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CONVERSACIONES CON BUÑUEL
Max Aub
PRIMERA
(…)
—Volviendo a La edad de oro y, de hecho, a Un perro andaluz, los gags…
—Sí, gags. Por ejemplo, en un salón entra y pasa una carreta. Un hombre mata a su hijo porque sí. De cien gags, se podrían aprovechar treinta, en principio. Los demás, malos, desechados. Me fui a la Abbaye Saint Bernard, que era el castillo de los Noailles. Marie Laure estaba con Cocteau, Bérard y compañía. Casi todos opiómanos. Había algunos cuartos donde no se podía entrar, del olor. Yo no he tomado nunca ninguna droga. Una vez, no recuerdo quién, me ofreció tomar cocaína como la cosa más natural del mundo y me puso un poco de polvo entre el índice y el pulgar. Debí de sorberlo mal, porque lo único que me pasó es que me dejó insensible una aleta de la nariz y su alrededor, como si hubiese ido al dentista. En un mes acabé La edad de oro. Auric me hacía compañía. El vizconde me dio un cheque de setecientos mil francos, y cuando acabé de filmar, a las tres semanas, le devolví lo que sobró, ciento tres mil francos y un fajo con todas las facturas y las cuentas. Con suma elegancia, mientras yo iba hacia una ventana, echó todos los papeles al fuego, a la chimenea. Sentí no haberle robado un poco. Durante todo este tiempo, Dalí me escribía desde Málaga. La filmé en veinte días. Un perro andaluz lo había hecho en quince. Cuando la enseñé por primera vez al vizconde y a algunos amigos de él, y a Dalí, fue un triunfo. «Me ha gustado mucho —me dijo Dalí—. Parece una película de Hollywood». La enseñamos varios días a algunos grupos de amigos del vizconde y un día a todo el grupo surrealista. Esa noche, el vizconde tuvo la delicadeza de dejarnos solos en su casa. Llegaron todos, y Tzara empezó a decir pestes de los aristócratas y vaciaron por lo menos cincuenta botellas de alcoholes y licores en un fregadero. El vizconde tuvo el buen gusto de no decirme ni una palabra. Claro está que hubo una sesión para Cocteau y sus amigos. La película se estrenó en el cine del Panthéon. Había invitado a la flor de la aristocracia francesa. El vizconde y la vizcondesa los saludaban al llegar: «Señor marqués… Príncipe… Señor duque… Duquesa…», etcétera. Vieron la película y, al salir, mientras los vizcondes esperaban sus opiniones y parabienes, la gran mayoría salió sin saludarles siquiera, y el vizconde, que era presidente del Jockey Club, fue echado sin más de su puesto. Y la princesa de Poix, su suegra, fue al Vaticano para lograr la excomunión de su yerno.
Recibí un telegrama de Gaston Bergery que me ofrecía ir a Hollywood, en vista del escándalo, si hacía unas declaraciones para aumentarlo. Aragon y yo fuimos a verle. Me negué en redondo.
—Como son muy católicos, por ahí corre el runrún de que tal vez, a última hora, el vizconde mande quemar el negativo. ¿Lo tiene él?
—No. Está en la Cinemateca. Por cierto que han sacado copias ilegalmente. No sé lo que pueda pasar de aquí a que desaparezca el vizconde, pero, desde luego, es uno de los hombres más agradables, educados y finos que yo he conocido.
—¿Tú hiciste la sonorización?
—Como de todas mis películas.
—He leído que acaba de estrenarse, en Madrid, Un perro andaluz sonorizado.
—No lo he visto. Yo no sé lo que habrán hecho. El día del estreno, yo estaba detrás de la pantalla con un fonógrafo y unos discos y los iba cambiando: Wagner y unos tangos. No sé si habrán seguido mis instrucciones.
—¿La edad de oro tenía otro sentido que Un perro andaluz?
—No. Se hizo exactamente igual. No quise decir nada. Lo que yo llamo apariciones, es decir, imágenes visuales, gags. Pero pude hacer en La edad de oro lo que tal vez no se me había ocurrido en Un perro andaluz, dar suelta a mi rebelión en contra de la sociedad establecida, llevado por las situaciones y las imágenes.
—¿Y el título? [Ya sé que se lo he preguntado antes, pero insisto para ver si de pronto le salta el recuerdo exacto].
—Recuerdo que Dalí quería llamarla C’est dangereux de se pencher au dehors. De cómo salió lo de La edad de oro no me acuerdo bien. No recuerdo de quién fue la idea.
—Decías hace unos días que la mecánica del cine iba muy bien con el surrealismo. Tengo la impresión contraria, y Breton no debía de estar lejos de compartirla, ya que en ninguno de sus escritos teóricos se refiere al cine como medio de expresión del surrealismo. Lo que sucede es que lo inventaste tú. Y creo que Breton tendría razón, porque si el surrealismo significa azar, escritura automática, irrealismo, intervención de lo desconocido veo difícilmente que el cine, que es una cosa de mucho pensar, de mucho medir, de mucho prever —y sobre todo el tuyo, de una exactitud matemática—, pueda entrar a considerarse como un medio de expresión surrealista.
—Pues precisamente por todas estas razones que das es por lo que Un perro andaluz y La edad de oro son películas surrealistas. Yo veía cosas, imágenes que yo creía que se podían unir aunque no tuvieran aparentemente ninguna relación. Por ejemplo, un transatlántico deja a un mercader de tapices en la orilla y éste empieza a andar, cargado, por un desierto. No son sueños. Por ejemplo, en Subida al cielo, lo que pasa en el camión no es un sueño, es lo que se ve, sentado, con el vaivén y el traqueteo del vehículo, las imágenes nacen de las imágenes, se encadenan. Lo que no quiere decir que, si yo hubiese sido buen escritor, no se me hubiera ocurrido hacer cine, pero ya te he dicho que soy mal escritor, y siempre he necesitado de algún escritor a mi lado para mis diálogos.
—Hablando del surrealismo —literario— español, Bergamín lo definió como un «surrealismo codorniú». ¿Estás de acuerdo?
—Magnífico, estupendo: «surrealismo codorniú». Es el surrealismo de Alberti, el surrealismo de Aleixandre, el surrealismo de Federico. Y son poetas de primera. Poetas líricos de primer orden. Pero no son surrealistas. Hacían cosas, sobre todo Rafael, que parecían surrealistas, pero era pura cáscara, no tenía nada que ver. El surrealismo es otra cosa. Es una moral.
—¿Cómo te explicas que todo el mundo hable de La edad de oro y que seguramente la mayoría no la haya visto?
—No lo creas. La han visto muchos.
—Pero no como Belle de jour.
—Claro que no. Pero a la mayoría de los que le interesa…
—No lo creas.
—… han sacado muchas copias fraudulentas.
—Demos por sentado que Dalí y tú os mostrabais convencidos de las razones del primer manifiesto de Breton, en mil novecientos veinticuatro, y que las pusierais en práctica en Un perro andaluz y La edad de oro. Pero ¿cómo te explicas que películas como Nazarín, Viridiana o Él sean tenidas también por surrealistas cuando tienen, por lo menos, un hilo conductor, una lógica narrativa que nada tiene que ver con lo que definió Breton?
—La línea moral es surrealista.
—Breton abandonó la escritura automática por el «humor objetivo» —el humor negro— y el azar, de igual denominación. Ahora bien, el humor y la casualidad no sólo son distintos, sino contrapuestos. ¿Te ha sucedido alguna vez fiarte del azar para lograr un resultado aprovechable?
—A veces. Por ejemplo, en Viridiana. Yo no había previsto esa escena que se ha hecho tan famosa de la reproducción de la Cena según Leonardo da Vinci. Pero cuando llegué al set y vi la mesa y el mantel blanco y la disposición de los mendigos, pensé en ello. Y entonces mandé buscar cuatro extras más. Porque si tú ves, en la película no hay más que nueve mendigos y en la mesa son trece. Si lo hubiera pensado antes, no me hubiese costado nada poner trece en la película en vez de nueve.
—Y volviendo atrás, cuando empezaste a filmar Un perro andaluz, ¿pensabas ingresar en el grupo surrealista?
—No, pero sentía una gran afinidad hacia ellos.
—¿Querías el fracaso según las mejores leyes de la escuela?
—Sí y no. Dependió del público. Cuando yo vi que todo el grupo, Aragon, Breton, Soupault, estaban allí, cambió mi sentido. Ya sabes que yo estaba detrás de la pantalla poniendo discos. Bueno, pues yo tenía los bolsillos llenos de piedras, para tirárselas al público si empezaban a protestar. Pero fue un triunfo.
[…]
—Otro que no era tonto era el famoso conde de Foxá. Cada vez que voy a París me recibe el cónsul, que fue algo así como su secretario y que le guarda una veneración curiosa. No era tonto. Tengo un primer tomo de una serie que no sé si ha seguido saliendo. Se titula, como la de Galdós, Episodios nacionales. Allí cuenta cómo sintió el santo advenimiento en el Teatro de la Comedia, cuando oyó por primera vez hablar a José Antonio Primo de Rivera. Lo que no cuenta es que ese día venía conmigo e íbamos al Palacio de la Prensa para la única presentación que se dio entonces en Madrid de La edad de oro. Nos encontramos no sé con quiénes, que le dijeron: «Vente con nosotros al Teatro de la Comedia, que va a hablar José Antonio Primo de Rivera, que es un tipo fenomenal». Foxá me dijo que al fin y al cabo él podría ver la película otra vez, y se fue con sus amigos a oír al fundador de Falange.
—Si no hubiese ido ese día hubiera sido otro. En cambio, se quedó sin ver La edad de oro.
—Desde luego. Allí estaba todo el Madrid izquierdista o al que por entonces teníamos por tal: Ortega, Canedo, Federico… Al salir, le dije a Federico: «Anda, vente. Vamos —ya no recuerdo adónde— a comernos unas chuletas», o algo por el estilo. Federico dudó, con su corbata de moño, y dijo con su acento que todavía tengo en los oídos que ya no me sirven: «Luis, tu película no me ha gustao na». Y yo le contesté que no importaba nada, que qué tenía que ver la película con las chuletas. Pero es curioso que el día que se presentó en Madrid La edad de oro se fundara la Falange Española.
—Háblame del anarquismo y del influjo de Sade en el surrealismo.
—A los veintiocho años yo era anarquista, y el descubrimiento de Sade fue para mí absolutamente extraordinario. No tuvo nada que ver con la erotología, sino con el pensamiento ateo. Resulta que lo que había sucedido, hasta aquel momento, es que pura y sencillamente me habían ocultado la libertad, me habían engañado totalmente referente a lo que era la religión y, sobre todo, acerca de la moral. Yo era ateo, había perdido la fe, pero la había reemplazado con el liberalismo, con el anarquismo, con el sentido de la bondad innata del hombre, y en el fondo estaba convencido de que el ser humano tenía una predisposición a la bondad echada a perder por la organización del mundo, por el capital, y de pronto descubrí que todo eso no era nada, que todo eso podía existir (y si no eso, otra cosa), y que nada, absolutamente nada, debía tenerse en cuenta como no fuese la total libertad con que si le diera la gana podía moverse el hombre, y que no había bien y que no había mal. Figúrate lo que esto representa para un anarquista. Lo extraordinario es que entonces, el veintinueve, es cuando comprendí la razón de ser de mi afición, de mi gusto, de mi total compenetración con el surrealismo. Sade influyó más que nadie, no sólo en mí, sino en los surrealistas, en el surrealismo.
—Dicen las malas lenguas que eres cruel…
—Eso de mi crueldad…, para qué voy a hablar. Para ser cruel, supongo, hay que ser valiente… Yo no creo haber hecho muchos actos de valor en mi vida. Uno de ellos, por el que he pasado a la Historia o por lo menos a la leyenda, es por aquel corte del ojo de la ternera, en uno de los primeros planos de Un perro andaluz. Seguramente creen que lo hice así, a sangre fría. Para mí fue un acto de valor tremendo, de los pocos que he hecho. Ya ves: cortarle el glóbulo del ojo a una ternera muerta el día anterior. Al fin y al cabo me trajeron del matadero una cabeza de ternera. Le puse rímel yo mismo. Me dio un asco del demonio. Y pasa uno a la Historia por eso… Yo lo hacía por el cine.
—¿Por el arte?
—No, por el arte no, por explicar un sueño. No, por explicarlo no, por representarlo, por reproducirlo. Algún psicoanalista, sin manifestar ninguna duda, cree que la navaja de afeitar representa un pene… Es una idiotez. Tal vez sí. Pero si no lo sabemos, ¿qué más da? Y así han seguido las cosas. Pero tiempo después, Jacques Prevert me llevó al Ministerio de la Guerra, a ver una película de dieciséis milímetros hecha por Jean Painlevé. El padre de Jean era por entonces ministro.
—Sí, Paul.
—Me proyectó una que se llamaba Homenaje a Luis Buñuel. ¡Hijo! Este joven, que no era nada tonto, creía de verdad haber hecho una película en honor de «el más cruel de los cineastas». Se veja un depósito de cadáveres, la cabeza de una vieja muerta, y hacían no sé qué operación, y la cosa es que al cadáver le extraían el seso por la nariz. Me fui horrorizado.
—Sí. No eres espejo de valientes. Le tienes miedo al miedo.
—Sí, lo tengo.
—Y luego, con los años, desaparece esa «crueldad», se atenúa, se esfuma, habrá que creer que tiene que ver con la fuerza viril.
—Tal vez. Es curioso. A lo que yo le tema y le tengo miedo es a llorar, por lo que sea.
—Hasta viendo una película de Libertad Lamarque.
—¡Sobre todo viendo una película de Libertad Lamarque!
—Máxime Alexandre, en un libro que acaba de publicar, dice que lo que te hubiese gustado, en tu tiempo, era encerrarte en una casa de putas y acostarte con seis o siete a la vez.
—Pura mentira. Eso no lo he hecho yo nunca. Lo que pasa es que entonces los surrealistas siempre estábamos hablando de cosas sexuales, y, en efecto, yo recuerdo que hablábamos de un harén y del gusto que daría tenerlo… Y «a mí me gusta la cuarta»… Y «no, no me gusta tanto… Me gusta la octava, pero me acuesto con la primera…». De aquello habrá salido eso.
—Habla de Soupault…
—No le conocí nunca.
—Bueno. Pues háblame de españoles.
—Al día siguiente me llamó Ortega, me llamó Juan Ramón, me llamaba todo el mundo. Ortega me puso un telegrama; don Alberto, otro: «Ortega lo espera». Fui. «Esto del cine, Buñuel —me dijo Ortega—. Si tuviera veinticinco años, me dedicaría al cine». Desconocían que había un cine llamado arte, ¿verdad? De Cavalcanti, de René Clair, de toda esa gente de la época. Lo ignoraban totalmente. Juan Ramón Jiménez se quedó porque presenté ocho o diez películas de la época de vanguardia, de París. Esto fue el año veintisiete. Presenté Entr’acte, Bian, le jeune, La roue, no me acuerdo, no me acuerdo, presenté ocho o diez películas, de las que…
—Bueno. ¿Y eso del examen previo?
—Como la Sociedad de Conferencias era una cosa muy seria, que iba Frobenius y no sé quién, pues para que no dijera alguna tontería tuve un presidente un poco bruto que me examinó a ver si no decía alguna incongruencia. Y me examinaron, un día o dos días antes de la conferencia, el marqués de Palomares, Alberto Jiménez Fraud, Ortega y Gasset, amigos de la Residencia, no recuerdo quién más. Creo que Morente vino también, porque era amigo de Ortega, Les di la conferencia y la aprobaron. No decía ninguna inconveniencia ni nada. Y luego, películas.
—Como a todos nosotros, claro, te gustaban y seguramente influyeron en ti las comedias norteamericanas del cine mudo. Es decir, una sucesión de gags. Me da la impresión de que lo más valioso de tu obra, lo que más te gusta de ella son precisamente los gags, desarrollados hasta formar una secuencia o sencillos cortos. Por eso dices que ya no quieres contar historias, que ya no te interesan. Ahora bien, ¿hasta qué punto los gags no han sido determinantes de muchas secuencias de tus películas?
—Evidentemente, me gustan los gags. Pero no creo ser una excepción.
—No una excepción, pero, teniendo en cuenta tus ideas, sí un ejemplo. Es decir, quieres forjar un universo a través de ejemplos, como si fuese un texto, un libro de clase con un teorema básico y luego puras ilustraciones, o, si es posible, todavía mejor, dejar sólo los ejemplos para que los espectadores saquen de por sí la ley.
—Es posible. Ya sabes que a mí nunca me ha gustado decir ni que sí ni que no.
[Comemos juntos el 14 de abril].
—Hace cuarenta años yo estaba en San Sebastián. Por la tarde fuimos a sacar a los presos de la cárcel y me pegué una borrachera de sidra tremenda. Lloré y hasta hice discursos. Las borracheras de sidra son espantosas. Se necesitan por lo menos siete litros. Yo estaba en Zaragoza. De hecho llegaba de Hollywood, donde había renunciado a mi contrato. Tenía bastante dinero y quería hacer un viaje, el único que he tenido ilusión de hacer en mi vida, a las islas del mar del Sur, a Hawai, a Fidji. Y no fui. No fui por el horóscopo que me había hecho Breton. En Nueva York me gasté todo el dinero que tenía. Fui a París el miércoles, y el viernes —Viernes Santo— estaba tocando el tambor en Calanda. Cogí un taxi hasta Hendaya, y de Hendaya a Calanda, otro. El domingo me fui a Zaragoza y el lunes o el martes me despertó el himno de Riego. Hijo, ¡qué barbaridad!, yo no he visto tanto entusiasmo y tanta gente por la calle. Allí en el café, con Sánchez Ventura y con Gaos, que estaba de catedrático en la Universidad. Mi padre se hubiera alegrado.
—¿Votaste?
—No. A mí eso me tiene sin cuidado. Además, nunca fui republicano. Pero al día siguiente fuimos a la plaza de toros. Debía de ser el catorce o el quince de abril, y estaba aquello abarrotado. Como es natural, era un mitin anarcosindicalista.
Estuvimos en la presidencia Sánchez Ventura y yo. En el café le habíamos dicho a Gaos: «¿Vienes?». Y él, tan serio como siempre: «No. Tengo que hablar con los compañeros». Gaos pertenecía al partido socialista. Pues allí nos tienes, en la presidencia, había diez sentados, y nosotros, de pie, detrás. De pronto se abrieron las puertas de toriles y salió uno empuñando una bandera republicana. Se armó una rechifla tremenda. A toda aquella gente no le interesaba nada la República. Lo único que pensaban y querían era lo suyo: «Bien está la República, pero ahora vendrá la nuestra…». «No es más que un paso». Yo no era anarquista; simpatizante, sí, siempre. Y ahora, también. No tiene nada que ver con la realidad. Tal vez por eso. A poco me fui a París. La edad de oro se había estrenado el treinta de diciembre anterior. Yo no estuve, me había ido a Hollywood el treinta de noviembre. Entonces andaba yo con la idea de Las Hurdes en la cabeza…
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “Conversaciones con Buñuel” ]
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Por las tierras invadidas
ResponderEliminarPor los pueblos conquistados
Por la gente sin salida
Por los sueños atrapados.
Por el justo ajusticiado
Que no han dicho cómo y donde
Por el héroe asesinado
que jamás negó tu nombre.
Yo te nombro Libertad.
Paul Éluard
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Salud y comunismo
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TRAZAR UNA LÍNEA MUY CORTA Y MUY RECTA ENTRE EL SUEÑO Y EL HECHO.
ResponderEliminarDice Buñuel: “…soy mal escritor, y siempre he necesitado de algún escritor a mi lado para mis diálogos”. Se agradece la sinceridad. La verdad es que es algo que salta a la vista comparando sus muy “literarias” memorias autobiográficas (‘Mi último suspiro’), libro en realidad “escrito” por su amigo y colaborador Jean-Claude Carrière con, no todas pero sí muchas, sus toscas, rudimentarias e incluso palurdas expresiones con las que responde a las penetrantes preguntas de Aub. Y también a este último hay que agradecerle su sinceridad y contención en la cruda transcripción de las palabras de su amigo y camarada.
Al mismo tiempo el brutote de Buñuel, a la hora de definir y concretar, no puede ser más escueto y directo: “el surrealismo es una moral”. O también: “Cocteau no era de los nuestros ni podía serlo. La ética le tenía sin cuidado”. Y también: “Empleamos nuestros sueños —no es nuevo— para expresar algo. Pero no para presentar un galimatías. Un perro andaluz no tiene de absurdo más que el título”. Por último un ejemplo práctico de que don Luis, nació poeta, iconoclasta, irreverente, surrealista:
“Por ejemplo, en Viridiana [basada en una novela de Galdós]. Yo no había previsto esa escena que se ha hecho tan famosa de la reproducción de la Cena según Leonardo da Vinci. Pero cuando llegué al set y vi la mesa y el mantel blanco y la disposición de los mendigos, pensé en ello”.
Un apunte personal: Buñuel fue el primer intelectual del que escuché los más fervorosos y certeros mini-análisis de la obra de Galdós. Precisamente estos días, siguiendo los consejos de Carlos Blanco Aguinaga (su extraordinario libro de ensayos: “DE RESTAURACIÓN A RESTAURACIÓN”), me estoy regalando un auténtico atracón de Galdós (las “Novelas españolas contemporáneas”) . Pero cito a Aguinaga porque con su fino olfato: literario, histórico e ideológico, señala el potencial revolucionario del Surrealismo, de cuyo Primer Manifiesto se cumple este año el primer centenario. Aunque, según Blanco Aguinaga, el Segundo Manifiesto, el de 1930, es el de la madurez revolucionaria del Surrealismo, el que contiene citas directas al pensamiento marxista: el materialismo histórico, la dialéctica materialista… y quizás por eso, la historia oficial lo ha oscurecido o ignorado.
Salud y comunismo
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