jueves, 15 de febrero de 2024

 

[ 533 ]

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

 

 

capítulo primero

 

¿QUÉ ES EL LIBERALISMO?

 

(…)

 

7. EL HISTORICISMO VULGAR Y LA ELIMINACIÓN DE LA PARADOJA DEL LIBERALISMO

 

 

En conclusión, los países protagonistas de las tres grandes revoluciones liberales son, al mismo tiempo, los protagonistas de dos trágicos capítulos de la historia moderna (y contemporánea). Pero, entonces ¿puede ser considerada válida la representación habitual según la cual lo que caracteriza a la tradición liberal es el amor a la libertad en cuanto tal? Regresemos a la pregunta inicial: ¿qué es el liberalismo? Cuando constatamos la desaparición de las precedentes, presuntas certezas, nos viene a la mente una gran sentencia:

 

 

«Lo que es sabido, precisamente porque es sabido, no es conocido. En el proceso del conocimiento, la manera más común de engañarse a sí mismo y a los demás es presuponer algo como sabido y aceptarlo como tal». (Hegel)

 

 

Al poner en crisis esa difundida apología, resulta inquietante el entrecruzamiento paradójico al que llegamos cuando reconstruimos históricamente los inicios del liberalismo. Se comprende entonces la tendencia a la supresión. En el fondo así han procedido en su momento Locke y, sobre todo, los colonos norteamericanos sediciosos, que gustaban de cubrir con un velo de silencio, más o menos tupido, la institución de la esclavitud.

 

A este resultado se puede llegar también por otra vía. Según Hanah Arendt, lo que caracteriza la revolución norteamericana es el proyecto de realizar un ordenamiento político fundado en la libertad, mientras que la persistencia de la esclavitud negra remite a una tradición cultural difundida de manera homogénea en las dos riberas del Atlántico:

 

«Esta indiferencia, difícil de comprender para nosotros, no era típica de los americanos y no puede ser atribuida ni a una particular dureza de corazón ni a intereses de clase […]. Para los europeos la esclavitud no formaba parte de la cuestión social, como no formaba parte de ella para los americanos».

 

En realidad, en la Europa de esa época el disgusto con respecto a la esclavitud es tan fuerte que, no pocas veces, autores relevantes proceden a una neta contraposición entre las dos riberas del Atlántico. Así leemos en Condorcet:

 

«El americano se olvida de que los negros son hombres; no tiene ninguna relación moral con ellos; para él no son más que objetos de ganancia; […] y es tal el exceso de su estúpido desprecio por esta especie infeliz que, al regresar a Europa, se indigna de verlos vestidos como hombres y situados junto a él».

 

«El americano» objeto de condena aquí es el colono del otro lado del Atlántico, ya sea francés o inglés. A su vez, Millar denuncia en 1771 «esa estremecedora barbarie a la que con frecuencia son expuestos los negros de nuestras colonias». Por fortuna, la práctica de la esclavitud ha sido abolida de manera muy generalizada en Europa; allí donde subsiste, del otro lado del Atlántico, esa práctica envenena toda la sociedad: de crueldad y de sadismo «son protagonistas incluso personas del sexo débil, en una época que se distingue por la humanidad y la educación». Esta es la opinión también de Condorcet, quien hace notar cómo «la joven norteamericana asiste» y, en ocasiones, hasta «preside» los feroces «suplicios» infligidos a los esclavos negros.

 

La tesis formulada por Arendt puede ser incluso rebatida. A finales del siglo XVIII la institución de la esclavitud comienza a considerarse indecorosa en los salones donde circulan las ideas de los philosophes y en las iglesias que estaban bajo la influencia de los cuáqueros o de otros sectores abolicionistas del cristianismo. En el mismo momento en que la Convención de Filadelfia aprueba la Constitución que sanciona la esclavitud-mercancía sobre base racial, un defensor francés de esta institución constata amargamente su aislamiento:

 

«El poderoso imperio de la opinión pública […] ofrece ya su apoyo a aquellos que en Francia y en Inglaterra atacan la esclavitud de los negros y persiguen su abolición; serían objeto de las más odiosas interpretaciones aquellos que osaran tener una opinión contraria».

 

Algunos años más tarde, otro defensor francés de la esclavitud lamenta el hecho de que la «negrofilia» se ha convertido en «una extravagancia de moda», hasta el punto de borrar el sentido de la distancia entre las dos razas: «La sangre africana corre demasiado abundantemente en las venas de las propias parisinas».

 

Si se parte del presupuesto de una «indiferencia» general, en aquellos años, por la suerte de los esclavos negros, no se comprende nada de la revolución norteamericana. El «último gran filósofo» que justifica la esclavitud, Locke, puede ser refutado, y es interesante subrayar que resulta acusado junto a la «actual rebelión norteamericana» de la que es considerado inspirador. En ambos casos, celebrar una libertad de tendencia republicana y legitimar la institución de la esclavitud van a la par. Tras haber citado diversos fragmentos del filósofo, que no dejan dudas de tal propósito, Josiah Tucker comenta: «Este es el lenguaje del humano señor Locke, el gran y glorioso paladín de los derechos naturales y de las libertades de la humanidad»; he aquí «sus sentimientos reales con respecto a la esclavitud». De manera análoga, el lealista norteamericano que ya conocemos, es decir, Boucher, condena simultáneamente la secesión republicana y la pretensión de Locke de conferir a «todo hombre libre de Carolina» un poder absoluto e incondicional sobre los esclavos de su propiedad.

 

Si bien los patriotas ingleses y los lealistas contrarios a la secesión ironizan sobre la bandera de la libertad agitada por los propietarios de esclavos, los colonos sediciosos reaccionan no ya reivindicando la legitimidad de la servidumbre de los negros sino, por el contrario, subrayando la enorme implicación y las responsabilidades de primer orden de la Corona inglesa en el tráfico y en el comercio de carne humana. Está claro que la institución de la esclavitud ya está ampliamente deslegitimada. De este modo se explican las figuras retóricas que caracterizan la Constitución del nuevo Estado. Como observa un delegado a la Convención de Filadelfia, sus colegas «trataban ansiosamente de evitar la introducción de expresiones que pudieran resultar odiosas a los oídos de los norteamericanos», pero «tenían la intención de introducir en su sistema aquellas cosas que las expresiones indicaban». El hecho es que, desde los inicios del debate acerca del nuevo ordenamiento constitucional —hace notar otro testigo— «nos avergonzábamos de usar el término “esclavos” que era entonces sustituido por una circunlocución». Los que dan mayor prueba de falta de escrúpulos —observa Condorcet en 1781— son los «propietarios» de esclavos: estos están «guiados por una falsa conciencia [fausse conscience]», que los hace impenetrables a las «protestas de los defensores de la humanidad» y «los hace actuar no contra sus propios intereses, sino más bien a su favor».

 

Como vemos, no obstante la opinión contraria de Arendt, los «intereses de clase», en primer lugar de aquellos que poseían extensas plantaciones y un número relevante de esclavos, desempeñan un importante papel, que no escapa a los observadores de la época. El hecho es que Arendt, en última instancia, termina identificándose con el punto de vista de los colonos sediciosos, que mantenían la conciencia limpia de ser los campeones de la causa de la libertad, eliminando el hecho macroscópico de la esclavitud mediante sus ingeniosos eufemismos: a tales eufemismos se atiene la explicación «historicista»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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