sábado, 16 de diciembre de 2023

 

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LA LECCIÓN DE ANATOMÍA

 

Marta Sanz

 

 

“…En sexto curso, los chicos están ahí, pero las chicas no les hablamos ni ellos se dirigen a nosotras. Los niños estudiosos de la clase tienen un aspecto mucho más repulsivo que las niñas estudiosas: son pocos, relamidos y molestamente redichos. Llevan corbatita y son el objeto de las burlas —yo lo entiendo y también me río— de la gran masa masculina. Los chicos huelen a tabaco, coleccionan cromos de fútbol, se pegan golpes, son como hombrecitos encanijados, apostados en la barra de un bar, que pelan una gamba, echan un gargajo al suelo y esperan que les salgan las tres sandías en la máquina tragaperras. En mi nuevo colegio de Carabanchel, no sé si mi madre se habrá enterado, pero comparto el aula con esnifadores de pegamento y con malos malotes, con atracadores de jugueterías, con eternos repetidores de curso y con algunas niñas tan memas como yo. Sin embargo, pese a que fingimos no mirarnos los unos a los otros y pertenecer a universos diferentes, los niños y las niñas comenzamos a compartir cierta prevención respecto a la pedagogía moderna. Esto nos une y nos iguala. Tal vez por eso, en octavo curso, Aurelio, el niño que roba en las jugueterías y tiene frenillo para pronunciar la erre, se convierte en mi protector y casi en mi amigo.

 

A finales de octavo curso, paso un periodo en el que he de volver a casa de mis abuelos en metro y, como todavía soy pequeña y tengo aspecto de pequeña y soy un poco palurda con los transportes públicos, mi madre me espera en la boca de metro de Marqués de Vadillo, cogemos la línea cinco hasta Gran Vía y transbordamos a la línea uno, hasta Estrecho, que es el barrio donde viven los padres de mi madre. Aurelio me acompaña desde la puerta de la clase hasta la boca de metro y espera hasta que mi madre llega desde más allá de Cuatro Caminos. Si mi madre está ya allí cuando nos vamos acercando, él se da media vuelta y se marcha. Si no está, espera hasta que la ve aparecer y se despide de mí con un golpe ascendente de cabeza. No puedo imaginar en qué pensaba Aurelio cuando acompañaba a una niña como yo un ratito a diario. En ese lapso que compartíamos me contaba sus estrafalarias aventuras delictivas con esa erre arrastrada y gangosa que a mí, cómo no, me daba vergüenza ajena:

 

—Estuve en el ggastggo el domingo y mangué un peguito, ¿lo quiegues?

 

Aurelio me lo ofrecía casi todo, pero yo no aceptaba casi nada. Aurelio llevaba repitiendo octavo tres años y estaban a punto de echarle del colegio sin que hubiese llegado a obtener siquiera el graduado escolar. A Aurelio no se le quedaba nada, aunque llevase tres años escuchando lo mismo. Nunca atendía. Siempre estaba hablando con el de delante o con el de al lado. A veces, incluso le sentaban solo para que no pudiese entretenerse con nadie y Aurelio alargaba el cuerpo hacia la otra fila de pupitres y se ponía a charlar con los que tuviera más a mano:

 

—¿A ti te gustan los macagones?

 

Aurelio es un tío muy sociable y, en lugar de evitar las palabras con erre doble, hace todo lo posible por usarlas continuamente, no sé si porque quiere practicar, porque lo que se repite muchas veces termina pasando desapercibido o porque espera a que llegue la ocasión de partirle a alguien la cara, como si sus egues fueran una provocación y tocarle la egue a Aurelio fuese más grave que mentarle a una madre que Aurelio también tiene continuamente en la boca:

 

—Me cago en mi puta madge.

 

Cuando llegaba la hora de preguntar las lecciones, Aurelio no solo no se sabía las respuestas, sino que se meaba de risa si alguien se tomaba en serio el interrogatorio, ya fuera uno de los empollones relamidos con corbatita —a esos los tenía enfilados o una de esas niñas que, a la altura de octavo de egebé, se estaban poniendo esplendorosas y llevaban tampones en el bolso y habían dejado atrás los sujetadores peter pan. Aurelio, que disponía de una corte que le reía los chistes, frenaba en seco a sus acólitos cuando era yo la niña a quien le tocaba dar una respuesta. Yo podía levantar la mano impunemente. Tenía patente de corso con los niños de mi clase. Aurelio me cuidaba. A lo mejor es que había descubierto, encerrada en la tabla de mi pecho y en mis rodillas con mataduras, a la enana vieja y voluptuosa, a ese residuo infantil que se me estaba consumiendo en el occipucio para dejar paso a una mujer con cuerpo de mujer y rejuvenecido, tímido, vergonzoso, ingenuo corazón de niña. A lo mejor es que Aurelio era listísimo y poseía la sabiduría secreta de que las doncellas, como yo, son oscuras y solo en el momento de dejar de ser doncellas se purifican al fin. En el desvirgamiento que purifica, las doncellas empiezan a acumular un pasado y a dejar de tener cuentas pendientes. El Pepito Grillo de la niñez, esa perdida concentración de maldad, de vez en cuando invita a las doncellas liberadas a regodearse en sus malos pensamientos. Solo a veces. Yo creo que Aurelio, sin saber explicarlo, estaba captando esas transformaciones. Quizá, entre tantas reacciones químicas, yo desprendiera algún olor especial atractivo para el olfato un poco perruno de Aurelio que lo mantenía pegadito a mí o a lo mejor es que Aurelio era solo un niño, el más pequeño de la clase, o que las niñas le dábamos más confianza que las mujeres y, entonces, sí que era bobo de verdad y cuadra a la perfección el hecho de que estuviera repitiendo por tercera vez octavo curso.

 

A algunas personas Aurelio les daba miedo —tenían miedo de que Aurelio les escupiese—, pero la verdad es que era un niño muy cariñoso. Aunque llevase una navajilla de risa en el bolsillo del chándal. Porque Aurelio casi siempre vestía un chándal.

 

—Paga trgepag pog las cognisas, Magta.

 

Cuando mi madre asomaba la cabeza por la boca de metro, Aurelio fingía que no estaba conmigo, levantaba su cabecita de ajo en señal de despedida y me decía en voz baja y secreta:

 

—Hasta mañana, Magta.

 

Aurelio no quería intimar con mi familia ni dar explicaciones. Por otro lado, era evidente que a mi amigo no le gustaban las clases de toda la vida, pero tampoco le gustaba la pedagogía moderna. No asistía a las sesiones de expresión corporal, no creía en la igualdad entre los sexos y, en general, las personas que se aplicaban le parecían necias e inconsecuentes. A P., el más relamido de la clase, que se juntaba con nosotras porque tenía el proyecto de que hiciéramos una revista escolar, Aurelio le miraba con lástima, como con ganas de darle un capón:

 

—Chico, tú es que egues tonto.

 

El colegio del que me ausenté durante dos meses tenía cosas buenas. Por ejemplo, Belén; por ejemplo, Aurelio. Pero, en sexto, Aurelio no está con nosotros porque es la primera vez que está matriculado en octavo curso. No sé qué pensaría él de las respiraciones de don F., pero el día que a mí me pregunta la cuarta página del Peter and Molly; don F. acaba la clase casi furibundo: nadie ha llegado a terminar los ejercicios de la página diez. Sin embargo, la mayor obscenidad de la que nos hacía víctimas don F. eran los test de inteligencia.

 

—No sirven para poner notas.

 

Nos aclaraba don F. cuando abría sus grandes sobres blancos y nos sometía a sus experimentos. A lo mejor es que don F. estaba tratando de acabar su tesis doctoral, pero nosotros, yo, no éramos tontos y estábamos seguros de que los resultados de aquellos papeles contaban. Y mucho más que las notas. Había varios test de inteligencia: el más común consistía en completar series de fichas de dominó siguiendo una secuencia lógica; otros se basaban en la memorización de listados de letras y de números. En los exámenes podía prepararme, activar mi voluntad, pero ante estas pruebas me encontraba indecorosamente desnuda frente a la carita tersa de don F. Yo no quería dejar al aire mis vergüenzas de dentro, lo que aún estaba a medio cocer, mis vacilaciones. Reivindicaba y reivindico el privilegio de mentir: me parece inmoral someter al ser humano a una prueba en la que la mentira es imposible. Así no se puede sopesar ni la astucia ni la honestidad. No existe la interacción con quien formula las preguntas. No hay ni el menor resquicio para la igualdad y solo resta el frío que se le mete en el cuerpo a quien responde y la envidia que dibuja un círculo en las pupilas del que, leyendo las respuestas, se percata de que el interrogado es muchísimo más listo que él. Yo tenía derecho a encubrir mi estupidez con un velo; mi dificultad para las operaciones matemáticas o para atarme los cordones de los zapatos, con un paño de pudor. Esa era mi energía, mi mérito y mi habilidad —mi inteligencia verdadera, al fin y al cabo— y nadie debía traspasar ese umbral y archivar la información. Era como si don F. observase, a solas, fotos de niños desvestidos a la fuerza. Los resultados de esos test nunca llegaban a nosotros ni tampoco a nuestros padres. Don F. era una especie de pederasta solitario que valoraba sus resultados en secreto y se regodeaba con nuestras oscuridades interiores, con las posiciones provocadoras de los rabos de los cincos y los sietes que poblaban nuestros cerebros, formando las enmarañadas figuras de los torsos sudorosos en la orgía. Los test de inteligencia de don F. constituían una agresión a mi sensibilidad. Nunca me atreví a dirigirle la palabra a ese profesor, coincidiendo con una etapa de mi crecimiento en la que comencé a taparme la nariz con la manita y a perder, progresiva e inexorablemente, el desparpajo. Me estaba brotando un corazón ingenuo en mis vacíos, a la vez que crecía mi pelo negro en el pubis…”

 

 

 

[ Fragmento de: Marta Sanz. “La lección de anatomía” ]

 

*

 


5 comentarios:

  1. "...me parece inmoral someter al ser humano a una prueba en la que la mentira es imposible. Así no se puede sopesar ni la astucia ni la honestidad".

    Caray, qué extraordinaria escritora.

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    1. Coincido con tu valoración, que por cierto también comparte Rafael Chirbes, aunque la califica de verborreica, en el prólogo del libro. Tengo algunos libros de ella que te enviaré. Otra cosa son sus “muy comedidos” artículos de prensa en El País o sus intervenciones en la SER, pero ya se sabe que el que paga manda…

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    2. Yo daría la vuelta a ese aserto de que "el que paga manda". Porque, bien visto, el que paga todo y siempre es el pueblo, que en este deleznable sistema no manda un carajo. El que te roba, para pagarte y seguir robándote, manda. Más que nada porque tiene una larga y sofisticada pistola y unos disfraces que ríete tu de Hugo Boss (el sastre del III Reich).

      En fin, leeré a Marta Sanz y la tendré que valorar por sus escritos, ya que dejé de prestar atención al Grupo Prisa, en todas sus plataformas, hace muchos, muchos años.

      Gracias, una vez más, por los libros.

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    3. LOS INTELECTUALES PREBENDADOS

      Ciertamente el dicho “el que paga manda”, como tantas otras frases hechas, se caracteriza por una ambigüedad que permite lecturas contradictorias e incluso antagónicas, desde la rabia que produce la humillante relación de dominio, hasta la más complaciente resignación. Si he señalado esa naturaleza que tienen sus “colaboraciones” en los fétidos panfletos propagandísticos del grupo Prisa, ha sido por completar mi valoración sobre una intelectual que en su obra literaria aporta lo que considero una brillante mirada crítica y en parte radical sobre la realidad que le ha tocado vivir, y que en gran medida es una experiencia que con matices hemos “padecido” muchos otros. Pero en sus intervenciones periodísticas y radiofónicas la radicalidad de su mirada brilla por su ausencia y lo que es peor, se suma, con su sello personal, al coro de intelectuales mercenarios que han sido cooptados –pertenecen a esa izquierda compatible con el capitalismo y el imperialismo– por los grandes medios de desinformación. El ejemplo opuesto lo tenemos en Andrés Piqueras y su artículo “Democracia y violencia” publicado:

      “…en el diario Público, 22.10.19., antes de que comenzara a censurar colaboraciones de este tipo, cuando se cerró el espacio mediático europeo con la Operación Especial rusa en Ucrania, y que he traído aquí otra vez a colación, por lo que me parece que sigue teniendo de actualidad. Sobre todo cuando cada vez más se nos quiere hacer condenar «la violencia» de quienes se resisten a unas u otras ocupaciones, como ocurre en Palestina.”


      El lucrativo estipendio que se embolsa Marta Sanz y sus compis “compatibles” se lo deben a lo que Piqueras denomina la RED SIONISTA MUNDIAL, …

      ¡pero quia!, no está la cosa para renunciar a tan jugoso privilegio por mucho que, en la discreta e hipócrita intimidad, duela, no te digo que no, el criminal genocidio que sufre el pueblo palestino…


      Salud y comunismo

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    4. Y no digamos si, por abundar, echamos una ojeada al ámbito llamado "artístico". Ahí tenemos, ensalzadas por esos medios que mencionas, a esas grandes figuras de la 'izquierda compatible', como el putrefacto Sabina y el codicioso Serrat, ofreciendo su "arte" al ocupante sionista para amenizar sus pausas entre matanza y matanza, y de paso lavarle los coágulos de sus manos. O el megamillonario irlandés líder de una famosa banda llamada U2, defensor de la democracia occidental... y amigo íntimo de Bill Gates y Soros. Suma y sigue, hay gusanada para dar tomar. En resumen: repugnante.

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