lunes, 24 de julio de 2023

 

[ 440 ]

 

EL ORIGEN DEL CAPITALISMO

Una mirada de largo plazo

 

Ellen Meiksins Wood

 

( 05 )

 

 

 

PRIMERA PARTE

HISTORIAS DE LA TRANSICIÓN

 

 

 

 

I.

EL MODELO MERCANTILISTA Y SU LEGADO

 

 

 

A partir del modelo mercantilista clásico

 

 

 

EL ANTIEUROCENTRISMO

 

El supuesto del que parte la petitio principii del viejo modelo mercantilista aparece en los lugares más insospechados. Por ejemplo, algunos críticos acusan a los historiadores, y a menudo a los marxistas occidentales en concreto, de ser «eurocéntricos» y, paradójicamente, al hacerlo están reproduciendo el supuesto mismo que convierte al modelo mercantilista en el más eurocéntrico de todos.

 

El modelo se basaba en la premisa de que Europa merece el reconocimiento de haber eliminado los obstáculos que impedían el desarrollo natural del capitalismo y permitir que madurara desde sus orígenes en la sociedad urbana y en la actividad mercantil. Al menos, algunos argumentos antieurocéntricos han empezado por cuestionar la primacía europea en este sentido. Pero no es fácil ver qué ventajas plantea defender que las sociedades no europeas que contaban con civilizaciones urbanas y sistemas mercantiles muy desarrollados estuvieran más adelantadas en el camino hacia el desarrollo capitalista de lo que están dispuestos a aceptar los enfoques eurocentristas del modelo. Más bien parece un desafío especialmente ineficaz al viejo modelo y su naturalización del capitalismo, aceptando la primera premisa de ese mismo modelo. Es más, esos enfoques contribuyen más bien a reforzar el enfoque profundamente eurocéntrico de que la ausencia de capitalismo es una suerte de fallo histórico (una línea de pensamiento bastante contraproducente para los críticos del capitalismo).

 

Para empezar, meter en el mismo saco una cantidad tan diversa de autores bajo la categoría de «eurocentrismo» plantea bastantes problemas, como si todos se centraran en Europa de la misma manera, como si todos compartieran el mismo desdén hacia los no europeos. Bajo esta etiqueta entran los racistas que insisten en la superioridad natural de los europeos frente a los asiáticos, africanos o indígenas del continente americano; los chauvinistas culturales que, por las razones que sea, creen que «Occidente» ha alcanzado un desarrollo cultural y un nivel de «racionalidad» más elevado que le ha permitido jugar con ventaja en todos los demás aspectos; los deterministas ambientales que consideran que Europa goza de algunas ventajas ecológicas evidentes; los historiadores no racistas que niegan o infravaloran el papel desempeñado por el imperialismo occidental en la historia de Europa; y los marxistas que no son ni racistas ni chauvinistas culturales ni deterministas medioambientales ni tienden a infravalorar las maldades del imperialismo, pero que sí consideran que Europa reunía determinadas condiciones históricas, que nada tienen que ver con su superioridad, capaces de generar unas consecuencias históricas específicas, como el auge del capitalismo.

 

Aun así, nadie podría negar que existe algo parecido a una suerte de «arrogancia cultural» europea, y tenemos que aceptar que hay razones más que de sobra para cuestionar las interpretaciones de la historia que sitúan a los europeos en el centro del universo, en detrimento, o exclusión incluso, de todos los demás. La idea del «eurocentrismo» a pesar de todos sus fallos, debería al menos contribuir a ponernos en guardia frente a semejantes prácticas culturales. Por lo tanto, resulta especialmente desconcertante que las perspectivas históricas antieurocéntricas del capitalismo acaben basándose por lo general en los supuestos más eurocéntricos.

 

Como ya hemos visto, según el antiguo modelo mercantilista tan enraizado en la cultura occidental, el capitalismo es un resultado más o menos natural de prácticas humanas ancestrales y prácticamente universales, las actividades de intercambio, que no solo se han producido en las ciudades desde tiempos inmemoriales, sino también en las sociedades agrícolas. Algunos enfoques de este modelo mercantilista incluso llegan a considerar estas prácticas como la expresión de una inclinación humana natural al «trueque, la permuta y el intercambio». Es decir, el capitalismo no tiene un comienzo, y su desarrollo no implica una verdadera transición de un modo de producción a otro muy distinto. Dan por sentado el capitalismo, dan por supuesta su existencia latente desde los albores de la historia y la explicación de su desarrollo se basa, en el mejor de los casos, en la descripción de cómo se eliminaron los obstáculos a su progresión natural en algunos lugares frente a otros.

 

Obviamente, según estas interpretaciones, «Occidente» ha sido muy eficaz a la hora de desprenderse de las diversas cadenas que impedían su desarrollo económico. Por ejemplo, los europeos han sustituido determinados sistemas políticos y legales «parasitarios», como el feudalismo o ciertos tipos de monarquía, por nuevos sistemas para garantizar las libertades políticas, desde la monarquía constitucional a la monarquía liberal. Los europeos sustituyeron las supersticiones por el «racionalismo», que engloba desde la filosofía de la Ilustración hasta los avances científicos y tecnológicos y la «racionalidad» económica. Sobre todo, han liberado a los agentes del progreso, a los mercaderes o «burgueses», o portadores de la razón y de la libertad, que solo tenían que desprenderse de sus cadenas feudales para poder conducir a la historia por su senda natural y predeterminada.

 

 

Entonces, ¿en qué se diferencian los relatos históricos del antieurocentrismo y estas interpretaciones clásicas sobre los orígenes del capitalismo? Las críticas al eurocentrismo tienden a adoptar una o ambas de las siguientes formas: en primer lugar, niegan la «superioridad» de Europa e insisten en la importancia, o más bien en el predominio, de las economías y redes de comercio no europeas a lo largo de la mayor parte de la historia de la humanidad, así como en el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado por algunos de sus actores fundamentales; o, en segundo lugar, destacan la importancia que tuvo el imperialismo europeo a la hora de fomentar el desarrollo del capitalismo. Con frecuencia, se centran en concreto en el imperialismo británico, en su beneficio extraído de las plantaciones de azúcar y del mercado de esclavos, y en el desarrollo del capitalismo industrial, si bien 1492 constituye también un hito en el desarrollo inicial del capitalismo. Ambas tesis pueden coincidir en el argumento de que las potencias mercantiles no europeas trajeron consigo el capitalismo, o que al menos podrían haberlo originado, si bien su futuro desarrollo se vio frustrado porque el imperialismo occidental esquilmó todo atisbo de su riqueza.

 

Es obvio que ningún historiador que se precie negaría hoy la relevancia que tuvieron el comercio y el desarrollo tecnológico en Asia, y en otras partes del mundo no europeo, ni el nivel relativamente modesto de desarrollo alcanzado por los europeos antes de la emergencia del capitalismo. Ningún historiador que se precie, y menos si es de izquierdas, negaría el impacto que ha tenido el imperialismo en la historia europea y el tremendo daño que este ha infligido. Pero, la cuestión es qué relación tiene todo esto con el capitalismo, y, en ese sentido, los argumentos del antieurocentrismo acaban cayendo precisamente en las mismas trampas que intentan evitar.

 

Lo más destacable de las críticas que provienen del antieurocentrismo es que parten de las mismas premisas que las explicaciones eurocéntricas, parten del mismo modelo mercantilista y de la misma concepción de la acumulación originaria. Todo comerciante o mercader sea de donde sea es un capitalista potencial o de facto, y cuanto más activo sea, cuanto mayor sea el alcance de su actividad y más riqueza acumule, más habrá avanzado por la senda del desarrollo capitalista. En ese sentido, muchos lugares de Asia, África y América habían emprendido el camino hacia el capitalismo antes de que el imperialismo europeo interrumpiera su avance de un modo u otro.

 

Aparentemente, ninguna de estas perspectivas críticas niega la divergencia del proceso europeo con respecto al de otras partes del mundo y a partir de un determinado momento, pero esta divergencia tiende a relacionarse con «la revolución burguesa» o con el advenimiento del capitalismo industrial, una vez que pudo acumularse la suficiente cuantía de riqueza a través del comercio y de la expropiación imperial. Dado que el comercio era una actividad extendida por otras partes del mundo, el elemento que verdaderamente diferenciaba a Europa del resto fue el imperialismo, ya que fruto de este las potencias europeas pudieron obtener la cantidad de riqueza necesaria y distinta a la de otras potencias mercantiles.

 

Estas interpretaciones tienden a sugerir que el desarrollo europeo básicamente obedeció al ascenso de la burguesía al poder, y a que las civilizaciones no europeas avanzadas y ricas son un ejemplo de desarrollo atrasado porque, aunque no fueran las responsables directas del mismo, no acertaron nunca a librarse de sus cadenas por medio de una revolución burguesa. Una vez más nos topamos con la misma idea que en el caso de la economía política clásica y su concepto de la «acumulación originaria», el salto hacia el capitalismo «moderno» tuvo lugar gracias a que la burguesía fue capaz de acumular la suficiente riqueza de un modo u otro.

 

Como ya vimos, según el enfoque clásico, la «acumulación originaria» es la acumulación previa de «capital», que en este punto no se diferencia de ningún otro tipo de riqueza o beneficio, y el capitalismo es básicamente más de lo mismo, solo que con el añadido de la reinversión de la riqueza. La «acumulación originaria» solo es originaria en el sentido de que representa la acumulación de la cantidad de riqueza necesaria para que la «sociedad mercantil» alcance la madurez. En ese sentido, se parece mucho a la concepción antieurocéntrica de la temprana «acumulación de capital» según la cual esta alcanza el volumen suficiente como para dar lugar a una forma de capitalismo «maduro» (o, en términos de la economía política clá­sica, a la «sociedad mercantil»). Como en el caso de la economía política clásica, estos argumentos antieurocéntricos evaden la cuestión de la transición al capitalismo y presuponen la existencia de formas de capitalismo más tempranas.

 

Como veremos en el siguiente capítulo, la crítica de Marx de la economía política y su concepto de «acumulación originaria» supuso una ruptura decisiva con el modelo clásico; su definición del capital vinculado no solo a la riqueza o al beneficio, sino a las relaciones sociales, y su hincapié en que la verdadera «acumulación originaria» se produjo con la transformación de las relaciones sociales de producción. No obstante, los críticos del eurocentrismo en la historia han recuperado más o menos el antiguo concepto. A pesar de que divergen claramente de los enfoques del eurocentrismo clásico –sobre todo en relación con el papel central que estos conceden al imperialismo europeo como impedimento clave para el desarrollo de los contextos no europeos–, se limitan a invertir un viejo principio eurocéntrico según el cual Europa superó al resto de civilizaciones gracias a que acertó a eliminar los obstáculos que impedían el desarrollo natural de la «sociedad mercantil»; según los enfoques antieurocéntricos, el fracaso de los países no europeos a la hora de culminar el proceso de desarrollo, a pesar de todos sus avances, se debió a los obstáculos creados por el imperialismo occidental.

 

De nuevo, no encontramos en estos enfoques indicios de un concepto de capitalismo como forma de organización social específica, con una estructura social concreta y unas relaciones sociales de producción específicas, que llevan a los agentes económicos a comportarse de determinadas maneras y generar leyes de movimiento específicas. De nuevo, no hay trazas de una verdadera transición. Dichos enfoques pretenden explicar el origen de esta forma de organización social concreta de un modo muy parecido a como lo hacía el antiguo enfoque eurocéntrico –o, para ser más precisos, niegan su carácter específico y, por tanto, rehúyen la cuestión de su origen–, dando por hecha su existencia previa (el denominado «protocapitalismo», por no hablar de formas de comercio y actividad mercantil anteriores). No logran explicar con claridad cómo surgió esta nueva forma de organización social. Al contrario, desde estas perspectivas, la historia del capitalismo se basa en la historia de unas prácticas sociales ancestrales, sin un comienzo histórico, que han lo­grado desarrollarse y madurar siempre que no se hayan topado con obstáculos internos o externos de diversa índole.

 

Existen, obviamente, variaciones sobre los viejos temas, sobre todo relativos al ataque a las prácticas imperialistas. Pero también nos encontramos con aportaciones que hilan más fino, como en el caso de la idea de «revolución burguesa», si bien esta idea por mucho que se ponga adornos marxistas no es muy distinta de la de las interpretaciones eurocéntricas-burguesas que consideran a los burgueses como agentes de progreso y les responsabilizan de liberarles de los grilletes feudales. Pero, por muchas variaciones que se introduzcan en el relato, el capitalismo es fundamentalmente mucho más que lo ya existente durante el protocapitalismo y antes: más dinero, más urbanización, más comercio y más riqueza.

 

Los enfoques del antieurocentrismo sugieren que destacar la especificidad histórica del capitalismo, su naturaleza distintiva y su origen histórico específico son elementos típicos del eurocentrismo. Sin embargo, seguramente no hay una forma más eficaz de socavar la sensación de superioridad de Occidente que cuestionar la convicción triunfalista de que el camino del desarrollo histórico occidental ha sido algo natural e inevitable. Es totalmente contraproducente intentar desafiar este triunfalismo mediante la apropiación de sus supuestos más básicos sobre la naturaleza del capitalismo. Y más perverso aún pretender corroborar la superioridad del capitalismo convirtiéndolo en el estándar del mérito y el progreso. Como si Europa al reclamar el capitalismo como algo propio se estuviera apropiando de todas sus bondades y dinámicas progresivas, y como si cualquier otra senda histórica distinta de él, representara un fracaso; o como si el único baremo para reconocer el valor de otras sociedades fuera su capacidad para que el capitalismo se desarrollara (o, como mínimo, un protocapitalismo); o aceptar que hubieran podido tomar esa senda si se hubiera dejado a la historia seguir su curso natural.

 

Con esto no queremos decir que no haya mucho que decir con respecto a las conexiones entre el capitalismo y el imperialismo. Pero, para poder entender esas conexiones –y lograr enfrentar de una manera más eficaz el modo en que el eurocentrismo obvia la cuestión del imperialismo occidental–, es preciso tener en cuenta las condiciones muy concretas en las que se transformaron las prácticas colonialistas tradicionales en prácticas imperialistas capitalistas. Y esto supone admitir que las relaciones sociales de producción capitalistas tuvieron impactos muy específicos. Cuestión que abordaremos en el capítulo VI…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: “EL ORIGEN DEL CAPITALISMO. Una mirada de largo plazo” / Ellen Meiksins Wood ]

 

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