jueves, 20 de julio de 2023

 

[ 437 ]

 

LA GALLINA CIEGA

 

MAX AUB

(...)

 

 

12 de septiembre

 

Seis entrevistas de prensa, seguidas. (Bueno: comida con Gil de Biedma entre la segunda y la tercera. ¡Qué espléndido muchacho!, —para mí todavía lo es. Inteligente, preciso: un poco más alto de lo que le rodea). Los periodistas son amables e ignorantes. (Ignorantes de mí, lo que considero natural, y de la historia, sin contar que nada saben de literatura como no sea de lo publicado aquí donde las revistas brillan por su ausencia. Sí: suplementos literarios, cierto aire pegado a las letras en los semanarios en rotocolor, y los premios; premios a troche y moche; premio para todo y para todos, y París a la vuelta de la esquina. Y se para de contar). Me oyen con atención. A veces invento, otras no. Me dejo ir por las buenas, rodando, según las laderas del interés. Debo darles la impresión de un charlatán descomedido ya que no quiero que me lleven por senderos impracticables. Como lo ignoran todo de mí, me es fácil hablarles de lo primero que se me ocurre. Debo reconocer que me ayudan con la mejor voluntad. Los primeros recortes de prensa me hacen pasar malos ratos. No porque está mal reproducido lo dicho (ni bien tampoco) sino por lo sin sustancia de cuanto digo.

 

No sirvo para la publicidad. (No recuerdo haber envidiado nunca a Salvador Novo, ahora sí. Carlos Fuentes o Juan Goytisolo son de otra generación y estilo: se han educado en un mundo donde la mercadotecnia es tan importante como lo que más. Se las han arreglado para conquistar Norteamérica. París se entrega más fácilmente ¡pero conquistar a los yanquees…! ¡Ya era hora! Sólo por eso merecerían ser loados. Claro que las circunstancias son favorables, como los vientos en tiempos pasados. Pero no importa: ellos tienen lo suyo. Y no se trata de saber inglés: Galdós y Martín Luis Guzmán, por ejemplo, no les iban a la zaga en eso del idioma. Y ya se vio. Compáreseles con Cortázar y Gabo. El hispano-suizo Borges es otra cosa: ése sí de mi edad, pero no hace sino volver al jirón materno).

 

No hay duda de que mi éxito depende del asegurar que me voy a marchar rápidamente.

 

—Vengo —digo—, no vuelvo.

 

Es decir, vengo a dar una vuelta, a ver, a darme cuenta, y me voy. No vuelvo; volver sería quedarme. Digo la pura verdad. Respiran: uno menos. No habrá competencia.

 

—Encontrará esto totalmente cambiado, se extrañará ante el crecimiento de las ciudades y de los pueblos, de lo bien que comemos y bebemos, es posible que se vaya, pero volverá. Tal vez de cuando en cuando. Aunque ya está uno muy viejo y… cualquiera sabe. Lo más probable es que sea su último viaje, su última oportunidad.

 

Razonan con lógica. Así debiera de ser. Desde que llegué me di cuenta de que aquí, en general, a nadie nada le importa un comino como no sea vivir en paz y de la mejor manera posible. Si me pongo a pensar treinta segundos: ¿cuándo no?, ¿dónde no? ¿Es o no el ideal del hombre? Sí. Nadie se queja ni se puede quejar. Para mayor diversión pueden hablar mal del régimen cuando les dé la gana y donde quieran. Escribir sería otra cosa. Pero, aquí ¿quién escribe? ¿Que no se enteran de lo que sucede en el mundo? ¿Qué les importa? Todos envidian su santa tranquilidad, su sol, su aire, su arroz, sus gambas, sus mejillones, sus centollos, sus percebes, sus pollos, sus merluzas, sus carnes, sus mujeres. ¿Dónde se construye más? ¿Dónde acuden más turistas extranjeros?

 

Dan ganas de contestar: —¡Váyanse ustedes a la mierda!

 

—Si no hubiese tecnócratas en el Gobierno no habría gobierno, hoy, ni aquí ni en ninguna parte.

 

—La mayoría son del Opus.

 

—Tal vez. Prueba que el Opus se ha ocupado de tener tecnócratas entre sus adictos. Si los comunistas tuvieran tan buenos economistas como físicos, otra cosa sería. Pero se han alzado en contra de la economía o de la sociología como no sea marxista-leninista y así les va. Los del Opus son menos sectarios. Por eso hay más libertad en España que en la URSS. No me digas que no.

 

—Tú has estado hace poco, yo hace treinta y seis años y para ver teatro.

 

—En ese tiempo el teatro, aquí, era peor que en la URSS, hoy es tan malo como allá, ballets aparte que nada tienen que ver con Stalin o con Brezhnev. Y aquí, con los tecnócratas, acabaremos ingresando en el Mercado Común y exportando nuestra libertad condicional. A quien te diga que el fascismo —no el nazismo— ha muerto, dile que espere algún tiempo para discutir contigo. A menos que quieras llamar de otra manera a los que han mandado siempre aquí. Digo siempre hablando del siglo XIX: los banqueros y los militares. La Iglesia ha hecho bastantes tonterías desde siempre: no hay razón para que no las siga haciendo. Aunque la española tiene una raigambre que falta a las demás.

 

—¿Y los latifundistas?

 

—Hay menos de lo que dicen. Además existe la panacea de la Reforma Agraria, que no ha servido para maldita la cosa en ningún sitio. Seduce: que es muy bonito eso de repartir la tierra, como si fuese un pastel de cumpleaños o de boda. Y luego ¿qué? ¿Qué haces con el papelito? ¿Lo enmarcas? Luego hay que trabajar igual que si la tierra no fuese tuya. Si, por lo menos, cambiara de color… Repartir la tierra sirve para acabar con los grandes propietarios. Para nada más.

 

—¿Te parece poco?

 

 

—¿A mí? Ni me va ni me viene. A quienes les parece poco es a los favorecidos con tantos premios chicos. Todos queremos que nos toque el gordo. Los andaluces también.

 

—¿Entonces?

 

—Espero que pronto la tierra sirva, químicamente, sin trabajarla, tratándola en grandes laboratorios, para fabricar alimentos. Entonces sí habrá servido para algo la Reforma Agraria. Habrá grandes agujeros en la superficie de la tierra.

 

—Hasta que se encuentren los del Polo Sur con los del Polo Norte.

 

—Y venga el Creador y nos engarce en el gran collar de…

 

—¡Ya!

 

 

Un periodista:

—Cualquier español está a su servicio. Se lo digo sin ganas de presumir. Para nosotros servir es honra y eso sin bailarle el agua. Ya verá como si no es uno, otro acudirá a sus necesidades con tal de halagarle sin buscar recompensa. Y aquí lo mismo le llevarán de fonda que a casa, tengan el servicio que tengan. Sabe que he viajado bastante en América española y aun en Filipinas. Toda esa prosopopeya se debió quedar en las colonias. Aquí ha desaparecido.

 

—Ya no existía en mi tiempo.

 

—Ahora, menos. Se ha mezclado con esa costumbre europea de tener casa abierta y de que cada quien se sirva o sirva a los demás. Una mezcla muy agradable, pero que sólo se podía dar aquí, en España. De la misma manera que esto fue, hace muchos años, refugio de americanos —como Henríquez Ureña, Larreta, Reyes o Vasconcelos— y hoy lo vuelve a ser. ¿Por el idioma? ¡Ca! Todos hablan francés como usted o como yo. Y ahora, inglés. Pero les encanta Madrid o Barcelona, a pesar de Franco. Porque además, a ellos, ¿qué les va ni les viene? España es así, como se decía en las comedias.

 

—Lo malo es que, para mí, no es una comedia.

 

El hombre, tan fino, se molesta. Debiera consolarle, dejarle satisfecho de su loa, más teniendo en cuenta que es uruguayo. Pero no puedo. Interiormente me reconvengo, pero no puedo articular una palabra de gracias o de conformidad con su gentileza que —no sé por qué— me suena a moneda falsa.

 

No tengo remedio.

 

—Es muy difícil contar —o pintar— una guerra que se está viviendo, por eso no tiene nada de particular que el cuadro lo hiciera Picasso en París y no aquí, en España. Y que el gran libro de poesía acerca de la guerra lo escribiera César Vallejo también en París y no Antonio Machado, por ejemplo, aquí. Juan Ramón hubiera sido la otra posibilidad y no estoy seguro de que nos demos cuenta el día de mañana de que lo hizo en Norteamérica; los mejores poemas de Miguel Hernández, los escribió en la cárcel, después de la guerra; como lo más ardido de León Felipe se armó en México.

 

—Por no hablar de novelas…

 

—L’Espoir se escribió en Francia; Por quién doblan las campanas, en Cuba; Un testamento español, en Inglaterra.

 

—Y tus novelas, en México.

 

—Sí. Y las de Gironella, aquí. Nadie ha escrito acerca de Austerlitz comparado a lo de Tolstoi.

 

—Ni sobre Bailén, como Galdós.

 

—Troya… Waterloo…

 

—Claro, hombre, claro. Las guerras y el amor, como todo, necesitan de cierta perspectiva. A menos que se trate de una poesía lírica o de una novela, como las de ahora, en las que se describe el instante mismo revolviendo todas las distancias.

 

—Como las películas: las actualidades tomadas en el frente tienen, con suerte, la emoción del día. Pero después… Después hay que gastar el dinero en reconstruir lo que se va a destruir.

 

Tipo de conversación que se puede tener, sin cuidado de que la reproduzcan, con cualquier periodista español:

 

—A Dios no le gusta la literatura.

 

Se extrañará o se divertirá, según. Sería extraño que se escandalizara. Preguntará el porqué de la aseveración. Contéstese:

 

—Si le gustara no habría razón para que la literatura no tuviese que ver con la moral. No hablo de las obras sino de los autores.

 

—Es decir…

 

—Que hay grandes escritores que son hijos de puta y bellísimas personas que se creen escritores y lo son, malos e inaguantables como tales. Confusión que dura…

 

—Desde la torre de Babel.

 

—Y aun antes, supongo. ¡Con lo fácil que hubiese sido —para los críticos o historiadores— que los buenos poetas fuesen los mejores padres de familia!: amables, encantadores, repletos de buenos sentimientos y no otros —ni todos— más no pocos borrachos, miserables, vengativos, burlones, despreciativos, homosexuales, egoístas intratables.

 

—¿A quién se refiere? —Preguntará.

 

—A todos y a nadie —hay que contestar.

 

Les divierte, no cuesta nada; quedas bien con una idiotez. Se van satisfechos, sin texto en que cobijarse. Entonces les puedes preguntar por quién apuestan, si por el Opus o por Falange. ¿Quién ganará? ¿Por cuántos goles de diferencia?...

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]

 

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