lunes, 28 de agosto de 2023


 

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DIARIOS A RATOS PERDIDOS 3 Y 4

Rafael Chirbes

 

 

 

NOTAS SUELTAS

 

 

Eugenio D’Ors: «en este país lo más revolucionario es tener buen gusto».

 

Inesperado ataque de angustia. Estoy leyendo el libro de Gregorio Morán sobre el País Vasco, Los españoles que dejaron de serlo, y, sacudido por una referencia, me llegan recuerdos de un viaje a San Sebastián con mi amigo T., y de la noche en la que estuvimos oyendo una fanfarria en un concierto en el barrio viejo que acabó con carreras ante la policía y una ensalada de palos. Esa noche dormimos sobre la arena de la playa de la Concha y nos despertó, cuando el sol ya nos daba en la cara, el hombre que colocaba las hamacas. El recuerdo me ha llegado porque Morán cita los nombres de algunos grupos populares vascos de música. Yo intento recordar el nombre del que oímos aquella noche y no lo consigo, a pesar de que lo he sacado a colación muchas veces desde entonces, porque era un nombre que me hacía mucha gracia. Esta noche no logro recordarlo, y esa imposibilidad es la que abre la puerta de la angustia: olvido cosas que forman parte importante de mi vida, porque ese recuerdo está ligado a mi amigo T., que murió tan joven. Las sensaciones de pérdida de memoria se convierten en desoladoras cuando te das cuenta de que no queda nadie que pueda ayudarte a rellenar ese hueco, porque los posibles testigos son gente que ha desaparecido. No sabes qué fue de ella, o ha muerto. Este es el caso: no queda ninguna de las personas con las que compartí aquella noche. Te queda la responsabilidad del testigo, pero te das cuenta de que la misma rata que se ha comido de uno u otro modo a los demás ha empezado a roerte a ti por dentro. Tampoco yo podré contar aquella noche. Pero contar qué, ¿esa trivialidad de que éramos jóvenes y fuimos felices y nos toqueteamos a oscuras en el túnel que lleva desde el bulevar a la estación? Enredo de bocas, de manos, de sexos. Me desvelo, enciendo la luz, me siento en la cama, golpeo con el puño la pared: necesito el nombre de esa fanfarria como prueba de que no me estoy muriendo. Sé que el nombre está dentro de mi cabeza -como lo están estos otros recuerdos-, pero no hay nadie que me pueda ayudar a sacarlo, y yo solo no lo consigo. A partir de ese instante, ya no puedo seguir leyendo, ni dormir, ni fijar la atención en nada que no sea la búsqueda de un nombre. Paso la noche en blanco, sumergido en una avalancha de recuerdos de aquellos años (1973, 1974). Me llegan de forma desordenada, en aluvión, imparables. Cinco horas más tarde, suavemente, del modo como uno piensa que emergen los ahogados a la superficie, reaparece el nombre: «Los Pomposos», y vuelve el sofocante calor húmedo de aquella noche, el ruido, toda aquella gente que se apretaba en una placita del barrio viejo de San Sebastián para escuchar la música de aquellos músicos socarrones que habían decidido bautizarse con ese nombre zumbón y zarzuelero. Oigo el acordeón, el ruido de los pies siguiendo el ritmo de la música. Recuerdo la alegría de la música y las risas que provocaban los comentarios de los músicos entre pieza y pieza, y luego ya el estruendo de los botes de humo, los gritos de la gente, los insultos -incluidos los nuestros- dirigidos a los guardias, las carreras que se prolongaron junto a la playa de la Concha hasta la madrugada. Luego, el calor del sol, y la sensación de que el mundo se desliza: abrí los ojos, y me encontré con la cara del hombre de la limpieza que arrastraba el saco de dormir en el que estaba yo metido para ponerlo en la sombra. Aquí pega mucho el sol, muchachito, se reía. He encontrado el nombre de «Los Pomposos», y ahora sí, ahora sí que me siento dueño de la memoria: pienso en T., veo su cara pegada a la mía, labio con labio, su sonrisa, como si las tuviera aquí mismo, es como si estuviera ocurriendo lo que cuento en estos mismos momentos. Estoy vivo.

 

Oigo las declaraciones de los políticos, tras los resultados del referéndum sobre el Estatuto catalán, y siento una mezcla de bochorno, rabia e indignación: cada vez soporto peor a esa pandilla de oportunistas que se apoderaron de la vida política durante la Transición y de los que el país no consigue desprenderse ni frotando con agua caliente, jabón lagarto y estropajo. Su cinismo llega a que ni siquiera se esfuercen por disimular, por acercar un poco las palabras a la realidad que el resto de los mortales vemos, ese pasarse por el arco del triunfo la verdad y ajustarla a la consigna que les conviene y arropa. Lo que no se ajusta a sus discursos, no existe, y si alguien se empeña en demostrar que existe, se le barre de la faz de la tierra. Me irrito con solo ver sus caras en la tele. Hablan de éxito, cuando después de haber apoyado unánimemente el Estatuto con una campaña sin rivales (solo la débil voz del PP, ellos sí, con su milonga desde Franco o don Pelayo, España, España) apenas han conseguido que acudan a votar el treinta y pico por ciento de los censados. Dicen el pueblo catalán ha decidido, cuando de lo que hablan es de la clase política catalana. Se les llena la boca, pueblo catalán, dicen, mientras babean de gusto. En las imágenes, se veía haciendo cola ante las urnas a numerosos árabes y centroafricanos, que seguramente aspiraban a que los vieran los de los servicios locales de asistencia social.

 

El libro de Morán es excelente. Junta lo que él llama tres realidades: Neguri, el PNV y la ETA, para acabar pintando un panorama completo de Euskadi durante el siglo XX. Apabulla la cantidad de trabajo que lleva dentro el libro, su lucidez, más aún si se tiene en cuenta que, cuando lo escribió, el autor tenía treinta y pocos años. Mientras leo, siento admiración por la capacidad de trabajo de ese muchacho (aún lleva más trabajo el libro que escribió después de este, la Historia del PCE). No es fácil encontrarse con libros de historia reciente que, casi veinticinco años después de haber sido escritos, sigan manteniéndose tan frescos de lenguaje, tan ajustados, solo contaminados por algún que otro estilema de periodista de la época. Sin duda, Morán, que ha merecido las iras de El País, y cuya tarea no cuenta para nada en lo que se llama la izquierda española, es uno de los mejores escritores de nuestro tiempo, fuente imprescindible para encontrar anécdotas y argumentos que la rata del tiempo (es decir, los fabricantes del imaginario de la Transición) se afana en tragar, hechos sobre los que la Transición ha tendido una gruesa manta en su reconstrucción de la historia a la medida de los discursos socialdemócrata y nacionalista en santa alianza: la entrega por el PNV del frente del norte a los italianos, sacrificando toda la estrategia de defensa republicana y entregando a comunistas y anarquistas, lo que era tanto como condenarlos a muerte; el intento por parte de los nacionalistas de que Hitler les ayudara a conquistar el espacio desde los Pirineos hasta la ribera del Ebro a cambio del apoyo de la causa vasca a su guerra (creo recordar que los irlandeses también trabajaron en ese sentido); o, ya concluida la guerra, la filtración por parte de ese mismo PNV a los servicios secretos americanos de las listas de militantes del PCE, que estos se encargaban de pasarle a Franco…, todas esas indignidades que la historia de hoy se empeña en callar las saca Morán a la luz: el sufrimiento de tanta gente que vivió y fue víctima y murió mientras se cerraban aquellos pactos entre las élites. El libro establece atisbos de justicia y derrama unas cuantas gotas de piedad sobre tanto sufrimiento inútil. Pero, sobre todo, cumple los parámetros de eso que le pedimos a la buena escritura: nos hace vivir un tiempo que ya no existe, conocerlo como si estuviéramos hoy allí (en mi caso, también reconocerlo), y nos hace entender un poquito mejor el caldo de cultivo original de esas indignidades de los políticos actuales de las que me quejaba unas líneas más arriba como si acabara de caerme de un guindo, y no supiera, por libros como el de Morán, y por tantas cosas vividas, y por tantas mañanas de pelea con los periódicos, digo que como si no supiera lo que hay, y de dónde y por qué ha salido esto así. Estoy convencido de la ilegitimidad de lo que se estableció, una usurpación astuta -zorrerío- de la voluntad popular, pero no soy capaz de intuir la legalidad posible.


 

Sé que algunos colegas novelistas han acabado encontrando un espacio literario que se reclama voz de un sujeto social contemporáneo, y solicitan su parcela de violencia. No me atrevo a tanto. Intuyo que lo nuevo surgirá de una forma de violencia, no puede ser de otra manera. Nadie deja por las buenas el poder que detenta. Y el poder, como dijo el agudo Mao, está en la punta del fusil. De joven -eran los turbulentos años sesenta, la lucha de clases y de los pueblos oprimidos iba a vida o muerte-, digo que de joven lo acepté así, aunque a regañadientes (problemas de psicología, de carácter: si no servía ni para pelearme con los niños de la escuela, si me horrorizaba la violencia que el fútbol desarrolla a patada limpia y me ponen los pelos de punta los energúmenos que gritan en las gradas de los estadios), la asumí casi como un inverso sacrificio de mártir cristiano: no hay otra manera de acabar con estos (no la hay). Lo he contado en mis novelas y, sobre todo, en un capítulo de Los viejos amigos. Convertido en un viejo prematuro, confieso que me espanta la violencia, y no sería capaz de ejercerla ni de participar en ella, más aún sabiendo que, dada la correlación de fuerzas, como decíamos por entonces, la violencia ejercida en la sociedad de hoy -con sus medios para aplastar, para corromper- solo conduciría a algo aún más temible. Entonces, ¿qué hacer?: es lo que se preguntaba el clásico. El gran dilema.

 

El sujeto se formará en otros espacios sociales, incluso geográficos, se está formando aunque nosotros no somos capaces de verlo, traerá consigo su violencia de nuevo cuño y llegará con él la palabra que la plasme, conforme y legitime. Seguramente también caeremos nosotros.

 

En mi opinión, el novelista no puede ser la sibila, ni siquiera Casandra (les dejo eso a los predicadores de todas las religiones), sino el forense de la crónica, que es casi como decir (coño, volvemos a la violencia, si es que no hay manera, la de unos o la de otros) el dinamitero: el que con un lenguaje que busca converger con lo real descalifica o hace saltar por los aires el lenguaje de uso. Morán, cuyo libro sobre el País Vasco estoy leyendo, con su revisión de la historia, sospecho que hace más por lo que va a venir que los novelistas programáticos. Hay problemas de otro orden. De pudor. Desde esta Europa rica y letrada, parece impúdico brindarse como portavoz de lo que vendrá, y que, ya digo, será seguramente terrible, y además nosotros no lo entenderemos, al menos yo sé que no lo entenderé, como no entiendo los vagidos de la bestia que los monoteísmos de los desiertos han vuelto a engendrar: cada nueva generación trae su propio horror imprevisto. Pienso en los profetas futuros de ese horror. Conformémonos con reducir a astillas el retablo pintarrajeado que nos han puesto delante los contemporáneos. No es ambición pequeña en un tiempo en que la narración se vuelve cada vez más compacta y uniforme. Al fin y al cabo, vista desde aquí, la bestia de la noche de los desiertos representa el papel de antihéroe (el villano) que necesita toda narración de corte único. Sin un antihéroe no es posible el cuento. La verdad es que, esta vez (lo de los soviéticos como bestias fue más confuso, los envolvía un halo justiciero), cumple a la perfección su papel, con su dosis de crueldad prehistórica, pretecnológica: el degüello, el sacrificio animal como homenaje al dios, colorea con una extraordinaria viveza el retablo. Pienso ahora en el fresco de Rafael en el que el Papa detiene a Atila. Tras el Papa, los campos cultivados, el orden, la civilización, los elegantes caballos sosteniendo apaciblemente a sus serenos jinetes. Por detrás de Atila se extienden los bosques tenebrosos, anteriores a la agricultura, las humaredas que reflejan la destrucción irracional, los caballos de los hunos son bestias desbocadas que se mueven con fieras contorsiones. El modelo se repite hoy. El lenguaje se ha despedido de las sutilezas con que lo envolvieron los textualistas de los setenta y ochenta, los que vinieron en el ocaso de la tercera -y larga, y dispersa- guerra mundial, los del final de la historia. Ahora, ni siquiera de puertas adentro -para contarnos el mundo que entendemos como civilizado- derrochamos sutileza: lo literario, lo sutil, se refugia en lo privado.

 

Qué deprisa se me pasan siempre las últimas horas del día, que son las primeras del día siguiente. Me pongo a hojear cuadernos, a escribir estas anotaciones, y son las nueve o las diez de la noche, y cuando vuelvo a mirar el reloj, resulta que ya son las dos o las tres de la mañana, y entonces me entran las prisas por hacer cosas, me doy cuenta del mucho tiempo que he perdido durante la jornada. Querría ordenar, darle forma a cuanto tengo escrito, disperso. Me da miedo que todo se quede a medio hacer, a medio decir, que no sea nada; y es una ansiedad que se parece a la que sentí anoche, cuando no conseguía acordarme del nombre de la charanga vasca, la sensación de cabalgar a lomos de esa ola inversa, enorme resaca que ha empezado a arrastrarte, que te separa de la costa, te lleva a perder de vista la playa. Como si el fin de la jornada tuviera algo de presagio del fin de todo y uno quisiera aplazarlo a cualquier precio.”

 

 

 

 

[ Fragmento de: Rafael Chirbes. “Diarios A ratos perdidos 3 y 4” ]

 

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