lunes, 14 de agosto de 2023


 

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LA «CELESTINA»

 

VALOR Y SENTIDO DE LA «CELESTINA»

 

Martín de Riquer & José María Valverde.

 

 

Se imprimió en 1499 con el nombre de Comedia de Calisto y Melibea y compuesta de dieciséis actos; en otra edición, de 1502, es llamada Tragicomedia y tiene veintiún actos, pero se la conoce universalmente como la Celestina, nombre del más característico de sus personajes, aunque no sea el protagonista de la trama. Su autor principal fue el bachiller Femando de Rojas, quien dice que la escribió en unas vacaciones aprovechando y continuando la acción del primer acto, que ya halló escrito, afirmación a la que hay que otorgar plena fe. La Celestina está escrita en forma dramática —o sea en diálogo teatral— y en prosa, y aunque tal vez el autor no la destinara a ser llevada a las tablas, lo cierto es que cuando modernamente se ha escenificado, se ha puesto de manifiesto que su estructura, su tono y su estilo se aguantan perfectamente en escena, a pesar de su extensión y de la longitud de algunos de sus parlamentos.

 

La Celestina es teatro, no novela; pero hay que advertir que está situada en una línea totalmente diversa y alejada de la evolución del teatro moderno, nacido en la liturgia, ingenua y popularmente religioso y hecho farsa y ruralismo. La Celestina no debe nada a los pórticos de las iglesias, a los escenarios de las plazas de los pueblos ni a cómicos de la legua, ni tiene el más remoto interés de ser escuchada por el pueblo que se enfervoriza ante un auto de Navidad o de la Pasión o se divierte ante una regocijada farsa. La Celestina, obra de un joven que con cierto orgullo de clase no se olvida de anteponer el título de bachiller a su nombre, ha nacido en la Universidad, en la que tiene sus seculares antecedentes y donde hallará en seguida su público, donde abundan los estudiantes de la misma condición, pasión y engolado hablar de su protagonista Calisto; y concretamente en la Universidad de Salamanca, ciudad en la que sin duda transcurre su acción y en cuyas aulas se explican y comentan, con erudición e inteligencia, las comedias de Terencio y de Plauto, y en cuyas calles suena el desgarrado, vivo, colorido y gracioso lenguaje que en la tragicomedia de Rojas hablan los que, por su ínfima condición social, no han cursado estudios y no han aprendido a hablar como el joven enamorado, tan lleno de latines y de pasión, de autores clásicos y de elegancia de cultura secular y fogosidad juvenil, joven por el ardor de su sangre y viejo por haber asimilado el legado de la antigüedad. La corte y el campo —la pastorela, la serranilla— eran los polos sociales de la literatura medieval; el aula y la plaza, claroscuro de la ciudad moderna, son los mundos de la Celestina, cuya escena se va trasladando del vergel urbano a la mancebía y su castellano va de la retorcida filigrana a la locución soez.

 

Juan del Encina y Lucas Fernández, ambos estrechamente vinculados a la Universidad de Salamanca, cuando se ponen a escribir teatro se sitúan conscientemente en la tradición del arte dramático medieval e ingenuo; Femando de Rojas, su contemporáneo, compone la Celestina, hacia 1497, dentro de la tradición universitaria y culta, con legítimo orgullo de la elevación de su actitud y en una prosa sabia y latinizadamente periódica, porque lo que tiene que decir no cabe en los ágiles y juguetones versos de ocho sílabas y es demasiado sutil para expresarse en el monótono y pesado verso de arte mayor. Sus personajes de baja condición no hablarán el artificial dialecto de los Mingos, Brases y Llorentes de las comedias de pastores, porque Rojas los extrae de un humilde ambiente urbano y ha observado su lenguaje y sus modismos en actitud que podríamos comparar, haciendo un paralelismo excesivo, a la del filólogo que capta el habla de los maleantes. Femando de Rojas escribe la Celestina sin olvidar el ejemplo de los grandes cómicos latinos: tal vez es el Anfitrión de Plauto lo que le da la titulación de «tragicomedia», y de Terencio toma los nombres de los personajes Pármeno, Traso y Centurio, y sentencias, fragmentos de diálogo y situaciones; los siervos consejeros, los rufianes, las cortesanas e incluso el tipo de joven enamorado del teatro latino reviven en los criados, maleantes y rameras y en el protagonista de la obra castellana. En ésta se han podido señalar reminiscencias, ideas y temas de Aristóteles, Virgilio, Ovidio, Persio, Séneca, Boecio, etc., es decir del más común y manido repertorio de autoridades clásicas de que dispone un universitario de finales del siglo XV. Al lado de este fondo clásico, no faltan, como es natural, las fuentes eclesiásticas y las humanísticas, especialmente las obras latinas de Petrarca y Boccaccio. Todo ello no pasa de ser normal y de representar un nivel de cultura que poseían millares de bachilleres contemporáneos de Rojas y que algunos ostentaban en escritos en romance o en latín; pero nuestro autor, al concebir la Celestina, adopta humanísticamente los cánones de la comedia clásica, tan distintos del teatro románico, y se sitúa en una posición muy similar a la de los cultos latinistas del siglo XII que escribían comedias elegíacas, y a la de los renacentistas italianos que hacían revivir el teatro de Roma en obras del tipo de la Poliscena de Leonardo Bruni o la Chrysis de Eneas Silvio Piccolomini, que bien pudieron influir en la tragicomedia castellana. La Celestina es esencialmente una comedia de un universitario que escribe para universitarios.

 

Pero Femando de Rojas es mucho más que un Guillaume de Blois, que un Mathieu de Vendôme o que un Bruñí o un Piccolomini: hay en él una pasión, un profundo sentido de la vida, una vibración lírica y un gran poder de observación de la realidad. Rojas, al estructurar esta obra tan terenciana en lo externo y formal, tiene el acierto de situarla en su misma época y en su propio ambiente, sin transformarlos ni idealizarlos, sino recogidos tal como son, en su más cruda y verdadera realidad, y sobre todo, hace que sus personajes hablen en castellano, como la gente que le circunda, y no, arbitrariamente, en latín clásico. De ahí que Rojas al lado de sus fuentes y modelos latinos y humanísticos deje paso a modelos castellanos medievales, primordialmente a los dos arciprestes: el de Hita le da elementos para la trama de la tragicomedia, y sobre todo, la figura de la vieja Celestina, legítima descendiente de la Trotaconventos del Libro de buen amor; el de Talavera le da el lenguaje desgarrado y callejero, refranero y castizo, coloquialmente elíptico y espontáneo de los mejores trozos del Corvacho. Los dos arciprestes le ofrecen un retrato de lo que Rojas capta diariamente a su alrededor, en el que no faltan celestinescas trotaconventos de carne y hueso, cuya fisonomía nos reproducen documentos judiciales de la época; ambiente en el cual suena y aturde el bullicio del mismo castellano que tan inteligentemente recogió Alfonso Martínez de Toledo medio siglo antes. Y en ello está la feliz fórmula de Femando de Rojas: haber sabido aunar lo que le llega del aula y lo que le llega de la calle y elevarlo, ingeniosamente amalgamado, a una eficaz y lograda categoría de arte.

 

Y por encima de todo ello la joven pasión, que arrastrará a sus protagonistas a la muerte, como antaño a Tristán y a Iseo, como un siglo más tarde a Romeo y a Julieta, y el más tierno y delicado lirismo que en forma de canción hace irreal el sensual aroma de las noches del huerto de Melibea. Amor y muerte, juventud de sangre ardorosa y vejez con afán de lucro y con poder hechicero, parlamentos refinados y latinados, y voz chocarrera y castiza son extremos que hallan natural acomodo en la Celestina porque le son básicos y necesarios. Recordemos el asunto de la tragicomedia según lo narran las antiguas ediciones, imitando los breves argumentos que encabezan las comedias de Plauto y Terencio:

 

«Calisto fue de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano. Fue preso en el amor de Melibea, mujer moza, muy generosa, de alta y serenísima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio, y de su madre Alisa muy amada. Por solicitud del pungido Calisto, vencido el casto propósito della (entreveniendo Celestina, mala y astuta mujer, con dos sirvientes del vencido Calisto, engañados y por ésta tornados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite), vinieron los amantes y los que les ministraron en amargo y desastrado fin».

 

A «amargo y desastrado fin» van a parar las figuras principales de esta obra —Calisto, Melibea, Pleberio, Celestina, etc.—, arrastrados por las más violentas pasiones, juguetes de un azar maléfico que derrumba ilusiones y ganancias y siega vidas jóvenes y viejas, nobles y ruines, en una concepción de la existencia que puede parecer pagana pero que en el fondo es crudamente moralizante, ya que todos los «pecadores» de la obra son castigados con una muerte sin esperanza. Mientras las figuras principales de la Celestina mueren en pecado o se suicidan, a pocos pasos de Fernando de Rojas, Bras, Mingo y Llorente cantan villancicos al Niño Jesús. Ello nos lleva a la comprensión del novísimo sentido de la Celestina, que Cervantes, en frase lapidaria, consideraba que hubiera sido un libro divino si encubriera más lo humano. Tenemos muchos libros divinos —y en la literatura española a centenares—, pero pocos tan humanos como la Celestina.

 

Rojas ha logrado dar a sus personajes la intensidad psicológica que justifica su pasión y su tragedia. La pedantería de Melibea, que hace sabias citas de autores y personajes de la antigüedad, que no desaprovecha ocasión para lucir su cultura de doncella de familia noble, se desmorona cuando tras esta corteza libresca aparece la moza enamorada, que espía el movimiento de las hojas, el correr de las fuentes y la quietud de las sombras en su temblorosa espera de Calisto y que interrumpe la conversación de sus padres, que están ensalzando su virtud, para que no prosigan en el engañado concepto que tienen de ella, que se sabe indigna de aquellas palabras. «Mi ronca voz de cisne», llama Melibea a sus cantos enamorados, llenos de presagios tristes y cargados de ternura, temor, misterio y sensualidad. Cuando esta moza llegue al suicidio, en aquella solemne y trágica situación, muerto Calisto y destruido todo lo que justifica su existencia, su voz, clara entonces y serena, tras una exhibición de cultura, hablará al dolorido padre de su amor y de su dolor sosegada y tiernamente, pero con la misma actitud que una heroína de tragedia pagana. En Melibea, joven sabia y culta, entregada a las fuerzas irresistibles del amor, hallamos la réplica moderna, renacentista y castellana de la clásica y mítica Medea, la mujer intelectual y apasionada de la antigüedad. Si el nombre de Melibea es la feminización del de un pastor virgiliano, el de Calisto en griego significa «el más bello». El joven enamorado es una mezcla de místico y de neoplatónico paganizado al estilo renacentista, pues cuando le preguntan si es cristiano responde: «Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo»; le faltan mesura y unos cuantos años más para ser el cortesano ideal de Castiglione, porque aún le quedan restos medievales; tiene algo de amante mártir, de siervo libre de amor y de suicida poblador de la alegórica cárcel de Diego de San Pedro.

 

El mundo de la bellaquería y de la codicia traiciona y roba al de la cultura y del amor. Lo forman Celestina y los criados, que unen su ruindad para explotar miserablemente la pasión de los mozos enamorados; pero el trágico destino de éstos arrastrará también a aquéllos. Cuando Calisto llega al jardín de Melibea por vez primera persiguiendo un halcón y queda herido por la belleza de la joven (escena de caza que lleva a la residencia de la dama, frecuente en las novelas cortesanas medievales, por ejemplo en el Cligés de Chrétien de Troyes), se levanta un vendaval que lo arrasará todo, lo bajo y lo elevado, lo noble y lo villano, el afecto más gratuito y la codicia más interesada. Y el lector, tras tanta belleza, tantos primores, tanta poesía, tanto realismo y tras una tan bien conducida historia de unas almas en desasosiego, ve que la tragicomedia de Rojas, a pesar de su declarada y eficaz intención moralizadora, cae en el vacío, como Melibea al arrojarse de la torre, porque después de la muerte de los dos jóvenes Rojas sólo deja entrever un «infierno de enamorados».

 

 

 

DERIVACIONES DE LA «CELESTINA» Y LA «LOZANA ANDALUZA»

 

El éxito de la Celestina fue enorme, como revelan las numerosas ediciones del texto español que se imprimieron en poco tiempo y las varias traducciones extranjeras de que fue objeto. Pronto hubo quienes la pusieron en verso, la trasladaron a romances e incluso quienes la continuaron: Feliciano de Silva, autor de libros de caballerías, escribió La segunda comedia de Celestina; Sancho Muñón, la Tragicomedia de Lisandro y Roselia, llamada Tercera Celestina. Adviértase que no se trata de continuaciones propiamente dichas, sino de conflictos amorosos de nuevas parejas de enamorados entre los que media la misma Celestina; este personaje, el ambiente y la técnica de teatro en prosa son los elementos esenciales de estos remedos de la tragicomedia de Rojas. Lope de Vega, con su Dorotea, cimentada en hechos de su vida, cierra en cierto modo esta línea de imitaciones de la Celestina. Una obra portuguesa, la Comedia Eufrosina de Jorge Ferreira de Vasconcellos, escrita a mediados del siglo XVI, llevará la tradición literaria de este género a la lengua occidental de la Península.

 

Por otro lado, el ambiente escabroso y de burdel que retratan ciertas escenas de la Celestina suscitará un tipo de novelas dialogadas y en multitud de cuadros en prosa, como las anónimas Hipólita, Thebayda y Seraphina, publicadas en 1521, cuyo mayor interés literario estriba, sin duda, en haber provocado una de las obras más castizas y abigarradas de la literatura española, la Lozana Andaluza de Francisco Delicado, dividida en capítulos dialogados y en una prosa extraordinariamente popular y realista, llena de sal y de donaire, y por la que desfilan ciento veinticinco personajes, colección de tipos de toda suerte que reproducen a maravilla el ambiente de la Roma de 1524, en la cual el autor vivió intensamente y cuyos barrios más bajos conocía a la perfección. Lozana, la protagonista, es una mujer andaluza que reside en Roma, donde es universalmente conocida por su hermosura, al alcance de bolsas repletas y de caprichos pasajeros, y por sus mañas y artificios para confeccionar toda suerte de afeites, remedios y medicinas. La obra de Delicado transcurre toda ella en un movido ambiente callejero y de burdel, y en vano buscaríamos entre sus personajes enamorados al estilo de Calisto y Melibea; Lozana, pese a su juventud, su belleza, su simpatía, su cuca inteligencia y su gracia no es más que una cortesana del más bajo nivel social, como lo serán las heroínas del desvergonzado Aretino. No es como la vieja Celestina una especie de encamación demoníaca del mal, bruja y tercera, sino una moza picara y licenciosa, embaucadora y astuta, extraordinariamente humana incluso en su corrupción y profundamente femenina. Su figura es el patrón de las picaras que más adelante aparecerán en la novelística española, y Rampín, su criado y correveidile, mujeriego y rufián, no tan sólo es otra lograda creación de Francisco Delicado, sino que anuncia los antihéroes de la novela picaresca que está a punto de nacer. Delicado tiene un sensible instinto de la belleza del lenguaje popular, y en más de una ocasión hace referencia a que su castellano no es puro ni correcto, pues escribe en «el común hablar de la polida Andalucía»; y así su prosa es de una riqueza y de unos matices exuberantes y está empedrada de refranes, retruécanos, frases realísticamente entrecortadas y vocablos de la más pura solera, entreverados de italianismos que dan un acertado tono local a la acción. Su afán retratista de la vida (la obra se titula, significativamente, Retrato de la Lozana Andaluza) lleva a Delicado a recoger de la realidad diálogos en otras lenguas —italiano, catalán—, al estilo de las comedias a noticia de Torres Naharro, recurso excelente para dar verdad a la Roma cosmopolita en que ha situado la acción de esta obra tan desvergonzada y tan perfecta.

 

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[ Fragmento de: Martín de Riquer & José María Valverde. “Historia de la literatura universal - I” ]

 

 

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