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EL MÉTODO YAKARTA
Vincent Bevins
01
Una nueva era estadounidense
(...)
TRES MUNDOS
El segundo país más poderoso del mundo en 1945, la Unión Soviética, emergió asimismo vencedor de aquella guerra. Los soviéticos también estaban muy orgullosos, pero su población había quedado destrozada. Adolf Hitler, en cabeza del partido nazi, despreciaba su ideología de izquierdas y lideró una brutal invasión de su territorio. Antes de que los soviéticos los obligaran finalmente a retroceder —en Stalingrado, en 1943, probablemente el punto de inflexión de la guerra, un año antes del desembarco estadounidense en Europa—, habían sufrido ya pérdidas catastróficas. Cuando el Ejército Rojo alcanzó Berlín en 1945, ocupando gran parte de Europa Central y del Este en el proceso, al menos veintisiete millones de ciudadanos soviéticos habían muerto.
La Unión Soviética era un país todavía más joven que Estados Unidos. Fue fundada en 1917 por un pequeño grupo de intelectuales radicales inspirados por el filósofo alemán Karl Marx, después de una revolución que derrocó a la decrépita monarquía rusa, que gobernaba un imperio constituido fundamentalmente por campesinos pobres y que era considerado atrasado en comparación con los países capitalistas avanzados de Europa Occidental, donde Marx —y Vladímir Lenin, el primer líder soviético— consideraba en realidad que empezaría la revolución socialista mundial.
Estos revolucionarios libraron una guerra civil entre 1918 y 1920, en la que emplearon lo que los propios bolcheviques denominaron «terror» para imponerse al Ejército Blanco, una coalición imprecisa de conservadores, nacionalistas rusos y anticomunistas, también entregada a los asesinatos en masa. Muerto Lenin, en 1924, su despiadado sucesor, Joseph Stalin, colectivizó por la fuerza la producción agrícola, estableció una economía de planificación centralizada y utilizó los encarcelamientos y las ejecuciones en masa para hacer frente a sus enemigos reales e imaginados. Millones de personas murieron a lo largo de la década de 1930 como resultado de las medidas de Stalin, incluidos algunos de los arquitectos originales de la revolución, al tiempo que el líder soviético variaba la ideología oficial del movimiento internacional comunista de aquí para allá atendiendo a sus propias necesidades políticas. Ahora bien, en su mayor parte, lo peor se mantuvo en secreto. Por contra, la rápida industrialización de la Unión Soviética y la ulterior derrota de los nazis —así como el hecho de que a menudo fueran comunistas los primeros y los más contundentes en plantar cara tanto al fascismo como al colonialismo— le concedieron al país un prestigio internacional significativo en 1945.
Los soviéticos se convirtieron en la segunda «superpotencia», pero eran mucho más débiles que Estados Unidos en todo lo relevante. A finales de la década de 1940 Estados Unidos producía la mitad de todos los bienes manufacturados del mundo. En 1950 la economía de Estados Unidos era probablemente tan grande como la suma de las economías de toda Europa y de la Unión Soviética. En lo relativo a la capacidad militar, la población soviética había sido diezmada, algo especialmente cierto en el caso de quienes podrían ser llamados a filas para combatir en una guerra. A pesar de que cientos de miles de mujeres soviéticas lucharon con valentía contra los nazis, el desequilibrio entre los sexos en 1945 da una idea de la devastación. En 1945 había únicamente siete hombres por cada diez mujeres con edades comprendidas entre los veinte y los veintinueve años. Estados Unidos contaba con una capacidad militar mayor y demostró la devastación apocalíptica que podía desencadenar desde el aire cuando lanzó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
A esto nos referimos cuando analizamos el «primer mundo» y el «segundo mundo» en los años posteriores a 1945. El primer mundo estaba formado por los países ricos de América del Norte, Europa Occidental, Australia y Japón, que en todos los casos se enriquecieron con su dedicación al colonialismo. La potencia que lo lideraba, Estados Unidos, llegó tarde a este juego, al menos fuera de Norteamérica, pero sin duda lo jugó. Los jóvenes Estados Unidos se hicieron con el control de los territorios de Luisiana, Florida, Texas y el actual suroeste del país declarando la guerra o amenazando con un ataque. Posteriormente, Estados Unidos se hizo con Hawái, después de que un grupo de empresarios derrocara a la reina Liliuokalani en 1893; asumió el control de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en la guerra hispano-estadounidense de 1898. Filipinas, el segundo país en tamaño del Sudeste Asiático, siguió siendo formalmente una colonia hasta 1945, mientras que Cuba pasó a formar parte de la esfera informal de influencia estadounidense en América Central y el Caribe —donde los marines estadounidenses, como poco, habían encadenado la mareante cifra de veinte intervenciones hasta 1920— y Puerto Rico sigue hoy en un limbo imperial.
El «segundo mundo» estaba formado por la Unión Soviética y los territorios europeos donde el Ejército Rojo había fijado campamento. Desde su fundación, la URSS se había alineado públicamente con la lucha anticolonial mundial y no había desplegado un imperialismo de ultramar, pero el mundo estaba atento a cómo ejercería Moscú su influencia en las naciones ocupadas de Europa Central y del Este.
Y luego estaba el «tercer mundo»: todos los demás, la inmensa mayoría de la población mundial. El término fue acuñado a principios de la década de 1950 y, originalmente, todas sus connotaciones eran positivas. Cuando los líderes de estos nuevos Estados nación asumieron el término, lo hicieron con orgullo; implicaba el sueño de un futuro mejor en el que las masas oprimidas y esclavizadas tomarían el control de su propio destino. El término se utilizaba en el sentido del «Tercer Estado» de la Revolución francesa: el pueblo llano revolucionario que derrocaría al primer y al segundo estado, a la monarquía y al clero. «Tercer» no significaba «de tercera», sino algo más parecido al tercer y último acto: el primer grupo de países blancos ricos había tenido su oportunidad de ordenar el mundo, al igual que el segundo, y este era el nuevo movimiento, cargado de energía y potencial, simplemente a la espera de que le soltaran las riendas. Para gran parte del planeta, el tercer mundo no era solo una categoría, era un movimiento.
En 1950 más de dos tercios de la población mundial vivía en el tercer mundo, y, con escasas excepciones, estos pueblos habían vivido bajo el control del colonialismo europeo. Algunos países habían conseguido romper con el dominio imperial en el siglo XIX; otros obtuvieron su independencia cuando las fuerzas fascistas se retiraron al final de la Segunda Guerra Mundial; los hubo que intentaron hacerlo en 1945, pero volvieron a ser invadidos por los ejércitos del primer mundo; y, para muchos otros, la guerra había supuesto poco cambio y seguían sin ser libres. Todos ellos heredaron economías muchísimo más pobres que las del primer mundo. Siglos de esclavitud y explotación despiadada los habían dejado abandonados a su suerte y con la necesidad de decidir cómo intentarían forjar el camino a la independencia y la prosperidad.
La versión simplificada de la siguiente parte de esta historia es que los países recién independizados del tercer mundo tuvieron que combatir los contraataques imperiales y luego elegir si adoptarían el modelo capitalista favorecido por Estados Unidos y Europa Occidental o si tratarían de construir el socialismo y seguir los pasos de la Unión Soviética con la esperanza de avanzar desde la pobreza a una posición de relevancia internacional tan rápido como lo habían conseguido los rusos. Las circunstancias, sin embargo, eran mucho más complejas. En 1945 todavía era posible creer que serían capaces de mantener una relación amistosa tanto con Washington como con Moscú.
Un vietnamita llamado Ho Chi Minh, que había trabajado anteriormente retocando fotografías en París y de panadero en Estados Unidos, abrazó el marxismo revolucionario cuando acusó a las fuerzas capitalistas occidentales de negarse a reconocer la soberanía de Vietnam en la Conferencia de Paz de Versalles posterior a la Primera Guerra Mundial. Se hizo delegado de la Internacional Comunista antes de liderar el movimiento de resistencia del Viet Minh contra la ocupación japonesa en la década de 1940. No obstante, cuando, después de los dos ataques nucleares estadounidenses contra Japón, llegó al jardín floral de Ba Dinh, en el centro de Hanói, para declarar la independencia el 2 de septiembre de 1945, comenzó su discurso con las siguientes palabras: «“Todos los hombres son creados iguales. Son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Esta afirmación inmortal forma parte de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América de 1776. En un sentido amplio, significa: todos los pueblos de la tierra son iguales desde la cuna, todos los pueblos tienen derecho a vivir, a ser felices y libres».
Celebraba los ideales revolucionarios que los fundadores de Estados Unidos legaron a su país y en los que todavía creían con firmeza sus líderes. Estaba intentando transmitir al mundo que los vietnamitas únicamente querían lo que cualquier otro pueblo, es decir, el derecho a gobernarse por sí mismos. También estaba intentando sobrevivir a una situación muy desesperada. El ejército colonial francés había regresado para afirmar el poder blanco en Indochina, y Ho Chi Minh sabía que lo último que necesitaba era que el país más poderoso de la historia de la humanidad también se decidiera a aplastar su movimiento de independencia. Apelaba directamente a los valores declarados del pueblo estadounidense, al igual que hicieron muchos otros izquierdistas del tercer mundo en aquel momento.
Estados Unidos, a fin de cuentas, se había aliado con la Unión Soviética contra Hitler. Sin embargo, para los hombres más poderosos de Washington, las cosas estaban cambiando muy rápidamente.
En realidad, la cruzada anticomunista del Gobierno estadounidense había empezado mucho antes de la Segunda Guerra Mundial. Nada más producirse la Revolución rusa, el presidente Woodrow Wilson decidió sumarse a los restantes poderes imperiales para ayudar al Ejército Blanco a intentar retomar el poder de los revolucionarios bolcheviques. Dos eran sus razones: en primer lugar, la esencia de la ideología fundacional de Estados Unidos es algo así como el opuesto mismo del comunismo. Confiere un importante énfasis al individuo, no al colectivo, con una idea de libertad que está fuertemente ligada al derecho a poseer bienes. Esta fue, en resumidas cuentas, la base de la ciudadanía plena en la república estadounidense temprana: únicamente podían votar los hombres blancos con propiedades. En segundo lugar, Moscú se presentaba como rival geopolítico e ideológico, una vía alternativa a través de la cual los pueblos pobres podían alcanzar la modernidad sin replicar la experiencia estadounidense.
Sin embargo, en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, una serie de acontecimientos llevaron el anticomunismo al corazón mismo de la política estadounidense de un modo nuevo, cargado de fanatismo…
(continuará)
[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]
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