martes, 4 de julio de 2023

 

[ 423 ]

 

LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL

 

Frances Stonor Saunders

 

 [ 11 ]

 

 

 

 

Cruzada es la idea

 

(…) «Un discurso, pronunciado por Franz Borkenau, fue tremendamente violento, casi histérico. Habló en alemán y siento decir que mientras le escuchaba, oía los clamores de aprobación de las grandes concentraciones de masas; pensaba que éstas eran las mismas personas que hacía siete años probablemente aclamaban de la misma manera las denuncias alemanas contra el comunismo, por boca del Dr. Goebbels, en el Sports Palast. Y pensaba, ¡bueno!, ¿con qué clase de gente nos estamos identificando? Eso fue lo que más me sorprendió. Hubo un momento durante el congreso en el que creí que se nos estaba invitando a invocar a Belcebú para derrotar a Satanás».

 

Sidney Hook salió en defensa de Koestler, pero tuvo que admitir que su amigo era capaz de «recitar las verdades de la tabla de multiplicar y que la gente se indignase con él». También temía la irritante costumbre de sonreír burlonamente «como un gato de Cheshire», siempre que se anotaba un tanto retórico. Silone era mucho más flexible, argumentando que un espíritu cristiano favorable a la reforma social y política en el Oeste, podría arrebatar, por sí mismo, el fuego al dios del comunismo. André Philip también representaba el punto de vista moderado, abogando por una vía intermedia entre Rusia y Estados Unidos:

 

«Europa hoy está débil, tras una larga y dolorosa enfermedad. Los americanos nos envían penicilina para tratar esta dolencia, y los soviéticos, microbios. Naturalmente, cualquier médico preferiría que ambos entrasen en contacto. Sin embargo, nuestra tarea como europeos ha de ser enfrentarnos con los microbios lo antes posible para no tener nunca más necesidad de medicina».

 

Para los partidarios de la Línea dura, esta confesión de «equidistancia» no distaba mucho de la herejía.

 

«La neutralidad, como idea y como movimiento, era algo patrocinado por los soviéticos»,

 

declaró Melvin Lasky, haciendo suyas las palabras de Roben Montgomery de que «¡No hay rincón neutral en la habitación de la libertad!». Reacios a unirse a esta cruzada retórica, la delegación británica defendió la admonición de Talleyrand: «surtout pas de zèle».

 

«No podía comprender por qué el mundo habría de ponerse en llamas para purgar la culpa personal de gentes como Borkenau y Koestler»,

 

sacaba en conclusión Hugh Trevor-Roper.

 

Lo inadecuado de que los conversos políticos hiciesen proselitismo ante el mundo se estaba convirtiendo en una cuestión clave del Congreso de Berlín.

 

«Luego se levantó un tal Herr Grimme, una especie de predicador con una voz que parecía la sirena de un barco, para afirmar que todas estas cuestiones concretas eran, fundamentalmente, religiosas», informó Sidney Hook. «Hablaba con una elocuente vaciedad y sólo concretó al final cuando descendió a los individuos e hizo algún comentario despreciativo sobre que Koestler era un “converso político” que ahora se oponía con fervor a algo que había apoyado con igual fervor, mostrando así, que jamás había abandonado su materialismo dialéctico».

 

Koestler había descubierto ya el resentimiento de aquellos que nunca habían sido comunistas hacia los conversos políticos como él mismo. Repitiendo los razonamientos, Koestler escribió:

 

«Los ex comunistas no son únicamente molestas Cassandras, como había pasado con los refugiados antinazis; también eran ángeles caídos que tenían el mal gusto de revelar que el cielo no es lo que se suponía. El mundo respeta a los conversos al catolicismo o al comunismo, pero aborrece a los sacerdotes que abjuran de cualquier credo. Esta actitud se podría racionalizar como aversión hacia todo tipo de renegados. No obstante, el converso también es un renegado de sus anteriores creencias o descreencias, y también está dispuesto a perseguir a los que aún se mantengan en ellas. No obstante, se le perdona, porque ha “abrazado” una fe, en tanto que el ex comunista o al sacerdote que abjura de su religión ha “perdido” una fe, Y por lo tanto se convierte en una amenaza a las ilusiones Y recordatorio del detestable y amenazador vacío».

 

El problema con las «pesadas Cassandras» también preocupaba a los círculos oficiales. Edward Barrett, subsecretario de Información Internacional, del Departamento de Estado, se sentía obligado a cuestionar la oportunidad de

 

«las actuales tendencias a ensalzar… ex comunistas y a ponerlos en pedestales desde los que prediquen a todos los ciudadanos que tuvieron suficiente sentido común para no ser comunistas. Algunos de nosotros suponemos que el ex comunista normal, sobre todo si es reciente, tiene gran valor como informador y como experto, pero jamás como propagador de verdades eternas».

 

Cada vez quedaba más claro que el apoyo del Gobierno de Estados Unidos a la izquierda no comunista, habría de permanecer oculto para algunos de los propios responsables de formular sus políticas.

 

Josselson no se dejó ver, aunque siguió de cerca todo lo que allí ocurría. Observó, con creciente preocupación, la reacción de Hugh Trevor-Roper ante el tono de cruzada. Trevor-Roper y el resto de los británicos dejaban claro su desacuerdo siempre que se les presentaba la ocasión. Sin embargo cada vez les resultaba más difícil, cuando «los jefes» (el principal, Lasky) desde la mesa, evitaban cuidadosamente dar la palabra a los que protestaban demasiado. Lasky estaba por todas partes, organizando, convenciendo, preparando comunicados de prensa, organizando la teatral aparición del alemán Theodor Plievier, autor de Stalingrad, ex comunista oculto en Stuttgart. Plievier, en principio, había grabado su discurso al congreso. Sin embargo, al enterarse de la invasión de Corea, viajó en avión a Berlín, desafiando el riesgo de ser secuestrado por los soviéticos o por los alemanes orientales mientras estuviese en Berlín (aunque la probabilidad de tal calamidad era menor gracias a un servicio permanente de vigilancia establecido por los americanos).

 

El protagonismo de Lasky puso furioso a Wisner en la OPC, y había buenas razones para estar preocupado. El 24 de junio, víspera del congreso, la oficina de Gerhart Eisler, jefe de propaganda del Gobierno germanooriental, publicó un comunicado en el que achacaba un incendio en la Casa de Cultura Comunista de Berlín Este al entorno del «espía policial americano, Melvin Lasky». El comunicado de Eisler, que apareció en los periódicos estadounidenses, decía que la intentona de incendiar el club comunista era un preludio de la apertura del Congreso por la Libertad Cultural (al que Eisler calificaba de «Seis días ciclistas intelectuales del imperialismo»), si bien el complot había fracasado y las llamas pudieron extinguirse rápidamente. Lasky, al ser preguntado por el incidente, contestaba con su habitual sarcasmo:

 

«Sí, es verdad. Intentamos prender fuego a la casa dejando caer luciérnagas disfrazadas de gusanos de la patata, desde un helicóptero».

 

Pero a Wisner no le hizo ninguna gracia, y telegrafió instrucciones a Berlín para que Lasky fuese privado de cualquier relación visible con el congreso.

 

Pero se necesitaba algo más que la eliminación de Lasky para detener los rumores que rodeaban al congreso. Algunos delegados especulaban sobre quién pagaba todo aquello. La gran escala a la que se lanzó el congreso en una época en que Europa estaba en la ruina, parecía confirmar el rumor de que no se trataba del acontecimiento espontáneo e «independiente» que proclamaban sus organizadores. Lawrence de Neufville tenía tanto dinero que no sabía lo que hacer con él:

 

«No sé de dónde procedía el dinero. Jamás tuve cheques o algo parecido, el dinero estaba allí, en marcos. A todos nos pasaba lo mismo». Esto no pasó inadvertido para Trevor-Roper, que empezó a escamarse. «Cuando llegué vi que todo había sido orquestado a una escala tan grande… que me percaté de que… desde el punto de vista financiero, tenía que estar apoyado por alguna poderosa organización gubernamental. Así pues, di por sentado desde el principio que de una u otra forma había sido organizado por el Gobierno estadounidense. Me pareció evidente desde el comienzo».

 

Años después, Tom Braden, de la CIA, razonaba que era suficiente con tener algo de sentido común para saber quién estaba tras el congreso:

 

«Tenemos que recordar que estamos hablando de una época en que Europa estaba arruinada. Si alguien tenía un céntimo, probablemente se trataba de alguna organización criminal. No había nada de dinero. Por lo que, claro está, la pista del dinero conducía a los Estados Unidos».

 

La conferencia terminó el 29 de junio, con un teatral discurso de Arthur Koestler, que gritó triunfalmente ante una concentración de 15.000 personas en el Funkturm Sporthalle, «¡Amigos, la libertad ha pasado a la ofensiva!». Luego leyó el Manifiesto por la Libertad, una declaración de nueve puntos que se presentaba como una nueva constitución para la libertad cultural. Preparado por Koestler tras una sesión que duró toda la noche en la base de operaciones de Lasky en el hotel am Steinplatz, de Charlottenberg, el manifiesto fue «apoyado por él, Burnham, Brown, Hook y Lasky, mediante una táctica enérgica y agresiva, de manera que prácticamente no tuvo oposición», según Mamaine Koestler. No obstante un artículo de la declaración que expresaba intolerancia hacia las ideas marxistas fue contestado enérgicamente por los delegados británicos, que exigieron que se eliminase la ofensiva alusión. Fundamentalmente, los británicos ponían objeciones a la suposición que animaba a los anticomunistas más militantes de la conferencia —lo mismo que a muchos responsables de elaborar la política exterior estadounidense— de que los escritos de Marx y Lenin «no eran tanto filosofía política sino un manual de combate de la estrategia soviética».

 

Después de incorporar en el documento las enmiendas británicas, el manifiesto fue aprobado como piedra angular del Congreso por la Libertad Cultural. Dirigido a «todos los hombres decididos a recuperar las libertades perdidas y a preservar y a ampliar las que disfrutan», el documento afirmaba:

 

«Pensamos que es evidente que la libertad intelectual es uno de los derechos inalienables del hombre… Esta libertad se define fundamentalmente por su derecho a mantener y expresar las propias opiniones, y en particular opiniones que difieran de las de sus gobernantes. Privados del derecho a decir “no”, el hombre se convierte en esclavo».

 

Declaraba que la libertad y la paz eran «inseparables» y advertía que «la paz sólo se puede mantener si todos los gobiernos aceptan el control y la vigilancia del pueblo sobre quien gobierna». En otros puntos se señalaba que un requisito previo de la libertad era la

 

«tolerancia hacia las opiniones divergentes. El principio de la tolerancia, como es lógico, no admite la práctica de la intolerancia».

 

Ninguna «raza, nación, clase o religión puede reclamar para sí el exclusivo derecho de representar la idea de libertad, ni el derecho a negar la libertad de otros grupos o credos en nombre de ningún ideal u objetivo supremo. Pensamos que la contribución histórica de toda sociedad hay que juzgarla por la amplitud y cualidad de la libertad de la que gozan en realidad sus miembros». El manifiesto continuaba denunciando las restricciones a la libertad impuestas por los estados totalitarios, cuyos «medios de coerción sobrepasan con mucho los de todas las anteriores tiranías de la historia de la humanidad».

 

«Indiferencia o neutralidad ante un desafío tal —continuaba— equivale a una traición a la humanidad Y a la renuncia a una mente libre». Expresaba un compromiso para «la defensa de las actuales libertades, la reconquista de las libertades perdidas», y (ante la insistencia de Trevor-Roper) a «la creación de nuevas libertades… [para dar] respuestas nuevas y constructivas a los problemas de nuestro tiempo».

 

Sin duda, se trataba de un manifiesto para leer desde las barricadas. Koestler, un moderno Robespierre (aunque con sus dos guardaespaldas americanos vigilándole de cerca), estaba verdaderamente emocionado por la ocasión. Éste era el marco por el que había que juzgar el compromiso de los individuos y las instituciones para la consecución de la total libertad de expresión, para el flujo, sin limitaciones, de ideas y opiniones. Si comunistas y fascistas por igual habían violado sistemáticamente el principio de habeas corpus, éste era un empeño para resistir cualquier ataque sobre el principio de habeas animam. Este documento era una especie de papel tornasol de la libertad. En su virtud, el propio Congreso por la Libertad Cultural triunfaría o fracasaría.

 

Al clausurarse la conferencia, sus patrocinadores de Washington comenzaron a celebrarlo. Wisner ofreció su «más cordial enhorabuena» a todos los que habían participado. Él, a su vez, fue felicitado por sus patronos políticos. El general John Magruder, representante del Departamento de Defensa, lo alabó como

 

«sutil operación encubierta llevada a cabo al máximo nivel intelectual… guerra no convencional al mejor nivel».

 

El propio presidente Truman, según se dijo, estaba «muy complacido». Los oficiales de ocupación americanos en Alemania creían que había dado

 

«un apreciable espaldarazo a la moral de Berlín Oeste, pero creían que su efecto más importante, en última instancia, sería el que sentirían los intelectuales occidentales que, políticamente, habían estado a la deriva desde 1945».

 

El Congreso por la Libertad Cultural, según un informe, había

 

«impulsado a una serie de destacados líderes intelectuales a que abandonaran su distanciamiento contemplativo y sutil, a favor de una postura firme contra el totalitarismo».

 

 

Quizá esta conclusión fuese algo exagerada, pensada para vender el congreso a los estrategas del Gobierno. Ciertamente, aún había que convencer a Hugh Trevor-Roper y a todo el grupo británico. Inmediatamente después de su retorno a Inglaterra, llegó a oídos de Trevor-Roper la noticia de que los funcionarios del Departamento de Estado se habían quejado a sus homólogos del Foreign Office de que «su hombre estropeó nuestro congreso». Esto fue suficiente para confirmar las sospechas de Trevor-Roper del papel del Gobierno estadounidense en el asunto de Berlín. Pero también mostraba el disgusto oficial con la manera en que se había comportado Trevor-Roper. Josselson y sus superiores de la CIA comprendían que habría que seguir esforzándose para ganar a los intelectuales británicos a su causa…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]

 

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