viernes, 1 de septiembre de 2023

 

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DIARIO (1932-1987)

 

Miguel Torga

 

 

 

Coimbra, 7 de octubre de 1940.

 

La historia que me ha contado hoy es la misma que me cuenta cada vez que le hago una visita. Pero siempre es bonita. Bonita en sí, y bonita por la belleza que se estampa en su cara cuando la cuenta. Las arrugas de sus ochenta años se suavizan, la blancura de su pelo parece rodearlo de un halo, y sus ojos, ya mortecinos, rejuvenecen de alegría.

 

La cuenta muy despacio, sin dejar escapar ningún detalle. Era teniente. Y aquí saca a colación a un amigo suyo que inesperadamente llega de la isla del Pico. Fatalidades de la vida. Toso. Tienen que perderse otros cinco minutos. Finalmente vuelve al hilo de la historia.

 

Había sido nombrado comandante de un puesto en la isla de S. Miguel y precisamente el día que se presentó para recibir órdenes, le dice su superior:

 

—Ya no va a ser usted comandante de ese puesto. ¡Va a ir a la isla Graciosa!

 

 

Se le queda mirando con los ojos muy abiertos, sin entender nada. Y su jefe, entonces, se lo explica:

 

—Hay un motín en la isla, y tiene usted que ir allí con sus hombres…

 

«¡Órdenes son órdenes!», repite siempre que llega a este momento del relato. «¡Órdenes son órdenes!».

 

Y allá se va él al día siguiente. Al igual que las otras veces, apenas pone el pie en el barco, entra en escena un fiscal. Ya hace dieciséis años que no se acuerda de cuál era su nombre. Era, esto no se le olvida, un muchacho simpático, buena persona, que acababa de terminar sus estudios.

 

Al llegar aquí acorto siempre que puedo el viaje en el Zambeze, mostrándome interesado en lo esencial de la historia.

 

—¿Y la rebelión? ¿Y la rebelión?

 

La rebelión era en esa isla, pero, a decir verdad, no era ninguna rebelión. Unas pobres gentes, seducidas por la labia de los progresistas, habían dejado de pagar los arrendamientos a un cierto vizconde. Y tan brutos, infelizmente, que no sólo habían dejado de pagar los arrendamientos, sino también las contribuciones: ¡que no señor, que no le pagaban nada a nadie! Ni al vizconde, ni al Estado. El vizconde, el pobre, ¿qué podía hacer? Pero el Estado no se anduvo con chiquitas. Todo a subasta pública.

 

 

El teniente, como ya he dicho, era el representante de la autoridad. Y se acuerda muy bien de que, el día del desahucio, una mujer, una viuda, se le echó a los pies, llorando y clamando:

 

—¡Señor teniente! ¿Dónde voy a meter yo ahora a mis hijos?

 

«¡Órdenes son órdenes!», insiste. «¡Órdenes son órdenes!».

 

Y entonces llega el día de la subasta.

 

Se rasca la cabeza, abre los brazos, y espolea por vigésima vez mi curiosidad:

 

—¡Ya verá usted! ¡Es una cosa importante! ¡Es un caso bonito, muy bonito!… No hay duda…

 

Hago lo que puedo. Presto mayor atención. Y él prosigue, solemnemente:

 

—Estaba el juez; estaba el fiscal (ese que venía en el barco); estaba el oficial de diligencias; estaba yo para mantener el orden. Fuera, una muchedumbre de personas tranquilas, charlando como si no pasase nada. El juez se acercó a la ventana. Miró, vio y, volviéndose hacia el oficial le dijo: —Puede comenzar la licitación.

 

Entonces el oficial abrió la ventana y anunció con voz pausada el comienzo de la almoneda:

 

 

—Se subasta una finca de tales y tales características al que más ofrezca por ella.

 

Al llegar aquí, el halo que rodea su cabeza se hace todavía más blanco y más puro. Se acomoda en la silla, endereza su curvado cuerpo, se llena de una gravedad milenaria, y repite:

 

—¡Ya verá usted! Qué cosa tan bonita… En mi vida había visto nada así, ni lo veré…

 

Me quedo mirándole con la cara inocente de quien está oyendo todo esto por primera vez. Y él extrae entonces de su memoria la parte más viva del relato:

 

—En cuanto el oficial pronunció estas palabras, sale de entre la multitud un hombre de largas barbas ya canosas, se acerca y dice:

 

—¡Cinco céntimos!

 

Se llevó el índice a los labios y añade:

 

—¡No se oyó ni una palabra más!

 

El oficial da un martillazo en la mesa, y proclama:

 

—¡A la una!… ¡A las dos!…

 


Se para y mira a su alrededor a ver si alguien más puja. Nadie. Se vuelve hacia el juez, como dudando. El juez se encoge de hombros y responde:

 

—¡Adjudíquela!

 

Suena el tercer martillazo, dado por una mano de venas hinchadas.

 

—¡A las tres!

 

La habitación en que me lo está contando se llena de un silencio extraño. Un retrato de una señora, en una pared, se impregna de austeridad. Yo me remuevo en la silla, inquieto.

 

Levanta las cejas, se le marcan más las arrugas, abre la boca sonriendo triunfante y enseñando un diente amarillo y, lleno de generosidad, no pierde tiempo.

 

—Otra propiedad… Y otra vez de entre la multitud…

 

Durante la media hora que se pasó el oficial ofreciendo fincas, hubo campesinos, siempre diferentes, que ofrecían cinco céntimos por ellas.

 

Los días que tengo paciencia, como hoy, me hago el incrédulo y le pregunto:

 

 

—¿Así que, nadie, lo que se dice nadie, llegó a pujar en toda la subasta por más de cinco céntimos? ¿Será posible? ¿Y el juez dejó que todo se fuera de esa manera, por unas monedas de nada?

 

Entorna los párpados y abre otra vez los brazos, con un gesto amplio.

 

—¡Nadie! Tal y como se lo cuento. ¡No hubo ni uno! Y, claro, el juez tenía que cumplir la ley: entregárselo al mejor postor…

 

Y, con los ojos ya lejos de mí, distante, termina de contar su historia siempre de este modo:

 

—¿No se lo decía yo? ¡La solidaridad de aquella gente es algo muy bonito, muy hermoso! No hay duda…

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Miguel Torga. “Diario (1932-1987)” ]

 

*

 

 

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