schlesinger estaba allí, e hizo una declaración, carente de emoción, seca como el polvo. Tras él subió Koestler a la tribuna, que habló con el corazón, y logró conmover a muchos. Se trataba de una cruzada; Koestler había cambiado el tono»,
recordaba Lawrence de Neufville, que, atentamente, supervisaba todo para la CIA.
El tono más agresivo propio de la guerra fría, estuvo representado por la distinción que hizo James Burnham entre bombas atómicas «buenas» y «malas», una tesis que adelantó a los Koestler, durante una cena un mes antes. En aquella ocasión, Burnham había explicado cómo los Estados Unidos podían, en un solo día, paralizar a los rusos para siempre, lanzando bombas en todas las principales ciudades rusas. «Parecía encantado con la idea» señaló Mamaine Koestler (la cual también apuntó que «Burnham parece educado y amable… pero tiene muchos menos escrúpulos sobre los medios que K[oestler)»; también dijo que «no necesariamente rechazaría la tortura en ciertos casos»). Utilizando el tipo de lenguaje que logra petrificar la realidad, y que fue uno de los factores que contribuyeron (por ambos lados) a la guerra fría, Burnham anunció sin embargo, en esta ocasión, que estaba
«Contra aquellas bombas, hoy almacenadas o por almacenar en Siberia o el Cáucaso, diseñadas para la destrucción de París, Londres, Roma, Bruselas, Estocolmo, Nueva York, Chicago… Berlín, y toda la civilización occidental… Pero estoy a favor… de las bombas fabricadas en Los Álamos, Hanford y Oak Ridge, y guardadas, no sé dónde, en las Montañas Rocosas o en los desiertos de Estados Unidos, [que] durante cinco años han defendido —han sido la única defensa de las libertades de Europa occidental».
A lo que André Philip replicó que cuando cayeran las bombas atómicas,
«no harían distingos entre amigos o enemigos, entre partidarios u opositores a la libertad».
Burnham y Hook dirigieron ambos sus descargas sobre aquellos que utilizaban una equivalencia moral para cuestionar la condena estadounidense de la Unión Soviética:
«Sartre y Merleau-Ponty, quienes se negaron a asistir al Congreso ni siquiera para defender allí sus puntos de vista, eran muy conscientes cuando apoyaron a la Resistencia contra Hitler, de las injusticias que franceses y americanos cometían con los negros —clamaba Hook—. Sin embargo no ven injusticia alguna en la defensa de Occidente contra la agresión comunista porque los negros aún no hayan alcanzado un trato igualitario».
Esta equiparación no estaba muy lejos de alcanzarse, según George Schuyler, que hizo circular un informe entre los delegados, con datos estadísticos que demostraban que la situación de los negros en Estados Unidos no dejaba de mejorar gracias a la permanente capacidad del sistema capitalista de adaptarse al cambio. El periodista negro Max Yergan, respaldó el informe de Schuyler con una lección de historia sobre los avances experimentados por los negros en Estados Unidos desde la época de Roosevelt.
Burnham, que en su trayectoria desde el socialismo a la derecha se había saltado, sin más, la moderación del centro, no tenía tiempo para las debilidades de los hombres de la izquierda.
«Hemos permitido quedar atrapados y encarcelados por nuestras propias palabras, este cebo izquierdista que ha sido nuestro veneno. Los comunistas han saqueado nuestro arsenal retórico, y nos han atado con nuestras propias consignas. El hombre progresista de la “izquierda no comunista” está en el perpetuo temblor de la culpa, ante el verdadero comunista. El comunista, manipulando la misma retórica, pero actuando de forma audaz y firme, parece ante el hombre de la izquierda no comunista igual que él, pero con agallas».
Mientras Burnham arremetía contra la izquierda no comunista, algunos delegados se preguntaban si la versión en blanco y negro del mundo que ofrecía la derecha (resumida por la invocación bíblica de Koestler, «que vuestro sí sea sí, y el no, no») era, tal vez, una amenaza tan importante para la democracia como la ofrecida por la extrema izquierda.
Hugh Trevor-Roper se sintió horrorizado ante el tono de provocación, iniciado por Koestler y continuado por otros oradores.
«Había muy poco que se pareciese a un debate serio —recordó—. En mi opinión no fue algo en absoluto intelectual. Me di cuenta de que era una respuesta en el mismo estilo [que las conferencias de paz soviéticas]; se hablaba el mismo lenguaje. Tenía la esperanza de escuchar el planteamiento y la defensa del punto de vista occidental, basándose en que era una alternativa mejor y más duradera. Pero, en su lugar, hubo denuncias. Dejó una impresión tan negativa, como si no tuviésemos nada que decir excepto “¡duro con ellos!”…
(continuará)
[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario