martes, 2 de enero de 2024

 

[ 515 ]

 

LA INDUSTRIA DEL HOLOCAUSTO

 

Norman G. Finkelstein

 

( 06 )

 

 

1.

HOLOCAUSTO

EMPIEZA A ESCRIBIRSE CON MAYÚSCULAS

 

 

 

2. Embaucadores, mercachifles y un poco de historia

 

(…)

 

Poco después de que las conclusiones críticas del autor de estas líneas se publicasen en la New Left Review, Metropolitan, una editorial de Henry Holt, decidió recopilar ambos ensayos y publicarlos en un solo volumen. En un artículo de primera página, Forward comunicó entonces que Metropolitan estaba «preparándose para sacar un libro de Norman Finkelstein, notorio oponente ideológico del Estado de Israel». Forward actúa en los Estados Unidos como principal defensor de lo «políticamente correcto» con respecto al Holocausto.

 

Alegando que «la descarada tendenciosidad y las audaces afirmaciones de Finkelstein […] están irreversiblemente contaminadas por su postura antisionista», Abraham Foxman, que dirige la LAD, apelaba a Holt para que renunciase a publicar el libro:

 

«La cuestión […] no es si la tesis de Goldhagen es correcta o incorrecta, sino qué se puede considerar una “crítica legítima” y qué rebasa los límites». «Saber si la tesis de Goldhagen es correcta o incorrecta —le respondió la codirectora de Metropolitan, Sara Bershtel— es precisamente la cuestión».

 

Leon Wieseltier, editor literario de la publicación proisraelí The New Republic, se dirigió personalmente al presidente de la empresa de Holt, Michael Naumann.

 

«No sabe usted cómo es Finkelstein. Es veneno puro, es uno de esos repugnantes judíos que se odian a sí mismos, un auténtico bicho».

 

Tras declarar que la decisión de Holt era una vergüenza, Elan Steinberg, director ejecutivo del Congreso Judío Mundial, opinó: «Si quieren dedicarse a la recogida de basuras, deberían protegerse con uniformes especiales».

 

«Era la primera vez que experimentaba —rememoraría más adelante Naumann— un intento semejante, por parte de terceros interesados, de desprestigiar públicamente una obra a punto de ver la luz». El destacado historiador y periodista israelí Tom Segev observó en Haaretz que la campaña de desprestigio rayaba en «el terrorismo cultural».

 

En su calidad de historiadora jefe de la Sección de Crímenes de Guerra y Crímenes contra la Humanidad del Departamento de Justicia canadiense, Birn empezó a recibir ataques lanzados por las organizaciones judías canadienses. Alegando que yo era un «indeseable para la gran mayoría de los judíos del continente», el Congreso Judío Canadiense censuró la colaboración de Birn en el libro. Con objeto de presionarla laboralmente, el CJC presentó una denuncia al Departamento de Justicia. Dicha denuncia, sumada a un informe respaldado por el CJC en el que se decía que Birn pertenecía a «la raza perpetradora» (puesto que es alemana de nacimiento), desencadenó una investigación oficial sobre su persona.

 

Los ataques personales no cesaron con la publicación del libro. Goldhagen aseveró que Birn, que ha consagrado su vida a llevar ante la justicia a los criminales de guerra nazis, se dedicaba a alimentar el antisemitismo, y que yo era de la opinión de que las víctimas del nazismo, incluidos mis propios parientes, merecían la muerte. Stanley Hoffmann y Charles Maier, colegas de Goldhagen del Centro de Estudios Europeos de Harvard, lo respaldaron públicamente.

 

The New Republic afirmó que las acusaciones de censura eran una «patraña» y sostuvo que «no es lo mismo censurar que defender los niveles de calidad». A Nation on Trial fue bien recibido por los principales historiadores del holocausto nazi, incluidos Raul Hilberg, Christopher Browning e Ian Kershaw. Estos mismos estudiosos rechazaron unánimemente la obra de Goldhagen; Hilberg consideró que no tenía «ningún valor». ¡Niveles de calidad!

 

Observemos, por último, la pauta que se establece: Wiesel y Gutman dieron su apoyo a Goldhagen; Wiesel respaldó a Kosinski; Gutman y Goldhagen apoyaron a Wilkomirski. Busquemos la relación que hay entre los participantes: así es la literatura del Holocausto.

 

Exageraciones aparte, nada demuestra que la corriente negacionista del Holocausto tenga más influencia en Estados Unidos de la que pueda tener la asociación de defensores de que la tierra es plana. Considerando la cantidad de disparates que produce diariamente la industria del Holocausto, lo extraño es que haya tan pocos escépticos. No es difícil descubrir los intereses a los que obedece la propagación de la idea de que quienes niegan la existencia del Holocausto son una legión. En una sociedad saturada de Holocausto, ¿cómo se podría justificar la aparición de más museos, libros, planes de estudios, películas y programas dedicados a él si no fuera invocando el fantasma de la negación del Holocausto? Así, por ejemplo, el Museo Conmemorativo del Holocausto de Washington abrió sus puertas a la vez que se publicaba el celebrado libro de Deborah Lipstadt, Denying the Holocaust, y también los resultados de una encuesta, ineptamente redactada, del CJA, según los cuales la negación del Holocausto es un fenómeno muy extendido.

 

Denying the Holocaust es una versión actualizada de los opúsculos sobre el «nuevo antisemitismo». Con objeto de documentar la negación generalizada del Holocausto, Lipstadt cita una serie de extravagantes publicaciones. Su pièce de résistance es Arthur Butz, un don nadie que da clases de ingeniería eléctrica en la Northwestern University y que ha publicado un libro titulado The Hoax of the Twentieth Century en una editorial desconocida. Lipstadt titula el capítulo dedicado a tal personaje así: «Adentrándonos en las principales corrientes de opinión». Si no fuera por Lipstadt y otros como ella, nadie habría llegado a tener noticia de la existencia de Arthur Butz.

 

Ahora bien, a Bernard Lewis sí puede considerársele un destacado representante de la corriente negacionista del Holocausto. Hasta el punto de que un tribunal francés le declaró culpable de negarse a aceptar que se había producido un genocidio. Mas el genocidio cuya existencia negaba Lewis era el de los armenios cometido por los turcos durante la Primera Guerra Mundial, y no el genocidio nazi de los judíos; además, Lewis es partidario del Estado de Israel. Este tipo de negación del holocausto no despierta ninguna animosidad en los Estados Unidos. Turquía es aliada de Israel, y eso atenúa aún más cualquier cargo en su contra. Por lo tanto, mencionar el genocidio armenio es tabú. Elie Wiesel y el rabino Arthur Hertzberg, así como el CJA y el Yad Vashem, se retiraron de una conferencia internacional sobre el genocidio celebrada en Tel Aviv porque sus organizadores incluyeron en el programa sesiones sobre el caso armenio. Wiesel llegó incluso a tratar de boicotear la conferencia por su cuenta y riesgo y, según Yehuda Bauer, intentó convencer a otras personas para que no asistieran. Actuando a instancias de Israel, el Consejo del Holocausto de EEUU eliminó prácticamente toda referencia a los armenios en el Museo Conmemorativo del Holocausto de Washington, y los grupos de presión judíos del Congreso impidieron que se celebrara una jornada en recuerdo del genocidio armenio.

 

Poner en tela de juicio el testimonio de un superviviente, denunciar el papel jugado por los colaboradores judíos, insinuar que los alemanes sufrieron durante el bombardeo de Dresde o que algún Estado que no fuera el alemán cometió crímenes durante la Segunda Guerra Mundial son, en opinión de Lipstadt, pruebas que demuestran la fuerza de la corriente negacionista del Holocausto. E insinuar que Wiesel se ha beneficiado de la industria del Holocausto, o incluso ponerlo en entredicho, equivale a negar la existencia del Holocausto.

 

Las variantes más «insidiosas» de la negación del Holocausto, indica Lipstadt, son las «equivalencias morales»; es decir, la negación de la singularidad del Holocausto. Las simplificaciones de este razonamiento no dejan de ser inquietantes. Daniel Goldhagen argumenta que los actos cometidos por los serbios en Kosovo «en esencia solo se diferencian de los de la Alemania nazi por sus dimensiones». Este comentario haría que, «en esencia», Goldhagen se sumara a las filas de quienes niegan el Holocausto. Es más: los comentaristas israelíes de todo el espectro político compararon los actos cometidos por los serbios en Kosovo con los ataques dirigidos por los israelíes contra los palestinos en 1948. Así pues, de acuerdo con la lógica de Lipstadt, Israel cometió un Holocausto. Ni siquiera los palestinos mantienen esa acusación.

 

No toda la literatura revisionista carece de valor, aun cuando la ideología o los motivos de quienes la practican sean denigrantes. Lipstadt acusa a David Irving de ser «uno de los portavoces más peligrosos del negacionismo del Holocausto» (por esta y otras afirmaciones, Lipstadt ha perdido recientemente en Inglaterra un juicio entablado contra ella por difamación). Ahora bien, Irving, notorio admirador de Hitler y simpatizante del nacionalsocialismo alemán, ha hecho, no obstante, tal como señala Gordon Craig, una contribución «indispensable» a nuestro conocimiento de la Segunda Guerra Mundial. Tanto Arno Mayer, en su importante estudio sobre el holocausto nazi, como Raul Hilberg citan publicaciones donde se niega la existencia del Holocausto. «Si estas personas quieren hablar, dejémosles que hablen —observa Hilberg—. Es un acicate para aquellos que investigamos con objeto de analizar de nuevo lo que podríamos haber dado por sentado. Y eso nos resulta útil».

 

* * *

 

 

 

El Día Conmemorativo del Holocausto, que se celebra todos los años, es un acontecimiento nacional. Los cincuenta estados patrocinan actos conmemorativos, cuya planificación se hace a menudo en las cámaras legislativas estatales. La Asociación de Organizaciones del Holocausto cuenta con más de cien miembros en los Estados Unidos. Siete grandes museos del Holocausto salpican la geografía estadounidense. La pieza clave de esta actividad rememorativa es el Museo Conmemorativo del Holocausto de Estados Unidos, ubicado en Washington.

 

Lo primero que debemos preguntarnos es por qué tenemos un museo del Holocausto, creado por iniciativa federal y financiado públicamente, en el centro neurálgico de la nación. Su presencia en el Washington Mall resulta particularmente incongruente, dado que allí no existe ningún museo que conmemore los crímenes cometidos a lo largo de la historia estadounidense. Imaginemos las lamentaciones y acusaciones que aquí se entonarían si Alemania construyese un museo nacional en Berlín para conmemorar no el genocidio nazi, sino la esclavitud estadounidense o el exterminio de los nativos de América del Norte.

 

«El museo pretende por todos los medios evitar cualquier intento de adoctrinamiento —escribió el proyectista del museo del Holocausto—, toda manipulación de las impresiones y las emociones»,

 

y, sin embargo, el museo se vio inmerso en la política desde su concepción hasta su culminación. En vísperas de una campaña de reelección, Jimmy Carter puso en marcha el proyecto con el objetivo de aplacar a los contribuyentes y votantes judíos, exasperados porque el presidente hubiese reconocido los «derechos legítimos» de los palestinos. El presidente de la Conferencia de Presidentes de las Grandes Organizaciones Judías Estadounidenses, el rabino Alexander Schindler, estimó que el reconocimiento de los derechos humanos de los palestinos por parte de Carter era una iniciativa «escandalosa». Carter anunció el proyecto del museo mientras el primer ministro Menachem Begin estaba en visita oficial en Washington y a la vez que en el Congreso se libraba una encarnizada batalla sobre la propuesta de la Administración de vender armas a Arabia Saudí. En el propio museo afloran otras cuestiones políticas. Con objeto de no ofender a un poderoso grupo de votantes, el museo pasa por alto los orígenes cristianos del antisemitismo europeo. Resta importancia a las discriminatorias cuotas de inmigración que se aplicaban en EEUU antes de la guerra, exagera el papel desempeñado por los estadounidenses en la liberación de los campos de concentración y silencia por completo el nutrido reclutamiento de criminales de guerra nazis que EEUU llevó a cabo cuando terminó la guerra. El mensaje básico que el museo transmite es que «nosotros» no podríamos haber concebido, y mucho menos cometido, actos tan malvados. El Holocausto «va en contra del carácter estadounidense», observa Michael Berenbaum en la guía del museo. «En su perpetración, vemos una violación de todos los valores estadounidenses esenciales». Al concluir su exposición permanente con escenas de supervivientes judíos esforzándose por entrar en Palestina, el museo difunde la consigna sionista según la cual Israel era la «respuesta adecuada al nazismo».

 

La politización comienza aun antes de que se traspase el umbral del museo. El edificio está ubicado en la Plaza de Raoul Wallenberg, un diplomático sueco a quien se rinden honores porque rescató a millares de judíos y al final fue a parar a una cárcel soviética. Pero al conde Folke Bernadotte, compatriota de Wallenberg, no se le recuerda porque, aunque también él rescató a millares de judíos, el exprimer ministro israelí Isaac Shamir ordenó que se le asesinara por ser «pro-árabe».

 

El punto crítico de la orientación política del museo del Holocausto radica en quiénes son los conmemorados. ¿Fueron los judíos las únicas víctimas del Holocausto?, ¿o cuentan también como víctimas otros que perecieron en la persecución nazi?. Durante las diversas fases de planificación del museo, Elie Wiesel (junto con Yehuda Bauer, del Yad Vashem) lideró la ofensiva en pro de conmemorar exclusivamente a los judíos. Wiesel, considerado como el «experto indiscutible en el periodo del Holocausto», batalló tenazmente para que se tuviera en cuenta la preeminencia de los padecimientos judíos. «Como siempre, comenzaron por los judíos —salmodiaba en su línea característica—. Como siempre, no se contentaron con los judíos». Y, sin embargo, la realidad es que las primeras víctimas políticas del nazismo no fueron los judíos, sino los comunistas, y las primeras víctimas del genocidio nazi tampoco fueron los judíos, sino los discapacitados.

 

Justificar la exclusión del genocidio gitano fue el mayor reto que hubo de afrontar el museo del Holocausto. Los nazis asesinaron sistemáticamente ni más ni menos que a medio millón de gitanos, con lo que las pérdidas proporcionales son aproximadamente equivalentes a las del genocidio judío. Yehuda Bauer y otros escritores del Holocausto sostenían que los gitanos no cayeron víctimas de la misma masacre genocida que los judíos. Por otra parte, respetados historiadores del holocausto, como Henry Friedländer y Raul Hilberg, han argumentado lo contrario.

 

Los motivos ocultos que explican que el museo marginara el genocidio gitano son muy diversos. En primer lugar: la pérdida de una vida gitana y de una vida judía eran sencillamente incomparables. A la vez que calificaba de «quijotada» la pretensión de que en el Consejo Conmemorativo del Holocausto de EEUU se incluyera una representación gitana, su director ejecutivo, el rabino Seymour Siegel, ponía en duda que los gitanos «existieran» en cuanto pueblo: «Debería otorgarse algún tipo de reconocimiento al pueblo gitano… si es que tal cosa existe». Luego reconocía, no obstante, que para ellos «hubo un factor de sufrimiento bajo el dominio nazi». Edward Linenthal rememora la «profunda desconfianza» que los representantes gitanos sentían hacia el Consejo, desconfianza «alimentada por la clara evidencia de que algunos miembros del Consejo encaraban la participación gitana en el museo igual que una familia se enfrenta a unos parientes inoportunos y embarazosos».

 

En segundo lugar, reconocer el genocidio gitano supondría que los judíos perderían sus derechos exclusivos sobre el Holocausto, con la consiguiente pérdida de «capital moral». En tercer lugar, si los nazis habían perseguido por igual a gitanos y a judíos, el dogma de que el Holocausto señalaba el clímax de un milenio de odio gentil contra los judíos dejaría de ser defendible. Asimismo, si la envidia gentil espoleó el genocidio judío, ¿fue también la envidia la que provocó el genocidio gitano? En la exposición permanente del museo, las víctimas no judías del nazismo reciben una atención meramente simbólica.

 

Por último, la trayectoria política del museo del Holocausto también ha sufrido la influencia del conflicto entre israelíes y palestinos. Antes de ser director del museo, Walter Reich escribió un panegírico sobre la fraudulenta obra de Joan Peters From Time Immemorial, donde se asegura que Palestina estaba literalmente desierta antes de la colonización sionista. Presionado por el Departamento de Estado, Reich se vio forzado a dimitir después de negarse a invitar a Yasser Arafat, convertido en condescendiente aliado estadounidense, a visitar el museo. Al teólogo del Holocausto John Roth se le ofreció el cargo de subdirector y posteriormente se le obligó a presentar la dimisión debido a las críticas que había emitido contra Israel en otros tiempos. Al rechazar un libro al que el museo había dado en un principio su visto bueno y explicar el cambio de opinión en razón de que incluía un capítulo escrito por Benny Morris, destacado historiador israelí crítico con Israel, Miles Lerman, presidente del museo, reconoció: «Sería inconcebible colocar al museo en el bando opuesto a Israel».

 

Después de los terribles ataques lanzados por Israel contra el Líbano en 1996, que culminaron con la masacre de más de un centenar de civiles en Qana, el columnista de Haaretz Ari Shavit comentaba que Israel había podido actuar con impunidad porque tienen «la Liga Anti-Difamación […] y el Yad Vashem y el museo del Holocausto»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Norman  Finkelstein. “La industria del Holocausto” ]

 

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