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EL MÉTODO YAKARTA
Vincent Bevins
01
Una nueva era estadounidense
(...)
EL ANTICOMUNISMO REALMENTE EXISTENTE
Empezó en Europa, en áreas asoladas por la Segunda Guerra Mundial. A los líderes de Washington no les agradó que los partidos comunistas ganaran las primeras elecciones posteriores al conflicto tanto en Francia como en Italia. En Grecia, las guerrillas lideradas por los comunistas que habían combatido a los nazis se negaron a entregar las armas y a reconocer al Gobierno establecido bajo supervisión británica, y estalló una guerra civil. Luego estaba Asia Occidental. En Turquía, los soviéticos, triunfantes, exigieron acceso a las principales vías navegables, lo que desató una pequeña crisis política. En Irán, cuya mitad norte llevaba bajo control soviético desde 1941 (en virtud de un acuerdo con los Aliados occidentales), el Partido Tudeh, liderado por comunistas, se había convertido en el grupo político de más tamaño y mejor organizado del país, al tiempo que las minorías étnicas exigían independencia del sah, el rey nombrado por los británicos.
El presidente estadounidense de la inmediata posguerra, Harry S. Truman, tuvo mucha menos paciencia con la Unión Soviética que su predecesor, Franklin D. Roosevelt, y buscó una vía de enfrentamiento con Stalin. Grecia y Turquía se la ofrecieron. En marzo de 1947 pidió al Congreso apoyo civil y militar a estos dos países en una intervención especial que esbozó la que terminaría siendo conocida como «doctrina Truman».
«Hoy, la existencia misma del Estado griego se ve amenazada por las actividades terroristas de varios miles de hombres armados, encabezados por los comunistas», dijo Truman. «Estoy convencido de que la política de Estados Unidos debe consistir en apoyar a los pueblos libres que se resisten a los intentos de sojuzgamiento por unas minorías armadas o por presiones exteriores».
Arthur Vandenberg, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, había aconsejado a Truman que, para salirse con la suya, la Casa Blanca tenía que «matar de miedo al pueblo estadounidense» con respecto al comunismo. Truman aceptó el consejo, que funcionó a las mil maravillas. La retórica anticomunista no hizo más que intensificarse, habida cuenta de que la naturaleza del sistema político estadounidense ofrecía claros incentivos para elevar el tono. Una vez Truman fue reelegido en 1948, tenía todo el sentido político que el derrotado Partido Republicano lo acusara de ser «blando con el comunismo», a pesar de no ser nada parecido.
El tipo concreto de anticomunismo que tomó forma en aquellos años estuvo en parte fundamentado en juicios de valor: la creencia extendida en Estados Unidos de que el comunismo era simplemente un mal sistema o, en caso de ser efectivo, moralmente repugnante. Sin embargo, hundía también sus raíces en varias afirmaciones sobre la naturaleza del comunismo internacional encabezado por los soviéticos. Existía el convencimiento generalizado de que Stalin quería invadir Europa Occidental. Se convirtió en hecho asumido que los soviéticos presionaban para la consecución de una revolución mundial y que, en cualquier lugar donde estuvieran presentes los comunistas, incluso en pequeño número, probablemente tendrían planes secretos de derribar el Gobierno. Se consideraba verdad incuestionable que allá donde estuvieran actuando los comunistas, lo hacían a las órdenes de la Unión Soviética, como parte de una conspiración internacional monolítica para destruir Occidente. La mayor parte de esto era sencillamente falso. Casi todo el resto respondía a una enorme exageración.
El caso de Grecia, el conflicto que en esencia utilizó Truman para lanzar la Guerra Fría, es un ejemplo relevante. Stalin, en realidad, indicó a los comunistas griegos que dieran un paso atrás y dejaran que el Gobierno sostenido por los británicos tomara el control tras la salida de los nazis. Los comunistas griegos se negaron a acatar sus instrucciones. Combatir a un Gobierno de derechas que pretendía aniquilarlos era más importante para ellos que toda lealtad a la Unión Soviética. De forma parecida, el líder soviético dijo a los comunistas italianos y franceses que depusieran las armas (eso hicieron), y pidió a las fuerzas comunistas de Yugoslavia que dejaran de apoyar a sus camaradas griegos, que cedieran el control de su país y que se fusionaran con Bulgaria (el líder yugoslavo, Josip Broz, «Tito», no lo hizo, lo que provocó tal fractura que Stalin intentó asesinarlo). Los líderes del Partido Tudeh consideraron que Irán estaba listo para la revolución después de la Segunda Guerra Mundial, pero los soviéticos les dijeron que no lo intentaran. En lo relativo a Turquía, la misma URSS había ya decidido en 1946 que no merecía las molestias. El líder soviético no había diseñado ningún plan para invadir Europa Occidental. Stalin, por supuesto, no retrocedió en estas regiones por generosidad de espíritu ni por su profundo respeto al derecho a la autodeterminación de las naciones. Lo hizo porque había alcanzado un acuerdo con las potencias occidentales en Yalta y temía contrariar a Estados Unidos si lo incumplía. Le sorprendió ver que Washington se comportaba como si los hubiera contrariado igualmente.
El Gobierno de derechas griego obtuvo el respaldo de Estados Unidos —que prefería un aliado de los británicos a las guerrillas de izquierdas—, y utilizó un nuevo producto químico llamado napalm, producido poco antes en un laboratorio secreto de Harvard, para aplastar a los rebeldes que habían combatido a las fuerzas de Hitler. La Fuerza Aérea Real Griega lanzó el veneno en las verdes montañas de la región de Vitsi, cerca de la frontera con Albania. En Europa Occidental, origen familiar de todos los líderes estadounidenses hasta la fecha, Washington introdujo el Plan Marshall, un paquete de ayudas económicas diseñado con brillantez y de una efectividad magnífica que situó a esos países ricos en el camino de la reconstrucción capitalista al estilo estadounidense.
Existían numerosas corrientes socialistas, marxistas y comunistas en el mundo, e incluso partidos teóricamente leales a la Unión Soviética actuaban con independencia cuando lo consideraban oportuno. Además, el marxismo como ideología rectora, incluida la formulación marxista-leninista consolidada por Stalin, desde luego que no prescribía que todo el mundo hiciera la revolución en todas partes y en todo momento. Desde su perspectiva, el socialismo no se conseguía solo por pretenderlo.
Antes de que el propio Marx empezara a escribir había ya una tradición de «socialistas utópicos». Uno de los principales argumentos del marxismo era rechazar la idea de que se podía simplemente conseguir que el mundo que uno deseaba existiera por mera voluntad; Marx desplegó una teoría según la cual las sociedades avanzan a través del conflicto entre clases económicas. En El manifiesto comunista, Marx y Friedrich Engels alaban el capitalismo como fuerza revolucionaria, argumentando que la emergencia de la burguesía había liberado a la humanidad de las cadenas del feudalismo y desatado capacidades hasta entonces desconocidas. Marx predecía que el modo de producción capitalista conllevaría el desarrollo de una clase trabajadora que, por su parte, derrocaría a los patronos burgueses en los países capitalistas avanzados. Esto no es lo que sucedió en realidad en Europa, pero los soviéticos todavía creían en la teoría y en la primacía del desarrollo y las relaciones económicas de clase. Había que pasar por el capitalismo para llegar al socialismo, defendía su teoría.
Mucho antes de la Revolución rusa, algunos partidos marxistas de Europa, como los socialdemócratas alemanes, rechazaron la vía revolucionaria y se comprometieron a hacer progresar los intereses de la clase trabajadora dentro de sistemas electorales parlamentarios. Incluso entre los partidos explícitamente prosoviéticos de la nueva Internacional Comunista (Comintern), activa entre 1919 y 1943, la aplicación de la ideología oficial variaba: la forma en la que en realidad actuaban estaba habitualmente basada en alguna combinación de las posibilidades que ofrecían sus condiciones locales, una interpretación de la ortodoxia marxista y el contexto geopolítico.
El caso de Mao Zedong en China es un ejemplo relevante. La Comintern ofreció formación tanto a su Partido Comunista como a los nacionalistas, liderados por Chiang Kai-shek, y los orientó hacia una organización en consonancia con las líneas leninistas, lo que significaba que debían mantener una estricta disciplina y gobernarse por el principio del «centralismo democrático». Moscú ordenó a los comunistas chinos que trabajaran conjuntamente con los nacionalistas en un amplio «frente unido», un concepto que había desarrollado la propia Comintern. Se consideraba que, dado que China era una sociedad campesina tan empobrecida, el país no se acercaba en modo alguno al estado de desarrollo capitalista que haría posible la revolución.”
La experiencia de un partido comunista más antiguo inspiró este enfoque. Un neerlandés llamado Henk Sneevliet, el jefe local de la Comintern, había ayudado a fundar el primer partido comunista asiático fuera del antiguo Imperio ruso: el Partido Comunista Indonesio. Sneevliet consideraba que el partido chino podía aprender del éxito que los comunistas indonesios habían tenido trabajando con el movimiento de masas de la Unión Islámica. La función de Mao sería apoyar a los «burgueses» nacionalistas y desempeñar un papel secundario en la construcción de una nación capitalista. Comunista leal, Mao obedeció. Sin embargo, la estrategia no funcionó especialmente bien para los comunistas chinos. En 1927, Chiang Kai-shek se volvió contra ellos. Empezó con una masacre en Shanghái, y, a lo largo de los siguientes años, las tropas nacionalistas mataron a más de un millón de personas, situando en la diana a comunistas, líderes campesinos y activistas de todo el país en una oleada de «terror blanco».
Los comunistas y los nacionalistas chinos volvieron a sumar esfuerzos para combatir a las fuerzas ocupantes japonesas hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente, Stalin ordenó una vez más a los comunistas que dieran un paso atrás.
En Europa del Este, Stalin adoptó una perspectiva muy diferente, pues consideraba la región su legítima esfera de influencia —toda vez que sus tropas se la habían arrebatado a Hitler—, así como una importante defensa contra una posible invasión de Occidente. Después del anuncio de la doctrina Truman y del inicio del Plan Marshall, Moscú organizó un golpe de Estado comunista en Checoslovaquia. Las potencias occidentales tampoco jugaron limpio en el territorio que sus ejércitos habían ocupado. Cuando quedó claro que tantos italianos y franceses querían votar libremente por partidos comunistas, Estados Unidos intervino con rotundidad en Europa Occdental para asegurarse de que la izquierda no se hacía con el poder. En París, el Gobierno, muy dependiente de la asistencia económica de Estados Unidos, expulsó a todos los ministros comunistas en 1947. En Italia, Estados Unidos canalizó millones de dólares hacia la Democracia Cristiana y gastó más millones en propaganda anticomunista. Estrellas internacionales como Frank Sinatra y Gary Cooper grabaron anuncios para la emisora de radio del Gobierno estadounidense: la voz de América. Washington organizó una enorme campaña postal entre los italoestadounidenses y sus amigos y familiares de la madre patria, con modelos de misivas que incluían mensajes como: «Una victoria comunista arruinaría Italia. Estados Unidos retiraría la ayuda y probablemente se desencadenaría una guerra mundial» y «Si las fuerzas de la verdadera democracia perdieran en las elecciones italianas, el Gobierno de Estados Unidos no mandaría más dinero a Italia». Los comunistas perdieron.
Al final de la década de 1940, todo el territorio que había sido liberado por el Ejército Rojo estaba conformado por Estados de partido único comunista, mientras que todo el territorio controlado por las potencias occidentales era capitalista con una orientación proestadounidense, independientemente de lo que sus ciudadanos hubieran deseado en 1945.
A partir de un famoso discurso del entonces ex primer ministro británico Winston Churchill, muchos en Occidente empezaron a afirmar que los Estados socialistas de Europa del Este estaban detrás de un «telón de acero». El líder comunista italiano Palmiro Togliatti, cuyo partido siguió siendo popular durante décadas, afirmaba que Estados Unidos era una nación liderada por «negreros» ignorantes que pretendían comprar naciones enteras del mismo modo que habían comprado seres humanos. Stalin, como marxista-leninista que era, consideraba sin duda que el comunismo terminaría por imponerse. Las leyes de la historia lo hacían inevitable. Sin embargo, por ese mismo motivo (y porque los soviéticos habían quedado tan debilitados por la guerra) no tenía intención de invadir Europa Occidental. Creía que la siguiente guerra mundial se desencadenaría entre las potencias imperialistas occidentales, tal y como sus propias teorías parecían indicar.
En China, no obstante, Mao decidió en esta ocasión ignorar las directrices de Stalin y siguió batallando en la guerra civil una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. En 1949 venció finalmente a los nacionalistas, cuya venalidad, brutalidad e incompetencia llevaban tiempo poniendo en dificultades a sus aliados en Washington. Al igual que Ho Chi Minh en agosto de 1945, Mao había asumido el espejismo de que podría tener buenas relaciones con Estados Unidos. Se equivocaba, por supuesto. Después de su victoria, la emergencia de la «China roja» conllevó violentas recriminaciones por parte de Estados Unidos…
(continuará)
[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]
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