martes, 19 de marzo de 2024

 

[ 551 ]

 

EL MÉTODO YAKARTA

 

Vincent Bevins

 

(…)

 

04

Una alianza

para el progreso

 

 

 

 

PATRICE, JACK, FIDEL, NELSON, NASUTION Y SADAM

 

Después del mojigato Eisenhower, Estados Unidos eligió a un presidente que era un donjuán, igual que Sukarno. Los dos se encontrarían pronto y se llevarían bien. Pero el nombramiento de Kennedy parecía anunciar importantes cambios en la política exterior estadounidense, especialmente con respecto al tercer mundo. Sukarno, como muchos indonesios, veía en el joven Jack a un raro aliado estadounidense en el combate contra el colonialismo, después de haber leído las críticas de Kennedy al dominio colonial francés en Argelia.

 

En su papel de candidato a la presidencia, Kennedy se había presentado con sólidas credenciales anticomunistas, por supuesto. Aquello era Estados Unidos. En su discurso de investidura, no obstante, también se comprometió con el tercer mundo:

 

«A aquellas personas que viven en chozas y aldeas de medio mundo y se esfuerzan por romper las cadenas de la pobreza masiva les prometemos destinar nuestros mejores esfuerzos a ayudarles a ayudarse durante el tiempo que sea necesario, y no porque los comunistas puedan estar haciéndolo, no porque queramos sus votos, sino porque es lo justo —subrayó Kennedy—. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, no podrá salvar a los pocos que son ricos. A nuestras repúblicas hermanas del sur de nuestra frontera les ofrecemos un compromiso especial: convertir nuestras buenas palabras en buenas obras en una nueva alianza para el progreso».

 

Ahora bien, Kennedy no iba a poner en funcionamiento un Gobierno en Estados Unidos partiendo de cero. Heredaría la Administración existente. Y las operaciones de la CIA que ya estaban en marcha por todo el planeta. El 17 de enero de 1961, tres días antes de su investidura, cuando todavía estaba preparando aquel discurso grandilocuente, el mundo entero recibió un brutal recordatorio de la existencia de la agencia cuando Patrice Lumumba, el joven, enérgico y popular líder del Congo, fue ejecutado.

 

 

Lumumba había asumido el cargo de primer ministro tras un proceso de descolonización todavía más caótico que el de Indonesia de la década previa. El final del control belga dejó a los pocos líderes independentistas del Congo luchando por establecer un Gobierno. Lumumba era un hombre dinámico y reconocido por los acelerados discursos que surcaban todo el territorio a través de las ondas radiofónicas. Cuando la nación obtuvo la independencia, se le comparó con el satélite Sputnik, y la gente común esperaba poco menos que un giro cósmico.

 

El elegante Lumumba era más un liberal clásico que un hombre de izquierdas. Ataviado a menudo con una pajarita, era un évolué, un miembro de la clase de congoleses vestidos siempre de punta en blanco, uniformados con trajes europeos. Era un nacionalista económico, no un revolucionario internacionalista comprometido. Jruschov llegó a comentar que «el señor Lumumba es tan comunista como yo católico».

 

Sin embargo, meses después de su elección, el joven e inexperto político cometió un grave error, al menos si atendemos a las normas de la Guerra Fría. Cuando las fuerzas belgas —y la industria minera— apoyaron un movimiento de secesión financiado por blancos en la provincia de Katanga, Lumumba se dirigió a las Naciones Unidas en busca de ayuda. La ONU no ofreció más que una resolución en términos muy duros. Lumumba estaba desesperado y consideraba que merecía apoyo militar. De este modo, el 14 de julio de 1960 envió un telegrama a Moscú en el que pedía asistencia. Fue filtrado de inmediato a la CIA.

 

Como señala David van Reybrouck en su impresionante historia del Congo:

 

«No hay que infravalorar la importancia de este paso. Aquel telegrama abría de golpe un nuevo frente en la Guerra Fría: África».

 

¿Habían reparado Lumumba y su equipo en el impacto que tendría el telegrama? Seguramente no.

 

«Dada la poca experiencia que tenían, es más probable que solo intentaran recibir apoyo del extranjero para solucionar un conflicto nacional en relación con la descolonización».

 

Sin embargo, este no fue el único error de Lumumba. Cometió otro de gran calibre en Washington, o eso cuentan las leyendas de la CIA. Después de una serie de frenéticas reuniones en Washington, hizo una petición personal. Como Sukarno cuatro años antes, se cuenta que quiso tener un encuentro con una trabajadora sexual. Esto despertó «repugnancia», que se sumaba a la aversión que los responsables estadounidenses ya sentían por él. A mediados del siglo XX, los hombres negros eran despiadadamente torturados y asesinados en Estados Unidos por cometer supuestas transgresiones sexuales con mujeres blancas, aunque fuera sencillamente por haberles silbado. En Washington tampoco gustaba la forma en la que Lumumba hablaba de política. El subsecretario de Estado C. Douglas Dillon comentó: «Era presa de un fervor que solo puedo describir como mesiánico». El nuevo subdirector de planificación de la CIA, Richard M. Bissell, lo llamó «perro rabioso».

 

El 21 de julio, Allen Dulles señaló que se podía asumir con seguridad que había sido «comprado por los comunistas». El 25 de agosto, la Casa Blanca dio la orden y la CIA elaboró planes para llevar a cabo su asesinato. Bissell pidió al doctor Sidney Gottlieb, el científico interno de la CIA —el mismo que había supervisado MKUltra, un programa que secuestraba a negros pobres en Estados Unidos y los medicaba con LSD para ver si la agencia era capaz de controlar sus mentes—, que preparara un veneno. La CIA desarrolló planes para inyectarlo en la comida de Lumumba o en su dentífrico. La operación quedó en nada, de modo que la agencia puso en marcha otra para conseguir que Lumumba se alejara de la protección que le prestaban las Naciones Unidas, momento en el que podría ser asesinado por sus rivales dentro del Congo. Si bien finalmente no hubo una participación directa de la CIA, esto fue lo que sucedió. Lumumba perdió el reconocimiento de la ONU el 22 de noviembre, y cinco días más tarde huyó de su arresto domiciliario en Leopoldville. Las tropas leales a Joseph Mobutu, el jefe del Estado Mayor del Ejército apoyado por la CIA y amigo en tiempos pasados de Lumumba, dieron con él, lo secuestraron y lo entregaron a los rebeldes apoyados por Bélgica en Katanga. Con la participación de cuatro belgas, las fuerzas rebeldes de Katanga metieron a Lumumba en el maletero de un coche y lo llevaron cerca de un pozo poco profundo. Le dispararon tres veces y lo arrojaron al pozo.

 

 

La muerte de Lumumba despertó la controversia en todo el mundo. Hubo manifestaciones en las calles de Oslo, Tel Aviv, Viena y Nueva Delhi. Las embajadas belgas sufrieron ataques en El Cairo, Varsovia y Belgrado. Moscú bautizó una universidad con su nombre. Mobutu se hizo con el poder en el segundo país más grande del África subsahariana, celebró ejecuciones públicas de sus rivales, instauró una dictadura y se convirtió en uno de los más estrechos aliados de Washington en África en la Guerra Fría.

 

En el caso de Kennedy, sin embargo, sería la pequeña Cuba, apenas a ciento cincuenta kilómetros de Florida, la que ocuparía su atención en los primeros meses de su presidencia. Cuando las fuerzas guerrilleras de Fidel Castro derrocaron la dictadura de Batista en enero de 1959, su movimiento no era abiertamente comunista ni estaba alineado con la Unión Soviética. Cierto es que lo acompañaba el Che Guevara, el marxista comprometido que había llegado a la conclusión, cuando vio el golpe de Estado de Guatemala en 1954, que Estados Unidos no era de fiar. El Che creía que el imperialismo capitalista se enfrentaría militarmente a cualquier proyecto socialista democrático, por lo que la lucha armada y un férreo control del Estado eran las únicas opciones posibles para los revolucionarios del tercer mundo. Pero, al principio, Castro esperaba mantener unas relaciones decentes con el Tío Sam, y algunos en Washington incluso celebraron su victoria. Todo esto se vino abajo rápidamente. Estados Unidos respondió a la reforma agraria y a las nacionalizaciones de Castro imponiendo importantes restricciones comerciales, lo que llevó a Cuba a dirigirse a la Unión Soviética para proveerse del combustible que tanto necesitaba. En su campaña electoral, John Fitzgerald Kennedy atacó a Eisenhower por ser blando con Cuba.

 

La invasión de la bahía de Cochinos, cuya planificación comenzó antes de que Kennedy asumiera el cargo, fue un fracaso para Estados Unidos y para JFK por dos motivos. El primero fueron los fallos burocráticos. La CIA no consiguió transmitir las verdaderas posibilidades de éxito a Kennedy, y tampoco alcanzó un acuerdo claro en cuanto al apoyo que sus mercenarios cubanos necesitarían después de desembarcar en la orilla cubana y tratar de incitar un levantamiento contra Castro. Antes incluso de que se iniciara la invasión, los propios preparativos ya provocaron todo tipo de problemas. La CIA valoró cancelar la operación, pero alertó al presidente de que los mercenarios que estaban entrenando en Guatemala hablarían en público en contra de Kennedy si eran desmovilizados. Por si fuera poco, en Guatemala, la presencia de los cubanos desencadenó una revuelta militar contra la dictadura apoyada por Estados Unidos y dio inicio a una guerra despiadada cuya explosión llevaba gestándose desde el golpe de 1954. El segundo motivo para el fracaso fue que Estados Unidos pensaba que los cubanos se levantarían para apoyar una revuelta anticomunista.

 

 

En abril de 1961, tres meses después de que Kennedy prometiera su cargo, sucedió todo lo contrario y los soldados de fortuna fueron arrestados de inmediato. El Che Guevara tal vez no supiera cómo construir rápidamente un país socialista —conocidas eran sus dificultades como ministro de Economía—, pero desde luego no era tan ingenuo como para dejar al país expuesto al mismo tipo de intervención yanqui que había presenciado en persona en Guatemala.

 

Todo parece indicar que los mandos estadounidenses hubieran podido derrocar a Castro, como hicieron con tantos otros Gobiernos de la región a lo largo de los años, si hubieran aplicado más presión o hubieran puesto en práctica otra estrategia completamente diferente. Pero el fracaso de la bahía de Cochinos fue tan espectacular y tan palmario que tenían las manos atadas. Estados Unidos había utilizado su bala, y no podía volver a intentar nada tan evidente de nuevo.

 

Los días posteriores a la invasión, la «angustia y el abatimiento» de Kennedy eran patentes para todo el que lo rodeaba. El subsecretario de Estado Chester Bowles reconoció que el presidente estaba «bastante destrozado». El propio Kennedy relató que era la peor experiencia de toda su vida. Decía sentirse responsable personalmente de los muertos de la invasión. Y había sido además una humillación nacional. Después de la bahía de Cochinos, dos cosas cambiaron en la presidencia de Kennedy, que con tanto idealismo había empezado: en adelante tendría que lidiar con la CIA que Wisner había creado y con los problemas que le había legado, y además tendría que gobernar siendo él al que acusaran de blando con el comunismo.

 

Incluso Jruschov ridiculizó a Kennedy por el fracaso en Cuba. Aunque Castro no es comunista, «están ustedes en el mejor camino para convertirlo en uno de los buenos», dijo el líder soviético al presidente estadounidense. En privado, Jruschov advirtió a sus aliados comunistas que temía que Kennedy no fuera rival para el enorme complejo militar-industrial de Estados Unidos, y le preocupaba que el joven presidente no lograra tener bajo control a las «fuerzas oscuras» de su país.

 

Habían transcurrido únicamente cuatro días desde la invasión de la bahía de Cochinos, con Kennedy todavía armando su Gobierno, cuando el presidente Sukarno llegó de visita. Para el presidente indonesio, los paralelismos entre la bahía de Cochinos y lo que Indonesia había sufrido en 1958 eran evidentes. Pero, como educado javanés que era, no sacó el tema a colación. La Casa Blanca, por su parte, siguió el consejo de la legación de Jones de colmar a Sukarno de pompa y circunstancia, mientras los servicios secretos atendían a las «insaciables peticiones de chicas de compañía» del presidente Indonesio. Sukarno no consiguió que Kennedy cambiara de posición con respecto a Nueva Guinea Occidental, pero se dice que el presidente americano quedó impresionado con aquel hombre. Al parecer, Kennedy dijo de él que era «un asiático inescrutable».

 

Nada más concluir la reunión con Sukarno, el joven presidente envió una carta a Yakarta dirigida a Jones en la que dejaba claro que era él quien estaba al cargo de la presencia estadounidense en Indonesia, por encima «de todas las demás agencias». Se trataba de un intento evidente de retirar a la CIA el control de las relaciones exteriores después del fracaso de la bahía de Cochinos.

 

 

En el resto del Sudeste Asiático, las acciones de la agencia de inteligencia se habían dejado sentir con contundencia. Se descubrió un complot secreto estadounidense en Camboya, que minó gravemente su credibilidad en la región. Durante años, Norodom Sihanuk había atacado el anticomunismo de Eisenhower convencido de que Estados Unidos estaba intentando librarse de él por defender una posición neutral. Sus afirmaciones fueron consideradas descabelladas o absurdas en su momento. Pero tenía razón. En 1959, un agente de la CIA recibió órdenes de colaborar con el ministro del Interior de Sihanuk para organizar un golpe de Estado que no tuvo éxito.

 

El Gobierno de Ngo Dinh Diem, en Vietnam del Sur, también intentó sin resultados organizar un golpe de Estado en Camboya con la aprobación de Estados Unidos. Cuando fracasó, Sihanuk recibió un paquete por correo. Quizá era un regalo para intentar arreglar las cosas. Pero, cuando su personal lo abrió, explotó. Murieron dos personas. El paquete bomba, el tercer intento de acabar con Sihanuk, resultó provenir de una base estadounidense en Saigón, aunque quizá había sido enviado sin conocimiento de Estados Unidos. No obstante —y esta dinámica crucial se repetiría a lo largo de toda la Guerra Fría—, el incidente no habría tenido lugar si Vietnam del Sur hubiera considerado que Washington se oponía a la operación. La amplitud de las conjuras estadounidenses a menudo conllevaba acontecimientos que Washington no había previsto concretamente. Fuera como fuera, la relación de Sihanuk con Estados Unidos era ya irreparable.

 

La Administración Kennedy —y especialmente su hermano Bobby— se obsesionó con destruir a Castro y puso a la CIA a ello. Robert McNamara, que ejerció de secretario de Defensa entre 1961 y 1968, tildaría más tarde la estrategia de los Kennedy en Cuba de «histérica». En una fiesta, Desmond FitzGerald, que había contribuido a llevar a cabo la campaña de terror del vampiro en Filipinas, comentó con un amigo su nuevo trabajo en el cuerpo especial de Cuba: «Lo único que sé es que tengo que odiar a Castro». La CIA ya había dado el visto bueno a disparatados intentos de acabar con la vida del dirigente cubano. Durante la presidencia de Eisenhower probaron con puros envenenados, y también intentaron que se le cayera la barba (al parecer, pensaban que los cubanos lo respetarían menos si estaba bien afeitado). La agencia contrató a la mafia para asesinar a Castro (Robert Maheu, el exagente del FBI que organizó el encuentro con la mafia, era el mismo agente libre de la CIA que había organizado la grabación de la película falsa con escenas sexuales de Sukarno). Después de la bahía de Cochinos, la agencia mantuvo sus tradiciones. Crearon un traje de buzo contaminado con esporas, pero no pudieron hacérselo llegar al líder cubano. Un plan giraba en torno a la idea de una caracola marina explosiva. Las oficinas de la CIA en Miami se convirtieron en las más grandes del mundo y ofrecían recompensas en metálico por los comunistas muertos. Edward Lansdale, el mismo hombre que había inventado los ataques de vampiros en Filipinas, propuso rociar a la población civil cubana que trabajaba la caña de azúcar con agentes de guerra biológica, así como simular una segunda llegada de Cristo.

 

Bobby Kennedy, a quien Bowles consideraba «agresivo, dogmático y despiadado», estaba dispuesto a utilizar medidas todavía más drásticas para dar forma a América Latina según su parecer. Después del asesinato del dictador dominicano Rafael Trujillo, los hermanos Kennedy discutieron los beneficios de enviar a los marines al país. Como no daría una buena imagen, Bobby sugirió que,

 

 

"sencillamente, dinamitaran ellos mismos el consulado estadounidense. Así tendrían argumentos para la invasión."

 

 

Kennedy puso en marcha su programa de cooperación económica en América Latina, denominado Alianza para el Progreso, así como el Cuerpo de Paz y la Agencia para el Desarrollo Internacional. Sin embargo, el compromiso activo de su Administración en la lucha contra el comunismo terminó dirigido fundamentalmente a los militares locales. El Gobierno de Kennedy abrazó de manera incondicional la teoría de la modernización, y contrató para asesorar al presidente al economista W. W. Rostow, autor de una obra de título muy apropiado: Las etapas del crecimiento económico: un manifiesto no comunista. Con Kennedy, la alianza más importante para el progreso fue con las fuerzas armadas de medio mundo, y su objetivo era acercar a los países a un sistema económico al estilo estadounidense.

 

Bobby desempeñó un papel especial en la adopción de la recomendación del Departamento de Estado de que los militares del tercer mundo se centraran en la «contrainsurgencia», además de en la construcción de la nación; es decir: combatir con violencia a los enemigos internos y poner en práctica un papel político más amplio en la sociedad en su conjunto. Desde el primer momento, los responsables estadounidenses situaron a Indonesia como campo de pruebas crucial para este enfoque. La Administración Kennedy incrementó paulatinamente su asistencia a los militares indonesios en diferentes niveles con la intención de servir de contrapeso al apoyo que Sukarno estaba recibiendo en ese momento de los soviéticos. A pesar de la obsesión de los hermanos Kennedy con Cuba, en 1961 el Consejo de Seguridad Nacional situó a Indonesia y a Nueva Guinea Occidental entre sus más «urgentes prioridades de planificación», pues era ahí donde estimaba que Moscú y Washington competían más directamente por imponer su influencia. En unos años, Indochina dominaría los titulares de la prensa internacional, pero hasta mediados de la década de 1960 la mayor parte de los altos cargos consideraba Indonesia mucho más importante que Vietnam o Laos.

 

Cuando regresó de Washington, Sukarno no dejó enfriar la cuestión de Nueva Guinea Occidental. A finales de 1961 dio un discurso titulado «Triple Mando del Pueblo» (Trikora), en el que exigía el desmantelamiento del «Estado títere» neerlandés y llamaba a la movilización de «todo el pueblo indonesio» para recuperar el territorio. Al general Nasution y a otros líderes militares les preocupaba la idea de provocar una guerra con los Países Bajos, pero organizaron milicias ciudadanas y la Armada se enfrentó a los buques neerlandeses. Como Jones había transmitido a Washington, para Sukarno aquel no era un simple pedazo de tierra: se trataba de completar su revolución y de dar legitimidad a su Estado, y los indonesios no dudarían en ir a la guerra si lo necesitaban para lograr esos objetivos. Exasperado por la tozudez de sus aliados neerlandeses, y considerándolo un pequeño precio por evitar perder Indonesia completamente en la órbita soviética, Kennedy terminó por presionar a los Países Bajos para que negociaran la entrega del territorio.

 

Para Indonesia era al menos un cambio con respecto a los días de Eisenhower y los métodos de Wisner. En lugar de intentar acabar con él, Kennedy entregó a Sukarno lo que sabía que necesitaba. Al mismo tiempo, el poder y la influencia del anticomunista Ejército indonesio, en constante coordinación con responsables de Washington, crecía a ritmo constante en un segundo plano. El compromiso directo de Kennedy tomó la forma de un «programa de acción cívica» (CAP, por sus siglas en inglés) en Indonesia, que incluía el entrenamiento en secreto de «personal militar y civil seleccionado» y un abanico de actividades anticomunistas cuya naturaleza, más de cincuenta años más tarde, sigue siendo secreta. El CAP se mostró crucial en la creación de un negara dalam negara, un «Estado dentro del Estado», liderado por los generales. El proceso había comenzado cuando los militares recibieron atribuciones de emergencia para combatir a la CIA en 1958. Años después, el Ejército recibía equipamiento y formación de Estados Unidos para dedicarse a la pesca, la agricultura y la construcción, lo que aumentaba sus intereses económicos y su importancia en todo el país.

 

En África, Estados Unidos tomó una dirección distinta. Con la asistencia de la CIA, las autoridades blancas de Sudáfrica arrestaron a Nelson Mandela en 1962. Washington también dispuso Oriente Medio en una nueva senda en 1963. Más allá de Indonesia, el partido comunista de más tamaño de los países del Bandung era el Partido Comunista Iraquí (PCI), que había crecido al tiempo que se oponía al dictador Abdul Karim Qásim. El PCI consideró intentar la revolución, y los soviéticos aconsejaron no hacerlo. Pero Washington apoyó un golpe de Estado del anticomunista Partido Baaz, que inmediatamente se dispuso a aplastar al PCI. La CIA entregó listados de comunistas y de supuestos comunistas al nuevo régimen, que masacró a un número indecible de personas. Un miembro del Partido Baaz llamado Sadam Huseín, de apenas veinticinco años de edad, formó parte de la campaña anticomunista apoyada por Estados Unidos que siguió al golpe de Estado. Algunos comunistas fueron asesinados en sus casas y otros acabaron en la cárcel; aquellos que sobrevivieron al cautiverio contaron que Huseín tenía fama de ser el peor de los torturadores: rezaban para que los interrogatorios fueran en sus noches libres. El nuevo régimen del Partido Baaz derogó la reforma agraria que había aprobado Qásim.

 

 

En Kansas, los oficiales indonesios seguían llegando y dirigiéndose al comedor de Benny. Estaban presumiblemente estudiando estrategias de contrainsurgencia, además de empapándose de la ideología anticomunista estadounidense de una forma más general. Pero eso no es lo que Benny recuerda de aquellos días. Tuvieron todos una última noche por todo lo alto antes de que él se marchara a doctorarse, casarse y formar una familia. En la línea que divide los estados de Misuri y Kansas hay una calle que se llama apropiadamente State Line Road. Benny, sus amigos universitarios y los futuros generales anticomunistas cruzaron a Misuri a pie para tomar unas copas. Los militares querían encontrar un club que les gustaba, uno donde los desnudos eran integrales. Todos se emborracharon y los soldados se salieron con la suya…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]

 

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