viernes, 9 de febrero de 2024

 

[ 530 ]

 

CONVERSACIONES CON BUÑUEL

 

Max Aub

 

 

PRIMERA

 

(…)

 

—Es curioso lo que dices del expresionismo porque con Epstein tuve también que ver con Lupu Pick. Ya no era el que fue. Es curioso cómo hay directores que sólo son buenos cuando tienen un escritor. A mí me pasa todo lo contrario, yo necesito un escritor, desde luego, porque como escritor soy no solamente muy malo, sino sumamente lento. Me molesta todo lo que salga de mis manos directamente, me fastidia hasta mi letra. Claro que queda la máquina, pero tardo horas y horas, y lo que tú harías en media, me cuesta a mí tres. En cambio, trabajar con aparatos, eso sí me gusta.

 

—Volvamos a tu «carrera» cinematográfica. Todo el mundo sabe que empezó cuando tu madre te dio dinero para que hicieras una película.

 

—Sí. Al principio con ciertas reservas, pero luego la convenció el notario y me dio cinco mil duros, veinticinco mil pesetas. Me fui a París y me dieron lo que correspondía entonces al cambio, ciento cuarenta mil francos. No hice en seguida la película porque me dediqué a gastar parte del dinero en los cabarets y divirtiéndome.

 

—¿Te gastaste mucho?

 

—No, hombre, ocho o diez mil francos. A mí se me había ocurrido hacer una película que fuese como un periódico, es decir, con las diferentes secciones: las noticias, los dramas, lo de tribunales, los sucesos. Todo a base de textos, greguerías y cuentos cortos de Ramón Gómez de la Serna. Hasta llegué a hablar con el segundo de a bordo del ABC, no con Luca de Tena. Estuvo completamente conforme de que yo filmara las rotativas y todo lo que yo quisiera. Volví a París y luego fui a Cadaqués, a casa de Dalí. Desde mil novecientos veinte o mil novecientos veintiuno éramos grandes amigos. Y, claro, pues hablamos de la película. Una mañana me dijo Dalí: «He tenido un sueño muy extraño: tenía un agujero en la mano y me salían cantidades de hormigas». «Pues yo también he soñado una cosa muy extraña. He soñado con mi madre, y con la Luna, y con una nube que atravesaba la Luna, y luego le querían cortar un ojo a mi madre, y ella se echaba para atrás». «Pues aquí tenemos la película», nos dijimos, y nos pusimos a trabajar. Hicimos el script en seis días, rechazando todo lo que fueran asociaciones más o menos normales, recuerdos o lógica. Por ejemplo, coge una cajetilla de Gitanes, la pone sobre una mesa baja. Y yo digo: «Ahora en vez de caja hay un sapo». Rechazado por malo. Nada de magia. No. Nada más las cosas que nos gustaban, que no significaran nada, que nos gustaran las imágenes. De cada seis rechazábamos cinco. Las primeras nos salieron muy fácilmente. La Luna, la nube, el hombre afeitándose, asentando la navaja… Esa fue idea de Dalí, como la del ciclista.

 

—¿Estuviste realmente enfermo después de filmar la escena del corte del ojo?

 

—La hice sacrificándome. Diciéndome: «Hay que hacerlo». Como si fuera un sacrificio por la patria…

 

Inicia una sonrisa.

 

—¿Era un ojo de ternera, de cerdo? ¿Vivo?

 

—Un ojo de ternera muerta. Además, muy mal arreglada. Le pusimos rímel en las pestañas. Pero se podía haber hecho con una ternera viva. A pesar de lo mal que está, como lo que sigue es tan fuerte, el público no se da cuenta. Ya te dije que Dalí llegó el último día. Luego se volvió a Figueras. Como yo no sabía nada de montaje, me fui a aprender cómo se haría con María Epstein. Ya se había estrenado el Estudio Veintiocho. Iban a estrenar, gracias al mecenazgo del conde de Noailles, una película de Man Ray.

 

—¿Habías visto L’Étoile de mer?

 

—Sí. Y no me gustó. Man Ray, cineasta, no me gusta. Es demasiado artístico. Como grabador es otra cosa.

 

—Hemos sido la única generación, o por lo menos la primera, que se ha educado en el cine. La de ahora crece con la televisión, que es otra cosa. Las anteriores, con los folletines.

 

—Sí, tienes razón. Porque, ver las cosas, nosotros hemos sido los primeros en verlas, y hay una gran diferencia entre leerlas y verlas. Lo digo por los folletines.

Nuestros padres y nuestros abuelos leyeron Los misterios de París, pero nosotros vimos Los misterios de Nueva York. Leyeron Rocambole, con grabados en acero, nosotros leímos Nick Cárter ya en tiras de colores, en cuadernos, y sobre todo, vimos Judex, y Fantomas, y La moneda rota.

 

—¿Hasta qué punto nos ha marcado? ¿Hasta qué punto hemos visto las cosas de otra manera? Igual que mis nietos ven el mundo a través de la televisión, y los anuncios de la televisión, y los dramas y la violencia de la televisión, y los dibujos animados de la televisión. Parece que no hay grandes saltos: el folletín, la radio, el cine, la televisión, los cohetes, los viajes al espacio. Así, desde fuera, la continuidad parece perfecta. Pero no lo fue, ni lo es, ni creo que lo vaya a ser. La física, la química y las matemáticas que estudiaron nuestros padres, y nosotros por inercia, no tienen nada que ver con las que enseñan hoy.

 

—Yo soy enemigo de la ciencia y amigo del misterio.

 

—Ya lo sé. Pero te servirá de poco, porque voy creyendo que tiene muy poco que ver uno con la otra. Nos hemos equivocado, hemos creído que existía una relación de dependencia constante y abrumadora entre las artes y la ciencia. No hay tal. Tal vez entre la política, las ciencias y la burocracia. Pero las artes «no adelantan que es una barbaridad», aunque alguna que otra invención: la aspirina, los discos, la máquina de escribir, las grabadoras, faciliten el trabajo. En verdad, no ha aparecido más que un nuevo arte, el cine. Y hemos nacido con él por casualidad. El cine, como es natural, mamó lo que tenía a su alrededor, del teatro, de los trucos —de la prestidigitación—, de las «actualidades» pacíficas y guerreras, de las ciencias naturales, del sentimentalismo, de los cuentos de hadas… De cuanto podía introducir en su embudo. Hasta que un día, casi en seguida, algunas gentes algo mayores que nosotros pensaron que también debía ponerse al servicio de la expresión —del expresionismo— y de la poesía tal como la entendían hacia los años veinte. Y nació el «cine de arte». De pronto, dos personas que habían nacido con el cine ya hecho, es decir, que habían «visto» desde sus primeros tiempos la imagen inventada y reflejada, pensaron —bajo la influencia de lo que en la literatura se estaba haciendo por el mundo— que el cine podía ser, como la pluma o el pincel, una fuente de emociones que podía emplearse para dar forma a las nuevas maneras del arte. O del antiarte, si quieres. Y así llegamos a Un perro andaluz. Ya sé, Fritz Lang y Ramón Gómez de la Serna. Pero vamos a ver cómo hicisteis (Dalí no sabía escribir a máquina; tú, sí, mal), cómo colaborasteis. Hasta qué punto —en cine— se volvía a reproducir la colaboración de Soupault y Breton en Le champs magnetiques o algún intento ligeramente anterior de Tzara y Picabia.

 

—Evidentemente ni lo uno ni lo otro tuvo influencia en cómo escribimos Un perro andaluz. Lo que puedo decir es que, sin duda alguna, trabajamos en total y absoluto acuerdo. Sin proponérnoslo al principio. Ya te dije que una mañana nos contamos nuestros sueños y que yo decidí que podían ser la base de la película que quería hacer, abandonando los textos de Ramón Gómez de la Serna. Trabajamos en total común acuerdo, uniendo ideas, rechazándolas cuando no nos parecían bien, fuera porque la sucesión de imágenes era demasiado visible o porque, al contrario, parecía demasiado traída por los cabellos. Buscábamos un equilibrio inestable e invisible entre lo racional y lo irracional que nos diera, a través de este último, una capacidad de entender lo ininteligible, de unir el sueño y la realidad, lo consciente y lo inconsciente, huyendo de todo simbolismo. Después del prólogo estuvimos dudando, es decir rechazando, varias ideas hasta que a Dalí se le ocurrió lo del ciclista con su caja: «Excelente», dije, y por ahí nos fuimos. No se trataba de unir una imagen con la otra a base de la razón o de la sinrazón, sino exclusivamente de que nos diera una continuidad que satisficiera nuestro inconsciente, sin herir lo consciente, pero que, a su vez, no tuviera una relación directa con lo racional. Es decir, lo que estuviera más cerca, teóricamente, de lo que Breton había definido como la manera exacta de ser del surrealismo. Lo de la falta de ilación lógica en Un perro andaluz es puro cuento. Si fuese así, debía haber cortado la película en puros flashs, echar en varios sombreros los distintos gags y pegar las secuencias al azar. No hubo tal. Y no porque no pudiera hacerlo: no hubo razón que lo impidiera. No, sencillamente es una película surrealista en que las imágenes, las secuencias, se siguen según un orden lógico, pero cuya expresión depende del inconsciente, que, naturalmente, tiene su orden. Fíjate bien: inconsciente, razón, lógica, orden. Cuando el moribundo cae en un jardín, acaricia la espalda desnuda de una estatua (de una mujer). Es decir, que es normal consecuencia de la caída, lo absurdo sería que esta secuencia antecediera a la otra. Empleamos nuestros sueños —no es nuevo— para expresar algo. Pero no para presentar un galimatías. Un perro andaluz no tiene de absurdo más que el título, ni es —¿cómo, por qué?— un desesperado llamado al asesinato, como no fuese, después, al de Gala, cuando se planeó La edad de oro. Ni tiene nada que ver con Lautréamont. Sí, mucho, con el Dalí de ayer y conmigo, con nuestra manera de ser, con nuestros sueños.

 

—Cuando venía de París iba al Café Castilla, a la hora de comer. Venían los amigos. Una tertulia.

 

—El Café Castilla… Sí, un café de cómicos donde había gente hasta muy tarde por la noche.

 

—Yo iba a mediodía.

 

—Sí, están todos los teatros cerca. La calle del Barquillo. Un café bonito, no muy grande, con las mesas bastante cercanas las unas a las otras y sofás. Y en las paredes, muchas caricaturas de autores y de cómicos, de Fresno. Un día veo un biombo puesto. Era un miércoles. Pregunto: «¿Qué?». «Que es miércoles y viene don Miguel a comer su cocido». Aquel día estaba yo… ¿con quién? No me acuerdo. Bueno, éramos dos. Nos pusimos a comer, y al momento llegó Primo de Rivera con tres o cuatro amigotes. «¡Que quiten este biombo! Estamos en familia». Se sentaron. «¡Eh, jóvenes!, ¿una copa?».

 

Buñuel tuerce el gesto, tuerce los hombros, hace caras de lástima.

 

—«Muchas gracias». ¿Qué iba uno a hacer? Y la copa. Comimos lo de siempre. Luego: «Que les sirvan dos coñacs a los jóvenes». «Muchas gracias». El coñac. ¿Qué ibas a hacer? Además, era una época buena, al fin y al cabo, él no mató a nadie.

 

—¿Cuándo se estrenó Un perro andaluz?

 

Un perro andaluz se estrenó en Madrid el veintinueve, en el cine Royalty. Estaba a reventar: Ortega, d’Ors, Canedo, Ramón… Hubo un discurso, desde un palco, de Giménez Caballero, hablando del cine de vanguardia, y, al final, suelta: «Ahora dirá unas palabras Luis Buñuel». No sabía qué decir, y no hice más que repetir lo que había escrito para El surrealismo al servicio de la Revolución, lo de la llamada al crimen.

 

—Ese discurso de Giménez Caballero debe de estar publicado en La Gaceta Literaria.

 

—Ya hacía un año que no dirigía la página de cine. Pero sí, seguramente debió de publicarlo.

 

—¿Simpatizaste con Cocteau?

 

—No. Cocteau no era de los nuestros ni podía serlo. A él le importaban otras cosas. La ética le tenía sin cuidado. Sin olvidar que su desvergüenza hería a Breton y a algunos más. Claro que, sin Cocteau, no existiría La edad de oro. Él me presentó a Noailles, él insistió día tras día para que me diera dinero para hacerla. Que la fusilara seis meses después, a su manera, con el Sang d’un poète es otro problema, que no me atañe. Pero, a pesar de eso, de que me «protegió», de que me llevó a Hyères para trabajar, a pesar de todo eso, hubo un tiempo en que nos relevábamos —es un decir— en la puerta de su casa, cerca de la Madeleine, Eluard, Aragon y yo, en parejas, para jugarle una tunda. Eso de hacer guardia es un decir. Allí estábamos una hora o una hora y media, y luego tomábamos un autobús para ir a parchear el culo que nos apetecía. A pesar de eso, siempre tuvo una admiración total por mí. Con los maricones nunca pisa uno terreno firme.

 

—¿Y cómo hiciste La edad de oro?

 

—Los vizcondes de Noailles me invitaron a comer, querían que hiciera una película. Como en el grupo éramos entonces muy respetuosos de las formas, le pedí permiso a Breton y a los demás para ir. Me dijeron que no había ningún inconveniente. A mí me molestó un poco porque se me hacía extraña esta mezcla de un movimiento que se quería revolucionario y de la aristocracia. Claro que luego rectifiqué cuando conocí a Marie Laure y al vizconde. Yo no he conocido nunca mecenas como ellos, de una discreción, de una finura, de un gusto, de una delicadeza verdaderamente ejemplares. En la primera comida estábamos, además de ellos, sólo Auric y yo. Todo esto lo habían movido, más o menos, Cocteau y Zervos, al que le daban dinero para que hiciera sus revistas. Y ahora que recuerdo, creo que estaba también un hombre muy simpático, Georges H. Rivière, que era director, o algo así, del Museo del Trocadero, del Museo del Hombre. Me dijeron que Strawinski estaba dispuesto a hacer la música de una película de dos rollos, que a ver si me ponía de acuerdo con él, etcétera. «No colaboro con católicos ni con genios», les contesté. Dejando eso aparte, la comida transcurrió de una manera totalmente normal y agradable. A los cuatro días, segunda comida. Vino a verme Rivière, por eso me acordé de que estuvo en la primera. Total, que hiciera lo que quisiera y como quisiera.

 

—¿Y cómo lo hiciste?

 

—Pues más o menos como Un perro andaluz. Pero esta vez solo. Con Dalí no podía ser. Y mira que yo quería hacerla con él. Cuando acabé Un perro andaluz pensaba que no haría más cine y me puse a hacer gags. Escribí bastantes, los fui armando y quise enseñárselos a Dalí. Era el verano siguiente al estreno de Un perro andaluz. Dejé a Jeanne en Lloret de Mar y me fui a Figueras. Llegué a casa de Dalí y oí unos gritos verdaderamente desaforados. Me abrió el padre de Dalí diciéndome: «No quiero verle más, que se vaya. Perdóneme. Pero lo mejor es que se vayan a Cadaqués y hagan allí lo que quieran». Dalí acababa de hacer su famosa exposición en Barcelona en la que estaba el cuadro donde escribió: «Y escupo sobre el retrato de mi madre». «No quiero verle más por aquí», repetía. «Mi padre —decía Dalí— no acepta que gaste con Gala el dinero que he ganado. Es la explicación materialista de la historia, porque en realidad él esperaba que yo le diera ese dinero que he ganado en la exposición de Barcelona». Y nos fuimos a Cadaqués. Dalí estaba transfigurado: «Chico, no tienes idea, es una maravilla. Preciosa. Inteligente como no tienes idea». Trastornado. Era Gala, claro. Allí estaba Magritte, Pansers, el belga, y Eluard y Gala. Yo no conocía a Gala. Estuvimos todos juntos en el café del hotel, que yo no sé si todavía existe, allí en la plaza, y luego nos fuimos paseando a casa de Dalí, charlando. Y ahí metí la pata, como ya te he contado otras veces, diciendo que odiaba a las mujeres cuyo sexo quedaba en un horcajo entre dos piernas separadas. Al día siguiente, en la playa, ella en traje de baño, vi que ésa era precisamente la forma de su cuerpo. Además, yo no tengo prejuicios, pero esa mujer que había sido amante de Chirico, de Max Ernst, de Man Ray y estaba casada con Eluard… Eluard se volvió a París y Gala se quedó en Cadaqués. Dalí estaba ya totalmente bajo su dominio. Ella vivió todavía un año con Eluard antes de separarse y casarse con Salvador. Salvador era virgen. Siempre había manifestado un total desprecio hacia nosotros referente a este asunto. No sabes qué carta me escribió cuando se acostó con Gala. ¡Qué apología del coito! Como si este sólo le pudiera suceder a él. A lo mejor todavía la tengo. Como es natural, si la encuentro, la rompo. Estaba hechizado. Era imposible trabajar con él.

 

—¿Por qué la quisiste matar?

 

—Bueno, Eluard se marchó a París, como te digo. Gala se quedó en el hotel, con su hija, y empezó a molestarnos de una manera tremenda, metiendo cizaña, echando puyas constantemente. Al día siguiente nos fuimos en barca más allá del Cabo de Creus, a comer una paella. Ya conoces aquello. Era un día espléndido, el agua transparente, las olas, las rocas… Yo dije: «Parece un Sorolla». Como de costumbre, Dalí se puso a protestar violentamente: «¿Cómo? ¿Por qué? ¿Estás ciego? Esta es la Naturaleza. ¿Qué tiene que ver…?». Intervino Gala: «Vosotros siempre como dos perros en celo». Me molestó. Y luego, mientras comíamos, en la playa, ella venga a molestar, a pinchar…

 

—¿Pero por qué?

 

—Celos. Le molestaba nuestra amistad íntima, porque nos entendíamos perfectamente en ese tiempo. Total, que auténticamente la quise matar, allí, en la playa, ahogarla. Y Dalí agarrado a mis piernas, rogándome, desesperado, que no lo hiciera. Y la hija de Gala —¿qué tendría?, ¿doce años?— corriendo allá arriba, por las piedras, como si tal cosa. Al fin y al cabo, yo no he nacido para matar mujeres. La gran diferencia entre nuestra colaboración en Un perro andaluz y en La edad de oro nace de ahí. Él lo reconoce. Para Un perro andaluz yo daba una idea y él daba otra. Aceptábamos, rechazábamos en paz y con buena voluntad. Con La edad de oro todo fue distinto. La cosa ya no marchaba. No nos entendíamos. Cuanto le proponía le parecía mal y cuanto me proponía él me disgustaba a mí: «Eso es Gala». Y efectivamente era de Gala. Y no me gustaba. Así una y otra vez. Acepté algunas cosas, muy pocas. Trabajamos tres días y luego yo acabé solo el guion. Poco más tarde, cuando se presentó la oportunidad que me ofrecieron los Noailles, le envié a Dalí el guion. Me lo devolvió diciéndome que estaba bien. Mientras filmaba la película, él se fue a Málaga con Gala.

 

—Él se queja, sobre todo, de que le cambiaste el título.

 

—No me acuerdo. Por mucho que intento hacer memoria, no me acuerdo…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Max Aub. “Conversaciones con Buñuel” ]

 

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