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(Al camarada Loam.
Culpable de despertar apetitos y memorias…)
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN,
ESCRITOR GOURMET
(UN ZAPADOR EN LA COCINA)
Rafael Chirbes
Los personajes de sus novelas toman Vega Sicilia, Palacio de Ardanza, Estola, Remelluri, o el 904 de Rioja Alta, pero también cavas, barolos, chiantis, resinas griegos o vinos dulces de Paros. Beben Nuits Saint-Georges, Château Margaux, champañas y chablis (a sus personajes les gusta mucho el chablis). Se fuman con deleite un Condal, un Montecristo (o un Cohiba si son políticos del pelotazo felipista), mientras paladean un whisky salido de alguno de los excelsos glens escoceses. Chupetean un gimlet, un dry martini, o un singapur sling, ya sea en el lujoso Dusit Thani de Bangkok; en la coctelería Boadas, junto a las Ramblas de Barcelona; o en el Hotel Raffles de Singapur, a la sombra de un cocotero y de la más tupida penumbra que dejó Somerset Maugham. Comen sashimis japoneses, taramas y mussakas griegos, abalones tailandeses, delicadas sopas chinas, bifes y chimichurris de la Pampa, o escalibadas catalanas. Visitan los templos gastronómicos en los que ofician los grandes chefs: Bocuse, Girardet, Troisgros; y citan textos de Escoffier, recetarios de cocina valenciana o murciana, o el manual del asador argentino. Y su álter ego, Pepe Carvalho, el protagonista de sus novelas policiacas, cuando quiere reencontrarse consigo mismo, tocar con la punta de los dedos el Rosebud originario, pone su coche en dirección al sur un día de primavera, cruza entre los naranjos de Benicàssim y Sagunto, perfumados de azahar, y acaba con los pies metidos en el agua tibia del Mediterráneo murciano, donde ya el verano se presiente, a la espera de que le sirvan una de esas brandadas para pobres que se llaman -hasta el nombre es paupérrimo- atascaburras: patata cocida, un chorrito de aceite de oliva, un poco de ñora y unas tiras de bacalao desalado, el plato que le preparaba en su remota infancia una abuela cartagenera: la delicada magdalena de Proust ajustada a la hosca idiosincrasia de un país, de un tiempo y una clase. Escribir sobre las relaciones de Manuel Vázquez Montalbán con la cocina es meter el mar en un hoyo cavado por un niño, que diría San Agustín.
Cuando, a mediados de los ochenta, telefoneé para que colaborase en una revista gastronómica a ese hombre que había comido y bebido en una barbaridad de sitios y en un montón de países, y que, en sus novelas, había puesto a un detective a cocinar, llevaba veinte años leyéndolo, aprendiendo de él, y no precisamente -o no sólo de gastronomía. Había leído sus libros sobre el imperialismo, o sobre el papel de la información en la sociedad contemporánea. Su Crónica sentimental de España me había enseñado que el sórdido mundo de mi infancia, las películas vistas en sesiones dobles, los cuplés, los tebeos, eran materiales para la construcción de una cultura de los de abajo. En realidad, aunque no nos conocíamos, yo era uno de sus hijos. Gracias a sus artículos en Triunfo, en Mundo Obrero, en Por Favor, firmados con su nombre, con el de alguno de sus heterónimos (Sixto Cámara, Manolo V El Empecinado), o anónimos, un muchacho recién salido de un internado para pobres aprendía a orientarse en un mundo confuso. Incluso pegué en la pared de la celda que me tocó habitar por algún tiempo en la cárcel de Carabanchel un poema suyo titulado Ulises, en el que un viejo antifranquista, en cuya cabeza no caben más canas, el día en que se entera de que lo han condenado a cinco años se echa a llorar mientras escucha la trompeta que llama a silencio. Seguramente, tenía clavado con chinchetas aquel poema para no echarme a llorar yo mismo. Ya no me acuerdo. Manuel Vázquez Montalbán militaba en el pecé; yo merodeaba por grupos de la extrema izquierda, y, además, nos llevábamos diez años, pero me sentía parte de lo que él calificó (refiriéndose a su generación) como «cuatro jóvenes subversivos, saciados con veinte duros de marxismo y las enormes cantidades de asco que provocaba la mediocre y cruel fealdad del franquismo». No había demasiados referentes a los que gente así pudiera agarrarse. Yo, además de marxista de veinte duros, quería ser escritor, y me maravillaba encontrármelo a él escribiendo de todo, en todos los tonos, y haciéndolo siempre bien: era un infatigable zapador, aparecía en cualquier frente, abriendo trincheras imposibles en prosa y en verso, intentando que el vencedor -que se había apoderado ya de todo- no conquistase también el nife frágil de eso inaprensible que nos quedaba.
Aunque de lo que aquí se trata es de hablar de las relaciones de Vázquez Montalbán con la cocina, me resulta imposible entender el mecanismo que pone en marcha la estrategia culinaria montalbanesca, sus escritos gastronómicos, y hasta su papel de gourmet, al margen de ese propósito que guiaba sus otras actividades y que yo definiría como ímprobo trabajo en la reconstrucción de la sensibilidad de los vencidos arrasada por la siniestra caterpillar del franquismo (al menos, salvar los muebles). Montalbán trabajaba en eso, y también en divulgar la convicción de que la búsqueda de la felicidad es el primer derecho (y hasta deber) irrefutable del ser humano, propuesta que, en aquellos años sombríos, parecía una provocación no sólo para el régimen, sino también para los comisarios políticos instalados en la oposición. En su primera vertiente, se trataba de rescatar para la historia los escenarios periféricos en los que representaban sus vidas la mayoría de los ciudadanos: dormitorios, cocinas, balcones, mercados, tiendas, bares y cines: espacios ausentes de la cultura oficial. Construir una poesía de los derrotados con los materiales que habían tenido a su disposición: las colas en las cartillas de racionamiento, las salas de espera en los médicos del seguro de enfermedad, las coplas que conmovían a las criadas desde las radios del cuarto de plancha, las barras de los bares, las gradas de los campos de fútbol, los talleres, las sesiones en cines de programa doble, o el polvo en catres contratados por un cuarto de hora. Marsé, Víctor Mora o Antonio Rabinad -por hablar sólo de algunos barceloneses- estaban en el mismo empeño. Creo que era un novelista inglés el que decía eso de que el pasado es un país extranjero donde se hacen las cosas de un modo distinto: es verdad, pero aunque uno -como principio teórico- eso lo aprende en los libros, sólo lo vive en propia carne y se da cuenta de lo mucho que significa con el paso de los años, con la edad, cuando lo que vio se convierte en algo distinto de lo que los libros dicen que ocurrió. Ese animalito malvado y caprichoso, la historia, lee a su capricho los hechos, cambia el sentido de las actitudes, hace retroceder ciertas palabras, las disfraza, las moldea a su antojo, las expulsa: la terminología que usamos entonces para definir los contornos del mundo ha sido desalojada por los ocupantes, ahora disfrazados con escafandras de extraterrestres.
Empieza a resultarnos difícil hablar de cómo fueron los años de posguerra, e incluso los sesenta y primeros setenta. Se lee a contrapelo cuanto ocurrió en Latinoamérica, en Vietnam, la lucha de los Black Panters, la esperanza que representaba Cuba, los movimientos de descolonización en África. Parecía que el mundo era un polvorín a punto de estallar y de llevarse por delante una sociedad injusta y podrida. Hoy, todos esos temas se han convertido en denigrados territorios tabú. Para aquellos cuatro desarrapados montalbanescos asfixiados por la grisura franquista eran signos anunciadores de que podía ocurrir algo que reconciliara la política con la vida. Aunque pueda parecer descabellado poner en relación la deflagración del napalm y el hervor de un puchero en la cocina, algo de eso había: la defensa de la cocina como valor cultural era una rueda más en el engranaje de lo que iba a llegar. Podemos decir que se trataba de una resistencia blanda en aquellos años de plomo: como si colonizar el paladar y el estómago de un pueblo (en cuyos mejores sueños aparecía el pollo asado de Carpanta como enseña de felicidad) fuera una broma. Se salía de una etapa -la guerra, la larga posguerra- en la que la necesidad había devuelto a buena parte de la tribu a hábitos preculinarios: uso de ingredientes en otro tiempo despreciados que se mezclaban en arbitrarias combinaciones arropadas por un principio anterior al neolítico, que podemos definir así: comer lo que se pudiera como, donde y cuando se pudiera, obviando cualquier recetario conocido, quebrando cualquier regla, e incluso ancestrales tabúes culinarios: lo mismo servían a la dieta unas cáscaras de naranja, peladuras de patatas o de boniatos, felinos callejeros o roedores de albañal; lo mismo servía lo crudo que lo cocido. À la guerre, comme à la guerre. Recomiendo como documentación releerse las breves pero instructivas descripciones sobre la culinaria de una posguerra ya avanzada en el extrarradio madrileño que aparece retratada en Tiempo de silencio, la novela de Luis Martín Santos. Por más que las teorías sobre la cocina exijan apearse del coturno de la gran historia y -como pedía Galdós- vestir la narración con zapatillas, no conviene olvidar que, al fin y al cabo, como dice Feuerbach, y el materialista Montalbán repite: «El hombre es lo que come.»Sabiduría en la estela de la que nos dejó Lucrecio.
Tras el paréntesis de crueldad sociológica y culinaria de guerra y posguerra, había que volver a levantar al hombre, elevándolo desde la propia materia; de momento, regresar a la normalidad, a la cocina tout court. Principio básico montalbanesco:
«la cazuela es redonda como la tierra, la vida y todas las restantes fatalidades. La alimentación implica necesariamente crueldad y muerte, sea la de un animal, sea la de una planta, y la cocina es el enmascaramiento de esa crueldad y de esa muerte. Alimentarse sin cocinar es un acto de barbarie, alimentarse a través de la cocina es un acto de cultura».
Lévi-Strauss fijó el momento decisivo del proceso de humanización en ese cambio de hábitos que supone pasar de lo crudo a lo cocido; del gesto de morder un pedazo de carne sangrante, como hace cualquier felino, a la invención del fuego y a la fabricación de complejos útiles de cerámica o metal: sartenes y ollas que permiten el desarrollo de la técnica de la cocción, con su exigencia de control de los tiempos necesarios para lograr la excelencia alimenticia y gastronómica de cada producto. Los alimentos, además de nutritivos, empiezan a ser sabrosos; se pasa de la improvisación a la transmisión de técnicas, saberes y sabores que se fijan en el recetario tribal, documento definitivo hacia una forma de memoria civilizada. Ya no se nutre sólo el estómago del hombre, sino también su cerebro, su imaginación: es el principio del camino que culmina con una magdalena mojada en té, desencadenante de los siete tomos de la obra de ese fundador de la sensibilidad moderna que fue Marcel Proust. Cocinar hizo al hombre, tituló su libro uno de nuestros más lúcidos materialistas, el gran biólogo Faustino Cordón, que tampoco tuvo reparos en afirmar que «la cocina es la partera del hombre»: una baliza que lo mantiene en el camino de su humanización y que la guerra y la inmediata posguerra habían temporalmente quebrado.
En los años sesenta y setenta, tras el paréntesis en que el hambre empujó a buena parte del país a prácticas preneolíticas, el problema fue otro: había que defender las cocinas propias de un nuevo enemigo que Montalbán definió como «la uniformidad del cosmopolitismo». Estamos hablando de unos años en los que la emigración había apartado de sus raíces culinarias (de los productos, de las recetas, del propio espacio físico de los fogones y comedores de sus pueblos de origen) a las clases más débiles y menos preparadas para la resistencia, y que empezaban a dar a luz una generación sin memoria coquinaria ni anticuerpos que la protegieran de todos los bombardeos de aculturación que le estallaban en las papilas gustativas y en el estómago; una generación mutilada en su memoria histórica y arrojada a ese mundo de nadie que eran los barrios periféricos de las grandes ciudades: náufragos en un mar urbano por el que se paseaban a banderas desplegadas los heraldos del mal, representados por los
«pollos piscicárnicos», las «farmacias expendedoras de tumores cárnico-picados llamables hamburgueserías», «las frankfurterías como sanjuanes bautistas del desastre», y «drogando a una juventud que acabará sus días con el mono del catsup, probablemente inyectándoselo directamente en las venas»(los entrecomillados son de Montalbán). Se trataba de «la corrupción del paladar monoalimentario»; de «la destrucción de la conciencia gastronómica traducida en el siniestro comentario: “Yo como para vivir, no vivo para comer”».
Una supuesta modernidad -la apresurada urbanización del país- en la que colaboraba activamente el turismo-basura (diversión y tipismo) que convertía las cocinas regionales en deslavazados tópicos de plato único: así, la cocina madrileña era un cocido prêt-à-porter; la catalana se resumía en un pan industrial amb tomàquetcon una loncha plastificada de jamón; y la valenciana en una monstruosa paella que podía incluir salchichas de Frankfurt. En torno a eso, el silencio de los desiertos.
Montalbán busca en la cocina una trinchera frente a la grisalla de la modernidad franquista (nueva arma de destrucción masiva); contra la trivialización de la España de pandereta a gusto del turista, y contra la ofensiva imparable de un imperialismo que coloniza con avanzadillas de cocina basura: cocina sin memoria, de ninguna parte, barrendera de las molestas peculiaridades de las tribus a ocupar. Los izquierdistas italianos -siguiendo las reflexiones de Gramsci sobre lo popular- lo habían captado bien. Hacia ellos (hacia Gramsci y la nueva izquierda italiana), y hacia su defensa de las cocinas regionales como una de las trincheras de la resistencia de un pueblo, miraba Montalbán, interesado en fenómenos asociativos como los que se promovían en la vecina península: Il Gambero Rosso (el suplemento culinario de Il Manifesto), la guía de cocina con raíces populares titulada Il buon paese; Archigula, y el movimiento Slow Food, cuyo símbolo sigue siendo un caracol, y cuyo nombre parodia y contradice la moda de correr sin saber adónde, el fast-food. Los comunistas italianos sabían que la lucha por el poder también se dirimía en los fogones. En España, yo creo que Montalbán fue quien abrió la brecha gastronómica en una izquierda que, ocupada en tareas de largo alcance, había dejado desguarnecida la cotidianidad. Al reclamar una cocina de la memoria, reclamaba además algo que las revoluciones del siglo XX olvidaron en demasiadas ocasiones: la aspiración a la felicidad como principal derecho del hombre.
En El delantero centro fue asesinado al atardecer, un cliente le pregunta a Pepe Carvalho (que, como dice Antonio Vergara, es a Montalbán lo que Madame Bovary fue a Flaubert) si resulta indispensable entender de cocina para un detective privado, y Carvalho le responde: «No. Pero para un psicólogo social sí.» Y añade:
«El hombre es un caníbal (…) Mata para alimentarse y luego llama a la cultura en su auxilio para que le brinde coartadas éticas y estéticas. El primitivo comía carne cruda, plantas crudas. Mataba y comía. Era sincero. Luego se inventó el roux y la bechamel. Ahí entra la cultura. Enmascarar cadáveres con la ética y la estética a salvo.» «¿Es usted crudívoro?», insiste su interlocutor. A lo que Carvalho replica: «No. Todo mi desprecio por la cultura en general como máscara lo aparco cuando se trata de la cocina. La única máscara que acepto de buen grado es la cocina.» «¿Y el sexo?», vuelve a la carga el otro, que recibe la tajante respuesta de Carvalho: «El sexo con máscara es estúpido.»
La cocina como máscara convierte en civilizadamente tolerable el sustrato de horror desde el que la vida se reproduce, es una forma de evitar esa tentación permanente del pesimismo existencial que amenaza con devolvernos a la animalidad: cada pueblo mata a su manera -congéneres, animales o plantas-, los cocina a su manera y se los come a su aire, sirviéndose de sus instrumentos y aderezando el banquete con sus ritos. Y de eso surge -o viceversa- su carácter, el núcleo duro de su cultura. ¿Serían el mismo pueblo los ingleses si comiesen caracoles y hubieran inventado esas cazuelitas y esas complicadas pinzas en las que sirven y con las que se comen los escargots à la bourguignonne los franceses? Con perdón de nuestros conciudadanos europeos de las islas, podríamos decir que la pesimista filosofía culinaria de los ingleses se acerca a esa fórmula que a Montalbán le parece siniestra de «comer para vivir», mientras que los franceses viven -entre otras cosas- para comer y beber lo mejor posible. A los ingleses han tenido que llegarles los emigrantes de las colonias para despertarlos de su milenaria pereza gastronómica y abrirles los misterios del paladar.
Afirma Montalbán en uno de sus más brillantes artículos gastronómicos, titulado «Contra los gourmets» (lo publicó en la revista Sobremesa en 1990):
«El gourmet jamás olvida el nombre del muerto. Es más, mientras se lo come, hace mención expresa de él, sea jabalí o alcachofa.»
O sea, que el gourmet devora varias veces al mismo tiempo: se come lo que se está comiendo y, al mismo tiempo, vuelve a comerse lo que ha comido a lo largo de su vida, y saborea lo que ha recogido de las experiencias del gran banquete de la humanidad. En nuestro país, históricamente, y por obvias razones económicas, se ha comido más bien poco: ver la picaresca, o las novelas de Galdós:
«el pueblo cena pan seco, y por no tener para carbón, que vale como sabéis a 14 reales, no puede ni calentar agua para hacerse unas tristes sopas»,
dice uno de los personajes galdosianos, en el Episodio nacional titulado Los duendes de la camarilla. Muy avanzado el siglo XX, el discurso culinario permanecía en manos de una burguesía culta (los únicos que habían comido en abundancia, y a veces incluso bien, habían sido los burgueses). En el mejor de los casos, se trataba de una burguesía liberal; en el peor, cercana al franquismo: Julio Camba, Josep Pla, Juan Perucho, Álvaro Cunqueiro, Víctor de la Serna, Manuel Martínez Llopis o Néstor Luján nutren ese frente al que Montalbán admira, del que aprende y se siente heredero, pero del que sabe que no forma exactamente parte. Lo integra en su reconstrucción del código: en eso, actúa como consecuente gourmet, si aceptamos su propia definición de gourmet como el experto que aprecia una buena comida, puede descodificarla y proponer nuevos códigos de conducta alimentaria. Gourmet es el que dispone del almacén de saberes empíricos, pero también teóricos: el que maneja la biblioteca de Alejandría en la que se guarda la experiencia de cuantos han cocinado y comido durante milenios y la enriquece con cada experiencia gastronómica. En la trastienda montalbanesca, el latino Apicio, los grandes clásicos de la culinaria francesa: Grimod de la Reynière, la inevitable Fisiología del gusto de Brillat-Savarin, Escoffier, el príncipe Curnonsky o el brillante Jean-François Revel de Un festín en palabras. Por lo que se refiere al apartado de usos y valores de la propia tribu, Montalbán dispone del corpus de los balizadores de la identidad culinaria catalana, que se remontan a los textos fundacionales. Buen discípulo de Martín de Riquer, no olvida los libros medievales de cocina en sentido estricto, los recetarios: Sent Soví; el Llibre de Coc, de Rupert de Nola; ni los textos en los que la cocina aparece como parte de la utopía o del ordenamiento civil de la koiné lingüística: Llull, Eiximenis, Arnau de Vilanova. Luego están los escritores catalanes de la post-renaixença: Josep Pla (desde luego, su refundacional El que hem menjat), Josep Lladonosa, Néstor Luján, Luis Bettonica y el Ferran Agulló del Llibre de la cuina catalana.
Si el castellano Nebrija aseguraba: «Siempre fue la lengua compañera del imperio», Ferran Agulló había proclamado: «Cataluña es una nación porque tiene una historia y una lengua propias, un derecho y una cocina.» Montalbán rebaja el hervor del puchero nacionalista, salpicándolo con un poco de ironía:
«Una nación se afirma porque tiene una lengua, es evidente, y si no la utiliza sólo para hablar sino también para degustar, mucho mejor. La reciente historia de España ha demostrado que la lengua en el sentido gastronómico de la palabra tiene éxitos más inmediatos que la lengua en el sentido nebrijano.»
Su sorna saca a la luz la prevención montalbanesca contra los sacerdotes de cualquier religión, incluidos teólogos de Marx, de Prat de la Riba o de Escoffier, lo que no le impide ofrecer su particular cartografía de los lieux de mémoire del paladar nacional y nacionalista (además de aportar un sólido libro al corpus: “La cocina catalana: el arte de comer en Cataluña”), pasión culinaria cuyo epicentro, opulento Vaticano de los sentidos, Panteón o Partenón -metro de platino e iridio desde el que se establece el código-, se sitúa en mitad de las Ramblas barcelonesas, en el mercado de la Boquería (otra de las almas nacionales, el Liceu, está unos metros más abajo, en la misma acera: un país de bolsillo, casi portátil), matriz de una reconstrucción de la cocina desde los fundamentos: el producto, el ingrediente, la exudación de la tierra y el mar. La Boquería es el neuma gastronómico catalán, un alma hecha de espinacas, peras del Empordà, coles, gambas de Roses o rogers de Vilanova; hecha también -no se olvide- de voces de verduleras y pescaderas, emanación esencial del pueblo, lengua viva, condensador que recarga con energía telúrica la pila de la burguesía nacional, y piscina probática en la que se lava de su culpa, porque, no lo olvidemos, la Boquería es un mercado del pueblo, pero no exactamente para el pueblo; en cualquier caso, un espacio místico al que ni siquiera le falta su halo trágico y wagneriano (ya hemos dicho que el alma estomacal de la Boquería está junto al alma lírica del Liceu): me refiero al fantasma de Ramón Cabau, cocinero propietario del Agut d’Avignó, otro de esos lieux de mémoire imprescindibles de la cocina pública catalana, que se suicidó ante un puesto de setas del mercado ingiriendo -como aquellos comunistas chinos que describe Malraux en La condición humana- una cápsula de cianuro. Una cocina con lengua, alma, mártir, y una burguesía que la sostenga con la cartera abierta de cara a un mero, está abocada a hacer nación.
Catalán de raíces confusas, gallegas o murcianas, e irredento partidario de una lengua multiuso (hablar, saborear, y quién sabe qué otras cosas más), Montalbán está convencido de que las grandes cocinas son capaces de integrarlo casi todo y de convertirlo en historia propia (¿no fagocitó la cocina francesa el recetario italiano que llevó con ella María de Médicis?), como los grandes estadistas saben arrastrar los despojos de los vencidos atados a su carro triunfal. La cocina catalana ha asimilado influencias francesas, o italianas; sobre todo, ha vampirizado los usos de ese mar de cocinas, común y diverso, el Mediterráneo. Montalbán sabe y habla de una cocina catalana que no es unívoca: hay una diversidad de usos tribales de la montaña y del mar; están los que adoran el cerdo y cocinan con sus grasas, y los que rinden culto al aceite de oliva; cocinas de campesinos y pescadores; de burgueses y menestrales urbanos. A Montalbán le interesa descubrir cuál es el hilo que las une, qué es lo que hay en el subconsciente de un pueblo alimentado con cap i pota, calçotades, escudella i carn d’olla, o ànec amb peres; que mira la montaña con avidez de micófago despiadado (moixernons, múrgules, rossinyols, ous de reig, rovellons: no hay hongo que no tenga su sitio en el recetario nacional), y que expurga el mar con la idea de convertir los pescados en protagonistas de abigarradas zarzuelas, e incluso de óperas que tienen a la langosta como rotunda diva; pero que, en el fondo de cuyos más misteriosos recovecos, guarda -como la herida de cada hombre guarda la melancolía de la cuna originaria- un plato austero, árido, elaborado con ingredientes de larga conservación y que puede servir como definición de una sociedad levantada sobre el esfuerzo, el ahorro y el cálculo a largo plazo: las seques amb botifarra. El pa amb tomàquet es una aportación tardía (poscolombina), un toque de color sobre el duro cemento originario, como esos trencadissos de cerámica con los que Gaudí anima a trechos las fachadas de sus obras.
La cartografía montalbanesca de la cocina catalana cuenta con restaurantes-hito fundamentales: el propio Agut d’Avignó, con su cocinero mártir; Ca l’Isidre; el Hispania, de Arenys; Can Borrell, de Meranges; el Racó d’En Binu, en Argentona; Casa Leopoldo, en el Raval, o su muy querido La Odisea, el restaurante que, en la calle Copons, junto a la catedral de Barcelona, le hacía soñar con una edad de oro en la que el comunismo tenía sabor de caviar beluga y aceituna arbequina. Hablamos de balizas, de iconos, de mitos. La historia se difumina y las tribus fagocitan lo de fuera y lo convierten en seña de identidad propia para uso interesado: la patata, procedente de los Andes, crea la gloriosa tortilla española, cuyo olor se expande por los patios de nuestros cuarteles, por los bares y por los respiraderos de las cocinas familiares; el tomate y el pimiento, también ellos americanos, se convierten en ingredientes esenciales para la elaboración de un plato que forma lo más hondo del casticismo andaluz: el gazpacho. Por ese mecanismo de voracidad identitaria está el tomàquet inserto en los pliegues del catalanismo (Pla lo acusaba de enmascarador de sabores, ¿por xarnego?) como lo está -y de modo omnipresente- en ese recetario que hoy se define como cocina mediterránea, de la que, al fin y al cabo, la cocina catalana (como buena parte de las cocinas españolas) es sólo un destello más, mancha de color en una koiné de ámbito superior, formada por un conjunto de culinarias mestizas, y que ha convertido en suyos pimientos, tomates y patatas americanas; arroces orientales y berenjenas indostánicas, cuadro puntillista que -desde Algeciras a Estambul- forma una gran familia alimentaria que Montalbán proponía colocar precisamente al amparo de una «bandera azul de mar visto desde cabo Sunión y sin otro símbolo en ella que el de una tensa, encerada y erguida berenjena» (un vegetal que, por cierto, llegó desde la India: aquí quien más y quien menos es xarnego). El Mediterráneo es un mar de picadas y romescos, pero también de suquets de pescado, de pestos genoveses, de cientos de variantes de pastas o de arroces; de pizzas y cocas; de bullabesas, cuscuses, mussakas y taramas (el mejor tarama griego lo compraba Montalbán en el barrio judío de París, creo saber dónde: en la rue François Miron, cerca de la iglesia en que tocaban el órgano los Couperin); de infinitos messés turcos: Estambul, opulenta capital de las tapas (ellos, los turcos, las llaman messés), regadas con raki. En el otro extremo -Algeciras-, las riegan con jerez. Cuestión de matiz, nada más. Lo señala Montalbán: la cocina mediterránea es, entre otras cosas, una cocina de tapas. Pero del concepto de mediterraneidad, como de todo lo que lleva un adjetivo de pertenencia, habla Montalbán dando un paso atrás, subrayando su papel de orientador irónico, tomando posición en una cuidadosa media distancia: la mediterraneidad -son palabras montalbanescas- es, al fin y al cabo,
«uno de esos imaginarios fraguados en este siglo y que han sido positivos en manos de los poetas, peligrosos en las de los políticos y problemáticos como elucubración de la dietética».
La batalla por la recuperación de la cocina pública en España se cerró a fines de los ochenta. El pueblo español se libró del siniestro tener que comer para vivir y se convirtió precipitadamente a la gastrolatría. El propio Montalbán reconoció que, si había habido una revolución triunfante en la democracia española, había sido la de las cocinas, revitalizadas al calor del flujo económico de la cultura del pelotazo y del florecimiento de las autonomías. En media docena de años, los cocineros españoles dejaron de ser unos tipos llenos de manchas y quemaduras a los que todo el mundo gritaba; ahora, se ponían tocas de diseño y reclamaban que sacaran del Prado los Velázquez para colgar sus platos. Una nueva situación trajo amenazas de nuevo orden. Había que reparar las recién abandonadas trincheras para restablecer un nuevo sistema defensivo (ahí estaba de nuevo nuestro incansable zapador Montalbán): esta vez se trataba de ponerse a resguardo de los recién llegados popes culinarios, teólogos de la gastronomía y comisarios del paladar, gente hasta entonces desconocida en nuestro país (primero comer, luego filosofar), y que fue ocupando espacios a medida que la cocina pasaba de ser la gran ausente de la cultura nacional a convertirse en estrella mediática. Si los sesenta dieron como fruto a esos tipos «siniestros» que afirmaban que comían para vivir, los últimos ochenta y los noventa han traído las teologías de la cocina, y, con ellas, los apóstoles que predican la doctrina de que es mejor degustar que comer, mejor catar que beber, y mejor ver y oler que probar, hoscos inquisidores que persiguen con ahínco cualquier forma de hartazgo y -muy especialmente- de hybris, ese milagroso instante en el que el hombre parece tocar el cielo con las manos. Contra los comisarios de la cocina, contra los savonarolas predicadores del minimalismo y de los monocromos en blanco, se revuelve Montalbán en nombre del principio fundamental que ha de regir cualquier proyecto humano: el derecho a la felicidad. Ahí, el estandarte es Rabelais, patrono de los glotones; de los que comen y beben porque pueden permitírselo y disfrutan comiendo y bebiendo (lentejas o caviar, qué más da, ningún trabajo humano me es ajeno); pero también de los que sueñan con comer a gusto porque nunca podrán hacerlo. El triunfo de don Carnal sobre las casandras cerúleas, las peligrosas doñas Cuaresma: hijos menores de dictadores y representantes en general del mal sobre la tierra. En esa reivindicación de la hybris como piadoso hallazgo por el que el ingenio del hombre se defiende periódicamente de la sordidez de su destino, brilla el Montalbán más rabelesiano que recorre el mundo armado de cuchara y tenedor, o de un juego de palillos, si el menú es de arroz con abalones. Que se conmueve ante las habilidades de cocineros chinos, franceses o toscanos. Que, mientras come, curiosea y averigua la razón y el origen de cada plato, y se lleva a los labios todos los líquidos que la inteligencia y el trabajo humanos han concebido: vinos tranquilos o espumosos; tintos de Rioja y de Borgoña; blancos de Chablis o amarillos vinos de arroz; whiskies, ginebras, rones; o sabias mezclas: el cóctel le parece a Montalbán bebida admirable, laica, nacida por maquinación combinatoria de la mente humana, en la barra del bar, lejos de cualquier tentación de lo sagrado. En su libro Moscú de la Revolución, incluye una cita en la que Herzen les recrimina a Louis Blanc y a los socialistas utópicos franceses:
«¿Qué queréis? ¿Tal vez condenar a los seres humanos, los que hoy están vivos, al triste papel de cariátides destinadas a mantener el entarimado sobre el que otros algún día bailarán? ¿Quién puede asegurar la llegada de ese día? Una finalidad infinitamente lejana no es una finalidad: es una ilusión.»
No hay que esperar a que llegue la revolución para vivir, ni hay que dejar a filósofos, teólogos o comisarios políticos que ordenen ese desorden extraordinario que es la vida.
Aunque la vivencia de la felicidad montalbanesca no necesita de rotundas experiencias pantagruélicas. En 1999, en la revista Sobremesa le solicitamos que nos contara qué menú proponía para la Nochevieja de ese año y él nos escribió un pequeño cuento en el que recuerda cierto día de su infancia: el niño Manuel guarda su lugar en la triste cola de racionamiento frente a la panadería, a la espera de un correoso pedazo de pan negro, cuando «de pronto tengo delante a mi madre que me tiende pan caliente y una bolsita de papel de estraza llena de aceitunas negras, de las llamadas de Aragón, sin duda de allí venían, porque entonces se respetaba el turno de las estaciones y los mercados. Pan y aceitunas. Un título de película neorrealista, pero en el alma la saciedad de todos los deseos y el 31 de diciembre, después de las doce uvas, me tomaré furtivamente un pedazo de pan y un puñado de aceitunas negras». El pan caliente y las aceitunas, estallido de felicidad en una cola de cartilla de racionamiento a la puerta de la panadería: otro Rosebud de niño de posguerra, melancolía de inocencias varadas en la playa de la infancia; variante de esa huida hacia el sur, hacia el mar de Murcia, un día en que el verano ya se anuncia en el azahar de Sagunto y Benicàssim, y entibia el agua del Mediterráneo en la que Pepe Carvalho moja sus pies, mientras aguarda que le sirvan una brandada de pobre, un sabroso atascaburras, magdalena de Proust deconstruida para uso de la pobreza posbélica: patata con un chorrito de buen aceite de oliva, ñora y unas tiras de bacalao. Pan caliente y un envoltorio de papel que guarda un puñado de aceitunas negras en las manos de su madre. Me da por pensar que son esas mismas aceitunas, pequeñas y rugosas, que aún me gustan tanto (aquí, en Valencia, las llamamos del cuquello). A mí me las traía mi abuela.
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[ Fragmento de: Rafael Chirbes. “Por cuenta propia. Leer y escribir” ]
Inmenso honor la dedicatoria, y satisfactoria "culpabilidad" si ha propiciado la publicación aquí de tan espléndido articulo.
ResponderEliminarGracias, camarada.
Salud y comunismo
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Lo que de verdad es un honor es compartir “trinchera” en la difusión de obras “contrahegemónicas”, como pueden ser las de MVM o Chirbes, que plantan cara a esa supuesta “alta cultura” que ni alta ni cultura, pero que los grandes medios de producción y difusión nos presentan como “inalcanzable para la plebe iletrada”, como coto exclusivo de los privilegiados… parásitos capitalistas.
ResponderEliminarSalud y comunismo
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