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LA INDUSTRIA DEL HOLOCAUSTO
Norman G. Finkelstein
( 02 )
1.
HOLOCAUSTO
EMPIEZA A ESCRIBIRSE CON MAYÚSCULAS
Hace unos años, en un memorable debate, Gore Vidal acusó a Norman Podhoretz, a la sazón editor de la publicación Commentary, del Comité Judío Americano, de ser antiestadounidense. Las pruebas que aportaba en contra de él eran que Podhoretz concedía menor importancia a la guerra de secesión —«el único gran acontecimiento trágico que continúa dando resonancia a nuestra República»— que a los problemas judíos. Y, sin embargo, tal vez Podhoretz fuera más genuinamente estadounidense que su acusador. Pues, en aquel entonces, la «guerra contra los judíos» ocupaba un lugar más destacado en la vida cultural de los Estados Unidos que la «guerra entre los Estados». Muchos profesores universitarios podrán dar testimonio de que abundan mucho más los estudiantes que ubican el holocausto nazi en el siglo correcto y citan el saldo de víctimas que dejó que quienes hacen lo propio con respecto a la guerra de secesión. Las encuestas demuestran que el porcentaje de estadounidenses que identifican el Holocausto es mucho mayor que el correspondiente a quienes identifican Pearl Harbor o el bombardeo atómico del Japón.
Ahora bien, hasta hace poco, el holocausto nazi apenas si ocupaba un lugar en la vida estadounidense. En el periodo que medió entre la conclusión de la Segunda Guerra Mundial y el final de la década de los sesenta, tan solo un puñado de libros y películas abordaron este tema. En todo Estados Unidos se ofrecía un único curso universitario sobre el holocausto. Cuando, en 1963, Hannah Arendt publicó Eichmann in Jerusalem, solo encontró dos estudios académicos en lengua inglesa en los que apoyarse: The Final Solution, de Gerald Reitlinger, y The Destruction of the European Jews, de Raul Hilberg. Y esta obra maestra de Hilberg llegó a ver la luz con grandes dificultades. El teórico social judeo-alemán Franz Neumann, que fue su director de tesis en la Universidad de Columbia, trató de disuadirle por todos los medios de que investigase ese asunto («Será enterrarte en vida».), y ninguna universidad o editor bien establecido estuvieron dispuestos a tocar el manuscrito. Cuando al fin se publicó, The Destruction of the European Jews recabó muy escasa atención, y la mayoría de las reseñas fueron críticas.
El hábito de prestar escasa atención al holocausto nazi no era exclusivo de los estadounidenses en general, ya que también lo compartían los judíos estadounidenses, incluidos los intelectuales. En una bien fundada investigación llevada a cabo en 1957, el sociólogo Nathan Glazer concluía que la solución final nazi «tuvo unos efectos asombrosamente leves en la vida interna de la comunidad judía estadounidense» (tan leves como los de Israel). En un simposio organizado por Commentary en 1961 sobre «La condición judía y los jóvenes intelectuales», solo dos de los 31 ponentes hicieron hincapié en las consecuencias del Holocausto. Del mismo modo, en una mesa redonda sobre «La afirmación de mi ser judío» convocada por el periódico Judaism, en la que participaron veintiún judíos estadounidenses practicantes, ni siquiera se aludió al tema. Ni monumentos ni homenajes rememoraban en los Estados Unidos el holocausto nazi. Muy al contrario, las grandes organizaciones judías se opusieron a que se conmemorase ese acontecimiento. Y hay que preguntarse por qué.
La explicación que suele aducirse es que los judíos estaban traumatizados por el holocausto nazi y reprimían su recuerdo. Mas lo cierto es que no hay pruebas que respalden esta conclusión. Sin duda, algunos de los supervivientes no querían entonces, ni quieren hoy, hablar de lo sucedido. Ahora bien, otros muchos tenían un vivísimo deseo de comentarlo y, cuando se les presentaba la ocasión de hacerlo, no había quién les hiciese callar. El problema era que los estadounidenses no querían escucharles.
Los verdaderos motivos del silencio público con respecto al exterminio nazi fueron la política conformista de los líderes judíos estadounidenses y el clima político de los Estados Unidos de posguerra. Las elites judías de Estados Unidos se atuvieron estrictamente a la política oficial de EEUU. Con tal proceder facilitaban su tradicional objetivo de promover la asimilación y el acceso al poder. Al iniciarse la guerra fría, las grandes organizaciones judías se lanzaron al combate. Las elites judeo-estadounidenses «olvidaron» el holocausto nazi porque Alemania —República Federal Alemana a partir de 1949— se convirtió en un aliado clave de Estados Unidos en la confrontación de posguerra contra la Unión Soviética. Remover el pasado no cumplía ningún objetivo práctico; de hecho, solo valía para complicar la situación.
Con escasas reservas (que no tardaron en descartarse), las principales organizaciones judías de EEUU se apresuraron a expresar su conformidad con el apoyo prestado por los Estados Unidos a una Alemania donde, tras una superficial depuración del nazismo, se reiniciaba el rearme. El Comité Judío Americano (CJA), temeroso de que «cualquier tipo de oposición organizada de los judíos estadounidenses a la política internacional y el enfoque estratégico nuevos pudiera aislarlos ante la mayoría no judía y poner en peligro los avances logrados en la escena nacional durante la posguerra», fue el primero en cantar las alabanzas de la nueva alineación de fuerzas. El prosionista Congreso Judío Mundial (CJM) y su filial estadounidense renunciaron a ejercer cualquier oposición una vez suscritos los acuerdos de indemnización con Alemania a comienzos de los años cincuenta, en tanto que la Liga Anti-Difamación (LAD) fue la primera de las grandes organizaciones judías que envió una delegación oficial a Alemania (1954). Todas estas organizaciones colaboraron con el gobierno de Bonn para contener la «oleada antialemana» que agitaba el sentir popular judío.
Aún había otra razón que daba cuenta de que la solución final era un asunto tabú para las elites judeo-estadounidenses: que era uno de los temas favoritos de los judíos izquierdistas, que se oponían a la alineación de posguerra con Alemania y en contra de la Unión Soviética. Así pues, el afán de recordar el holocausto nazi se tildó de causa comunista. Amordazadas por el estereotipo que asociaba a los judíos con la izquierda —de hecho, los votos judíos sumaron un tercio de los conseguidos en 1948 por el candidato presidencial progresista Henry Wallace—, las elites judeo-estadounidenses no vacilaron a la hora de sacrificar a compañeros judíos en el altar del anticomunismo. El CJA y la LAD colaboraron activamente en la caza de brujas de la era de McCarthy ofreciendo a los organismos gubernamentales sus archivos sobre los presuntos elementos subversivos judíos. El CJA dio el visto bueno a la condena a muerte de los Rosenberg, en tanto que su publicación mensual, Commentary, argumentaba en un editorial que no eran verdaderos judíos.
Temerosas de que se las relacionara con la izquierda política extranjera o del país, las principales organizaciones judías se opusieron a la cooperación con los socialdemócratas alemanes antinazis, así como al boicot a los productos alemanes y a las manifestaciones contra los antiguos nazis de viaje por Estados Unidos. Por otro lado, los disidentes alemanes de renombre que visitaban el país, como el pastor protestante Martin Niemöller, quien, tras ocho años pasados en campos de concentración nazis, adoptó postura en contra de la cruzada anticomunista, eran escarnecidos por los líderes judeo-estadounidenses. Deseosas de dar lustre a sus credenciales anticomunistas, las elites judías llegaron incluso a respaldar económicamente y a alistarse en organizaciones de extrema derecha como la Conferencia Panamericana para Combatir el Comunismo, y hacían la vista gorda cuando los veteranos de las SS nacionalsocialistas entraban en los Estados Unidos.
Martin Niemöller, quien, tras ocho años pasados en campos de concentración nazis, adoptó postura en contra de la cruzada anticomunista, eran escarnecidos por los líderes judeo-estadounidenses. Deseosas de dar lustre a sus credenciales anticomunistas, las elites judías llegaron incluso a respaldar económicamente y a alistarse en organizaciones de extrema derecha como la Conferencia Panamericana para Combatir el Comunismo, y hacían la vista gorda cuando los veteranos de las SS nacionalsocialistas entraban en los Estados Unidos.
Siempre anhelando congraciarse con las elites dominantes de EEUU y distanciarse de la izquierda judía, la comunidad judía estadounidense organizada sí hacía referencia al holocausto nazi en un contexto determinado: cuando se trataba de denunciar a la URSS. «La política soviética [antijudía] crea nuevas y nada desdeñables oportunidades —señalaba con optimismo un memorándum interno del CJA citado por Novick— de reforzar determinados aspectos del programa interior del CJA». Lo que, como ya era habitual, significaba meter en el mismo saco la solución final nazi y el antisemitismo ruso.
«Stalin vencerá donde Hitler fracasó —auguraba siniestramente Commentary—. Acabará por eliminar a los judíos de Europa Central y del Este […]. El paralelismo con la política de exterminio nazi es casi absoluto».
Las principales organizaciones judías de EEUU denunciaron en 1956 la invasión soviética de Hungría porque la consideraban «el primer paso en el camino hacia un Auschwitz ruso»…
(continuará)
[ Fragmento de: Norman G. Finkelstein. La industria del Holocausto ]
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