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“IMÁN”
Ramón J. Sender
(…)
Capítulo tres
El silencio y la oscuridad de fuera despierta luces y voces dentro de nosotros. Llegan las evocaciones en una procesión brillante. Los recuerdos tienen un lenguaje distinto. De hablar en presente a hablar en pasado hay la diferencia de la realidad forzosa a una realidad desaparecida ya y vuelta a crear, más en el sentimiento que en la imaginación. La vida del campamento por la noche tiene, pues, un acento más tierno.
Se sueña despierto o dormido. En el parapeto, con el fusil sobre los sacos o entre las piernas, también se sueña. Se recuerdan y analizan las palabras de la última carta que cruje bajo el correaje en el bolsillo y a veces se les encuentra un sentido inesperado. Pero donde las evocaciones tienen más fuerza es en la zahurda de la guardia principal, socavada junto al parapeto. Fuera de allí, el cielo, la noche serena, las tinieblas infinitas, nos atan a la realidad. Somos libres y nos concentramos temerosos de perdernos, de diluirnos. El cuerpo de guardia, en cambio, tiene algo de prisión y todo nos estimula a huir con el recuerdo ya que la esperanza está siempre cerrada por el riesgo de mañana. Una lata —el consabido quinqué— distribuye tímidamente su inquieta luz rojiza. Brillan los rostros bajo la máscara de tierra y sudor. En el suelo duermen veinte o treinta soldados. Los que acaban de despertar para entrar de puesto, los que regresan empaquetados en el burujo terroso del capote. Un mozo macilento, con gafas, habla, inclinándose para no dar con la cabeza en el techo:
—Te digo que comerse una rata o tragarse un par de moscas no tiene importancia para la salud. Todos los días, al tomar el café, llegan dos o tres moscas y se ponen pelmas revoloteando dentro del plato. Si al tercer manotazo no se van, les busco la vuelta y de pronto, ¡plaf!, cucharazo. Las capuzo dentro, se ahogan en el café y se joden. Todo es química. Nada tiene ningún bicho que no lo tengamos ya nosotros en los tejidos, en los huesos.
Es el boticario, que todo lo razona científicamente. «Descinchado» el correaje, se tumba en el suelo y se duerme. El cabo se incorpora, abrochando la placa del cinturón:
—¡Muchachos! Dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y veintiuno.
De los que van alzándose, el más largo registra su bolsa de costado y mira el techo, apretados los dientes, murmurando algo:
—Te confías y luego...; no es compañerismo ni es na. Ca cual a lo suyo.
—¡Más vivo! ¡Ya debías estar de pie! ¿Qué hablas?
Se incorporan perezosamente. La protesta ha quedado sofrenada por esa indolencia que sigue haciendo murmurar cachazudamente al soldado. Toses, bostezos ruidosos.
—¡El veintiuno! ¡Es mucha monserga esta de tener siempre el veintiuno!
No hay alineación ni órdenes. Sale el cabo y le siguen los cinco. El boticario, medio adormilado, sacude con el correaje al de al lado:
—Oye; le he comprao en dos reales el cuarto a Viance y luego resulta que no hace servicio de parapeto.
—¿Qué le has comprao? —gruñe el otro, sin comprender.
Rascándose el pecho furiosamente, los músculos faciales contraídos, el boticario da media vuelta hacia la pared:
—Una entelequia.
Luego vuelve a dormirse. «¿Una qué?» Nadie lo sabe. Alguien se lleva el dedo a la sien, y otro, a quien se tiene por un tipo pintoresco, protesta:
—Aquí no se pué decir de un hombre que está chalao, porque lo estamos todos. Donde hay que vernos es en nuestra tierra; allí cada cual está en su ser. ¿Desenterrarías tú un cadáver en tu tierra, así, sin más ni más? Ni tú ni nadie, porque eso es lo más sagrao. Pues aquí ya han sacao por cuarta vez de la tierra a un pobre moro, y si haces la descubierta esta madruga lo verás a un lao de la carretera hecho unos zorros. ¿Quién lo ha desenterrao? Dirán que los chacales. ¡Mierda, digo yo! Y no quiero hablar más, vaya.
Casi todos los soldados lo han visto, en efecto, y sueltan a reír.
—Lo que no sabe este vaina es que los camiones de los convoyes le pasan por encima, porque lo ponen atravesao en la carretera y no tienen más remedio si no quieren perder tiempo.
El razonador se tumba y se duerme. Llego yo al compartimento inmediato —el de sargentos— y me dejo caer sobre una caja de municiones. Está todo a oscuras. Chirridos metálicos por el suelo, contactos blandos y fugitivos en las alpargatas. No tengo luz. Salgo y me voy a la tienda.
Yo fui soldado con Viance en la misma compañía. Luego a mí me ascendieron y me trataba ya con cierto recelo, a pesar de que le decía que siguiera tuteándome como antes. La preocupación de los galones desvía y entorpece su confianza. Ya en la tienda, acabamos de vaciar una botella. El arresto del comandante equivale para Viance a una marcha de cuarenta o cincuenta kilómetros. Andar toda la noche en torno al campamento, subiendo, bajando, dando trompicones y traspiés en las sombras, alzando las últimas energías sobre ese sueño animal, pesado y agobiador como una enfermedad. En la tienda descansará un poco. Yo quiero que me cuente algunas de las cosas que él podría contar. Quiero averiguar el secreto de su actual impersonalidad fría y endeble que le hace parecer tan lejano de sí mismo. Pero comienza a hablar atropelladamente, con incongruencias, queriéndoselas dar de hombre enérgico sin venir a cuento. Cierta sonrisa muerta le desmiente. Lo que yo quiero, además, es que me hable de sus peripecias militares, y él se obstina en recordar sus tiempos de operario herrero. Me enseña lo menos seis cicatrices con un orgullo silencioso. ¿Tiros? No; señales del arduo trabajo de la fragua. Dos se las hizo el patrón; pero habla de él sin rencor, como se habla de quien le ha enseñado a uno a trabajar y a ganarse el pan.
—Un operario de la herrería de Francho y yo éramos los más nombraos de nuestro oficio en toda la comarca. Abríamos a punto de día, sacábamos el yunque pequeño a la puerta. ¡Cómo cantaba la fragua! ¿Usted ve cuando estalla un «trompo» en el suelo? Así el cogollo de luz entre el carbón. Yo estaba por la comida y doce duros al mes.
No hay manera de evitar que Viance hable de esa época, y le escucho ya pensando que disfruta un placer sin igual. Más tiros fuera. Viance tuerce la cabeza:
—Esos quintos tienen más miedo que una maná de pavos.
Y vuelve a sus recuerdos, dando aún un salto atrás. Es de un pueblo de secano que vive de la agricultura. Su padre estuvo cuarenta años arando las tierras del duque sin ver una cosecha decente. Cada cinco o seis años se cogía lo preciso para ir sosteniendo las iras del administrador, que no atiende a razones.
—Yo tenía doce años y seguía un arado de sol a sol. La esteva la tenía que coger por encima del hombro, y a veces trompicaba y caía envuelto en los terrones del surco. Me daban medio pan y una cabeza de ajos para todo el día, y mi madre decía que no se podía llevar el gasto. A los treinta años mis padres aparentaban ya cincuenta, secos y arguellaos. Mi madre lloraba siempre, y el padre, asustao, nos cogía a nosotros y nos decía: «no la hagáis llorar, porque llora tanto que se va a quedar ciega». Le parecerá mentira, pero a mis padres yo no los he visto nunca reír.
—Y hermanos, ¿cuántos hermanos sois?
—Entonces éramos tres. Una hermanica y un hermano más pequeño que yo. Ella tendría ahora veinte años. El ha debido cumplir dieciséis; pero tuvo una enfermedad de pequeño y ha quedao un poco alelao. Trabajar, trabaja. Pero, vamos, en cuanto quiere explicar algo se le va la idea y...
No quiere confesar que su hermano es idiota, porque repugna la palabra a la ternura de sus recuerdos.
—A los catorce años le dije a mi padre: «¿Por qué no nos vamos a Balbastro, que es una población con ferrocarril y con obispo? Allí trabajaría usté menos y estoy seguro de que antes de seis meses se podría comprar un traje nuevo». Yo, de pequeño, tenía esa preocupación con padre. Como hacía treinta años que no se había mercao un triste pantalón, iba muy mal. Remiendos de cordobán, de lona de carro y hasta de saco. Pero él decía siempre lo mismo: «Este año paice que la tierra está harta y el trigo apunta bien», Un día me marché yo a Balbastro. Sentía que mi madre tenía fe en mí, y aunque no me lo decía esa fe me halagaba y, me daba grandes bríos. Me puso en un pañuelo un pan tierno, que fue a pedir prestado, una camisa limpia y seis reales, que Dios sabe de dónde saldrían. Yo quise también un cuchillo de monte pero mi madre no me lo dio. «Mientras seas pobre no lleves nunca armas encima —me dijo—. Eso no aprovecha más que a los ricos». En el camino encontré, a la tardada, a padre que volvía amoratado de frío con un haz de leña mojada a la espalda. La niebla se le había agarrao y le goteaba por los codos. Estos días de invierno se iba al monte y volvía con un poco de retama y aliagas pa que se pudiera hacer fuego por la noche, calentarnos y cocer unas sopas. Cuando había fuego y pan en casa padre se ponía a hablar y parecía otro. Decía casi siempre que si el año iba bien pagaríamos los atrasos y compraríamos varias cosas, entre ellas un tocino pequeño. Mi hermanica quería también gallinas, y madre escuchaba a todos y no decía nada. Padre ponía las manos en las llamas y luego nos cogía las nuestras y las apretaba entre las suyas. Así nos dormíamos. Cuando encontré a padre en el camino, me dijo: «Ve con Dios, hijo. Sé un hombre honrado y no nos olvides».
En Balbastro tuve suerte. Antes de una semana entraba de aprendiz en una fragua, sin sueldo, por la comida. Un año después me daban ya tres duros mensuales, que yo le enviaba a padre. Últimamente ganaba doce, de los cuales enviaba diez. Con dos duros al mes yo no podía ir al café ni tener novia. Como yo era oficial primero, iba vestido conforme a mi categoría, ya comprenderás, y unos pantalones me costaban ocho pesetas, y un par de alpargatas, dos. Vinieron luego dos años que no se cogió ni la simiente, y entonces les enviaba los doce duros. Cada día me ponía yo más fuerte. Tiraba el barrón a sesenta pasos, sin contrapeso. Salú no faltaba. Si hubiera sido igual en casa. Un día me escribieron como que estaba mi madre mala. Fui en el tren hasta Villerán, y allí busqué algún carro que fuera al pueblo o alguien que me prestara una mula. Había nieve al cinto por toda la comarca. No salían carros. Mula no quisieron prestármela y tuve que ir a pie. Hay seis horas hasta mi pueblo, pero con aquel tiempo tardé más de diez. Llegué hacia medianoche. Tos los vecinos estaban en casa. Hacía cinco o seis días que no se encendía fuego. Mi padre, sentao en la cocina, con los ojos clavaos en las abarcas, que aún me lo represento. Madre había muerto. El médico decía que había anticipao la muerte bebiendo agua helada y levantándose desnuda; y padre, que la conocía bien, lo creía... Después me lo dijo: «Se vio sin remedio y no quiso que se gastaran en botica las pocas pesetas que con tantas privaciones había ido juntando pa comprarle a tu hermana alguna ropica decente». La chica tenía ya quince o dieciséis años. Total, que padre...
Alguien entreabre las lonas.
—¿Estás solo?
—Pasa, pasa.
—Un momento. No te encontraba y no quería venir aquí por si había otros sargentos. Nos vamos mañana. ¿Echamos el arranque?
—No tengo aguardiente.
—Dame seis perras, que yo lo traeré.
Es un soldado de mi provincia, de un pueblo en donde yo he estado muchas veces. Está más próximo a Barbastro que al mío. Conoce a Viance, pero no le dice nada. Me llama fuera:
—¿Sabes? Ese tal Viance está calao y no te conviene ir con él, máxime siendo tú sargento.
Y después de una pausa:
—Era el mozo más fuerte de la redolada, pero ahora no lo conoce ni su padre.
Sale corriendo. Hacia el parapeto se oye una respiración fatigosa, estentórea y alguien habla como en sueños;
Aguzo el oído. ¿Oyes, Viance?
—Hace rato. Es un enfermo de tercianas.
Salimos. Sigue el palúdico recostado contra el cerco, doblado en ángulo, mal envuelto con la manta y el capote. Sus ojos vagan por el rincón blanquinoso del parapeto y reflejan unas piedras superpuestas, dos sacos de tierra destripados. Detrás, la noche indiferente. Ha pisado inconscientemente el plato de latón y la leche que contenía se le ha derramado por los pies. El busto le oscila levemente a cada palpitación. No hay manera de hacerlo entrar en la tienda. La fiebre le ha aumentado el terror, única noción clara de lo que le rodea. ¿Cómo no lo evacuan? Viance recobra su risa lejana:
—Los hospitales están llenos de emboscaos. No hay plazas. Las camas hacen falta pa los señoritos. El hijo del duque de mi pueblo está en el Docker como un príncipe, rasurándose tos los días y dándose agua de olor. ¡Maricas!
Acomodamos al enfermo en el suelo, con una manta arrollada bajo la cabeza y otra desplegada encima. Viance las examina y dice:
—En cuanto les dé el sol, al amanecer, se lo van a comer las pulgas.
El enfermo habla incoherentemente y los dientes le castañetean. Cada vez que voy a hablarle me interrumpe, haciendo un gran esfuerzo por incorporarse:
—¡Sinovedá!
Y lo repite dos o tres veces de manera confusa, poniendo todo el ímpetu en la «a» final. Debe estar helado. Tiembla, pero las manos le arden. No podemos hacer nada. Volvemos a la tienda en silencio. Viance cabecea lamentando algo para sus adentros.
—Ese la diña. Cuando se les hinchan los hocicos de esa manera y les salen llagas, ya están listos. Lo mejor es no beber agua.
Muerta su madre, quedaron los tres. El padre, la chica y el hermano idiota. Éste podía trabajar al lado del padre y la hermana llevaba la casa. Fácil tarea donde no había nada que administrar. El padre había visto la muerte con indiferente fatalismo; pero Viance no pudo olvidar en mucho tiempo la silueta del cadáver, proyectada contra el muro de adobes por la llama incierta del candil. Ya en Barbastro, no pasaron tres meses sin que enfermara la hermana.
—Ya ve usted: era la única satisfacción de mi padre. ¿Querrá usted creer que se murió también? Aquel día estaba padre como loco. Siempre ha sido cumplidor con la Iglesia. Pero aquel día... Aún lo veo paseando por la cuadra, muy amarillo, y al señor cura consolándole: «Dios nos prueba la virtud de mil maneras; paciencia». Padre se echó a gritar: «¿Dios? ¿Pero esto lo hace Dios? ¡Dónde está, señor cura, dónde está Dios, que le voy a morder los sesos!»
Entonces fue cuando la soledad del padre, en la miseria, se hizo más profunda y trágica. Viance, viendo al idiota reanudar despreocupado la vida de labranza, y comparándolo con su padre, todavía enloquecido, se preguntaba si la única felicidad se encontraría en la total ausencia de sensibilidad, en la anulación de la inteligencia. Se fueron en la enfermedad y el entierro los ahorros de la madre. El padre no quería oír hablar a Viance de dejar el pueblo. Era ya la «querencia» del cementerio donde tenía lo mejor de su vida. Lo demás, la sombra del hijo, dislocado por la meningitis, y la suya propia, eran vagas alucinaciones. El administrador lo vio tan aniquilado que le quiso quitar las tierras; pero Viance le habló. Pagaría el arriendo desde Barbastro.
Volvió a la fragua. El patrón, compadecido a ratos y a ratos indignado, le convidaba a vino o le tiraba las tenazas a las piernas. Tuvo dos accidentes. El eje de un carro le cayó en un pie y dos falcas saltaron del torno y le dieron en la cabeza. «Rediós, paices de piedra imán».
Un día reflexionó sobre estas palabras y vio que tenían un sentido mucho más exacto y más extenso. Viance atraía el hierro —la desgracia, la violencia— a su alrededor. Pero no era él sólo, sino tantos otros labradores, operarios de su clase. Pagaba al administrador del duque, enviaba el resto de su sueldo al padre y ni con el uno conseguía la más mínima benevolencia —recibir semillas en préstamo, demorar el pago del arriendo los años en que nada se cogía— ni lograba que su padre y su hermano comieran y siquiera tuvieran fuego en casa. Tampoco alcanzaba nunca una palabra de aliento o satisfacción del patrón, a pesar de que trabajaba doce, catorce horas diarias. Pero ninguna contrariedad deprimía su ánimo hasta destruir por completo la esperanza. Vendrían un par de años buenos, sería ya innecesario su auxilio y guardaría el dinero para comprar herramientas y establecerse.
Tres descargas lejanas en la avanzadilla. «En el blocao se divierten.» Luego los cohetes cuya luz atraviesa la lona y atenúa, hasta casi apagarla, la llamita de petróleo.
Iriarte se incorpora con presteza de alarma:
—¿Eh? ¡Ah, creía!...
Nos pide algo de beber. Viance le ofrece la cantimplora con vino.
—Tú siempre vas provisto.
Se encoge Viance de hombros:
—Veteranía, sargento.
—¿Entro ya de cuarto?
—No. Te despertaré cuando sea hora.
—¿Cómo está la noche? ¿Hay follón?
—No falta.
—¡Qué campamento éste! Y luego dicen que es tranquilo. La protección de carretera no ha vuelto.
—¿Eh?
—Nada, chico. Estoy atontao. He debido soñar que la protección no había podido retirarse.
Vuelve a dormir. Viance estaba violento mientras Iriarte hablaba.
Ahora torna a su anterior confianza.
Entonces Viance se fijó en una muchacha rubia y dulce como un racimo de prietas uvas. Llegó a ser su novio y sintió las primeras turbaciones de la voluptuosidad en los tibios atardeceres de fiesta. «La cosa fue muy corta.» Un día corrió el rumor... —Viance vacila—, un rumor que le atenazó el corazón y le impidió ya vivir con sosiego. Habían visto a su novia con el teniente Díaz Ureña —de nuevo le tiembla la voz al citar el nombre— entre dos luces, por el río, a la otra parte de la población. Creyó haberse vuelto loco, y le costó mucho trabajo comprender que aquella caterva de inquietudes, perplejidades, alucinaciones, rencores eran los corrientes y vulgares celos. Le pregunto si la quiere aún y, turbándose, dice que cree que sí, aunque la recuerda como si hubiera muerto.
Su entrada en la plenitud varonil no había sido completa hasta que conoció el amor. De nada valía que fuera el campeón de barra —prolongación de la jabalina clásica— en toda la comarca, el mejor obrero forjador de aquellos contornos. El amor era lo que daba categoría humana, y sin él todo resultaba artificioso y falso. La impresión radiante de los primeros días, que le hizo creer en una nueva vida más diáfana, de registros más hondos y firmes, le deslumbró. La enérgica serenidad anterior se afianzó más. Los compañeros de trabajo se le sometían, le pedían consejo en cosas profesionales. Fue él quien consiguió un aumento de jornal, venciendo la dura obstinación del patrón, que juraba matarlos a todos antes que permitir aquel relajamiento. Esta incidencia con el rival desbarató un poco sus sentimientos. Había que luchar, había que defender su amor como un tesoro. Buscó a su novia de nuevo. El mismo día que habían de verse fue el sorteo, y al saberse soldado cambiaron momentáneamente sus ideas. Perdió aquella impaciencia que le llevaba con frenesí a saber si ella le quería, y si por lo tanto, había que buscar a Díaz Ureña y «partirle el alma».
Desde la quinta al ingreso en caja y a la recluta el tiempo pasó sin sentir. Odiaba al teniente con ímpetus homicidas. Lo hubiera matado quizá si no necesitara la libertad para alimentar a los suyos. Reclutado ya, el teniente Díaz Ureña era su instructor. Le pesaba la obediencia como una losa de hielo. Fue la primera claudicación. No sólo no lo mató, sino que un día recibió de él dos bofetadas y tuvo que guardárselas. Perdió la colocación en la herrería. Sentíase cada día más desligado de lo que vagamente entendía que iba a ser la vida.
—¿Y tu padre? ¿Hubo cosecha aquel año?
—Comenzó la primavera muy mal. Sacaron el Cristo y cayeron cuatro gotas; na, un bien quedar. Aquella tierra es un secarral inútil. Lo poco que salió se lo comieron los langostos.
Mi paisano vuelve con una botella mediana. Me la alarga. «Anda, bebe.» Siempre me hace la distinción de no probarlo hasta que yo he bebido, y yo siempre olvido que en el gollete hay tres o cuatro moscas. Bebo, y después soplo y estampo una contra la lona. Participo de las ideas del boticario. Viance bebe un buen trago, y el otro, que sigue con impaciencia el nivel del aguardiente en el frasco, bebe el resto —casi medio litro— sin respirar. Luego pestañea y le caen dos lágrimas por la mejilla, por la barba rala. Carraspea y se sacude como un perro mojado.
—Buena suerte, ¿eh?
A esto le llaman «echar el arranque». Sólo nos vemos cuando, en vísperas de marcha, operaciones, emboscadas, traslados, viene en mi busca para no dejar incumplido ese ceremonial de paisanaje. Va a marcharse, pero antes pregunta:
—¿Sabes quién podría guardarme una gata que crié yo en Kandussi, que si la dejo sola me la matarán los perros?
Me guiña con un feroz gesto de crueldad. Insiste en recordar la recomendación anterior sobre Viance. Es verdad. «Lo han calao.» Se dice esto del que está procesado por algún delito o simplemente vigilado y malquisto.
No se dice es un «tal» o un «cual», sino esta frase más exacta y expresiva: «Lo han calao». Si los calan a todos, en todos encontrarán los mismos delitos en potencia. Es una cuestión de suerte el tener buena fama. Que no te calen, porque también te encontrarán en el fondo la sana resistencia contra el absurdo.
La noche está escandalosa. Más tiros. En torno al sueño del campamento se erizan los fusiles de los centinelas en un juego escalofriante contra las sombras.
Viance odia a aquel hombre a través de cuatro años de olvido, y ese odio es lo único que aún da a sus palabras, a sus gestos, una vivacidad humana.
—¿Y tu padre? ¿Qué ha sido de él?
Se detiene y hurga por los bolsillos del pecho. Saca un papel mugriento, roto por los dobleces. La última carta que recibió en África, hace ya tres años. En vano intento leerla. Debajo de los primeros renglones hay tres mayúsculas en el centro: «A. D. G.» Después se habla del hermano, que duerme en los pajares, porque, acordándose de la honradez de la familia, nadie le niega «el techo de su casa». ¿Y el padre? Viance recoge el papel:
—No se pué leer; está pringosa por la sudor. Cuando yo vine aquí dejé de enviarle al administrador la renta de las tierras, y mi padre, para que no se las quitaran, vendió todo lo que había y pagó el primer año. Al siguiente, después de una cosecha ruin —la espiga granó temprano y salió aneblada—, ya no pudo más. Trabajaba día y noche, iba a ver si la tierra percibía la hela, si le cuajaba el relente. Quitaba con las manos, una por una, las piedras y las matas viciosas. No comía, no había fuego en casa. Mi hermanico se marchó cuando vio que no había pan, y los civiles le hicieron volver. Una tarde encontraron a mi padre muerto en la linde del campo. Me escribieron que de un mal al corazón; pero fue de hambre. No me lo decían, porque se tiene por vergüenza para un pueblo dejar que un vecino se muera así. Aquel año cogieron un cosechón borracho. —Mueve la cabeza con desesperación—. ¡La farsa de la vida!
Habla luego de esa farsa con fruición, como si fuera un secreto que sólo a él se le alcanzara.
En el sector de zapadores, detrás de una tienda, hay luz y alguien habla en voz baja. Dos soldados juegan al monte con una baraja mugrienta. Sobre la carta de la izquierda hay una rata muerta y colocan otra con el hocico en una punta del naipe.
—De ésta, ¿cuánto va?
—Tres perras, y la otra entera.
Hay amagos de peste bubónica, y se da un real por cada rata muerta que se presenta en el cuerpo de guardia, donde llevan una lista. Antes no había que presentar más que los rabos; pero los falsificaban, y ahora exigen la rata entera. Hay quien las recría, y ha surgido ya el terrible intermediario, el almacenista, que las paga a quince céntimos. Los soldados acuden a ellos, porque en el cuerpo de guardia no las pagan hasta cinco días después de presentarlas. Al verme, ocultan los naipes y recogen las ratas. Uno se levanta aturdido.
—¿Qué hacíais? ¿Jugar?
—No, señor.
El otro, más decidido, confiesa:
—Pa qué mentir, si nos ha visto.
Están de pie, en posición de firmes. Llevan un regular manojo que ocultan a medias tras el pantalón. En el bolsillo de uno se denuncia por el bulto una mediana reserva. Muy lejanos siguen los ladridos, y si no fuera por ellos, la sensación de infinito que da la noche apenas se percibiría.
[ Fragmento de: Ramón J. Sender. “Imán” ]
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