martes, 16 de enero de 2024

 

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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

Domenico Losurdo

 

 

 

capítulo primero

 

¿QUÉ ES EL LIBERALISMO?

 

(…)

(https://otrapenapami.blogspot.com/search?q=Contrahistoria+del+liberalismo)

 

 

2. LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA Y LA REVELACIÓN DE UNA VERDAD EMBARAZOSA

 

Ya está claro: lo que divide a los autores hasta aquí citados es, en primer lugar, el problema de la esclavitud. De una manera o de otra, todos remiten o bien a la Inglaterra que tuvo su origen en la Revolución Gloriosa o bien a los Estados Unidos. Se trata de dos países que durante casi un siglo han sido una única realidad estatal y han constituido, por así decirlo, un solo partido político. Antes de la crisis que conduce a la revolución norteamericana, en ambos lados del Atlántico los ingleses se sienten súbditos o ciudadanos orgullosos de «un país, quizás el único en el universo, en el que la libertad civil o política es el verdadero fin y objetivo de la Constitución». Quien así se expresa es Blackstone. Para confirmar su tesis se remite a Montesquieu, quien habla de Inglaterra como de «una nación cuyo código constitucional tiene por objeto la libertad política» (De l’esprit des lois [El espíritu de las leyes], de ahora en adelante EL). Ciertamente, tampoco el liberal francés tiene dudas sobre el hecho de que «Inglaterra es actualmente el país más libre del mundo, sin excluir ninguna república», la «nación libre», el «pueblo libre» por excelencia (EL).

 

En este momento ninguna sombra parece turbar las relaciones entre las dos riberas del Atlántico. No hay conflictos y tampoco podría haberlos —por lo menos para Montesquieu— por el hecho de que también en su relación con las colonias lo que caracteriza a Inglaterra es el amor por la libertad:

 

«Si esta nación estableciera colonias lejanas lo haría más para extender su comercio que su dominio. Ya que se desea establecer en otro lugar lo que ya ha sido establecido entre nosotros, esta daría a los pueblos de las colonias su propia forma de gobierno, y ya que este gobierno trae consigo la prosperidad, se vería formarse grandes pueblos incluso en los bosques destinados a su establecimiento» (EL).

 

En el curso de estos años también los colonos ingleses en Norteamérica se reconocen orgullosamente en la tesis de Blackstone, según la cual «nuestra Constitución libre», que está «apenas a un paso de la perfección», se diferencia netamente «de las constituciones modernas de otros Estados», del ordenamiento político del «continente europeo» en su conjunto.

 

Y bajo esta ideología el imperio británico lleva a cabo la guerra de los Siete años: los colonos ingleses en Norteamérica son los más decididos a interpretarla como el encuentro entre los «fautores de la libertad en el mundo» —los británicos, «hijos de la noble libertad» o bien los defensores del protestantismo— y la Francia «cruel y opresiva» —despótica en el plano político y seguidora de la «beatería romana» y del papismo en el plano religioso. En este momento, también los súbditos de la Corona inglesa del otro lado del Atlántico gustan repetir, con las palabras de Locke, que «la esclavitud» es «directamente opuesta a la naturaleza generosa y valiente de nuestra nación»: es absolutamente impensable para un «inglés».

 

Los franceses hubieran querido reducir las colonias norteamericanas a un «sometimiento esclavista»; por fortuna, Gran Bretaña, «la Señora de las naciones», el gran sostén de la libertad, el flagelo de la opresión y de las tiranías, ha logrado conjurar este intento.

 

Es una ideología a la que Edmund Burke trata, ya en 1775, de infundir nueva vida, en un desesperado intento por evitar la ruptura que se perfila en el horizonte. Cuando presenta su moción de conciliación, invita a no perder de vista y a no cortar los vínculos que unen a los colonos norteamericanos con la Madre Patria: estamos por supuesto en presencia de una «nación» única, acomunados por un «templo sagrado dedicado a una fe común», la fe en la «libertad». La esclavitud, a la que esencialmente no se le pone obstáculos en países como España o Prusia, «prospera en todos los terrenos» menos en el inglés. Entonces es absurdo querer aplastar con la fuerza a los colonos sediciosos: «un inglés es la persona menos adecuada en el mundo para tratar de inducir a otro inglés, con argumentos, a que se someta a la esclavitud».

 

Obviamente, la esclavitud de que se habla aquí es la esclavitud de la que se hace responsable al monarca absoluto. La otra, la que encadena a los negros, es silenciada aquí. El cuadro cambia de manera sensible en el momento en que se hace irreversible la revolución —o bien la «guerra civil» con todos sus «horrores», como prefieren decir los lealistas fieles a la Corona y los propios políticos ingleses, favorables al compromiso y al mantenimiento de la unidad de la «nación» y de la «raza» inglesas—. El elemento de continuidad está claro. Cada una de las dos partes contrapuestas acusa a la otra de querer reintroducir el despotismo, la «esclavitud» política. La acusación de los colonos sediciosos es ampliamente conocida: estos no se cansan de denunciar la tiranía de la Corona y del Parlamento inglés, su demencial proyecto de someter a los residentes de Norteamérica a una condición de «servidumbre perpetua y esclavitud». Pero la respuesta no se hace esperar. Ya en 1773 un lealista de Nueva York lanza una advertencia: hasta ahora «hemos estado alerta contra los ataques externos a nuestra libertad» (la referencia es a la guerra de los Siete años), pero ha sobrevenido un peligro mucho más insidioso, el de «ser esclavizados por tiranos internos». También en Nueva York, otro lealista reafirma dos años después: los sediciosos aspiran a «reducirnos a una condición peor que la de los esclavos». En su polémica, los dos troncos en los que se ha separado el partido liberal, retoman la ideología y la retórica que había presidido la autocelebración de la nación inglesa, en su conjunto, como enemiga jurada de la esclavitud política.

 

La novedad radica en que, paralelamente al intercambio recíproco de acusaciones, junto con la esclavitud política, en la polémica también irrumpe violentamente la otra, la que ambos troncos habían eliminado —como elemento molesto— de su orgullosa autoconciencia en tanto que miembros del pueblo y del partido de la libertad. A los ojos de los colonos sediciosos, el gobierno de Londres, que impone de manera soberana impuestos a ciudadanos o súbditos que ni siquiera están representados en la Cámara de los Comunes, se comporta como un amo frente a sus esclavos. Pero —objetan los demás— si hay que hablar de esclavitud precisamente, ¿por qué no comenzar a poner en discusión aquella que se manifiesta de manera brutal e inequívoca justo allí, donde de forma más apasionada se cantan loas a la libertad? Ya en 1764, Benjamín Franklin, que en aquel momento se hallaba en Londres para apoyar la causa de los colonos, debe enfrentar los comentarios sarcásticos de sus interlocutores:

 

«Vosotros, los norteamericanos, armáis un gran jaleo por cualquier mínima imaginaria violación de las que consideráis vuestras libertades; pero en este mundo no existe un pueblo tan enemigo de la libertad, tan absolutamente tiránico como el vuestro, cuando eso os resulta cómodo».

 

Los sedicentes campeones de la libertad señalan como sinónimo de despotismo y de esclavitud una imposición fiscal promulgada sin su consenso explícito, pero no muestran escrúpulos en ejercer el poder más absoluto y más arbitrario en perjuicio de sus esclavos. Es una paradoja: «¿Cómo se explica que los más estridentes gritos de dolor por la libertad los escuchemos elevarse en las voces de los cazadores de negros?» —se pregunta Samuel Johnson—. De manera análoga, del otro lado del Atlántico, ironizan aquellos que tratan de oponerse a la secesión. Thomas Hutchinson, gobernador real de Massachusetts, reprocha a los revoltosos su incoherencia o hipocresía cuando de la manera más radical niegan a los africanos los mismos derechos que proclaman como «absolutamente inalienables».

 

Jonathan Boucher, un lealista norteamericano que más tarde se refugiaría en Inglaterra, se hace eco de Thomas Hutchinson —cuando menciona los acontecimientos que lo habían llevado al exilio— al expresar:

 

«Los más bulliciosos abogados de la libertad eran los más duros y más malvados dueños de esclavos».

 

 

Quienes se expresan con tal dureza no son solo las personalidades involucradas de manera más directa en la polémica y en la lucha política; particularmente incisiva resulta la intervención de John Millar, notable exponente de la Ilustración escocesa:

 

 

«Es singular que los mismos individuos que hablan con estilo refinado de libertad política y que consideran como uno de los derechos inalienables de la humanidad el derecho de imponer impuestos, no tengan escrúpulo en reducir una gran proporción de las criaturas semejantes a ellas a unas condiciones tales en las que resultan privadas no solo de la propiedad, sino incluso de casi todos los derechos.

Quizás el destino no haya producido otra situación que logre como esta, ridiculizar una hipótesis liberal o mostrar cuán poco está la conducta de los hombres, en el fondo, orientada por algún principio filosófico».

 

 

Millar es discípulo de Adam Smith. También el maestro parece tener la misma opinión. Cuando declara que en lugar del «gobierno libre», controlado por los propietarios de esclavos, prefiere el «gobierno despótico», capaz de borrar la infamia de la esclavitud, hace referencia explícita a Norteamérica. Retraducido en términos estrictamente políticos, el discurso del gran economista significa lo siguiente: sin dudas, el despotismo reprochado a la Corona es preferible a la libertad reivindicada por los propietarios de esclavos y de la cual se beneficia solo una clase restringida de dueños de plantaciones y amos absolutos.

 

Los abolicionistas ingleses van más allá, llamando a defender las instituciones británicas, amenazadas por los «usos arbitrarios e inhumanos que prevalecen en un país lejano». Tan arbitrarios e inhumanos que, como resulta del anuncio publicitario insertado en el «New York Journal», una mujer negra y su hijo de tres años son vendidos separadamente en el mercado, como si se tratara de una vaca y de un ternero. Y por lo tanto —concluye en 1769 Granville Sharp— no hay que dejarse engañar por la «grandilocuencia teatral y por las declamaciones en honor de la libertad», a que recurren los esclavistas sediciosos; es necesario decidirse a defender contra ellos con energía las instituciones inglesas libres.

 

Los acusados reaccionan reprochando a su vez a Inglaterra su hipocresía: esta se jacta de su virtud y de su amor por la libertad, pero ¿quién ha promovido y continúa promoviendo la trata negrera? ¿Y quién transporta y vende a los esclavos? Así argumenta Franklin, agitando un motivo que después deviene central en el proyecto inicial de Declaración de Independencia, elaborado por Jefferson. He aquí de qué manera, en la versión original de este documento solemne se acusan a la Inglaterra liberal que tuvo su origen en la Revolución Gloriosa y a Jorge III. Él ha emprendido una guerra cruel contra el propio género humano, violando los más sagrados derechos a la vida y a la libertad de las personas de un pueblo lejano que nunca le infirió una ofensa, haciéndolas prisioneras y transportándolas a otro hemisferio como esclavas, o enviándolas hacia una muerte miserable durante el traslado. Esta guerra abusiva, vergüenza de las potencias infieles, es la guerra del rey CRISTIANO de Gran Bretaña. Decidido a mantener abierto un mercado donde se venden y compran HOMBRES, ha prostituido su derecho de veto, reprimiendo todo intento legislativo que vetara o limitara este execrable comercio…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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