lunes, 4 de marzo de 2024

 

[ 542 ]

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

capítulo segundo

 

LIBERALISMO Y ESCLAVITUD RACIAL:

UN SINGULAR PARTO GEMELAR

 

 

 

1. LIMITACIÓN DEL PODER Y SURGIMIENTO DE UN PODER ABSOLUTO SIN PRECEDENTES

 

Para que esta paradoja pueda ser explicada, primero tiene que exponerse en toda su radicalidad. La esclavitud no es algo que permanezca a pesar del éxito de las tres revoluciones liberales; al contrario, conoce su máximo desarrollo con posterioridad a tal éxito:

 

«El total de la población esclava en el continente americano ascendía a cerca de 330.000 en 1700, a casi tres millones en 1800, para alcanzar finalmente el pico de los más de 6 millones en los años 50 del siglo XIX».

 

Lo que contribuye de manera decisiva al ascenso de esta institución, sinónimo de poder absoluto del hombre sobre el hombre, es el mundo liberal. A mediados del siglo XVIII era Gran Bretaña la que poseía el mayor número de esclavos (878.000). El dato está lejos de ser exacto. A pesar de que el imperio de España tiene una extensión mucho mayor, le sigue a una buena distancia. Quien ocupa el segundo lugar es Portugal, que posee 700.000 esclavos, pero que a su vez es una especie de semi-colonia de la Gran Bretaña: una gran parte del oro que extraen los esclavos brasileños termina en Londres. Y por lo tanto, no hay duda de que, quien se distingue en este campo por su posición absolutamente eminente es el país que, al mismo tiempo, está a la cabeza del movimiento liberal y que ha conquistado su primacía en el comercio y en la posesión de esclavos negros a partir, precisamente, de la Revolución Gloriosa. Por otro lado, es el propio Pitt el Joven quien, al intervenir en abril de 1792 en la Cámara de los comunes sobre el tema de la esclavitud y de la trata negrera, reconoce que

 

«ninguna nación en Europa […] está tan profundamente sumida en esta culpa como Gran Bretaña».

 

 

Y eso no es todo. En las colonias españolas y portuguesas, en mayor o menor medida, sobrevive la «esclavitud doméstica», que debe distinguirse claramente de la «esclavitud sistémica, vinculada a las plantaciones y a la producción de mercancías»; y es este segundo tipo de esclavitud —que se afianza sobre todo en el siglo XVIII (a partir de la revolución liberal de 1688-89) y que predomina claramente en las colonias inglesas— el que explica de manera más completa la deshumanización de aquellos que ya son solo instrumentos de trabajo y mercancías, objeto de compraventa regular en el mercado.

 

No se trata ni siquiera del retorno de la esclavitud propia de la antigüedad clásica. En realidad, ya en Roma la esclavitud-mercancía había conocido una amplia difusión. Y sin embargo, el esclavo podía razonablemente esperar, que si bien no él mismo, sus hijos o nietos pudieran conquistar la libertad y hasta una posición social eminente. Ahora, por el contrario, su suerte se configura cada vez más como una jaula de la cual es imposible evadirse. En la primera mitad del siglo XVIII, numerosas colonias inglesas en América promulgan normas que hacen cada vez más difícil la emancipación de los esclavos.

 

Los cuáqueros lamentan la llegada de lo que para ellos resulta un sistema nuevo y repugnante: la servidumbre a tiempo determinado y las demás formas de trabajo más o menos servil, en vigor hasta ese momento, tienden a ceder el lugar a la esclavitud propiamente dicha, a la condena perpetua y hereditaria de todo un pueblo, al que se le niega cualquier perspectiva de cambio y mejoramiento, cualquier esperanza de libertad. Todavía en un estatuto de 1696, Carolina del Sur declaraba no poder prosperar «sin el trabajo y los servicios de los negros y otros esclavos». Aún no estaba bien definida la barrera que separa servidumbre y esclavitud, y esta última institución no se había manifestado todavía en toda su dureza. Pero ya está en curso el proceso que reduce cada vez más al esclavo a pura mercancía y proclama el carácter racial de la condición a que está sometido. Un abismo infranqueable separa a los negros de la población libre: leyes cada vez más severas vetan y castigan a guisa de un crimen las relaciones sexuales y matrimonios interraciales. Estamos ya en presencia de una casta hereditaria de esclavos, definida y reconocible ya por el color de la piel. En este sentido, a los ojos de John Wesley, la «esclavitud norteamericana» es «la más vil nunca antes aparecida sobre la tierra».

 

El juicio de los cuáqueros norteamericanos y del abolicionista inglés está plenamente confirmado por los historiadores de nuestros días: como conclusión de un «ciclo de degradación» en perjuicio de los negros, con la puesta en marcha de la «máquina de la opresión» blanca y la unión definitiva de «esclavitud y discriminación racial», a finales del siglo XVII vemos en acción en las «colonias del imperio británico» una «esclavitud-mercancía sobre base racial» (chattel racial slavery), desconocida en la Inglaterra isabelina (y también en la antigüedad clásica), pero «familiar a los hombres que viven en el XIX» y conocen la realidad del Sur de los Estados Unidos. Y entonces, la esclavitud en su forma más radical triunfa en los siglos de oro del liberalismo y en el corazón del mundo liberal. Termina por reconocerlo James Madison, propietario de esclavos y liberal (de manera similar a otros numerosos protagonistas de la revolución norteamericana), quien observa que «el dominio más opresivo nunca antes ejercido por el hombre sobre el hombre», el dominio basado en la «mera distinción del color», se impone «en el período más brillante de la Ilustración».


Formulada correctamente y en toda su radicalidad, la paradoja ante la que nos encontramos reside en esto: ascenso del liberalismo y difusión de la esclavitud-mercancía sobre una base racial son el producto de un parto gemelar que sin embargo presenta, como veremos, características muy singulares.

 

 

 

 

2. AUTOGOBIERNO DE LA SOCIEDAD CIVIL Y TRIUNFO DE LA GRAN PROPIEDAD

 

Ya desde su surgimiento, la paradoja que se trata de explicar aquí no escapa a los observadores más atentos. Acabamos de ver cómo la admite Madison; y por otro lado, conocemos la ironía de Samuel Johnson sobre el apasionado amor por la libertad exhibido por los propietarios de esclavos; y la observación de Adam Smith, por una parte, relativa al nexo entre permanencia y reforzamiento de la institución de la esclavitud, y por la otra, poder de los organismos representativos hegemonizados por los propietarios de esclavos. Pero con tal propósito debemos tener en cuenta otras intervenciones, no menos significativas. En la lucha por la conciliación con las colonias sediciosas, Burke reconoce el peso que la esclavitud ejerce dentro de ellas, pero esta circunstancia no daña el «espíritu de libertad»: al contrario, precisamente aquí la libertad parece «más noble y más liberal»; es cierto que «los habitantes de las colonias meridionales están más fuertemente ligados a la libertad que los de las septentrionales». Es una consideración que podemos reencontrar, algunos decenios más tarde, en un dueño de plantaciones de las islas Barbados:

 

«No existen en el mundo naciones más celosamente ligadas a la libertad que aquellas en las cuales está vigente la institución de la esclavitud».

 

En la vertiente opuesta, en Inglaterra, Josiah Tucker —cuando se opone a Burke y a su política de conciliación con las colonias sediciosas— hace notar cómo «los campeones del republicanismo americano» son, al mismo tiempo, los promotores dela «absurda tiranía» que ejercen sobre sus esclavos: es «la tiranía republicana, la peor de todas las tiranías».



Los autores citados aquí muestran conciencia —más o menos nítida y acompañada de un juicio de valor diferente según las circunstancias— de la paradoja que estamos investigando. Y quizás ahora esta comience a perder su áurea de impenetrabilidad. ¿Por qué debemos asombrarnos de que sean los grandes propietarios de esclavos quienes reivindiquen, o bien participen en primera fila en la reivindicación del autogobierno de la «libertad» respecto al poder político central? En 1839, un ilustre exponente de la Virginia de la época observa que la posición del propietario de esclavos estimula en él

 

 

«una naturaleza y un carácter más liberal [a more liberal caste of character], principios más elevados, una mayor apertura de la mente, un amor más profundo y más ferviente y una consideración más justa de aquella libertad, gracias a la cual él resulta tan altamente distinguido».

 

 

La riqueza y la comodidad de que goza y la cultura que logra adquirir así, refuerzan la orgullosa autoconciencia de una clase, que deviene cada vez más intolerante con los atropellos, con las intromisiones, con las interferencias, con los vínculos impuestos por el poder político o por la autoridad religiosa. Quitándose de encima estos vínculos, el dueño de plantación y propietario de esclavos hace madurar un espíritu liberal y un pensamiento libre.

 

Los cambios ocurridos a partir del Medioevo confirman este fenómeno. Entre 1263 y 1265, mediante las Siete partidas, Alfonso X de Castilla reglamenta la institución de la esclavitud, que él parece reconocer de mala gana, por cuanto siempre es «innatural». El derecho de propiedad está limitado en primer lugar por la religión: a un infiel no le está permitido poseer esclavos cristianos, y en todo caso, al esclavo se le debe garantizar la posibilidad de llevar una vida conforme a los principios cristianos; de aquí parte el reconocimiento de su derecho a establecer una familia y a ver respetados el honor y la castidad de la esposa y de las hijas. Más adelante incluso se dan casos de patronos denunciados a la Inquisición por no respetar los derechos de sus esclavos. Profundamente influenciado por la religión, el Estado comienza a limitar el poder del propietario, empeñándose en regular y limitar el castigo infligido por el patrono al esclavo y tratando de varias maneras de promover la liberación de este último (pues se trata de un súbdito cristiano). La liberación es conferida desde arriba, cuando el esclavo lleva a cabo una acción meritoria para el país: en tal caso, el patrono privado de su propiedad es indemnizado por el Estado.

 

La llegada de la propiedad moderna comporta para el patrono la facultad de disponer de esta como mejor crea. En la Virginia de la segunda mitad del siglo XVII está vigente una norma que sanciona la impunidad esencial del patrono, incluso en el caso en que dé muerte a su esclavo. Tal comportamiento no puede ser considerado «delito grave» (felony), en cuanto

 

 

«no se puede suponer que una crueldad intencional (y solo esta convierte en asesinato una muerte) induzca a un hombre a destruir su propiedad».

 

 

Primero con la Revolución Gloriosa y más tarde, de manera más completa, con la revolución norteamericana, la imposición del autogobierno de la sociedad civil bajo la hegemonía de los propietarios de esclavos implica la liquidación definitiva de las tradicionales «interferencias» de las autoridades políticas y religiosas; ya resultan irrelevantes el bautismo y la profesión de fe cristiana. En Virginia, a finales del siglo XVII, se puede proceder «sin las formalidades del jurado» a la ejecución de un esclavo culpable de un crimen capital; el matrimonio entre los esclavos ya no es un sacramento y también los funerales pierden su solemnidad. A inicios del siglo XIX un jurista virginiano (George Tucker) puede observar que el esclavo está situado

 

 

«por debajo del rango de los seres humanos no solo política, sino también física y moralmente».

 

 

Además de la situación de los negros, la conquista del autogobierno por parte de la sociedad civil que queda bajo la hegemonía de la gran propiedad, implica el empeoramiento, en medida más drástica aún, de la condición de la población indígena. La falta de control ejercido por el gobierno de Londres elimina los últimos obstáculos que frenan la marcha expansionista de los colonos blancos. La idea de la deportación de los pieles rojas —ya entonces acariciada por Jefferson y después formulada de manera explícita y brutal por la administración Monroe (los nativos del Este deben abandonar el terreno «estén o no de acuerdo, se hayan o no civilizado»)— se convierte en trágica realidad con la presidencia de Jackson:

 

 

«El general Winfield Scott, con seis mil hombres y seguido por “voluntarios civiles”, invadió el territorio Cheroki, secuestró a todos los indios que logró encontrar, y en medio del invierno, los puso en marcha en dirección a Arkansas y Oklahoma; los “voluntarios civiles” se apropiaron del ganado de los indios, de sus bienes domésticos y de sus utensilios agrícolas y quemaron sus casas. Cerca de catorce mil indios fueron obligados a recorrer el “sendero de las lágrimas”, como se le llama aquí, y cerca de cuatro mil murieron durante el viaje. Un testigo del éxodo ha informado: “Incluso mujeres de edad avanzada, aparentemente próximas a bajar a la tumba, se pusieron en camino con fardos pesados atados a la espalda, unas veces por terreno helado y otras por caminos fangosos, con los pies al descubierto”»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

*

 

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