sábado, 20 de enero de 2024

 

[ 521 ]

 

EL MÉTODO YAKARTA

Vincent Bevins

 

(…)

 

 

 

02

Indonesia independiente

 

NOTICIAS DE AMERIKA

 

El final del Axioma Yakarta llegó en 1953: para que los países independientes fueran tolerados ya no bastaba con que mantuvieran a las fuerzas de izquierda bajo control. Con la deposición de Mosadeq en Irán, la nueva norma de la Administración Eisenhower pasó a ser que los países neutrales eran enemigos en potencia: Washington podía decidir cuándo una nación independiente del tercer mundo no era lo bastante anticomunista. Wiz y sus chicos, envalentonados por el éxito en Teherán, dirigieron su atención a América Central, donde se anotarían la victoria que serviría de patrón para las intervenciones encubiertas de la siguiente década.

 

Dos lustros antes, los guatemaltecos habían tenido una pequeña revolución. Una serie de huelgas conllevaron el derrocamiento de Jorge Ubico, un dictador pronazi que había trabajado codo con codo con la aristocracia terrateniente y las corporaciones internacionales a lo largo de dos décadas para mantener a los campesinos en un sistema de trabajos forzados (en otras palabras: esclavitud). La izquierda, incluido el partido comunista, denominado Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), llevaba tiempo implicada en la organización de los trabajadores para hacer frente a Ubico. La revolución llegó en 1944, cuando Estados Unidos, siendo presidente Franklin Delano Roosevelt, tenía una alianza con la Unión Soviética y estaba muy ocupado combatiendo en la Segunda Guerra Mundial. Quizá por ese motivo el nuevo Gobierno no hizo sonar las alarmas de los políticos estadounidenses.

 

Entre 1944 y 1951, el popular maestro Juan José Arévalo tomó el control de la jovencísima democracia en el país más grande de América Central. Sin embargo, fue la elección de Jacobo Árbenz, que asumió el poder en 1951, lo que realmente despertó suspicacias en el norte.

 

Árbenz era un soldado de clase media que se había convertido también en terrateniente y, en lo que a ideas radicales se refiere, si alguna tuvo, probablemente fuera debida a la influencia de su mujer, María Vilanova, salvadoreña, educada en California y una figura mucho más fascinante y compleja que él. Activista social políglota impactada por las desigualdades, Vilanova rechazaba la alta sociedad centroamericana, leía con pasión y con amplias miras y estableció contacto con figuras de la izquierda de toda América Latina.

 

Jacobo Árbenz aceptó al pequeño pero bien organizado PGT en su coalición de gobierno. Sin embargo, Guatemala votó en la ONU contra las actuaciones de la Unión Soviética, y el nuevo presidente dejó claro en su discurso inaugural que su objetivo era «convertir a Guatemala, de un país atrasado y de economía predominantemente feudal, en un país moderno y capitalista».

 

No era esta una tarea menor. Cuando su ejecutivo aprobó una reforma agraria en 1952, las medidas toparon con intereses muy poderosos. El Gobierno empezó a comprar grandes propiedades sin uso y a distribuirlas entre los pueblos indígenas y los campesinos. Procesos de este tipo eran considerados por economistas de todo el mundo no solo una forma de beneficiar al pueblo llano, sino de dar un uso productivo a todo el país y liberar las fuerzas de la economía de mercado. Sin embargo, la normativa estipulaba que Guatemala pagaría de acuerdo al valor oficial del suelo, y la United Fruit Company, la empresa estadounidense que básicamente controló la economía del país durante décadas, había infravalorado de manera escandalosa sus propiedades para evitar pagar impuestos.

 

La poderosa empresa aulló de rabia. United Fruit estaba extremadamente bien conectada en la Administración Eisenhower y empezó una campaña de relaciones públicas en Estados Unidos para acusar a Árbenz de comunista. También invitó a Guatemala a periodistas estadounidenses en viajes de placer con todos los gastos pagados, una medida muy útil para conseguir la publicación de noticias profundamente críticas en revistas como Time, U.S. News & World Report y Newsweek. La CIA pidió de nuevo a Kermit Roosevelt que supervisara las operaciones. Se negó en aquella ocasión, argumentando a sus superiores que los futuros golpes de Estado no funcionarían a menos que el pueblo y el Ejército del país «quieran lo que nosotros queremos». Frank Wisner eligió en su lugar a Tracy Barnes.

 

Washington hizo tres tentativas de golpe de Estado. Fue la tercera la que funcionó. En noviembre de 1953, Eisenhower destituyó al embajador estadounidense en Ciudad de Guatemala y envió a John Peurifoy, que llevaba desde 1950 en Atenas, donde improvisó un Gobierno derechista favorable tanto a Washington como a la monarquía griega. Entre la izquierda griega era conocido como el «carnicero de Grecia».

 

En Guatemala, los norteamericanos hicieron cuanto pudieron por crear un pretexto para la intervención. La CIA sembró cajas de rifles marcados con hoces y martillos comunistas para que pudieran ser «descubiertas» como prueba de la infiltración soviética. Cuando los militares guatemaltecos, incapaces de encontrar otro suministro, terminaron comprando armas (al cabo inútiles) de Checoslovaquia, los chicos de Wisner se sintieron aliviados. Por fin tenían su excusa. Árbenz destapó los planes del tercer golpe de Estado en enero de 1954 y los publicó en la prensa guatemalteca. Los hombres de la CIA tenían tanta confianza en sí mismos que siguieron con lo previsto igualmente, limitándose a negarlo ante la prensa estadounidense. Organizaron una diminuta fuerza rebelde en torno al general Carlos Castillo Armas, un hombre poco convincente al que despreciaban incluso los oficiales conservadores del Ejército guatemalteco. Empezaron a emitir noticias falsas, a través de estaciones de radio controladas por Estados Unidos, de una rebelión militar que avanzaba directa a la victoria, y bombardearon Ciudad de Guatemala. Se trataba de una guerra psicológica, no de una invasión real: el grupo de desarrapados que aguardaba al otro lado de las fronteras de Honduras y El Salvador no tenía ninguna posibilidad de entrar en el país y derrotar al verdadero Ejército, mientras que las bombas que los pilotos estadounidenses arrojaron en la capital terminaron siendo apodadas «sulfatos» (o laxantes de sulfato), dado que su función no era provocar daños, sino asustar de tal modo a Árbenz y a cuantos lo rodeaban que acabaran manchando los pantalones.

 

Miguel Ángel Albizures, de nueve años de edad, oyó las bombas explotar cerca y la conmoción dejó grabada una sensación de miedo en lo más profundo de su cerebro. Cuando todo empezó estaba en la capital, desayunando antes de ir a la escuela en uno de los comedores públicos puestos en funcionamiento por Árbenz. Estaba aterrorizado (sí, tan espantado, tan impresionado, que creyó que se lo haría encima, la intención concreta de los atacantes) y corrió a ponerse a cubierto debajo de los bancos de la iglesia católica más cercana.

 

Árbenz, que comprendía que Estados Unidos estaba decidido a derrocarlo, empezó a valorar la rendición. Su Gobierno, frenético, ofreció dar a la United Fruit lo que quería. Pero ya era demasiado tarde para concesiones. Los comunistas y otros grupos presionaron a Árbenz para que no entregara el poder. En vano, un médico argentino de veinticinco años que vivía entonces en Ciudad de Guatemala, Ernesto «Che» Guevara, se ofreció voluntario para ir al frente y posteriormente intentó organizar milicias civiles para defender la capital.

 

En lugar de eso, el presidente dimitió el 27 de junio de 1954 y entregó el poder al coronel Carlos Enrique Díaz, jefe de las Fuerzas Armadas. Díaz se había reunido con el embajador Peurifoy y creía que sería un reemplazo aceptable para Estados Unidos. Le dijo a Árbenz que había alcanzado un acuerdo con los norteamericanos y que, si asumía el poder, al menos podrían evitar dejar el país en manos del odiado Castillo Armas, lo que contribuyó a persuadir al presidente para que renunciara.

 

El acuerdo no duró mucho. Apenas unos días después de que Díaz tomara el poder, el director de la CIA en el país, John Doherty, y su segundo, Enno Hobbing (que había sido responsable de la oficina de la revista Time en París) se sentaron con él. «Permítame explicarle algo» dijo Hobbing. «Usted cometió un gran error al asumir el Gobierno». Hobbing guardó silencio un momento y luego se expresó con la mayor claridad: «Coronel, sencillamente usted no es el adecuado para las necesidades de la política exterior norteamericana». Díaz estaba desconcertado. Pidió que fuera el propio Peurifoy quien se lo dijera. Según Díaz, cuando Peurifoy llegó, a las cuatro de la mañana, apoyó a Doherty y a Hobbing. También mostró al coronel una larga lista de guatemaltecos que tenían que ser fusilados inmediatamente. «Pero ¿por qué?», preguntó Díaz. «Porque son comunistas», respondió Peurifoy.

 

Castillo Armas, el favorito de Estados Unidos, tomó el relevo. La esclavitud volvió a Guatemala. En los primeros meses de su Gobierno, Castillo Armas estableció el Día del Anticomunismo y detuvo y ejecutó a entre tres y cinco mil partidarios de Árbenz. Eisenhower estaba eufórico. A pesar de la inquietud que Wisner demostró durante toda la operación, fue otro triunfo de su enfoque. Después de que Barnes y él se reunieran con Eisenhower, volvieron al salón de Barnes en Georgetown e «hicieron un bailecito».

 

El Diario del Pueblo prestó mucha atención a los acontecimientos de aquel pequeño país a medio mundo de distancia. Día tras día, la situación de Guatemala ocupaba la portada y los titulares eran claros y precisos: «Amerika Menjerang Guatemala» (Estados Unidos amenaza a Guatemala), y a continuación un largo artículo explicativo, «Esto es Guatemala», con un mapa de la región y posteriores referencias a la «agresión estadounidense». La cobertura de la prensa estadounidense fue distinta. The New York Times se refirió a los golpistas como «rebeldes», mientras que al Gobierno de Árbenz lo tildaba de «rojo» o «amenaza comunista», y afirmaba que el Gobierno de Estados Unidos estaba «ayudando» a mediar en las conversaciones de paz, en lugar de estar organizándolo todo. La mayoría de los historiadores reconocerían hoy sin dudas que aquel pequeño periódico comunista indonesio informó de los acontecimientos con más exactitud que The New York Times.

 

Hay motivos para ello. Sydney Gruson, un emprendedor corresponsal de The New York Times, tenía previsto llevar a cabo una investigación de las fuerzas «rebeldes». Frank Wisner pretendía que se lo impidieran y pidió a su jefe, Allen Dulles, que hablara con los superiores de Gruson en el periódico. Eso hizo Dulles. Considerando que estaba actuando como un patriota, el propietario de The New York Times, Arthur Sulzberger, ordenó a Gruson que no viajara a Guatemala. Hay también una razón que explica por qué Zain y sus compañeros prestaron tanta atención a Guatemala. Una noticia de portada del Diario del Pueblo del 26 de junio denunciaba que lo que estaba sucediendo en Guatemala «amenaza la paz mundial y podría suponer una amenaza también para Indonesia».

 

Un documento interno del Departamento de Estado, de acceso público en la actualidad, niega cualquier idea de que Washington considerara que Guatemala era una «amenaza comunista» inmediata. Según una nota de Louis J. Halle al director de Planificación de Políticas del Departamento de Estado, el riesgo no era que Guatemala pudiera actuar con agresividad. El riesgo era que Árbenz ofreciera un ejemplo que llevara a sus vecinos a intentar imitarlo. La nota afirma: «Las pruebas indican que en absoluto existe un riesgo militar actual para nosotros. Aunque leamos referencias públicas que señalan que Guatemala está a tres horas por aire de los campos petrolíferos de Texas y a dos horas de vuelo del canal de Panamá, podemos estar tranquilos, pues la capacidad de Guatemala para bombardear cualquiera de ellos es nula. El reciente envío de armas no supone ninguna diferencia en este sentido, como tampoco la supondrían envíos repetidos».

 

 

El riesgo real, afirmaba Halle claramente, era que una «infección» comunista pudiera

 

 

expandirse mediante el ejemplo de independencia con respecto a Estados Unidos que Guatemala podría ofrecer a los nacionalistas de toda América Latina. Podría extenderse mediante un ejemplo de nacionalismo y reformas sociales. Finalmente, y por encima de todo, podría transmitirse mediante la disposición de los latinoamericanos a identificarse con la pequeña Guatemala si la cuestión se les planteara (como se les está planteando) no por su propia seguridad, sino como un combate entre David Guatemala y el Tío Sam Goliat. Este último es, en mi opinión, el riesgo que más debemos temer y contra el que tenemos que protegernos.

 

 

La cuestión de la reforma agraria fue un caso ejemplar y recurrente de «haz lo que digo y no lo que hago». Cuando el general MacArthur gobernaba Japón nada más concluir la Segunda Guerra Mundial, impulsó un ambicioso programa de reformas agrarias; asimismo, en aquellos años, las autoridades de Estados Unidos supervisaron la redistribución de tierras en Corea del Sur. En naciones estratégicas y controladas directamente por ellos, los estadounidenses entendieron la necesidad de acabar con el control feudal de la tierra para desarrollar economías capitalistas dinámicas. Sin embargo, cuando las reformas agrarias eran llevadas a cabo por la izquierda o por supuestos rivales geopolíticos —o cuando amenazaban los intereses económicos de Estados Unidos—, eran tratadas con mucha frecuencia como fruto de la infiltración comunista o de un peligroso radicalismo.

 

Los hermanos Dulles habían trabajado en Wall Street, en concreto para la United Fruit Company. Todavía hoy se discute si la CIA planificó los golpes de Estado de Irán y de Guatemala por motivos económicos cínicos (ayudar a amigos empresarios y al capitalismo estadounidense de forma más general) o si la agencia se consideró realmente amenazada por el «comunismo». Puede haber más de una explicación; el líder del PGT, el partido comunista guatemalteco, afirmó que «nos habrían derrocado incluso si no hubiéramos cultivado bananas». Las conversaciones que Wisner mantenía en casa con su familia indican que realmente consideraba que el Partido Tudeh iraní y el guatemalteco PGT eran de algún modo un peligro para su país.

 

Pero las motivaciones no importaban mucho a los millones de personas que leían sobre estos acontecimientos en Asia ni a los latinoamericanos que los observaban de cerca. Fueran cuales fueran sus motivos, Estados Unidos se forjó una reputación de injerencia frecuente y violenta en los asuntos de naciones independientes.

 

Aquel joven médico, el Che Guevara, creyó haber aprendido una importante lección en 1954. Llegó a la conclusión de que Washington nunca permitiría una suave reforma social —ni hablar del socialismo democrático— que floreciera en su patio trasero, por lo que cualquier movimiento que pretendiera el cambio tendría que estar armado, disciplinado y preparado para la agresión imperialista. Con veintiséis años entonces, escribió a su madre que Árbenz «no supo estar a la altura de las circunstancias». El presidente guatemalteco, defendía el Che, «no pensó que un pueblo en armas es un poder invencible […]. Pudo haber dado armas al pueblo y no quiso, y el resultado es este». El Che partió en dirección a Ciudad de México y empezó a formular una estrategia revolucionaria más radical basada en lo que había visto en Guatemala.

 

En Indonesia, Francisca, si bien no seguía las noticias tan de cerca como Zain, sentía que la revolución en el archipiélago estaba lejos de haberse llevado a término. Solo habían pasado cinco años libres del colonialismo blanco, pensaba, y no había garantía de que la libertad fuera a durar. De cualquier modo, estaba habitualmente ocupada trabajando en la biblioteca y cuidando de su primera hija. Zain volvía tarde a casa, y se dedicaban fundamentalmente a sentarse a charlar sobre los libros que estaban leyendo, en su mayor parte literatura europea, más que a comentar las noticias internacionales. Zain ya tenía suficiente en el trabajo. Pero Francisca sabía que su situación era frágil y que las potencias occidentales no tenían intención de conceder fácilmente la libertad a los pueblos del tercer mundo. La brutal invasión francesa de Vietnam era una nueva prueba. El presidente Sukarno estaba siempre en la radio, empleando sus considerables habilidades retóricas para hacer llegar el mensaje de que los indonesios todavía tenían que luchar. Desde Indonesia, lo que se percibía era que tanto en Irán como en Guatemala los nacientes movimientos democráticos habían intentado hacer valer su recién estrenada independencia en la economía mundial y la nueva potencia occidental había reaccionado con violencia y los había devuelto por la fuerza al papel servil que siempre habían tenido. A Sukarno le gustaba denominarlo «neocolonialismo»: la aplicación por la fuerza del control imperial sin un dominio formal. Plenamente moderno, le encantaban los neologismos y los acrónimos, y más tarde acuñaría el término NEKOLIM (neocolonialismo, colonialismo e imperialismo) para dar nombre al enemigo al que consideraba que se enfrentaban todos.

 

En 1954, después de que las fuerzas de Ho Chi Minh, sorprendentemente bien organizadas, emergieran victoriosas de la batalla de Dien Bien Phu, los franceses al fin se rindieron en Vietnam. En Ginebra, Estados Unidos estaba contribuyendo a negociar la división del país con la premisa de que tendría lugar un referéndum nacional para reunificar las dos mitades en 1956. En Yakarta, Sukarno estaba a punto de conocer a uno de los nuevos representantes de Occidente. Siempre con una expresión alegre y entusiasta, Howard Palfrey Jones aterrizó en julio…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]

 

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2 comentarios:

  1. United Fruit, Amazon, Microsoft, Senado, CIA, Congreso... la misma mierda cagada por distintos perros con el mismo collar. Ricos, pobres, explotación y explotados: clases. Porque en el fondo, más allá de todo componente religioso y racial, el genocidio que está teniendo lugar en Gaza es una (otra más) guerra desatada por los ricos contra los empobrecidos y explotados.

    Salud y comunismo

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    1. Nos cuenta Bevins que los hermanos Dulles grandes capos de la CIA, habían trabajado en Wall Street, en concreto para la United Fruit Company (En la provincia del Imperio se utiliza el eufemismo de las puertas giratoria, cuando el carca Aznar o el progre González y sus respectivos compadres, pasan por caja en el IBEX). De modo que no hay que echar mucha imaginación para comprender que la planificación y criminal ejecución del golpe de Estado en Guatemala respondió principalmente a motivos económicos, o sea a la defensa de los sacrosantos intereses del capitalismo estadounidense, de las multinacionales yanquis. La muy sobada “amenaza del comunismo”, en la realidad de los hechos claramente inexistente (véase el comentario del joven Ernesto Guevara), es la coartada perfecta para justificar los selectivos y ejemplarizantes crímenes:

      “…Peurifoy llegó, a las cuatro de la mañana, apoyó a Doherty y a Hobbing. También mostró al coronel una larga lista de guatemaltecos que tenían que ser fusilados inmediatamente. «Pero ¿por qué?», preguntó Díaz. «Porque son comunistas», respondió Peurifoy…”

      Pero siguiendo con el golpe de Estado en Guatemala, el primero que organiza la CIA en Latinoamérica, llama la atención la cobertura mediática:

      “ …The New York Times se refirió a los golpistas como «rebeldes», mientras que al Gobierno de Árbenz lo tildaba de «rojo» o «amenaza comunista», y afirmaba que el Gobierno de Estados Unidos estaba «ayudando» a mediar en las conversaciones de paz, en lugar de estar organizándolo todo.”

      Este esclarecedor ejemplo –que ya cumple más de setenta años– suministrado por Bevins, arroja luz sobre el eficaz trabajo que ahora realizan los llamados “Tanques de pensamiento”, consiguiendo generar en la población el necesario “consentimiento” para los objetivos que sus amos les han dictado. De camino también convencen a la domesticada audiencia de que la “desinformación y propaganda” es cosa exclusiva de los malos: Rusia, China, Venezuela, Cuba, Nicaragua, Irán, Yemen, Hamás… que así atacan los valores del Mundo libre defendidos por Estados Unidos y las autoproclamadas democracias liberales…

      En fin, con este sutil lavado de cerebros implementado a nivel global, para eso son LOS AMOS DE LOS MEDIOS, consiguen imponer su narrativa, su relato de los hechos que les procura la impunidad criminal que podemos observar –con el cubo de palomitas en la mano que deja libre el mando a distancia–, “en nuestra pantalla favorita” desde el cómodo sofá de casita.

      Salud y comunismo.

      *

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