lunes, 20 de noviembre de 2023


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LA INDUSTRIA DEL HOLOCAUSTO


Norman G. Finkelstein


( 03 )



1.

HOLOCAUSTO

EMPIEZA A ESCRIBIRSE CON MAYÚSCULAS


(…)


La guerra árabe-israelí de junio de 1967 modificó radicalmente el panorama. Todas las fuentes coinciden en señalar que el Holocausto no se incorporó a la vida judía estadounidense hasta después de este conflicto. La explicación que suele darse a este cambio es que la vulnerabilidad y el aislamiento extremos de Israel durante la guerra de los Seis Días reavivaron el recuerdo del exterminio nazi. Mas lo cierto es que este análisis falsea tanto la realidad del equilibrio de poderes existente a la sazón en Oriente Medio, como la manera en que evolucionó la relación entre las elites judeo-estadounidenses e Israel.


En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las principales organizaciones judías de EEUU restaron importancia al holocausto nazi con objeto de adaptarse a las prioridades señaladas para la guerra fría por el gobierno estadounidense, y también su actitud hacia Israel estuvo a tono con la política de EEUU. Las elites judías de EEUU albergaban desde tiempo atrás profundos recelos con respecto a la existencia de un Estado judío. Esto se debía, por encima de todo, al miedo a que dicho Estado prestara credibilidad a la acusación que se les hacía de mantener una «doble lealtad». Estas inquietudes fueron cobrando mayor peso a medida que se intensificaba la guerra fría. Ya antes de que se fundara el Estado de Israel, los líderes judeo-estadounidenses dieron voz a la preocupación de que los dirigentes, mayoritariamente izquierdistas y originarios de Europa del Este, que regirían los destinos de Israel sumaran fuerzas con el bando soviético. Las organizaciones judías de EEUU acabaron por apoyar la campaña en pro de la creación de un Estado judío dirigida por el sionismo, pero no dejaron de prestar atención a las señales emitidas desde Washington para amoldarse a ellas. De hecho, el CJA respaldó la fundación de Israel movido sobre todo por el miedo a que sobreviniera un movimiento de reacción en contra de los judíos estadounidenses si los judíos apátridas que había en Europa no lograban establecerse definitivamente en un plazo breve. Israel se alineó con Occidente poco después de empezar a existir como Estado, pero muchos israelíes, con cargos políticos o sin ellos, conservaron una gran estima por la Unión Soviética; y, como era de prever, los líderes judeo-estadounidenses marcaron sus distancias con respecto a Israel.


Desde su fundación, en 1948, hasta la guerra de junio de 1967, Israel no fue un interés prioritario en la planificación estratégica de Estados Unidos. Mientras los líderes judíos de Palestina se preparaban para la proclamación del Estado, el presidente Truman vacilaba al sopesar los intereses de su política interior (el voto judío) y las inquietudes del Departamento de Estado (el respaldo a un Estado judío distanciaría a EEUU del mundo árabe). Alentada por el propósito de asegurar los intereses estadounidenses en Oriente Medio, la Administración Eisenhower trató de equilibrar el apoyo a Israel y a los países árabes, aunque favoreciendo a estos últimos.


Una serie de conflictos intermitentes entre Israel y Estados Unidos en torno a diversas cuestiones políticas culminó con la crisis de Suez de 1956, cuando Israel, en connivencia con Gran Bretaña y Francia, atacó al dirigente nacionalista de Egipto, Gamal Abdel Nasser. Aunque la meteórica victoria de Israel y la conquista de la península del Sinaí pusieron de manifiesto ante el mundo su gran potencial estratégico, para los Estados Unidos continuó siendo tan solo uno más de los países que le interesaban en la región. Por consiguiente, el presidente Eisenhower forzó a Israel a hacer una retirada absoluta y prácticamente incondicional del Sinaí.


Durante la crisis, los líderes judeo-estadounidenses respaldaron brevemente los esfuerzos israelíes por arrancar concesiones a Estados Unidos, pero a la hora de la verdad, como señala Arthur Hertzberg, «prefirieron aconsejar a Israel que se aviniera [a las pretensiones de Eisenhower] en lugar de oponerse a los deseos del dirigente de los Estados Unidos».


Poco después de su proclamación como Estado, Israel prácticamente dejó de suscitar la atención de la comunidad judía estadounidense, salvo como ocasional objeto de ayudas benéficas. Israel no era importante para los judíos de Estados Unidos. En su investigación de 1957, Nathan Glazer concluía que Israel tenía «un efecto asombrosamente leve en la vida interna de la comunidad judía estadounidense». Los afiliados a la Organización Sionista de América pasaron de ser centenares de miles en 1948 a ser solo decenas de miles en los años sesenta. Antes de junio de 1967, solo uno de cada veinte judíos estadounidenses se molestó en visitar Israel. El ya de por sí considerable apoyo judío a Eisenhower se hizo aún mayor en su reelección de 1956, que tuvo lugar inmediatamente después de que forzara la humillante retirada israelí del Sinaí. A comienzos de la década de 1960, Israel hubo de soportar un varapalo de algunas secciones de la elite de la opinión judía con respecto al secuestro de Eichmann; entre las voces críticas figuraron Joseph Proskauer, expresidente del CJA, el historiador de Harvard Oscar Handlin y el Washington Post, rotativo que estaba en manos judías. 


«El secuestro de Eichmann —opinaba Erich Fromm— es un acto ilegal del mismo tipo que aquellos de los que son culpables los nazis».


Los intelectuales judeo-estadounidenses de todo el espectro político demostraron una notoria indiferencia por el destino de Israel. En exhaustivos estudios sobre la escena intelectual judía neoyorquina de tendencia liberal-izquierdista durante los años sesenta apenas si se menciona a Israel. Justo antes de que estallara la guerra de junio, el CJA patrocinó un simposio sobre «La identidad judía aquí y ahora». Solo tres de los 31 «mejores cerebros de la comunidad judía» aludieron a Israel; y dos de ellos lo hicieron con objeto de negarle toda importancia. Una paradoja reveladora: Hannah Arendt y Noam Chomsky fueron prácticamente los dos únicos intelectuales judíos de renombre que forjaron un vínculo con Israel antes de junio de 1967.


Luego estalló la guerra de junio. Impresionados por la apabullante demostración de fuerza de Israel, los Estados Unidos decidieron incorporarla como valor estratégico. (Estados Unidos había iniciado una cauta aproximación a Israel desde antes de la guerra de junio, cuando, a mediados de los sesenta, los regímenes egipcio y sirio empezaron a trazarse un curso cada vez más independiente.) Sobre Israel comenzó a volcarse todo tipo de ayuda militar y económica, a la vez que se iba convirtiendo en delegada del poder estadounidense en Oriente Medio.


La subordinación de Israel al poderío estadounidense fue un regalo caído del cielo para las elites judías de EEUU. El sionismo había surgido de la premisa de que pensar en la asimilación era levantar castillos en el aire, y de que los judíos siempre serían percibidos como extranjeros potencialmente desleales. Para resolver este dilema, los sionistas aspiraban a crear una patria judía. Sin embargo, la proclamación del Estado de Israel vino a exacerbar el problema, al menos para los judíos de la diáspora, pues dio expresión institucional a la acusación de la doble lealtad. Paradójicamente, a partir de junio de 1967, Israel facilitó la asimilación en Estados Unidos: desde entonces, los judíos pasaron a formar parte de la vanguardia defensiva de EEUU —e incluso de la «civilización Occidental»— en contra de las retrógradas hordas árabes. Así como antes de 1967 hablar de Israel era invocar al fantasma de la doble lealtad, después de la guerra de los Seis Días, Israel pasó a significar lealtad máxima. A fin de cuentas, eran los israelíes, y no los estadounidenses, quienes combatían y morían para proteger los intereses de EEUU. Y, a diferencia de los reclutas de la guerra de Vietnam, los combatientes israelíes no fueron humillados por advenedizos tercermundistas…


(continuará)



[ Fragmento de: Norman G. Finkelstein. La industria del Holocausto ]


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