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DIARIOS / A RATOS PERDIDOS 3 Y 4
Rafael Chirbes
Junio 2006
“…Miro el reloj. Las tantas. Al llegar a estas horas, me digo que debería intentar acostarme temprano para no pasarme luego las jornadas adormilado, pero se está tan bien a estas horas, envuelto en el silencio que solo rompe la música de Boccherini; mirando hacia dentro, de charla con este cuaderno, pensando lo que he hecho y dejado de hacer durante el día en busca de eso que no sé lo que es, pero que parece que cumple su cometido con solo dejarse perseguir. La busca es salvarse del tumulto, trabajar sobre la anomia para encontrar alguna ley escondida en esta etapa en la que hasta el mal parece carecer de planes y actuar de un modo atropellado; en la que el futuro es una probabilidad tan inconsútil como el velo del templo unos segundos antes de rasgarse. Por el simple hecho de sentarme a escribir de noche, aquí solo, bajo el halo de la luz del flexo -el resto de la habitación, de la casa, del huerto que las rodea, solo oscuridad-, me parece recuperar cierta nervadura moral, algo para lo que me eduqué y que se ha reblandecido, o vuelto inservible, pero que necesito sentir para no perderme. Podríamos hablar de esta como de una etapa en la que también los viejos dioses se han retirado y los nuevos se hacen esperar, aunque en apariencia ocurra más bien lo contrario: la nerviosa necesidad de conseguirlo todo -aquí y ahora- y la constatación de la imposibilidad de ese objetivo, y el carácter de implacable lobo en que se convierte el hombre que acepta ese reto, asusta a los más débiles, a los menos dotados, y los arrojan en brazos de los dioses más siniestros: el cristianismo en sus vertientes más intransigentes; el islam en sus versiones más devastadoras. Intuyo que al tiempo de los lobos sucederá el de las hienas, las desenterradoras de cadáveres, las devoradoras de carroña: Quicos, Legionarios de Cristo, mártires de Al Qaeda, pero también benevolentes ordenancistas socialdemócratas prohibiendo sin parar, rompiendo el ajustado equilibrio de costumbres en las que nos movíamos con ciertos ritos pactados entre hybris y razón, entre embriaguez y serenidad, entre culto y descreimiento, entre fiesta y trabajo que hoy se han roto. Los signos anuncian el advenimiento de una sinrazón y una crueldad mayores. Oímos acercarse sus pasos, vemos cómo su sombra enturbia el horizonte. Nos acostumbramos a convivir con formas abyectas de violencia, incluso en lo que se supone que son países altamente culturizados, el primer mundo. Al principio nos pareció una convivencia virtual, teórica o visual: la violencia se nos mostraba en el cine, en la televisión, en los libros, pero ha ido saliendo poco a poco de esos almacenes de imaginarios y se ha instalado con descaro en la vida cotidiana: incluidos los ámbitos en apariencia más recogidos, más al amparo de sus embates: la vida doméstica, los colegios, el trabajo, la calle y los espacios públicos…, y eso ocurre al mismo tiempo que el lenguaje se ve cercado por una multiplicidad de policías. Se vigila, se depura; se procede a internar, a sacar de circulación y poner a recaudo palabras, expresiones, construcciones sintácticas… Se nos convence de que la residencia del mal está en las palabras, alguien se siente más agredido, más violado por esas palabras cuando circulan en libertad, que por el asesino que vive en el piso de enfrente. La palabra se vuelve cada vez más doméstica, inane, mientras que los hechos devienen más violentos. El exterior nos asusta. En las ciudades más vigiladas del mundo, la noche toma rasgos de medievalidad, se convierte en inseguro refugio de sombras; en bosque, o selva, un espacio precultural por el que no se puede caminar sin riesgo. La propia casa se medievaliza al caer la noche: hay que fortificarse en su interior, blindarse y armarse, y así y todo, la protección parece más bien inútil ante la pericia de los asaltantes profesionales: la tele nos ofrece a diario los rostros tumefactos de ancianos maltratados, torturados por ladrones que han reventado puertas y rejas para penetrar en el interior de su domicilio y hacerse con unas decenas de euros. Entre tanto, la autoridad gasta su energía en vigilar el lenguaje, en vigilarte a ti en lo que tienes de usuario de tu libertad más íntima, en fingir que protege una salud corporal de cuyo deterioro te culpabiliza (demasiado azúcar, o sal, o grasas, o alcohol, o tabaco) y, además, deja al albedrío de los agresores: te vigila cuando enciendes un cigarrillo, cuando tomas una cerveza, cuando discutes con tu pareja, cuando riñes a tu hijo, cuando conduces. Vigila muy especialmente tu bolsillo, siempre dispuesta a picotear en él (multiplicación de impuestos entre los de abajo, gravamen de actividades y propiedades, multas). Guarda los datos del conjunto de sus vigilancias para tener siempre a mano el expediente que puede neutralizarte como ciudadano en el momento oportuno y, en caso necesario, destruirte como hombre. Deja de vigilarte mientras saquean (patronos, bancos) y mientras te golpean las mafias, ese proyecto de Estado futuro que es tolerado por el Estado presente e incluso colabora cada vez más estrechamente con él. El gran Estado mafioso. Cada vez más, ser ciudadano se limita a cumplir con tus obligaciones tributarias (ahí, en lo recaudatorio, ya lo he apuntado, la vigilancia se extrema, el Estado defiende con empeño tu derecho de ciudadanía y te obliga rigurosamente a ejercerlo).
Releo lo que he escrito para comprobar que está pésimamente explicada esa idea de la medievalización de la sociedad contemporánea, ese abandono del Estado de parcelas cada vez más amplias de la vida, mientras intensifica su vigilancia en otras en las que no debería meter las narices: condena a sectores crecientes de la población al sacrificio, o a la violencia en nombre de una improbable autodefensa (modelo norteamericano o latinoamericano, según el nivel económico y social). Constante crecimiento de las sociedades de protección mutua al margen del Estado (bandas, sectas, pero también empresas de seguridad privada, guardaespaldas; cada vez más individuos, empresas, urbanizaciones residenciales confían su seguridad a la rentabilidad de las empresas)…”
[ Fragmento de: Rafael Chirbes. “Diarios / A ratos perdidos 3 y 4” ]
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