miércoles, 27 de diciembre de 2023

 

[ 513 ]

 

LA TRIBUNA

 

Emilia Pardo Bazán

 

(…)

 

 

 

La Gloriosa

 

Ocurrió poco después en España un suceso que entretuvo a la nación siete años cabales, y aún la está entreteniendo de rechazo y en sus consecuencias, a saber: que en vez de los pronunciamientos chicos acostumbrados, se realizó otro muy grande, llamado Revolución de Setiembre de 1868.

 

Quedose España al pronto sin saber lo que le pasaba y como quien ve visiones. No era para menos. ¡Un pronunciamiento de veras, que derrocaba la dinastía! Por fin el país había hecho una hombrada, o se la daban hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban marina, ejército, progresistas y unionistas. González Bravo y la Reina estaban ya en Francia cuando aún ignoraba la inmensa mayoría de los españoles si era el Ministerio o los Borbones quienes caían «para siempre», según rezaban los famosos letreros de Madrid. No obstante, en breve se persuadió la nación de que el caso era serio, de que no sólo la raza Real, sino la monarquía misma, iban a andar en tela de juicio, y entonces cada quisque se dio a alborotar por su lado. Sólo guardaron reserva y silencio relativo aquellos que al cabo de los siete años habían de llevarse el gato al agua.

 

Durante la deshecha borrasca de ideas políticas que se alzó de pronto, observose que el campo y las ciudades situadas tierra adentro se inclinaron a la tradición monárquica, mientras las poblaciones fabriles y comerciales, y los puertos de mar, aclamaron la república. En la costa cantábrica, el Malecón y Marineda se distinguieron por la abundancia de comités, juntas, clubs, proclamas, periódicos y manifestaciones. Y es de notar que desde el primer instante la forma republicana invocada fue la federal. Nada, la unitaria no servía: tan sólo la federal brindaba al pueblo la beatitud perfecta. ¿Y por qué así? ¡Vaya a saber!

 

Un escritor ingenioso dijo más adelante que la república federal no se le hubiera ocurrido a nadie para España si Proudhon no escribe un libro sobre el principio federativo y si Pi no le traduce y le comenta. Sea como sea, y valga la explicación lo que valiere, es evidente que el federalismo se improvisó allí y doquiera en menos que canta un gallo.

 

La Fábrica de Tabacos de Marineda fue centro simpatizador (como ahora se dice) para la federal. De la colectividad fabril nació la confraternidad política; a las cigarreras se les abrió el horizonte republicano de varias maneras: por medio de la propaganda oral, a la sazón tan activa, y también, muy principalmente, de los periódicos que pululaban. Hubo en cada taller una o dos lectoras; les abonaban sus compañeras el tiempo perdido, y adelante.

 

Amparo fue de las más apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería tantas veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, más bien que leía, con fuego y expresión, subrayando los pasajes que merecían subrayarse, realzando las palabras de letra bastardilla, añadiendo la mímica necesaria cuando lo requería el caso, y comenzando con lentitud y misterio, y en voz contenida, los párrafos importantes, para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonación más rápida y vibrante a cada paso. Su alma impresionable, combustible, móvil y superficial, se teñía fácilmente del color del periódico que andaba en sus manos, y lo reflejaba con viveza y fidelidad extraordinarias. Nadie más a propósito para un oficio que requiere gran fogosidad, pero externa; caudal de energía incesantemente renovado y disponible para gastarlo en exclamaciones, en escenas de indignación y de fanática esperanza. La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos, las inflexiones cálidas y pastosas de su timbrada voz de contralto, contribuían al sorprendente efecto de la lectura.

 

Al comunicar la chispa eléctrica, Amparo se electrizaba también. Era a la vez sujeto agente y paciente. A fuerza de leer todos los días unos mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos. La fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable, porque le sucedía con el periódico lo que a los aldeanos con los aparatos telegráficos: jamás intentó saber cómo sería por de dentro; sufría sus efectos, sin analizar sus causas. ¡Y cuánto se sorprendería la fogosa lectora si pudiese entrar en una redacción de diario político, ver de qué modo un artículo trascendental y furibundo se escribe cabeceando de sueño, en la esquina de la mugrienta mesa, despachando una chuleta o una ración de merluza frita! ¡La lectora, que tomaba al pie de la letra aquello de «Cogemos la pluma trémulos de indignación», y lo otro de «La emoción ahoga nuestra voz, la vergüenza enrojece nuestra faz», y hasta lo de «Y si no bastan las palabras, ¡corramos a las armas y derramemos la última gota de nuestra sangre!».

 

Lo que en el periódico faltaba de sinceridad sobraba en Amparo de crédulo asentimiento.

 

Acostumbrábase a pensar en estilo de artículo de fondo y a hablar lo mismo: acudían a sus labios los giros trillados, los lugares comunes de la prensa diaria, y con ellos aderezaba y componía su lenguaje. Iba adquiriendo gran soltura en el hablar; es verdad que empleaba a veces palabras y hasta frases enteras cuyo sentido exacto no le era patente, y otras las trabucaba; pero hasta en eso se parecía a la desaliñada y antiliteraria prensa de entonces.

 

¡Daba tanto que hacer la revuelta y absorbente política, que no había tiempo para escribir en castellano! Ello es que Amparo iba teniendo un pico de oro; se la estaría uno escuchando sin sentir cuando trataba de ciertas cuestiones. El taller entero se embelesaba oyéndola, y compartía sus afectos y sus odios. De común acuerdo, las operarias detestaban a Olózaga, llamándole «el viejo del borrego» porque andaba el muy indino buscando un rey que no nos hacía maldita la falta... sólo por cogerse él para sí embajadas y otras prebendas; hablar de González Bravo era promover un motín; con Prim estaban a mal, porque se inclinaba a la forma monárquica; a Serrano había que darle de codo; era un ambicioso hipócrita, muy capaz, si pudiese, de hacerse rey o emperador, cuando menos.

 

Creció la efervescencia republicana mientras que trascurría el primer invierno revolucionario; al acercarse el verano subió más grados aún el termómetro político en la Fábrica. En el curso de horas de sol, sin embargo, decaía la conversación, y entre tanto la atmósfera se cargaba de asfixiantes vapores y espesaba hasta parecer que podía cortarse con cuchillo. Penetrantes efluvios de nicotina subían de los serones llenos de seca y prensada hoja. Las manos se movían a impulsos de la necesidad, liando tagarninas; pero los cerebros rehuían el trabajo, abrumador del pensamiento; a veces una cabeza caía inerte sobre la tabla de liar, y una mujer, rendida de calor, se quedaba sepultada en sueño profundo. Más felices que las demás, las que espurriaban la hoja, sentadas a la turca en el suelo, con un montón de tabaco delante, tenían el puchero de agua en la diestra, y al rociar, muy hinchadas de carrillos, el Virginia, las consolaba un aura de frescura. Tendidas las barrenderas al lado del montón de polvo que acababan de reunir, roncaban con la boca abierta y se estremecían de gusto cuando la suave llovizna les salpicaba el rostro. Revoloteaban las moscas con porfiado zumbido, y ya se unían en el aire y caían rápidamente sobre la labor o las manos de las operarias, ya se prendían las patas en la goma del tarrillo, pugnando en balde por alzar el vuelo. Andaban esparcidos por las mesas, y mezclados con el tabaco, pedazos de borona, tajadas de bacalao crudo, cebollas, sardinas arenques. Con semejante temperatura,

 

¿quién había de tener ganas de comerse la pitanza?

 

Por fin, a eso de las cuatro de la tarde, la refrigerante brisa marina comenzaba a correr, dilatábanse los oprimidos pechos, los dientes funcionaban despachando los humildes manjares, y le tocaba su turno a la lectura política.

 

Leíanse publicaciones de Madrid y periódicos locales. En la prensa de la Corte se llevaban la palma los discursos de Castelar, por entonces muy distante de haberse gastado. ¡Cuánta palabra linda, y qué bien que enganchaban unas en otras! Parecían versos. Es verdad que la mayor parte no se entendían, y que danzaban por allí nombres tan raros, que sólo el demonio de Amparo podía leerlos de corrido; mas no le hace: lo que es bonito, era muy bonito aquello. Y bien se colegía que la sustancia del discurso era a favor del pueblo y contra los tiranos, de suerte que lo demás se tomaba por adorno y delicado floreo.

 

Cuando en vez de discursos cuadraba leer artículos de fondo, de estos kilométricos y soporíferos, que hablan de justicia social, redención de las clases obreras, instrucción difundida, generalizada y gratis, fraternidad universal, todo en estilo de homilía y con oraciones largas y enmarañadas como fideos cocidos, alterábase la voz de Amparo y se humedecían los ojos de sus oyentes. Leve escalofrío recorría las filas de mujeres, las cuales se miraban como diciéndose: «¿Eh?, ¿qué tal? ¡Este sí que lo parla!». Y leído el último párrafo, que terminaba anunciando el próximo advenimiento de una era de perfecta libertad y bienestar absoluto, solían cruzar las manos, sonriendo y sintiéndose tan relajadas en sus fibras, tan blandas y dulces como un plato de huevos moles. Trabajo les costaba reprimir los impulsos de abrazarse que se les iban y venían.

 

En cambio, si el escrito pertenecía al género bélico y tocaba a somatén, parecía que les daban a beber una mistura de pólvora y alcohol. Montaban en cólera tan aína como se encrespan las olas del mar. Sordas exclamaciones acompañaban y cubrían a veces la voz de la lectora. Era contagiosa la ira, y mujer había allí de corazón más suave que la seda, incapaz de matar una mosca, y capaz a la sazón de pedir cien mil cabezas de los pícaros que viven chupando la sangre del pueblo.

 

 

Estudios históricos y políticos

 

Más partido tenían en la Fábrica los periódicos locales que los de la Corte. Naturalmente, los locales exageraban la nota, recargaban el cuadro; sus títulos acostumbraban ser por este estilo: El Vigilante Federal, órgano de la democracia republicana federal-unionista; El Representante de la Juventud Democrática; El Faro Salvador del Pueblo Libre. Y como, aparte de algunas huecas generalidades del artículo de fondo, discurrían acerca de asuntos conocidos, era mucho mayor el interés que despertaban.

 

No es fácil imaginar cuán honda sensación producía en el concurso alguna gacetilla rotulada, por ejemplo: «Acontecimiento incalificable».

 

-A ver, a ver. Oír. Callar. Silencio, charlatanas.

 

Y reinaba un mutismo palpitante, escuchándose tan sólo el retintín de los tijeretazos que cercenaban el rabo de las tagarninas.

 

-«Acontecimiento incalificable» -repetía Amparo-. «Se nos asegura que hará dos días entraron tres guardias civiles francos de servicio en el café de la Aurora, y un oficial que allí había los arrestó...»

 

-Arrestaría, arrestaría...

 

-Callar, bocas...

 

-«... los arrestó por tan enorme delito...»

 

-¿Por entrar en un café?

 

-¡Y dicen que hay libertá!

 

-¡Qué ha de haberla, mujer!

 

-«Y preguntándoles la causa de su entrada en el local, le respondieron que su objeto era tomar café. No obstante tan naturales explicaciones, fueron arrestados por tres días, y hasta no faltan personas bien informadas que aseguren se ha dado orden para que los individuos del benemérito cuerpo no puedan entrar en los cafés de la Aurora ni del Norte. De ser esto cierto, sobre constituir un ataque infundado a los sagrados derechos individuales, lo es también a la industria libre y honrosa de los cafeteros, y...»

 

-¡Y le resobra la razón, así Dios me salve! ¿Y de qué come el pobre del cafetero si le espantan la parroquia?

 

-El pillo del oficial, como tiene su paga...

 

-«... y no encontramos frases suficientes para anatematizar estos atropellos, hoy que la bandera de la libertad nos da sombra con sus pliegues...»

 

-¡Eso, eso!

 

-¡De ahí, de ahí!

 

-Habiendo libertá no hay injusticias. ¡Olé por ella!

 

-«¿Qué piensan los que así resucitan arranques del agonizante despotismo militar, propios de épocas terroríficas que pasaron a la historia? ¿Se les ha figurado que estamos en aquellos siglos, cuando un señor tenía poder para abrir el vientre a sus vasallos...»

 

Aquí se salió de madre el río. Exclamaciones, interjecciones, gritos y risas se cruzaron de un lado a otro; pero las risueñas estaban en minoría: dominaban las espantadas. Una vieja medio sorda se hizo una trompetilla con ambas manos, creyendo que sus oídos la engañaban.

 

-¡Ave María de gracia!

 

-¡En mi vida tal oí!

 

-¡Abrir la barriga!

 

-No sería en tierra de cristianos, mujer.

 

-¿Y eso fue a los pobrecitos civiles? -interrogó la sorda.

 

 -¡Chss! -gritó Amparo-. Aquí viene lo bueno, señores: «... abrir el vientre a sus vasallos para calentarse los pies con su sangre...»

 

-¡Señor y Dios de los cielos!

 

-Parece que todo el estómago se me revolvió.

 

-¡Pobre del pobre!

 

-¡Cuándo vendrá la federal para que se acaben esas infamias!

 

Otra cuerda que siempre resonaba en aquel centro político femenino era la del misterio.

 

Cualquier periodiquillo, el más atrasado de noticias, contenía un suelto que, hábilmente leído, despertaba temores y esperanzas en el taller. Amparo empezaba por hacer señas al concurso para que estuviese prevenido a importantes revelaciones. Después comenzaba, con reposada voz:

 

-«Atravesamos momentos solemnes. De un día a otro deben cambiar de rumbo los acontecimientos...»

 

-Lo que yo digo. Esta situación, de por fuerza se la tienen que llevar los demonios.

 

-Hasta que llegue la nuestra...

 

-No, pues cuando este lo huele... Por Madrid andará buena la cosa.

 

-Así los parta a todos un rayo, comilones, tiránigos, chupadores.

 

-A ver si calláis.

 

-«La situación está próxima a entrar en el camino que desde el primer día de la revolución debió emprender. Hay que vencer grandes obstáculos...» (Movimiento general.) «Los enemigos encubiertos de la revolución...»

 

-¿Quién será? ¿Lo dirá por el alcalde?

 

-No, mujer... Por ese maldito de cuñado de la Reina...

 

-Y por el Napoleón de allá de Francia, boba, que no nos puede ver.

 

-¡Chsss! «... de la revolución, están acechando el instante en que poder descargar sobre la situación un golpe decisivo y liberticida. No desmayemos, sin embargo. La revolución pasará triunfante por cima de tanto reaccionario como aparenta servirla con fines siniestros.

 

En donde menos se piensa se esconde la reacción fijando su ojo de tigre...»

 

-Tiene razón, tiene razón. Está muy bien comparado.

 

-«... ojo de tigre... en la libertad, para estrangularla. Los más temibles son los que, llegados a la cima del poder, hacen traición a sus antiguos ideales que les sirvieron de pedestal para escalar las grandezas...»

 

-Si es lo que yo os predico siempre -exclamaba al llegar aquí la lectora, tomando la ampolleta-. Los peorcitos están arriba, arriba. Quien no lo ve, ciego es. Ínterin no agarre el pueblo soberano una escoba de silbarda, como esa que tenemos ahí... (y señaló a la que manejaba la barrendera del taller) y barra sin misericordia las altas esferas... ¡ya me entendéis! El mismo día en que se proclamó la libertad y se le dio el puntapié a los Borbones, había yo de publicar un decreto... ¿sabéis cómo? (la oradora abrió la mano izquierda, haciendo ademán de escribir en ella con una tagarnina:) «Decreto yo, el Pueblo soberano, en uso de mis derechos individuales, que todos los generales, gobernadores, ministros y gente gorda salga del sitio que ocupan, y se lo dejen a otros que nombraré yo del modo que me dé la realísima gana. He dicho».

 

-¡Bien, bien!

 

-¡Venga de ahí!

 

-¡Esa es la fija! Y a mí que no me digan...

 

-¿Pues no estamos viendo, mujer, que hay empleados de los tiempos del espotismo? ¿Se mudó, por si acaso, la oficialidá de los regimientos? Si a hablar fuésemos...

 

Y la arenga bajó de tono y se hizo cuchicheo.

 

-¡Si a hablar va uno... aquí mismo... repelo! ¡Mudaron el jefe, por plataforma... sólo faltaba!

 

Pero los subalternos...

 

Aquí, la maestra del partido, mujer alta y morena, de pocas y dificultosas palabras, que solía oír a las operarias con seria indiferencia, intervino.

 

-A tratar cada uno de lo que importa... y a liar cigarritos...

 

-No decimos cosa mala... -alegó Amparo.

 

-Decir no dirás, pero hablar hablas sin saber lo que hablas... Pensáis que no hay más que mudar y mudar y meter pillos... Aquí se requiere honradez.

 

-Eso ya se sabe.

 

-Por de contado que sí... Demasiado.

 

-Pues el que os oiga... Y vamos acá. Si vierais, como yo vi, el último del mes que se hace el arqueo, la caja abierta, con sacos de lienzo a barullo, a barullo, así de oro y plata... -Y la maestra adelantó los brazos en arco, indicando un vientre hidrópico-. ¿Pues se os figura que si el contador y el depositario-pagador, y los oficiales, y los ayudantes, fuesen, digo yo, fuesen, quiero decir...?

 

-¿Fuesen... de la uña?

 

-¡Pues! Ya veis que aquí no puede venir cualesquiera. Hay responsabilidá…

 

 

 

 

[ Fragmento de: LA TRIBUNA / Emilia Pardo Bazán ]

 

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