viernes, 23 de febrero de 2024

 

[ 537 ]

 

CITAS EXÓTICAS, CITAS ABUSIVAS Y CITAS ACUMULABLES

 

 

Gabriel Zaid

 

 

 

 

CITAS EXÓTICAS

 

Los libros y artículos publicados en Nueva York (o en París) citan sobre todo libros y artículos publicados en Nueva York (o en París). Hay algo natural en que las metrópolis sean provincianas: el desarrollo de una conversación creadora, la animación que le da vida, tiene como centro una discusión local. Por el contrario, un signo claro de subdesarrollo son las publicaciones que no citan autores locales, para no verse provincianas. Muestran la altivez de Groucho Marx: “No me interesa pertenecer a un club que acepte gente como yo”. Para el subdesarrollo, las discusiones importantes son las que se siguen de lejos, como un espectáculo. Estar en la periferia consiste precisamente en no estar en sí mismos, en creer que la verdadera vida está en un centro remoto.

 

En 1832, Mariano José de Larra se quejaba de la “Manía de citas y de epígrafes”, por su abundancia y extranjerismo: “Desearíamos que, más celosos de nuestro orgullo nacional, no fuésemos por agua a los ríos extranjeros, teniéndolos caudalosos en nuestra casa”. Julio Ramón Ribeyro renueva esta doble queja en Prosas apátridas: “Un autor latinoamericano cita 45 autores en un artículo de ocho páginas. He aquí algunos de ellos: Homero, Platón, Sócrates, Aristóteles, Herácli-to, Pascal, Voltaire, William Blake, John Donne, Shakespeare, Bach, Chestov, Tolstoi, Kierkegaard, Kafka, Marx, Engels, Freud, Jung, Husserl, Einstein, Nietzsche, Hegel, Cervantes, Malraux, Camus, etcétera”. Wilfrido Howard Corral (“El desmenuzamiento de la autoridad de la cita y lo citado) toma como epígrafe la afirmación de Ribeyro, la atenúa diciendo que esta obsesión se da en todas las literaturas y observa algo importante: “Es solo recientemente que los latinoamericanos citan a los latinoamericanos”.

 

Hay que decir también que el canon citable varía de tiempo en tiempo y de lugar en lugar. La lista de Ribeyro está datada: es como de 1950, antes de Sartre y el marxismo académico. Y, a la observación de Corral habría que añadir que el fenómeno reciente se da a partir del boom narrativo: a partir de que algunos latinoamericanos fueron publicados en Barcelona, París, Nueva York. Y que tuvo antecedentes. En el primer boom, el de la poesía modernista, los latinoamericanos se citaban.

 

En cambio, los académicos latinoamericanos (que no han tenido un boom) citan devotamente a los más oscuros profesores europeos y norteamericanos, ignorando a sus colegas nacionales o latinoamericanos, ya no se diga a los simples escritores. Referirse a los trabajos de las instituciones extranjeras donde obtuvieron su doctorado es una forma de recordar dónde estuvieron y de vestirse con su autoridad.

 

Citan, traducen e invitan a sus profesores, aplican sus métodos, sueñan en ser autorizados como sus representantes, a cargo de una sucursal. Su máxima ambición es publicar donde ellos publican. Todo lo cual es respetable, pero distinto de entablar una conversación local. El milagro creador de la Academia platónica se hizo en griego, subiendo de nivel la discusión de las circunstancias atenienses: fue local.

 

Hay que reconocer, sin embargo, qué difícil y hasta imposible puede ser levantar el nivel de la conversación en una comunidad embrutecida por los agobios de la supervivencia o la obsesión de la abundancia. Hasta en las sociedades poderosas (no hay que olvidar que Esparta tenía tanto poder como Atenas), puede haber condiciones poco favorables para la libertad creadora. ¿Hubiera sido mejor que Rubén Darío se quedara en Metapa, Joseph Conrad en Berdichev, Ezra Pound en Hailey, T.S. Eliot en San Luis? Pound llegó a decir que era imposible hacer poesía importante en los Estados Unidos: había que irse del país. Eliot llegó al extremo de hacerse súbdito británico. Conrad fue más lejos aún: abandonó su lengua materna.

 

Una primera versión de The Waste Land de Eliot tenía como epígrafe unas líneas de Conrad, con el juicio final de Kurtz sobre su vida “civilizadora” en el Congo Belga (“¡The horror! ¡The horror!”, Heart of Darkness, 1902). Sobre este epígrafe, Pound le escribe a Eliot (24-XII-1921): “No sé si Conrad tenga peso suficiente para citarlo” (The Waste Land. A Facsimile and Transcript of the Original Drafts Including the Annotations of Ezra Pound). En la versión final, hay un epígrafe de peso completo: “Vi a la Sibila en Cumas, con mis propios ojos, que estaba colgando de una botella, y cuando los niños le preguntaban: Sibila, ¿qué quieres? Ella respondía: Quiero morir”. El diálogo está citado en griego, lo demás en latín. No solo eso: aunque The Waste Land se publicó con notas eruditas (cosa insólita en un poema), su epígrafe no da crédito al autor, ni referencia al texto. Eliot supone elegantemente que pertenece a un club donde todos saben latín y griego, y reconocen de inmediato el pasaje 48 del libro XV del Satiricón de Petronio, que describe la cena fastuosa y ridícula ofrecida por un millonario nuevo. Así, sibilinamente, Eliot compara el Londres civilizador” del imperio británico con la Roma de Nerón, y hace una sátira de sí mismo y de Pound como metecos. No se puede pedir más para una cita exótica, ofrecida fastuosamente por un británico nuevo.

 

Las citas exóticas de los periféricos (provincianos o metecos) deben distinguirse de las citas exóticas metropolitanas. Cuando Michel Foucault cita a Jorge Luis Borges, o Jürgen Habermas cita a Octavio Paz, no hacen ostentación de familiaridad con los clásicos. Se ostentan como admirables Marcopolos que han ido al fin del mundo y vuelven cargados de tesoros. Citar a los clásicos es nada, frente a las citas de libros o documentos que no conocen ni los especialistas: de autores exóticos, de culturas remotas, de lenguas abstrusas. Miguel de Unamuno cuenta, en alguna parte, que tuvo fascinación por los grandes tomos ilustrados de México a través de los siglos, traídos por su padre de Tepic (donde fue panadero), y que hasta soñó con aprender náhuatl: “Eso sí que sería darse pisto. Cualquiera sabe griego. Pero ¿náhuatl?” (cito de memoria).

 

Alfonso Reyes publicó unas Burlas literarias 1919-1922, donde recoge unas parodias filológicas escritas con Enrique Díez-Canedo, para burlarse del esnobismo de las citas exóticas. Por ejemplo: el supuesto descubrimiento de un “Debate entre el vino y la cerveza” medieval, cuyo verso 119 trae una nota para explicar la palabra “piebolista” con referencia a Gilbert Murray, Greek Sport in the Vth Century and After; Foot Ball, etc. (Oxford, 1923).

 

Jorge Luis Borges sigue el juego, y llega a publicar, no solo citas exóticas falsas, sino intercaladas dentro de citas verdaderas que parecen falsas, por ejemplo en “El idioma analítico de John Wilkins, 1952), autor que sí existió y que sí publicó en 1668 An Essay Towards a Real Character and a Philosophical Language (está en el catálogo de la Library of Congress), cuyas “600 páginas en cuarto mayor” proponen un lenguaje mundial, basado en una clasificación de todo lo que existe en el universo. A lo largo de una serie de precisiones, con las que va mostrando que “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural”, Borges cita de pronto (sin comillas, página, ni ficha catalográfica) una clasificación tan exótica que solo puede ser suya: según “cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos”, “los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f ) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.

 

En 1966, en París, citar en un trabajo de epistemología este re-buscado juego literario de un oscuro escritor de las antípodas era verdaderamente exótico, y más aún escribir en el incipit de Les mots et les choses, Une archéologie des sciences humaines: “Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo” (Michel Foucault, Las palabras y las cosas). Afortunadamente, para muchos lectores que así descubrieron a Borges, el libro de Foucault se volvió un bestseller académico mundial.

 

Citar a Borges dejó de ser exótico. Se volvió parte de la conversación local en las metrópolis. Lo cual permite ahora que hasta los tímidos latinoamericanos se sientan autorizados a citarlo como un clásico, en cualquier artículo de menos de ocho páginas y más de 45 autores citados, como este.

 

 

 

CITAS ABUSIVAS

 

Todo texto citado, por definición, está fuera de contexto. Está en el curso de un segundo discurso que no es el original. Transcrito o de memoria, literal o alterado, intencionalmente o no, adquiere un significado ligera o totalmente distinto, aunque la cita sea exacta. En este sentido, es obra de un segundo autor, como las traducciones o los arreglos musicales.

 

Un ejemplo de tantos. En inglés, la frase quis custodiet ipsos custodes? (¿quién vigila a los vigilantes?) se dice en el mundo político para señalar el peligro de que las autoridades tengan un control no sujeto a control. Pero está tomada de un poema misógino de Juvenal ( Sátira VI): “Ni encerrando a la mujer bajo llave, vigilada por celadores, será fiel. ¿Quién vigila a los vigilantes? Empezará con ellos”.

 

Este uso político de una frase apolítica es un ejemplo de las transformaciones que sufren los significados de un texto citado, aludido, imitado, parodiado o plagiado en otro. Transformaciones que son recreaciones (geniales o pedestres, legítimas o abusivas) de un segundo autor, aunque nadie sepa quién fue. La recreación puede ser anónima y hasta accidental, pero el hecho de que no sepamos cómo, cuándo, ni quién introdujo esta lectura de una frase de Juvenal no quita que el proceso sea creador. El nuevo significado está y no está en el poema original, de igual manera que las palabras españolas quién custodia a los mismos custodios están y no están en las palabras latinas quis custodiet ipsos custodes.

 

 

1. La queja más frecuente contra las citas abusivas es la distorsión. Atribuyen al autor original lo que de hecho es creado por el segundo autor. Los ejemplos son infinitos. Paul F. Boller, Jr. dedica un libro entero a recoger y catalogar citas abusivas en la prensa norteamericana de mediados del siglo XX en Quotemanship: The use and abuse of quotations for polemical and other purposes. Pero el segundo autor puede abusar de muchas otras maneras.

 

2. Citar para disimular el vacío intelectual es una forma petulan-te de callar, criticada desde la Antigüedad. Sócrates se lo reprocha a Protágoras: “No me salgas con citas de Simónides, porque estaríamos como los hombres incapaces de conversar, que dejan la palabra a la música que contratan para amenizar sus reuniones. ¿Qué piensas tú? ¿No tienes nada que decir?”.

 

Séneca se lo escribe al discípulo que le pide máximas de filósofos, para memorizarlas: “No te hacen falta. Ya es hora de que tú mismo digas cosas memorables” ( Cartas a Lucilio).

 

Lichtenberg dejó entre sus papeles un apunte sarcástico sobre el mismo tema: “No cesaba de buscar citas: todo lo que leía pasaba de un libro a otro sin detenerse en su cabeza” ( Aforismos).

 

3. También se ha criticado a los que citan a los clásicos para ador-narse (como quizá lo malició el piadoso lector de las citas anteriores). Cervantes, en el prólogo del Quijote, se excusa de publicarlo “sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros”, “llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos”, para que los leyentes tengan a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes”; pues “soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que sé decir sin ellos”.

 

4. Distorsionar, disimular y presumir también conducen al abuso opuesto: no citar, aprovechando ideas, temas, tratamientos, recursos, visiones y hasta palabras exactas sin reconocerlo. Aristófanes, en Las nubes, acusa a Eupolis de haber plagiado una comedia suya:

 

“Agregó solamente una vieja bien borracha”, que “ya Frinico la había inventado”.

 

Marcial ( Epigramas ) se burla de un poeta que lo plagia, sin cambio alguno, excepto la dicción: “Lo que recitas son, Fidentino, mis versos; pero dichos tan mal que ya parecen tuyos”.

 

5. Aprovechar sin reconocer puede ser una elegancia obligada por las buenas maneras académicas. En el punto anterior, por ejemplo, de no haber puesto el número 551, parecería que estaba citando a la manera clásica, de memoria; y, poniéndolo, parece que tengo a la vista una edición griega, o bilingüe, o cuando menos numerada. En realidad, la acusación de plagio y la referencia exacta las encontré en el Oxford Classical Dictionary, artículos “Plagiarism” y “Eupolis”. Y la edición que cité es la económica versión de Las once comedias de Aristófanes, muy recomendable, a pesar de que Ángel María Garibay ha sido acusado de no saber tanto griego y aprovechar una versión francesa. De la cual no pudo haber tomado el sabroso lenguaje de teatro populachero, ni los mexicanismos ( pelado, tompeate) que tan bien le van a Aristófanes. Pero todo esto (la información tomada de los diccionarios, las ediciones populares, los trabajos del mundo no académico) no debe ser citado, aunque se aproveche. No es elegante.

 

6. En 1673, Jacob Thomasius hizo un catálogo de abusos de los eruditos elegantes: firmar una compilación de textos ajenos con un título engañoso, que suene a texto del compilador; robarse la idea de un autor y no citarlo; o citarlo, pero no en el punto decisivo, sino en otro completamente secundario, para escamotear el robo principal; o adobando lo robado en una presentación “superior”, que sirve para citarlo, pero negativamente: criticando sus limitaciones, que lo dejan muy por abajo; o, con mayor audacia, acusándolo de plagio, para adelantarse a su posible acusación y desacreditarla de antemano ( Dissertatio philosophica de plagio literario, citada por Anthony Grafton, The footnote: A curious history).

 

7. El mismo Grafton, que es profesor de historia en Princeton, describe, en el primer capítulo, cómo citan los historiadores, para acreditarse y desacreditar. Por ejemplo, con citas venenosas, que pueden reducirse a un simple “Cf.” ( confer, compare lo que dice Fulano). En vez de presentar y debatir una opinión contraria, lo cual es concederle importancia, se puede simplemente decir: Ésta es la verdad, aunque otros no sean capaces de verla. Cf. Fulano.

 

Si hace falta más, procede una “scholarly version of assassination”, pero muy académica: algo breve y sanguinario, como “discutable” (los franceses), “oddly overestimated” (los ingleses), “ganz abwegig” (totalmente desencaminado, los alemanes).

 

8. Según Grafton, la cita como prueba científica es un concepto moderno, que impuso el Dictionnaire historique et critique (1696) de Pierre Bayle, un filósofo cartesiano, que documenta y discute cada una de sus afirmaciones en largas y polémicas notas al pie. Hubo antecedentes: la cita exacta de la ley era una práctica establecida en el derecho romano del siglo V; la edición de textos bíblicos anotados al margen fue inventada por los teólogos del siglo XII; las notas de un autor a su propio texto aparecen en la Edad Media tardía y el Renacimiento. Y, desde luego, en los tiempos de Bayle ya existía el uso de la palabra “pruebas”, que encabezaba una simple lista bibliográfica al final, pero sin dar la página y el texto que fundamentan cada afirmación. Integrando todos estos antecedentes, Bayle estableció en su diccionario un modelo de rigor que fascinó a Voltaire, Hume, Diderot, Winckelmann, Gibbon.

 

9. Es paradójico que Bayle haya sido cartesiano, porque Descartes, por el contrario, ocultó sus fuentes. En el Discurso del método no hay un solo autor citado, aunque Descartes se asume como parte de una comunidad lectora, de la cual espera opiniones. Sostuvo una activa correspondencia filosófica (seis de los once volúmenes de sus obras, en la edición de Adam y Tannery). Es quizá el primer autor en la historia que concede una entrevista para responder un cuestionario (el 16 de abril de 1648: Descartes, Entretien avec Burman).

 

Todo lo cual hace más notable su no citar a nadie, que es una crítica a la tradición erudita. Su posición es la socrática: No me vengas con citas de Aristóteles, sin pensar por ti mismo, observar, hacer experimentos, medir. Tampoco me leas sin criticarme. “Suplico a los que deseen hacer alguna objeción a mi doctrina que se tomen la molestia de enviarla por escrito a mi editor” (trad. de Manuel Machado, también muy recomendable, en la misma Colección Sepan Cuántos).

 

10. La cita como prueba científica, aunque esté acompañada de comentarios irreverentes, como en Bayle y sus seguidores, tiene una nobleza (la tradición crítica, la cultura como conversación) que ya no se encuentra en la cita como prueba de trámite cumplido para merecer el pase (a la graduación, la publicación, el ascenso). Hay algo válido y pedagógico en asegurarse de que los recursos bibliográficos de cada disciplina se manejen con destreza por todos los participantes. Pero las citas como credenciales ya no son la cita como prueba científica.

 

11. Del abuso de las citas convertidas en credenciales se llega a un abuso mayor: las credenciales falsas. “Hacer como que se ha leído lo que no se ha leído sucede con frecuencia. Hay personas de treinta años que citan en sus obras más libros de los que pudieron haber leído en varios siglos” (Nicolas de Malebranche, De la recherche de la vérité, 1674, citado por Antoine Compagnon, La seconde main ou le travail de la citation).

 

12. El abuso final (o más reciente) está en la superación posmoderna de estas preocupaciones: es un error hablar de distorsiones, plagios ni refritos, porque todo autor es un segundo autor, todo texto es parte de un intertexto, no hay nada original, todo lo publicado es un tejido de citas, alusiones, parodias, homenajes, sin origen ni centro. La muerte del Creador implica finalmente la muerte del creador, como dijo, más o menos, Foucault. Lo cual no impide que Foucault y Derrida firmen como autores de sus libros, defiendan sus derechos autorales, cobren regalías y sean vistos por sus seguidores como genios originalísimos.

 

En la práctica, la doctrina se invierte provechosamente: si el creador no existe, todo está permitido. El segundo autor es tan autor como el primero, tan original como el primero, con tantos derechos como el primero.

 

La manga ancha posmoderna ha servido para legitimar muchas transformaciones pedestres o abusivas que hoy pasan por creación.

 

Borges se burló anticipadamente de lo que vendría, al inventar un personaje (Pierre Menard) que se volvía autor del Quijote por el simple hecho de transcribirlo. Sin embargo, prosperan los artistas que se lo toman en serio, y presentan como obra suya el manoseo de tal o cual cosa.

 

Paralelamente, hacer estudios semiológicos sobre cómo los textos se refieren unos a otros y se modifican mutuamente ha dado origen a toda una industria académica, documentada por Udo J. Hebel en Intertextuality, allusion and quotation: An international bibliography of critical studies (Greenwood, 1989), que no he visto, ni hace falta, para citarlo posmodernamente.

 

 

 

CITAS ACUMULABLES

 

Citar es asumir una tradición, tomar en cuenta los trabajos previos, estudiar lo explorado para enfrentarse a lo inexplorado y así llegar, con suerte, a lo nunca visto. “Somos como enanos trepados en gigantes”, decía Bernardo de Chartres (muerto hacia 1130); “por eso vemos más que ellos” (Robert K. Merton, On the shoulders of giants). Pero hay formas de trepar que no son útiles para ver mejor, sino para verse mejor. Las universidades (cuyo embrión fueron los centros escolásticos de las catedrales, como el de Chartres) transformaron el saber en credenciales para el ascenso. En esa transformación, las citas se volvieron puntos de crédito a favor del que cita a los gigantes de la Antigüedad, y finalmente puntos de crédito a favor del autor vivo citado.

 

El deseo de ser citado parece moderno, posterior a Gutenberg, quizá del siglo XVIII. Gulliver habla de un profesor que “me hizo grandes reconocimientos por comunicarle esas observaciones y prometió mencionarme honrosamente en su tratado” (Swift, Gulliver’s travels, 1726). Richard Saunders (heterónimo de Benjamín Franklin) firma en 1757 un prólogo celebratorio de su Poor Richard’s Almanack (que cumple veinticinco años publicándose, y es todo un éxito), para quejarse de que no lo citan. “Lector gentil: He oído que nada complace más a un autor que descubrir sus obras respetuosamente citadas por otros respetables autores. Una satisfacción que rara vez he tenido, aunque soy, si puedo decirlo sin vanidad, un autor eminente [...]. De no ser porque mis escritos me producen beneficios tangibles, tanta falta de aplauso me hubiera desanimado” ( Writings, The Library of America).

 

Franklin se consuela, porque algunas máximas que escribió para su lucrativo almanaque (como “El tiempo es dinero”) se volvieron dichos populares. Pero echa de menos el aplauso de sus colegas, como es común entre los autores, aunque tengan éxito. En 1977, cuando Romain Gary llevaba muchos años de tener éxito, se queja amargamente con Bernard-Henri Lévy de que nadie lo cita: “Me leen, me admiran, se roban mis hallazgos, pero no me citan”; y “lo único importante es ser o no ser citado” ( Les aventures de la liberté). La amargura, que lo condujo al suicidio, puede volverse cínica, como en dos lamentables episodios que registra el diario de Adolfo Bioy Casares (Descanso de caminantes). Carta de un conocido escritor: “Me dice Óscar que en Claudia aparecerá un reportaje tuyo. Lo buscaré para comprobar cómo retribuyes a los recuerdos elogiosos que en los míos te dedico”. Apunte luctuoso sobre una escritora, que acaba de morir: “graciosa, cariñosa. Dijo que si escribía una nota sobre una de sus novelas, se acostaría conmigo. La escribí y nos acostamos, riendo de la situación”. Irónicamente, Don Marquis se burló de su propio deseo: “Publicar un libro de poemas es como dejar caer un pétalo de rosa en el Gran Cañón y esperar el eco” (Tony Augarde, The Oxford Dictionary of modern quotations).

 

El apremio ontológico de ser citado, para alcanzar la plenitud de ser, es anterior y más profundo que los apremios económicos. Pero acabó integrándose a la búsqueda de ingresos, cuando el mercado curricular, que apareció en el siglo XX, estableció una base de cotizaciones que no existía en los tiempos de Franklin: “El currículo es dinero”. Los universitarios, que en la Edad Media computaban los méritos piadosos en días de indulgencia, en el siglo XX organizaron sistemas exactos para medir los méritos curriculares. Estos cálculos son tan irreales como los piadosos, pero así como el mercado de las indulgencias produjo beneficios perfectamente reales, ahora hay beneficios claramente tangibles en el mercado curricular.

 

En 1955, Eugene Garfield propuso la creación de un Science Citation Index, como un recurso heurístico que eludía las dificultades para estructurar índices temáticos. (Señaladas por Norman Knight, el fundador de la Society of Indexers, en un libro elegantemente titula-do Indexing, The art of,). En vez de clasificar y agrupar los artículos científicos referentes a un mismo tema (que es difícil), cada artículo sería referido a los artículos citados por el autor (cosa fácil). Los racimos de referencias (que hoy llamaríamos vínculos hipertextuales en una base electrónica de datos, aunque el proyecto original era una publicación impresa) serían el equivalente práctico de un índice temático. Este énfasis (que explica el subtítulo: “Citation indexes for science: A new dimension in documentation through association of ideas”, Science, 15-VII-1955) no ignoraba otras consecuencias.

 

Como el lector de un artículo tendría, no solo las referencias a los artículos antecesores, sino a los descendientes, podría saber cómo fue recibido; cosa importante para matizar o descalificar sus aportaciones. Lo cual, de paso, funcionaría como un servicio mundial de recortes para los autores, a los cuales “les gusta ver qué se dice de sus trabajos”. Además, permitiría medir la importancia de un artículo, de un autor, de una revista, de una institución, por la acumulación de citas. Esto último produjo una revolución. Integró a la ciencia los refina-dos métodos estadísticos del béisbol para medir y comparar proezas.

 

El Institute for Scientific Information [www.isinet.com], creado por Garfield en 1964, vende esta información y ha tenido una influencia semejante al comité organizador de las competencias olímpicas. Es un centro mundial de referencia y contabilidad que, por el hecho de existir, induce cambios en la forma de competir. Ahora, los avances milagrosos y los refritos mediocres se miden por lo que tienen en común: el número de citas que generan. Lo cual ha desencadenado una multitud de trucos para inflarlas, porque los ingresos personales y los presupuestos institucionales dependen de eso.

 

Aunque no ha surgido un Lutero que encabece con éxito una ruptura institucional contra el mercado de indulgencias presupuestales (lo más parecido a eso fue Ivan Illich, pero no hizo mella en las instituciones), abundan las críticas. Por ejemplo, se critican los créditos de coautoría que se extienden a media humanidad (veinte coautores de un artículo, cada uno de los cuales, naturalmente, lo añade a su currículo, con beneficio también para la institución, cuya producción per cápita mejora). Se discute el significado de encabezar la lista (¿es un reconocimiento concreto de aportación dominante en este trabajo o es un derecho institucional, como jefe del departamento?). Circulan historias feas de quienes han comprado la mención derramando sus gracias sociales o corporales. Se inventan reglas mecánicas para filtrar a los que siempre aparecen como coautores, nunca como autores solos o encabezando listas. Se habla de los enjuagues del “me citas y te cito”, de los golpes bajos de no citar trabajos con toda intención, de la exclusión sistemática de muchas revistas, sobre todo de países menos desarrollados. Se reconoce que los campos más trillados (donde hay miles de investigadores, no docenas), por este solo hecho, tienen más investigadores citándose unos a otros. Se hacen estudios de los autores que aumentan su puntaje citándose a sí mismos. Según Blaise Cronin ( The citation process: The role and significance of citations in scientific communication), Jon Wiener tuvo el humor de calcularle al propio Garfield su self-citation rate (un altísimo 79%), en “The footnote fetish”.

 

Además, han proliferado los estudios de sociología de la ciencia para entender qué se cita, cómo y por qué razones (legítimas o dudosas), con resultados poco claros, como puede verse en la monografía de Cronin. En México, Ruy Pérez Tamayo ha señalado los espejismos de tomar el “número de artículos publicados y de citas acumuladas como medidas únicas o principales de la calidad de los investigadores científicos” (“Sobre la evaluación de los investigadores científicos / III”, La Jornada, 22-VII-1992).

 

Los Citation Index (ahora ISI vende también un Social Sciences Citation Index y un Arts and Humanities Citation Index) reflejan y refuerzan un fenómeno paralelo a la concentración de los best sellers y el star system del cine, la televisión y los deportes. También reflejan y refuerzan el problema de medir la calidad. Cuando no había un con-curso permanente de cifras macroeconómicas (porque no existían las mediciones), la competencia entre los países “adelantados o atrasados” se basaba en apreciaciones cualitativas, que daban mucha importancia a la calidad de la vida cotidiana y el desarrollo de las letras, las artes y las ciencias. Las mediciones del PIB, de los ratings televisivos, del Citation Index, de los ejemplares vendidos, han distraído la atención en direcciones poco favorables a la calidad.

 

No hace falta decir que las mediciones no afectan a quien sabe leerlas, sin distraerse ni dejarse engañar. Si un lector consigue en Amazon un libro cuyo lugar en ventas es dos millones (hay dos millones de títulos que venden más), no lo despreciará: estará agradecido de que un texto con tan poca demanda esté disponible, aunque el negocio se concentre en los más vendidos. De igual manera, aunque nadie mencione a un escritor que le parece admirable, manifestará sin temor su admiración, al conversar con otros lectores, al escribir (si escribe) y al editar (si edita). Sin embargo, abundan las personas poco independientes que se dejan arrastrar por los juicios mecánicos de las estadísticas, los consensos ignorantes o interesados, la línea correcta, el convencionalismo del éxito. Y esto no se puede ignorar, porque pesa en el mundo cultural y distorsiona los juicios sobre la calidad.

 

Como no es fácil medir lo que produce la conversación de un gran maestro, se devalúa la producción oral en favor de la escrita. Lo cual parece más exacto y objetivo, pero no resuelve el problema. No sirve para distinguir la producción mediocre de la milagrosa. Conduce, simplemente, a multiplicar las publicaciones de los que nada tienen que decir (verbalmente o por escrito) y que ahora, publicando, parecen muy productivos. Cuando se vuelve obvio que la producción escrita resulta engañosa, se añade otra medición: la producción que llega a ser citada, lo cual también es engañoso, porque sobran los trucos para generar citas. Entonces se inventan filtros computacionales para separar las citas de sí mismo o de colegas de la propia institución, lo cual no impide otros enjuagues, ni sirve finalmente para escuchar a los pocos que realmente tienen algo que decir.

 

En la clerecía curricular, el respeto social, el ascenso burocrático, los ingresos y hasta la seguridad en sí mismo dependen de las menciones favorables y el rating de cada acto, persona, institución. Vivir es un perpetuo Juicio Final. No ser mencionado es peor que no haber nacido: sufrir la excomunión que anticipa la condenación eterna. Muchas menciones ridículas se explican por el deseo de sacar del limbo a quienes devotamente ayudaron en tal o cual cosa, barrieron el laboratorio, mecanografiaron el escrito. Y así como en las películas hay disputas feroces por los créditos, y listas interminables de colaboradores, la mención concedida por simpatía o compasión puede volverse exigida, regateada, comerciada.

 

Producir ha sido siempre un milagro, como lo atestiguan los curiosos que rodean al soplador, mientras el vidrio incandescente va tomando forma. Producir artesanías, música, curaciones, conocimientos, pintura, poemas. Cada milagro tiene su propio mundo. Se puede comparar la revelación que produce un giro literario, por el simple hecho de unir dos palabras por primera vez, con el milagro que produce un giro repentino de la mano artesanal inspirada. Pero hay comparaciones peligrosas. Las metafóricas enriquecen las cosas comparadas: la mano del soplador también escribe, la mano del escritor también produce físicamente. En cambio, las comparaciones numéricas las empobrecen: las reducen a una tercera, inferior a las comparadas. ¿Cómo reducir los milagros a unidades medibles, acumulables?

 

Medir la producción es deseable en muchas circunstancias, siempre y cuando la medición no interfiera con la producción de milagros o, peor aún: la sustituya. Pero medir tiene su propia fascinación. Hay algo mágico en los números, como lo sabían los pitagóricos. Son realidades de una perfección misteriosa, que no se sabe bien lo que representan, pero emocionan. Su fascinación puede conducir a que muchas realidades se distorsionen, por el afán de llegar a más.

 

En el afán de acumular (dinero, méritos, indulgencias, fama, poder, avances, conocimientos, reconocimientos o simplemente puntos buenos) hay algo fascinante, que rebasa con mucho las siniestras pasiones atribuidas por Marx a los capitalistas y por Freud a los caracteres anales. Hay un deseo de salvación, de plenitud definitiva, al parecer inalcanzable, que se puede observar también en los aspirantes a la santidad, la belleza, la verdad, siempre insatisfechos. La austeridad espantosa que se imponía a sí misma Simone Weil, el radicalismo literario de Samuel Beckett, la investigación sin límites del Fausto de Goethe, inspiran más respeto que las otras insatisfacciones, pero tienen la misma raíz: el afán de más.

 

Para comparar con justicia la producción intelectual, el común denominador tendría que ser el milagro. Pero ¿cómo comparar unos milagros con otros? La revelación que hay en los cuadros de Edward Hopper y Gunther Gerszo ¿es comparable? ¿Qué tienen en común que sea medible? Por no saber qué hacer con esta dificultad, se pasa a medir milagros en metros cuadrados, número de exposiciones, precios en el mercado, condecoraciones, premios, nombramientos, citas acumuladas. Ni más ni menos que como en la Edad Media, cuando se acumulaban méritos piadosos en el camino de la perfección.

 

 

 

 

 

Fuente: Revista de Economía Institucional, vol. 14, n.º 27, segundo semestre/2012, pp. 273-285

 

*

3 comentarios:

  1. Interesante escrito. Más de un 'mea culpa' me ha surgido a lo largo de su lectura. La buena voluntad no basta a la hora de expresar o expresarse. Tal vez las citas, pienso yo, sirvan como punto de partida o para propiciarlo.

    No sé si ese "afán de más", al que el autor se refiere, es en realidad, en el caso de Samuel Beckett, un "afán de menos". Leyendo a éste, a veces tengo la sensación de que camina intentando desesperadamente librarse de un 'papel' pegado a su zapato.

    Salud y comunismo

    ResponderEliminar
  2. “Un viento de imbecilidad y de locura sopla hoy sobre el mundo”

    (Gustave Flaubert a George Sand, carta del 5 de julio de 1869).


    Encabezo mi comentario con una cita del ciudadano Flaubert, tan burgués como conservador, una cita fechada hace más de ciento cincuenta años donde figura la palabra “hoy” que, como bien sabía el autor, dada la intencionada ambigüedad contextual, es un “hoy” que tenía por detrás siglos que lo podían avalar y, no era profecía arriesgada, lo mismo por delante.

    Por ejemplo, leída desde el día de “hoy”, tenemos, claro que desde nuestro concreto e intencionado punto de vista, al imperialismo yanqui y su tentáculo nazi-sionista “aventando imbecilidad y locura criminal sobre el mundo, pero, concretando: sobre la cautiva e indefensa población civil de Gaza”.

    La nociva ambigüedad de este tipo de citas admiten interpretaciones no sólo contradictorias sino incluso antagónicas. Si analizamos un poquito “la militancia política del ciudadano Flaubert”, no resulta difícil imaginar dónde veía él “la imbecilidad y la locura” que soplaba en sus días sobre el mundo. Lean la correspondencia con su amiga George Sand, que, “aristicráticamente” se lo recrimina “desde la izquierda”, y descubrirán lo clasista y reaccionario que, en la practica de los hechos, llegaba a ser el insigne “Bovary”. Por cierto que Sartre, ferviente admirador de su obra literaria, no se quedó corto a la hora de denunciar su cobarde silencio sobre la abyecta y vengativa masacre llevada a cabo “por el orden reestablecido” contra los ya “vencidos” comuneros parisinos.

    La “ambigüedad” textual ofrece caminos entrecruzados y carentes de señalización que puedan ser instrumentalizados a capricho, bien para refugiarse o perderse en subterfugios que en definitiva faciliten, a sus usuarios, una válvula de escape, un infame mirar hacia otro lado, ante la cruda e incómoda realidad de los hechos. Y puestos a citar:


    Kafka: “Puedes echarte atrás ante los sufrimientos del mundo, eres libre de hacerlo y de hecho es lo que corresponde a tu naturaleza, pero quizá precisamente ese echarte atrás es el único sufrimiento que podrías evitar”. 


    Ese y no otro es el modo de los grandes medios de desinformación: entronizar la banalidad para ocultar lo sustancial. Sí, señores, en el mismo paquete de la “ambigüedad” están integrados, sin variar el módico precio, el cebo y el anzuelo.



    Salud y comunismo

    *

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Y hay que ver cómo entronizan la banalidad para ocultar lo sustancial! Si alguna vez la hubo, la frontera entre la propaganda y la publicidad ha desaparecido por completo, y hoy más que nunca, lubricado caballo de Troya, la publicidad está infestada de la más dañina y funesta propaganda capitalista. Medios no les faltan, ¡goool!, para licuar los indefensos cerebros de los incautos.

      Salud y comunismo

      Eliminar