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EL MÉTODO YAKARTA
Vincent Bevins
01
Una nueva era estadounidense
(...)
MACARTISMO MUNDIAL
El macartismo toma su nombre del senador Joseph McCarthy, que lideró una embravecida búsqueda de comunistas en el Gobierno de Estados Unidos a principios de la década de 1950, pero se comprende mejor como un proceso que comenzó antes de que este senador se dedicara a reprender alcoholizado a la gente delante de todo el país, y sus consecuencias se extendieron hasta mucho después de que se demostrara que mentía. El Comité de Actividades Antiestadounidenses (HUAC, por sus siglas en inglés) empezó a funcionar en 1938 y no se cerró hasta 1975. Los famosos juicios públicos no fueron simples «cazas de brujas» en las que la turba perseguía entes que no existían; realmente había comunistas en Estados Unidos. Actuaban en sindicatos, en Hollywood y en algunas partes de la Administración, y el Partido Comunista de los Estados Unidos de América había atraído a muchos miembros negros y judíos. Nunca fueron muy populares en los años treinta, pero lo que cambió después de la Segunda Guerra Mundial fue que los comunistas ya no eran en absoluto bienvenidos.
El macartismo fue un proceso vertical, impulsado especialmente desde la presidencia y el FBI. En 1947, el director de la agencia de investigación estadounidense, J. Edgar Hoover, que había sido muy influyente en la creación y la divulgación del consenso anticomunista, se dirigió al HUAC y puso voz a algunas de las asunciones fundamentales de ese sistema de creencias. Declaró que los comunistas planeaban una revuelta militar en el país que culminaría con el exterminio de las fuerzas policiales y la toma de todos los medios de comunicación. Afirmó:
Una cosa es segura. El progreso de Estados Unidos, que todo buen ciudadano persigue, como por ejemplo la seguridad en la tercera edad, la vivienda para los veteranos de guerra, la asistencia infantil y muchas otras cosas, se presenta como fachada por parte de los comunistas para ocultar sus verdaderos objetivos y engañar a seguidores crédulos. […] La fortaleza numérica de los miembros oficiales del partido es insignificante […], por cada miembro del partido hay otros diez dispuestos, deseosos y capaces de hacer el trabajo del partido. […] No hay duda de dónde reside la lealtad de un verdadero comunista. Su fidelidad es a Rusia.
Hoover planteaba una trampa mortal lógica. Si eres acusado de comunista o de ser afín al comunismo, no hay defensa posible. Si simplemente promueves una amable transformación social…, bien, eso es exactamente lo que haría un comunista para ocultar sus verdaderos motivos. Si los números son insignificantes es solo una prueba más del ardid, pues los camaradas se ocultan en las sombras. Y, si el número es considerable o se produce una demostración abierta y orgullosa de comunismo, todavía peor.
Con el despegue del macartismo, cuanto oliera siquiera remotamente a comunismo fue expulsado de la cortés sociedad estadounidense. Un joven actor llamado Ronald Reagan impuso un juramento de lealtad a todos los miembros del Screen Actors Guild, el poderoso sindicato de actores de cine que lideraba entonces. En los niveles relevantes de la Administración únicamente quedaron fanáticos anticomunistas, lo que supuso que fueran purgados algunos de los expertos más inteligentes del Departamento de Estado, el servicio diplomático estadounidense. Debido a la «pérdida» de China frente al comunismo, los especialistas en Asia con largo recorrido a sus espaldas fueron particularmente acusados de tener simpatías izquierdistas.
En palabras de un historiador brasileño, Estados Unidos no había inventado la ideología, pero en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el país se transformó en la «fortaleza anticomunista» internacional, destinó considerables recursos a la promoción de la causa y ejerció de referencia y fuente de legitimidad de movimientos parecidos de todo el mundo.
A finales de la década de 1940, las líneas que definían el primer y el segundo mundo mostraban una relativa estabilidad. Todavía incierto era, no obstante, el futuro del tercer mundo.
EL AXIOMA YAKARTA
Con la doctrina Truman y los inicios del macartismo, no cabía duda de que los comunistas y los Gobiernos comunistas eran el enemigo de Washington. Independientemente de cuáles fueran sus esperanzas en 1945, Ho Chi Minh y Mao no iban a recibir una amistosa bienvenida al escenario internacional. No estaba tan claro, por otra parte, lo que harían los hombres que dirigían el Gobierno estadounidense con la creciente oleada de movimientos radicales del tercer mundo que se oponían al imperialismo europeo; no eran comunistas, pero se resistían a formar una alianza explícita con Washington contra Moscú. Era un fenómeno muy común. Muchos líderes de los movimientos independentistas del tercer mundo asociaban Estados Unidos con sus aliados imperialistas de Europa Occidental; otros consideraban que la Unión Soviética era un socio importante en la lucha contra el colonialismo. Incluso si no deseaban el dominio soviético, aspiraban a tener el máximo número de aliados.
En 1948, el resultado de una pequeña lucha de poder en las antiguas Indias Orientales Neerlandesas pareció ofrecer una solución. En la isla de Java, fuerzas independentistas luchaban contra las tropas llegadas desde los Países Bajos en un intento de reconquistar sus colonias del Sudeste Asiático. Habían perdido este vasto archipiélago contra los japoneses en la Segunda Guerra Mundial y se negaban a reconocer el Gobierno establecido por los indonesios en 1945. En la guerra de independencia, en el contexto del movimiento revolucionario, las fuerzas republicanas derechistas se enfrentaron con los comunistas alrededor de la ciudad de Madiun (Java Oriental). Los comunistas fueron derrotados, con el apoyo del líder independentista Sukarno, y el líder del Partido Comunista Indonesio murió asesinado en lo que se conoció como el Caso Madiun. La enorme nación que Sukarno lideraría una vez que los neerlandeses fueran finalmente expulsados en 1949, ahora llamada Indonesia, fue considerada lo bastante decidida a acabar con los levantamientos comunistas como para ser de provecho a largo plazo para Estados Unidos.
Liderados por Truman, los altos mandos de la política exterior estadounidense vieron en la Indonesia naciente de Sukarno el caso axiomático de un movimiento anticolonial lo bastante anticomunista, por lo que el nombre de su capital, Yakarta, vino a bautizar este principio de tolerancia de las naciones neutrales del tercer mundo. En palabras del historiador de la Guerra Fría Odd Arne Westad, Washington adoptó el «Axioma Yakarta».
Esta posición no era muy estable, como tampoco eran satisfactorias para los líderes del nuevo tercer mundo las actuaciones reales y concretas de Estados Unidos. Un joven congresista de Massachusetts llamado John F. Kennedy tenía la curiosidad, la ambición y el dinero para viajar por el mundo intentando hacerse una idea de sus perspectivas. Lo que recibió fueron recriminaciones.
Jack Kennedy, JFK, era una rara avis entre la élite estadounidense. Era católico y mucho más que el «primer brahmán irlandés»: era el primer miembro de la realeza estadounidense que descendía de las masas que habían llegado al país siendo inmigrantes pobres y no colonizadores. Su padre, Joseph Kennedy, se había enfrentado a los prejuicios y a las probabilidades y había acumulado una inmensa fortuna financiera e inmobiliaria.
Cuando el joven Jack partió para combatir en la Segunda Guerra Mundial, ya había disfrutado de una gran gira por Europa, había recorrido la mayor parte de América del Sur y se había titulado en Harvard.
Joe Kennedy comprendió una verdad fundamental del poder político en Estados Unidos: se puede comprar. En 1946 destinó una «suma abrumadora» a la campaña de su hijo por un asiento en el Congreso, según uno de sus primos. Dijo a dos periodistas: «La política es como la guerra. Hacen falta tres cosas para ganar. La primera es dinero, la segunda es dinero y la tercera es dinero». Al asistente de Joe le gustaba entregar efectivo en los aseos públicos, por si las moscas. Jack, que, como su padre, era considerado un playboy por quienes lo conocían, ganó con facilidad. Pero la política estadounidense no funciona exclusivamente con dinero: necesitaba también mantener el apoyo público. La naturaleza de su electorado católico de clase trabajadora lo empujó en cierta medida al lado «liberal» del terreno de juego, hacia una alianza con quienes habían apoyado las medidas económicas y sociales del new deal de Franklin Delano Roosevelt.
Pero, por supuesto, Jack no tenía ojos para los rojos. En su primera campaña afirmó: «Ha llegado el momento de que hablemos claramente del gran tema al que se enfrenta el mundo de hoy en día. El tema es la Unión Soviética». Entendía que los sindicatos eran egoístas y que se habían infiltrado comunistas en ellos, opiniones que hizo saber a sus afiliados en las audiencias del Congreso. Y en 1954, cuando un comité especial recomendó sancionar a Joseph McCarthy por incumplir las normas del Senado, John Fitzgerald Kennedy fue el único demócrata que no votó en contra de McCarthy. Sin embargo, quizá por estar tan viajado, o tal vez por ser irlandés y saber en cierta medida —por limitada que fuera— lo que suponía provenir de un pueblo que ha sido oprimido, JFK tenía una perspectiva del tercer mundo diferente a la de la mayoría de las élites de Washington. Mientras muchos otros veían en cualquier desviación de una alianza explícita con Estados Unidos una subversión comunista del orden internacional, JFK creía que las naciones emergentes exigían el derecho a forjarse su propio camino, algo que era absolutamente comprensible.
En 1951 emprendió un viaje a Marruecos, Irán, Egipto, Indochina, la Malasia británica, Birmania, La India y Pakistán, y llegó a la conclusión de que Estados Unidos había sido incapaz de comprender la importancia de «las pasiones nacionalistas […] dirigidas al principio contra las políticas coloniales de Occidente».
Ese mismo año se lanzó a otro de sus largos periplos, esta vez con destino Israel, Irán, Pakistán, Singapur, la Indochina francesa, Corea, Japón e Indonesia. Observó que Estados Unidos estaba «definitivamente clasificada entre las potencias imperialistas de Europa». Washington necesitaba desesperadamente alinearse con las naciones emergentes, pero era difícil porque los estadounidenses se estaban volviendo «cada vez más colonialistas a ojos de la gente».
En su valoración de la situación en Vietnam, criticaba que Estados Unidos se hubiera aliado «con el desesperado esfuerzo del régimen francés por aferrarse a los restos de su imperio». Afirmaba: «Si una cosa me ha quedado clara como resultado de mi experiencia en Oriente Próximo y en el Lejano Oriente es que no nos podemos enfrentar con eficacia al comunismo con la sola fuerza de las armas».
Pero fue en la India donde Jack y su hermano Bobby recibieron una verdadera lección de uno de los integrantes de la nueva estirpe de líderes mundiales. Jawaharlal Nehru, el primer ministro de la India —al igual que Gamal Abdel Nasser, que ascendió al poder en Egipto en 1952—, apoyaba la construcción de una sociedad socialista. Ambos líderes rechazaban el modelo leninista y querían forjarse su propio camino, pero cuando la situación se complicaba, a menudo preferían alinearse con los soviéticos y no con los estadounidenses y sus aliados europeos.
Incluso si hubiera conocido las peores tragedias de la década de 1930 en la Unión Soviética, sería difícil culpar a Nehru por su desconfianza de las potencias occidentales. En la Segunda Guerra Mundial, las medidas adoptadas por los británicos provocaron una hambruna que segó la vida de cuatro millones de personas. El primer ministro británico, Winston Churchill, culpó a los indios de la hambruna que su propio Gobierno había provocado, afirmó que la responsabilidad era de los indios por «reproducirse como conejos» y preguntó por qué Gandhi —a quien aborrecía— no había muerto todavía.
Cuando Jack y dos de sus hermanos menores cenaron con Nehru en 1951, el líder indio se mostró arrogante, aburrido y nada impresionado, y solo manifestó cierto interés por su hermana Pat, según Bobby Kennedy. Cuando JFK preguntó a Nehru por Vietnam, el líder indio calificó la guerra llevada a cabo por los franceses de ejemplo de colonialismo destinado al fracaso y defendió que Estados Unidos estaba arrojando su ayuda económica a un «pozo sin fondo». Nehru sermoneó con suavidad a los Kennedy, como si estuviera hablando con niños, y Bobby escribió en sus notas, en un tono exasperado, que el líder indio había afirmado que el comunismo ofrecía a los pueblos del tercer mundo «algo por lo que morir». Bobby siguió anotando los comentarios de Nehru en su diario: «Solo tenemos [los estadounidenses] un statu quo que ofrecer a esta gente».
(continuará)
[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]
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