lunes, 27 de noviembre de 2023



[ 498 ]
 
EL MÉTODO YAKARTA
 

Vincent Bevins
 


01
Una nueva era estadounidense


(...)



«SONRISAS» JONES Y LOS BICHOS RAROS DE WISNER

A medida que Estados Unidos tomaba conciencia de su posición de hegemonía mundial sin precedentes, aparecían diversas formas mediante las cuales su Gobierno podía interactuar con el resto del mundo. El presidente estaba al cargo del Departamento de la Guerra, conocido también como el Pentágono, que pronto pasaría a ser el Departamento de Defensa. Estaba el Departamento de Estado, el ministerio de exteriores y servicio diplomático de Estados Unidos, que llevaba en funcionamiento desde 1789. Sin embargo, no existía un departamento de espionaje concreto: no había una institución permanente dedicada a recopilar información en el extranjero y con autorización para llevar a cabo operaciones secretas, actividades encubiertas destinadas a alterar el curso de los acontecimientos en todo el planeta. Estados Unidos no tenía siglos de experiencia gestionando un imperio mundial como los británicos, ni siquiera la experiencia del espionaje continuo y en defensa propia que los soviéticos heredaron del Imperio ruso. Washington, no obstante, creó una nueva agencia de inteligencia muy rápidamente, utilizando la inmensa riqueza del país para financiarla con generosidad y dotándola de jóvenes que se habían iniciado en el servicio exterior en la Segunda Guerra Mundial.

Una de las incorporaciones más importantes fue la de Frank Wisner, que tenía un pasado que contaba cada vez que intentaba explicar por qué hacía lo que hacía para el Gobierno de Estados Unidos. Wisner había volado a Rumanía en septiembre de 1944 para ocupar el cargo de director de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, por sus siglas en inglés), la agencia temporal de espionaje que Washington desplegó durante la guerra. Una vez allí, oyó —y lo creyó— que los soviéticos se preparaban para tomar el control del país; sin embargo, sus jefes de Washington no estaban de ánimo para oír que sus aliados tramaban algo. En enero de 1945, Stalin ordenó que miles de hombres y mujeres de origen alemán fueran trasladados a la Unión Soviética para su «movilización laboral». Wisner conocía personalmente a algunos de ellos. Cuando empezó la evacuación forzosa, recorrió frenético toda la ciudad, según su relato, intentando salvarlos. Pero fracasó. Miles de personas fueron introducidas en vagones de mercancías y enviadas a campos de trabajo. Según la familia de Wisner, aquellas escenas lo perseguirían el resto de su atribulada vida.

Wisner, al que a veces simplemente llamaban «Wiz», nació en 1909 en una acaudalada familia terrateniente de Misisipi, uno de los estados del sur gobernados por las conocidas como leyes Jim Crow, discriminatorias con los afroamericanos. Creció en un hogar insular, privilegiado. De niño ni siquiera se vestía solo: se tumbaba, levantaba los brazos y las piernas, y su sirvienta negra le ponía la camisa y los pantalones. El libro favorito de Frank era Kim, de Rudyard Kipling, que contaba su historia con el telón de fondo del «Gran Juego» entre los imperios británico y ruso. Wiz fue enviado al aristocrático internado Woodberry Forest School de Virginia. Hacía pesas como un loco para dar volumen a su espigada estructura y era de lo más competitivo. En la Universidad de Virginia fue invitado a unirse a los Sevens, una sociedad secreta tan particular que solo revelaba los nombres de sus miembros cuando fallecían. Era una persona seria, pero capaz de animarse, especialmente en las fiestas bien lubricadas con alcohol. Wiz se hizo abogado de una empresa de alto nivel de Wall Street. Inquieto e impulsado por un fuerte sentido de la obligación moral, se alistó en la Armada un año antes de que Japón atacara Estados Unidos en Pearl Harbor.

A la OSS le gustaba contratar a expertos en derecho de sociedades de las mejores universidades. Wisner daba el perfil. Entró en el servicio de inteligencia con ayuda de un antiguo profesor y se encontró en aquella vida como un pez en el agua. En Rumanía no solo se dedicaba a recopilar información y a intentar salvar alemanes. Se relacionaba con la realeza, bebía, bailaba, vivía en una mansión y hacía trucos de magia. También socializaba con los agentes soviéticos, más experimentados. Cuando abandonó Rumanía, quedó claro que los espías rusos se habían infiltrado en todo su operativo. De vuelta en Wall Street, una vez concluida la guerra, Wisner volvía a estar inquieto y aburrido. Así que se lanzó de cabeza cuando surgió la oportunidad de volver a servir a su país y combatir a los comunistas. Quedó al cargo de una nueva organización de operaciones encubiertas denominada —en términos de lo más inocuo— Oficina de Coordinación Política (OPC, por sus siglas en inglés) y empezó a trabajar en Berlín.

Al mismo tiempo, un hombre muy distinto llamado Howard Palfrey Jones, que trabajaba en el brazo opuesto del aparato estadounidense de política exterior, llegó a Berlín acompañado por Allen Dulles, quien fuera jefe de Wisner en la OSS. Jones era un diplomático y veterano de guerra que había experimentado en fechas tempranas la brutalidad del nacionalsocialismo alemán. En un viaje a Alemania en 1934, unos soldados le propinaron una paliza por no saludar debidamente a la bandera nazi. Había cumplido los cuarenta cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, en la que estuvo destinado en Alemania. Inmediatamente después de la guerra, se incorporó al Departamento de Estado. Al contrario que Wisner, que era acérrimo conservador, Jones tenía una perspectiva completamente diferente al resto del mundo. En lugar de interpretar toda situación en términos de una batalla internacional en blanco y negro, buscaba profundizar en las complejidades de cada situación. Y se lo estaba pasando en grande.

En casi todas las fotografías en las que aparece, Howard Palfrey Jones parece un enorme bobalicón, amistoso y agradable. Tiene una amplia sonrisa y da la sensación de estar sencillamente encantado de estar allí, ya sea entre bailarinas javanesas o codeándose con compañeros de la diplomacia. Sus contemporáneos lo describen en términos similares. Se paseaba por el mundo vestido con trajes de zapa blancos y haciendo lo posible por utilizar la lengua local y hacerse amigo de todo el mundo. Incluso quienes lo consideraban un enemigo —es decir: los comunistas— lo llamaban «Sonrisas» Jones, y advertían a sus camaradas de que no se dejaran engañar por la sinceridad de su actitud.

Jones nació en una familia de clase media de Chicago en 1899. La ciudad era abigarrada y caótica, y el pequeño Jones creció dando todo tipo de problemas con una pandilla de críos —hijos de inmigrantes de Polonia, Italia, Bohemia y Noruega— en el barrio.

Comparada con la de los niños del resto del planeta, su infancia fue un sueño absoluto. No obstante, en comparación con personas como Wisner o Kennedy, no era más que un chico normal. Y cuando, avanzada su vida, le preguntaron por la experiencia de la que se sentía más orgulloso, se refirió directamente al momento en el que intentó enfrentarse al racismo en Estados Unidos. Después de estudiar en la Universidad de Wisconsin, trabajó de editor en un periódico en Evansville (Indiana). El periódico descubrió que el Ku Klux Klan era responsable de un entramado de actividades delictivas y controlaba a la policía. Los editores se prepararon para sacar la noticia a la luz y el líder de la violenta organización supremacista blanca llamó para amenazar a Jones directamente. La noticia se publicó de igual modo y el Ku Klux Klan quemó cruces por toda la ciudad. La mitad de los anunciantes del diario retiraron su publicidad.


El Departamento de Estado era distinto a la agresiva pandilla para la que trabajaba Wisner. Pero incluso comparado con la mayoría de los diplomáticos del Departamento de Estado, Jones era especialmente comprometido y comprensivo. Lo llamaban, tal vez con cierto desdén, el maestro de la «venta suave», lo que significaba que presentaba la posición oficial del Gobierno de Estados Unidos con el mayor cuidado posible. Para Jones, la política exterior tenía que estar basada en un profundo conocimiento de lo que la población local deseaba, por lo que ninguna estrategia que no fuera individualizada podía funcionar. Sin duda consideraba aceptable que Washington intentara cambiar el mundo y persiguiera sus propios intereses, pero ¿cómo era posible algo así sin comprender cada cultura en sus propios términos?

En Berlín, en 1948, Jones y Wisner trabajaban en la cuestión principal del momento en Alemania: la situación económica en un país dividido. Wisner defendió con insistencia una estrategia de antagonismo con Moscú. Apoyaba la creación de una nueva moneda en las zonas ocupadas por Occidente. En junio de 1948, los Gobiernos aliados decidieron de manera unilateral acuñar una moneda para Alemania Occidental, el marco alemán (deutsche mark), lo que sorprendió a los soviéticos con la guardia baja y posiblemente forzó la futura partición del país.

Más tarde, Jones fue enviado a trabajar en Taiwán, donde los nacionalistas de Chiang Kai-shek habían establecido su Gobierno. Dado que se negaba a reconocer el Gobierno comunista de Mao en la China continental, Estados Unidos reconoció a Taiwán como la China «real», a pesar de que la isla tenía su propia población e identidad antes de la llegada de los nacionalistas. Taiwán no era una democracia. En febrero de 1947, el nuevo Gobierno masacró a miles de personas que se oponían a la autoridad nacionalista, lo que dio inicio a un nuevo periodo de terror blanco y a una represión intermitente de la disidencia —a menudo justificada en términos anticomunistas— que se prolongó durante años.

En 1951, la OPC de Wisner había sido absorbida por un órgano permanente de reciente creación denominado Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), y su cargo sería el de subdirector de planificación. Wiz era el hombre responsable de las operaciones clandestinas. Su equipo —a menudo llamado su «pandilla de bichos raros» en otras instancias de Washington— empezó a buscar formas de combatir como fuera en la Guerra Fría, en secreto y por todo el planeta.

Wisner era un verdadero aristócrata. La mayoría de los responsables de los primeros tiempos de la CIA, no obstante, provenían de estratos todavía más altos de la sociedad estadounidense. Muchos eran titulados de Yale, de esa clase que miraba por encima del hombro a otros titulados de Yale si no provenían del internado correcto o no pertenecían a la sociedad secreta oportuna. Pero cuando de anticomunismo se trataba, Wiz superaba a la mayoría. El historiador Arthur Schlesinger hijo, que fue sargento de la OSS en Alemania, afirmaba: «Yo no era un gran admirador de la Unión Soviética, y desde luego no tenía expectativas de una relación armónica después de la guerra. Pero Frank era un poco excesivo, incluso para mí».

Los chicos de la CIA y sus mujeres llevaban una activa vida social en Washington. Más cosmopolitas y liberales que la mayoría de los habitantes de la ciudad en aquel momento, organizaban cenas cargadas de alcohol en sus viviendas del barrio de Georgetown. Invitaban a otros agentes de la CIA, a funcionarios del Departamento de Defensa y a periodistas influyentes. Después de cenar, las mujeres se retiraban a una habitación y los hombres hablaban de política en otra, lo habitual en aquel momento. También les gustaba emborracharse de verdad, igual que a James Bond. De hecho, admiraban al MI6, el servicio secreto de los británicos, con siglos de experiencia en espionaje para defender el Imperio británico. A algunos de ellos les encantaba el propio James Bond. Tracy Barnes, una de las figuras fundamentales en la fundación de la agencia, admiraba al personaje creado por Ian Fleming en 1953 y repartía ejemplares de las novelas a sus familiares el día de Acción de Gracias.

Paul Nitze, el hombre que escribió el NSC-68, el informe del Consejo de Seguridad Nacional considerado el «plan de acción de la Guerra Fría», describiría más tarde los valores imperiales de clase alta de los que los niños se embebían en el internado Groton, una institución privada que tomaba como modelo los elitistas centros ingleses y que formó a muchos de los primeros miembros más destacados de la CIA.


«A lo largo de la historia, toda religión honra a aquellos miembros que destruyen al enemigo: el Corán, la mitología griega, el Antiguo Testamento. A los niños de Groton se les enseñaba aquello», —afirmaba Nitze. «Acabar con el enemigo es lo correcto. Por supuesto, existen ciertas limitaciones en los fines y en los medios. Si te diriges a la cultura griega y lees a Tucídides, hay límites en lo que se puede hacer a otros griegos, que son parte de tu cultura. Pero no hay límites en lo que puedes hacerle a un persa. Es un bárbaro». Los comunistas, concluía, eran «bárbaros».


La CIA contó desde el principio con dos divisiones básicas. Por un lado estaba la recopilación de información de inteligencia a través del espionaje. Su trabajo era algo parecido a facilitar un servicio privado de noticias para el presidente. Por el otro lado estaba la acción encubierta: las actividades sucias, los intentos activos de cambiar el mundo. Este era el territorio de Frank Wisner.

Wiz empezó levantando una red de espías y de agentes «de retaguardia» en Europa Occidental, cuyo trabajo sería pasar a la acción si los soviéticos alguna vez llevaban a cabo una invasión. 

En Alemania, la CIA no tuvo inconveniente en reclutar a exnazis, incluidos aquellos que habían liderado escuadrones de la muerte, siempre y cuando fueran anticomunistas. Wisner buscó después una forma de penetrar en territorio soviético. Reclutó a refugiados ucranianos desesperados y sin hogar, muchos de los cuales habían combatido con los nazis, para lanzarlos en paracaídas en territorio comunista y levantarse contra los rusos. Ninguno sobrevivió. Pero eso no frenó a Wisner. La agencia envió a cientos de agentes albanos de regreso a su tierra natal. Casi todos fueron capturados o asesinados. Casi parecía que el Gobierno alineado con los soviéticos los estuviera esperando. Y es que los estaba esperando. Kim Philby, un agente británico que trabajaba en estrecha colaboración con Wisner y el resto de la CIA, había sido todo el tiempo un topo soviético. La práctica totalidad de las operaciones primeras de Wisner habían quedado comprometidas de algún modo. Wisner envió más hombres a Albania incluso cuando ya sabía esto. Fueron atrapados y juzgados.

Poco a poco, pero sin espacio para la duda, Wiz y los chicos de la CIA se dieron cuenta de que el territorio soviético en sí era en lo esencial compacto como una roca. Los intentos de penetrar en él estaban claramente fracasando. Si pretendían combatir el comunismo —y eso querían, con todas sus fuerzas—, tenían que buscar en otra parte. El tercer mundo ofrecía esa oportunidad. El problema que estos hombres pasaron por alto, según una historia de lo más comprensiva con sus actuaciones escrita por el periodista Evan Thomas, fue «el hecho de que no sabían casi nada de los llamados países en vías de desarrollo»…

(continuará)




[  Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]

*



No hay comentarios:

Publicar un comentario