jueves, 12 de octubre de 2023



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EL MÉTODO YAKARTA

 

Vincent Bevins

 



01

Una nueva era estadounidense

 

Estados Unidos, una colonia de asentamiento de Europa Occidental en Norteamérica, emergió de la Segunda Guerra Mundial siendo, con mucha diferencia, el Estado más poderoso del planeta. Fue una sorpresa para la mayoría de los estadounidenses. Y para la mayor parte del mundo.

 

Aquel era un país joven. Apenas había transcurrido un siglo desde que el Gobierno establecido en las antiguas colonias británicas terminara de incorporar en el nuevo país a los que fueran territorios franceses y españoles, lo que concedió a sus líderes el dominio de la franja central del continente. En comparación, sus primos europeos llevaban conquistando el planeta casi cinco siglos; habían navegado por toda la Tierra y se la habían repartido en pedazos.

 

Decir que Estados Unidos es una colonia de asentamiento significa que la tierra fue tomada por europeos blancos a lo largo de varios siglos de un modo que difería de la forma en la que fueron conquistados la mayor parte de los países de África y Asia. Los colonos blancos llegaron para quedarse, y la población autóctona fue excluida, por definición, de la nación que construyeron los colonos. Para que el nuevo país blanco y cristiano pudiera tomar forma, la población indígena tenía que apartarse del camino.

 

Como todo niño y niña estadounidense estudia, el fanatismo religioso fue un factor importante en la fundación de Estados Unidos. Los puritanos, un grupo de entregados cristianos ingleses, no cruzaron el Atlántico para hacer dinero para Inglaterra. Buscaban un lugar donde establecer la versión más pura y disciplinada de la sociedad calvinista que querían desarrollar. Una forma de definir sus objetivos es que aspiraban a la libertad religiosa. Otra es que querían una sociedad aún más homogénea, fundamentalista y teocrática que la que existía en la Europa del siglo XVII.

 

A finales de la primera década del siglo XVIII, los líderes de las colonias británicas expulsaron a la monarquía en una guerra por la independencia e instauraron un sistema de autogobierno de una efectividad notable que sigue existiendo hoy con ligeras modificaciones. A escala internacional, el país acabó representando e impulsando los ideales democráticos y revolucionarios. Desde la perspectiva nacional, no obstante, la situación era mucho más compleja. Estados Unidos siguió siendo una sociedad de un brutal supremacismo blanco. La consecuencia del rechazo a priori de la población autóctona fue el genocidio.

 

A lo largo de toda América, desde Canadá hasta Argentina, la colonización europea mató a entre cincuenta y setenta millones de personas de los pueblos nativos, lo que supone en torno al 90 por ciento de la población originaria. Los científicos han concluido recientemente que la aniquilación de estos pueblos fue tal que cambió la temperatura del planeta. En los nuevos Estados Unidos de América, la destrucción de los pueblos nativos prosiguió mucho después de la declaración de independencia del dominio británico. Los ciudadanos estadounidenses continuaron comprando, vendiendo, azotando, torturando y poseyendo a personas de origen africano hasta mediado el siglo XIX. Las mujeres solo disfrutaron del derecho al sufragio en todo el país en 1920. Ellas, al menos, pudieron ejercerlo, mientras que el teórico derecho al voto garantizado a los estadounidenses negros fue combatido con violentas campañas racistas y leyes destinadas a excluirlos de la verdadera condición de ciudadanos. Cuando Estados Unidos intervino en la Segunda Guerra Mundial, era lo que hoy consideraríamos una sociedad segregada por raza, un apartheid.

 

En aquella guerra, no obstante, los mejores atributos de la naturaleza estadounidense pasaron a primer plano. No siempre estuvo claro que eso fuera a ser así. En la década de 1930 algunos estadounidenses simpatizaban incluso con los nazis, el autoritario partido hipermilitarista, genocida y orgulloso de su racismo que gobernaba Alemania. En 1941, un senador de Misuri llamado Harry S. Truman afirmaba: 

 

«Si vemos que Alemania está ganando la guerra, tenemos que ayudar a Rusia; y si es Rusia la que va ganando, tenemos que ayudar a Alemania, y así dejarlos que maten cuanto sea posible».

 

Pero cuando Estados Unidos se decidió a participar en la Segunda Guerra Mundial, en una alianza con británicos, franceses y rusos contra alemanes y japoneses, sus tropas lucharon para liberar a los prisioneros de los campos de exterminio y salvar de la tiranía a las limitadas democracias de Europa Occidental. Salvo por los quinientos mil que desgraciadamente perdieron la vida, una generación de jóvenes estadounidenses regresó de esa guerra con un orgullo legítimo por lo que había hecho: mirar a un sistema absolutamente perverso a los ojos y defender los valores sobre los que se construyó su país. E imponerse.

 

El final de la Segunda Guerra Mundial fue el principio de un nuevo orden internacional. Europa quedó debilitada y el planeta roto en mil pedazos…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]

 

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