domingo, 31 de marzo de 2024

 

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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( I )

 

Carlos Blanco Aguinaga,

Julio Rodríguez Puértolas,

Iris M. Zavala.

 

 

 

Juan de Mairena lamentaba la falta de un buen manual de literatura española. Según él, no lo había en su tiempo. Alguien le dijo: «¿También usted necesita un librito?» «Yo -contestó Mairena-deploro que no se haya escrito ese manual porque nadie haya sido capaz de escribirlo. La verdad es que nos faltan ideas generales sobre nuestra literatura. Si las tuviéramos tendríamos también buenos manuales y podríamos, además, prescindir de ellos. No sé si habrá usted comprendido … Probablemente no.»

 

(Antonio Machado, Juan de Mairena, 1936).

 

 

 

 

EXPLICACIÓN PREVIA

 

 

“Cuando se trata de examinar la conexión entre la producción intelectual y la producción material hay que tener cuidado, ante todo, de no concebir ésta como una categoría general, sino bajo una forma histórica determinada y concreta… Si no enfocamos la producción material bajo una forma histórica específica, jamás podremos alcanzar a discernir lo que hay de preciso en la producción intelectual correspondiente y en la correlación entre ambas”.

 

(Karl Marx, Historia crítica de la teoría de la plusvalía).

 

 

TODO PRODUCTO material humano –vasija, espada, automóvil, catedral, poema–, incluso si resulta de la producción mecánica, ocupa su lugar en el mundo con una unicidad indiscutible. La particularidad de la obra artística, sin embargo, se nos hace presente con características y pretensiones de muy especial privilegio. Su distancia de lo común-práctico –que en el caso de la obra literaria sería lo que separa la lengua poética de la lengua cotidiana– hace que se nos aparezca como radicalmente otra que la realidad, como autosuficiente y, por tanto, como irreductible a nada que no sea ella misma. Puede así parecer que cada obra de arte, cada obra literaria en nuestro caso, ocupa su lugar en el mundo en desconexión absoluta con cualquier otro producto humano.

 

Tal peculiaridad de lo literario, aunque imprecisamente reconocida por todos –y hasta estudiada por la estética idealista, siempre preocupada por el no sé qué que distingue a las obras de arte–, fue en verdad desatendida por la crítica positivista que domina la historia literaria del siglo XIX. Partiendo del hecho de que, a pesar de su aparente independencia, la obra literaria es un producto histórico, reflejo de la vida del autor, la crítica positivista cayó en un pseudocientifismo elemental y mecanicista, a partir del cual se perdía una y otra vez en las biografías de los autores –por ejemplo– o en las tradicionales investigaciones acerca de las «fuentes»; un tipo de erudición que, si no es en sí despreciable, rara vez llega a decirnos algo concreto sobre las peculiaridades reales de este o aquel texto.

 

[ Recuérdese el clásico y agresivo artículo de Miguel de Unamuno «Sobre la erudición y la crítica~, Obras Completas, III (Madrid, 1960), pp. 902-925, y lo que, irónicamente, dice Américo Castro en Los españoles: cómo llegaron a serlo (Madrid, 1965), p. 247. ]

 

Frente a ello, el gran mérito de la estética vanguardista que se perfila claramente a mediados del XIX –desde Poe y Baudelaire, por ejemplo– y que culmina en el mundo hispánico con los diversos ismos de la segunda década del siglo xx, radica en su insistencia exacerbada en llamar la atención sobre esa mencionada peculiaridad de la obra literaria. En su larga lucha contra el positivismo, la estética vanguardista no se vio razonada críticamente hasta la aparición –1915-1917– de los brillantes estudios teóricos de los formalistas ruso-soviéticos.

 

En el formalismo ruso es central la ya indicada distinción programática entre lengua cotidiana y lengua poética. Los formalistas no lograron, desde luego, trazar jamás con nitidez la línea divisoria entre los dos modos de lengua, porque, de hecho, no hay solución de continuidad entre una y otra. Queda, sin embargo, claro que en un texto literario la lengua ve extremadas algunas de sus características constantes hasta tal punto que el producto estético resulta inconfundible con el discurso «cotidiano». La fórmula más general de Roman Jakobson parece, en este sentido, enteramente satisfactoria. En efecto, si en todo hablar opera un proceso de selección y de combinación (de palabras, fonemas, ritmos, etc.), lo característico de la lengua poética —o literaria, en general es la acusada importancia que en ella adquiere la combinación de lo seleccionado.

 


Eikhenbaum venía a decir lo mismo con otras palabras:

 

“los hechos artísticos testimonian que la diferencia específica del arte no se expresa en los elementos que constituyen la obra, sino en la utilización particular que se hace de ellos”.

 


Adquiere así especial significado la noción de forma como esencial a la obra artística (de ahí precisamente que se llamara «formalistas» a tales investigadores del hecho literario) y se perfila incluso la noción de estructura, que años después hará fortuna. Pues una estructura se define por las relaciones internas de sus componentes, por la «combinación». Añádase la famosa tesis de Chlovski, según la cual el lenguaje de la obra literaria nos llama la atención sobre sí mismo antes que sobre aquello que nombra. Nos acercamos así todavía más a la posibilidad de enfrentarnos a los textos literarios en la unicidad que los distingue, y que sería, en cada caso, su estructura, es decir, sus relaciones formales internas.

 

Tales premisas o puntos de partida se vieron desarrollados al absurdo por diversas escuelas formalistas o inmanentistas, lo cual fue extremado de modo notorio por el New Criticism norteamericano de los años cuarenta y cincuenta de nuestro siglo. Se pretendía así evitar en el estudio de las obras literarias toda referencia a los fenómenos considerados como «extraliterarios». Entendiendo por «extraliterario», dogmática e indefinidamente, lo que no fuese el texto mismo aislado intemporalmente de su origen y de su destino. Desde esta cerrazón se llegó, en los casos programáticos más extremos, al silencio interpretativo, pues ¿cómo hablar de aquello que no se refiere a nada fuera de sí mismo? O también, por ejemplo, a sugerir que un soneto de Shakespeare podía concebirse como generado por una computadora, o bien –jugando con la teoría de las probabilidades– por un mono que, accidentalmente, hubiese tocado las teclas apropiadas de una máquina de escribir. En todos y cada uno de los casos, lo que proponía el New Criticism era la independencia absoluta del texto con respecto tanto a su producción como a su consumo; es decir, la ahistoricidad del texto.

 

[ Sobre el New Criticism se ha escrito abundantemente en lengua inglesa. En castellano puede consultarse el capítulo correspondiente en René Wellek y Austin Warren: “Teoría de la literatura” (Madrid, 1953) ]

 

Si la atención a la estructura de un texto literario se desentiende así del hecho de ser tal texto un producto humano, no es posible, desde luego, la historia de la literatura. Ya los formalistas rusos se habían encontrado con este problema, y no tardaron en descubrir que del mismo modo que la «lengua poética» es una parte especial de «la lengua», la estructura (o «gramática») de un texto participa inevitablemente de la estructura (o «gramática») general de la literatura. De ahí que Tinianov se ocupara de lo que él llamaba «la serie literaria». Por otra parte, y puesto que no hay solución de continuidad entre la «lengua cotidiana» y la «lengua poética», sino que se trata de una diferencia de grado, y puesto que la «gramática» no puede hacer abstracción de la «semántica», existe siempre una compleja relación entre el texto y todo lo que no es literatura. Las palabras del texto le vienen a éste de fuera de sí mismo, y aunque se transforman y adquieren realidad nueva en las relaciones que en él se establecen, puesto que persisten en ellas los significados extratextuales, además de atraer nuestra atención sobre sí mismas en cuanto forma, nos remiten invariablemente al exterior del texto … , y de ahí otra vez al texto, en un proceso dialéctico permanente. Así, de algún modo, la historia de la «serie literaria» se relaciona dialécticamente con otras manifestaciones de la Historia, con lo que el mismo Tinianov llamaba, no sin cierta timidez, las «otras series».

 

Más sensata que el New Criticism fue, en el ámbito hispánico, la estilística. Desde el famoso manifiesto de Amado Alonso en 1932,  hasta los ensayos del mismo recogidos en su libro póstumo, Materia y forma en poesía

 


domina en la estilística una tendencia ecléctica. En efecto, asumiendo la diferencia entre lengua cotidiana y lengua poética e insistiendo en la peculiar autonomía del texto, la estilística propone también que para llegar a la mayor comprensión de éste se debe recurrir, cuando ello sea necesario, a datos que otros llamarían «extraliterarios», tales como vida social, biografía, ideas de una época, relaciones literarias, etimologías, etc.

 

[ No se olvide que, según algunos formalistas, también sería necesario explicar algo del contexto, por ejemplo, la personalidad y naturaleza del hablante en la obra ]

 

No es de extrañar que, por tanto, los trabajos de los grandes maestros de la estilística –Karl Vossler, Leo Spitzer, Amado Alonso, Dámaso Alonso, Raimundo Lida– vayan desde los más estrictos análisis formales hasta la historia de la literatura y de las ideas. Sin embargo, en un rapto de apasionamiento formalista, Dámaso Alonso llegó a escribir que «el estilo es el único objeto de la investigación científica de lo literario», aunque en otro momento, embarcado en una de sus más acuciantes aproximaciones críticas, cayese en la cuenta de que algo se le escapaba, que no podía penetrar el «misterio» último de la poesía. Y exclama entonces:

 

¡Tiremos nuestra inútil estilística! ¡Tiremos toda la pedantería filológica! ¡No nos sirven para nada! Estamos exactamente en la orilla del misterio. ¡El misterio se llama amor, y se llama poesía!

 

Derivamos así hacia el irracionalismo en que se revela el fundamento idealista del formalismo de pretensiones científicas. Nadie que esté en su sano juicio pretenderá jamás agotar el significado de un texto, pero en cuanto que éste es una estructura estética socialmente producida, cabe aprehender la tendencia central de su significado sin que puedan aceptarse como igualmente válidas lecturas racionalmente excluyentes. Sólo el formalismo más abstracto y pseudocientífico puede tener la pretensión de captar, definir y clasificar lo que los formalistas rusos llamaban lo «trasracional», con la intención implícita, cabe suponer, de generar con ello otros textos de igual calidad «misteriosa». Y por ello es natural que desde ese formalismo se caiga en la desesperación irracional, que, a renglón seguido, conduce a la propuesta de la inutilidad de toda crítica literaria.

 

Desde tales desesperaciones basta un paso para llegar a la afirmación de nuestro castizo Azorín:

 

    … el misterio del escritor no lo penetrará jamás nadie. El misterio de la obra literaria no será jamás por nadie enteramente esclarecido

 

 Pero no es sólo cuestión de casticismo hispano. El novelista inglés D. H. Lawrence afirmaba también que

 

la crítica literaria no puede ser otra cosa que una explicación razonada de los sentimientos experimentados por el crítico ante el libro que está comentando. La crítica no puede ser jamás una ciencia … La piedra de toque es la emoción, no la razón …

 


Más recientemente, Susan Sontag -por ejemplo- ha escrito un ensayo «Contra la interpretación». El lector recordará, sin duda, abundantes variantes de la misma afirmación idealista, incluyendo la muy difundida de René Wellek, quien propone –a la vez que la condena de lo «extraliterario»– un relativismo basado en que la crítica es discriminación, juicio, y por lo mismo aplica e implica criterios, principios, conceptos, es decir, una teoría y una estética, así corno, en última instancia, una filosofía, una visión del mundo …


 

Tras afirmación tan obviamente indiscutible se esconde, en realidad, la idea de que no se puede alcanzar un conocimiento significativo de texto alguno, ya que cada obra literaria supone algo distinto para cada uno de sus lectores. Así, desde la erudición y la «objetividad» de este literario pluralismo democrático, se nos devuelve sutilmente al más descarado irracionalismo.

 

Un importante intento de volver al rigor y a la voluntad científica iniciales de los formalistas rusos ha sido en nuestros días el estructuralismo. En la crítica literaria estructuralista se conjugan la lingüística moderna, los hallazgos antropológicos de Lévi-Strauss y de su escuela, y, directamente en la obra de Jakobson, algunas de las tesis centrales del formalismo ruso. No pretendemos detallar aquí, en modo alguno, las características de lo que de hecho, es una visión totalizadora del mundo, y sobre la cual  pesan ya unos quince años de polémicas. Señalemos apenas que en la lingüística propiamente dicha se trata de explicitar y codificar las estructuras «innatas» del lenguaje, para lo cual se ha partido de la distinción ya clásica de Ferdinand Saussure entre langue y parole, entre la lengua como estructura fija y abstracta (que respondería a estructuras mentales humanas, o las reflejaría) y el habla cotidiana con sus variantes históricas, geográficas, personales, etc., y cuya gramática -por muchas variantes que en ella se encuentren no viola nunca las normas de la lengua general, normas «generadoras» del habla. La lengua puede así codificarse en simples esquemas abstractos que nos explican su funcionamiento. Tal abstracción, sin embargo, no permite la codificación de las hablas particulares, debido, fundamentalmente, a que según explica por ejemplo J. J. Katz –discípulo de Noam Chomsky– no se ha podido establecer todavía una «gramática» de la semántica.


 

Lévi-Strauss ha pretendido trasladar a la antropología estos hallazgos de la lingüística moderna, con resultados más bien contradictorios. Si, por una parte, ha logrado establecer la «gramática» o estructura de las relaciones de parentesco (llegando, entre otras cosas, a interesantes conclusiones sobre el tabú del incesto), es tal la violencia de sus abstracciones que esas relaciones resultan vacías de contenido histórico, y, concretamente, desligadas de las relaciones de producción existentes en cada una de las sociedades que estudia. No es así extraño que Jean-Paul Sartre haya podido acusar al estructuralismo de ser la ideología de la nueva sociedad tecnocrática, y, más aún, de ser la última barricada ideológica de la burguesía decadente. Pero no ha de creerse que la crítica del estructuralismo se hace solamente desde la izquierda sartriana o desde el marxismo en sus varias vertientes.  Un discípulo de Lévi-Strauss y más de una vez defensor de su maestro, Maurice Godelier, llega a la siguiente conclusión:

 

El análisis estructural no abarca la Historia porque desde el principio ha separado el análisis de la forma de las relaciones de parentesco del análisis de sus funciones. No es que niegue tales funciones, sino que jamás las explora como tales, y gracias a ello nunca ha analizado el problema de la articulación real de las relaciones de parentesco y de las restantes estructuras sociales que caracterizan las sociedades concretas, históricamente determinadas…

 

 

No son básicamente distintas las dificultades del estructuralismo aplicado a la crítica literaria. Por una parte, y ya desde los tiempos heroicos del formalismo ruso, se trata de crear la ciencia de lo literario (o, en términos post-chomskyanos, la «gramática» de la poesía, de la literatura). Los hallazgos y avances en esta dirección parecen indiscutibles; así, por ejemplo, la clasificación de las seis funciones del «mensaje» según Jakobson (referencial, emotiva, conativa, fática, metalingüística y poética), o los análisis de las unidades del relato según Todorov, Greimas y Barthes, por ejemplo. Todo ello resulta de máxima utilidad como instrumentos de trabajo si se manejan desideologizándolos. Pero más acá de «lo literario», según indicábamos al comienzo de esta Explicación Previa, se encuentra siempre en su especificidad el texto particular al que se dirige nuestra atención. Al tratar de él –y un notable ejemplo sería el famoso estudio de Jakobson y Lévi-Strauss sobre el soneto de Baudelaire titulado Los gatos– , la crítica literaria estructuralista tiende irremediablemente a la abstracción, desatendiendo, al igual que la lingüística y la antropología estructurales, a la semántica. Por lo mismo, desatiende a la historicidad del texto, a la inevitable dialéctica que se establece entre él –según las palabras de Godelier ya citadas– y «las restantes estructuras sociales que caracterizan las sociedades concretas» en que el texto se ha producido. Así, la crítica literaria estructuralista no sólo empobrece el significado de cada texto particular, sino que –dicho en el lenguaje de Tinianov– se niega a intentar establecer relaciones entre la «serie literaria» y las otras «series», entre las cuales es central la que el mismo Tinianov llamaba la serie «vida social». En lo que sería un acto de desesperación extrema producida por esta dificultad –no por más sofisticado muy distinto del ya mencionado de Dámaso Alonso–, Roland Barthes ha llegado a negar la validez o existencia real de la crítica literaria, que, según él, no sería sino un discurso sobre el discurso, una «infinita variación en torno a metáforas», con eliminación de toda pretensión de conocimiento, tanto de los textos particulares como de la historia literaria.

 

Por una parte, pues, lo particular y lo histórico se nos pierden en las pretensiones de una ciencia de «lo literario» que ha de conformarse con abstracciones; por otra, volvemos al irracionalismo que nos niega la posibilidad de conocimiento de aquello que nos atrae con fuerza inusitada entre los productos del ser humano: la obra literaria.

 

 

 

 

II

 

Pero desde hace tanto tiempo como la estética de vanguardia y como el positivismo al que ésta se oponía, existe otro modo de crítica fundamentado en la relación dialéctica entre lo general y lo particular, lo abstracto y lo concreto, el texto y su circunstancia (término que usó Marx algo antes que Ortega y Gasset), y en la idea de que todo producto humano es una estructura histórica. A partir de ello podemos intentar la comprensión de cada texto, en sí, en su relación con otros textos, y en la relación de todos ellos con las cambiantes estructuras sociales en que se originan.

 

Sólo desde la perspectiva dialéctica, contra todo positivismo y contra toda visión idealista de la Historia, ha de ser posible una verdadera historia de la literatura y una crítica literaria.

 

Partimos, es claro, de los fundamentos de la visión marxista del mundo, que trataremos ahora de exponer sencillamente. Tenemos presente, en primer lugar, la teoría de la producción, calificada de «premisa» por Marx ya en La ideología alemana ( 1846):

 

Podemos distinguir al hombre de los animales por la conciencia, por la religión y por todo lo que se quiera. Pero el hombre mismo se diferencia de los animales en el momento en que comienza a producir sus medios de existencia, paso adelante determinado por su propia constitución física. Dedicándose a la producción de estos medios de existencia, los hombres edifican indirectamente su propia vida material … La forma en que los individuos manifiestan su vida refleja exactamente eso que son. Eso que son coincide, entonces, con su producción, tanto con lo que producen como con la forma en que lo producen. Lo que son lo individuos depende, pues, de las condiciones materiales de su producción.

 

Entre las muchas elaboraciones marxistas de tal idea, podemos añadir las palabras de Engels en Origen de la familia, la propiedad privada y el estado:

 

Según la concepción materialista, el factor determinante en la Historia es, en última instancia, la producción y reproducción de la vida inmediata. Pero esta producción y reproducción son de dos clases. Por una parte, se trata de la producción de los medios de subsistencia, productos alimenticios, vivienda, y los instrumentos que para producir todo eso se necesitan; por otra, la producción misma de seres humanos, la propagación de la especie.

 

 

Ahora bien, hemos de tener en cuenta que Marx explica en otro lugar que hablar de «producción» en general es una simpleza (o «ñoñería»), ya que el concepto de producción, para que tenga sentido, ha de concebirse «en su forma histórica específica». Las formas específicas de producción dan lugar a las relaciones sociales de producción, también específicas, que distinguen unos períodos de otros; es decir, dan lugar a estructuras sociales específicas.

 

Inseparable de la teoría de la producción así entendida, inseparable de tal materialismo histórico, es, por lo tanto, la teoría de las clases y su lucha, ya que desde los inicios de lo que llamamos Historia, las formas o modos específicos de producción se asientan en unas relaciones sociales, a las que al propio tiempo conforman, y en las que jurídica y políticamente se distinguen propietarios y no propietarios de los medios de producción. A cada forma específica de producción le corresponden relaciones sociales de producción específicas (como amo-esclavo, señor-siervo, capitalista-proletario), y el antagonismo entre las clases se desarrolla, por lo tanto, de maneras específicas y diferentes. Un antagonismo que se resuelve siempre por la vía revolucionaria, esto es, el derrocamiento de las viejas relaciones de producción y la instauración dominante de las nuevas fuerzas productivas. La producción, la lucha de clases y la revolución, que de manera general y abstracta han de entenderse como motores de la Historia, dejan de tener valor científico si no se entienden como leyes para el estudio de lo particular y concreto.

 

Es el realismo, por lo tanto, otro de los puntales de la teoría marxista de la Historia. Por realismo entendemos –a nivel filosófico– una concepción del mundo que sostiene que la materia existe independientemente de nuestra conciencia de ella, y que, como consecuencia, propone que

 

no es nunca la conciencia lo que determina la vida, sino que es la vida lo que determina la conciencia.

 

La explicación más clara y sucinta de la relación existente entre producción material y conciencia se encuentra en el prólogo de la Contribución a la crítica de la economía política, de Marx:

 

En la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino que, por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia … Al cambiar la base económica se revoluciona, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella.

 

Será preciso recordar que las relaciones entre estructura y superestructura no son en modo alguno mecánicas ni automáticas, y que la segunda no depende de manera inmediata de la primera. Así, aunque el propio Engels reconocía en una carta de 1890 a J. Bloch que «el que los discípulos hagan a veces más hincapié del debido en el aspecto económico es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa Marx y yo mismo», deja también en claro, en texto tan conocido como siempre necesario, que

 

según la concepción materialista de la Historia, el factor que en última instancia determina la Historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levantan … ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma.

 

No existe, pues, una relación mecánica, simple, entre la producción material y la conciencia, entre la base y la superestructura. Tales precisiones son de sobra conocidas dentro del pensamiento marxista, pero suelen pasarse por alto –por ignorancia o por mala intención– en los ataques que desde el pensamiento burgués se hacen contra el «marxismo vulgar», expresión bajo la cual acaba siempre por englobarse al marxismo todo. Conviene, pues, detenerse algo más en el problema, recordando otra famosa carta de Engels en que explica cómo él y Marx insistieron «en derivar de los hechos económicos básicos las ideas políticas, jurídicas, etc., y los actos condicionados por ellas», y cómo

 

al proceder de esta manera, el contenido nos hacía olvidar la forma, es decir, el proceso de génesis de estas ideas, etc. Con ello proporcionamos a nuestros adversarios un buen pretexto para sus errores y tergiversaciones… Es la historia de siempre: en los comienzos se descuida la forma para atender al contenido. Con esto se halla relacionado también el necio modo de ver de los ideólogos: como negamos un desarrollo histórico independiente a las distintas esferas ideológicas, les negamos también [según ellos] todo efecto histórico. Este modo de ver se basa en una representación vulgar antidialéctica de la causa y el efecto como dos polos fijamente opuestos, en un olvido absoluto del juego de acciones y reacciones. Que un factor histórico, una vez alumbrado por otros hechos, que son en última instancia hechos. económicos, repercute a su vez sobre lo que le rodea, e incluso sobre sus propias causas, es cosa que olvidan, a veces muy intencionadamente, esos caballeros …

 

Ha de quedar claro, sin embargo, que como explicaba también Engels en la carta a Bloch ya citada, en el «juego mutuo de acciones y reacciones entre todos esos factores … acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico».

 

Ahora bien, la expresión «movimiento económico», según hemos visto, se refiere a los modos de producción, y, por lo tanto, a las relaciones sociales de producción. Es indispensable, pues, no pasar por alto que la conciencia ha de verse afectada por la pertenencia de clase del sujeto. Se ha discutido siempre, y de modo particular en los últimos años, la cuestión del «humanismo» de Marx (o del marxismo en general). Y ello en dos sentidos: por lo que se refiere a la relación entre «determinismo» histórico y participación del individuo en el proceso de la Historia, y por lo que se refiere a si el marxismo se fundamenta en la participación del ser humano en la Historia en cuanto individuo o en cuanto clase.  La cuestión es en exceso compleja para que pretendamos aquí entrar en ella. Mas resulta claro a lo largo de la obra de Marx -contra todo voluntarismo y todo determinismo- que el ser humano, con su trabajo, es el motor de la producción (y parte fundamental, por lo tanto, de las llamadas «fuerzas productivas»), cuyas diferentes formas históricas a las que nace la persona, condicionan o determinan a su vez su comportamiento material e ideológico. La misma relación dialéctica existe entre el ser humano en cuanto individuo particular y en cuanto miembro de una clase. Marx propone una y otra vez que es la clase (y, por lo tanto, la lucha de clases) el motor de la Historia, y que por ello es la clase la que, en general, determina el comportamiento individual. Lo cual no excluye, sin duda, que sin el individuo no haya comportamiento de clase, y que, por otra parte, siempre le sea posible a un individuo –por diversas y complejas razones– hacer «traición» a su clase. El fenómeno se da de manera especialmente reveladora en las llamadas capas vacilantes de la pequeña burguesía, pero ciertos condicionamientos o presiones ideológicas pueden afectar, igualmente, a miembros de las clases más definidas y antagónicas.

 

Resultan obvias las consecuencias que tienen los principios expuestos para el estudio de la literatura en cuanto que ésta -según palabras ya citadas de Marx- es parte de la producción «espiritual» de la humanidad, es decir, parte de la superestructura. Puede decirse en general que el arte se halla indisolublemente unido a la sociedad, y condicionado por el desarrollo de los procesos materiales que se dan en la vida misma. Pero el propio Marx ha explicado claramente que

 

cuando se trata de examinar la conexión entre la producción intelectual y la producción material hay que tener cuidado, ante todo, de no concebir ésta como una categoría general, sino bajo una forma histórica determinada y concreta. Así, por ejemplo, la producción intelectual que corresponde al tipo de producción capitalista es distinta de la que corresponde al tipo de producción medieval. Si no enfocamos la producción material bajo una forma histórica específica, jamás podremos alcanzar a discernir lo que hay de preciso en la producción intelectual correspondiente y en la correlación entre ambas.

 

 

En última instancia –volviendo a utilizar la frase de Engels ya mencionada más arriba–, la producción de un texto (o de una serie de textos, o del estilo de una época) está determinada por las relaciones sociales de producción dominantes en un período específico, bien sea en acomodo ideológico o en contradicción con la tendencia dominante.

 

Pero las nociones de «forma histórica determinada», «tendencia dominante», «acomodo» y «antagonismo ideológico» añaden gran complejidad al asunto. El modo de producción burgués o capitalista – que de las dos maneras lo llamaba Marx–, por ejemplo, lleva ya un larguísimo tiempo de existencia, mas dentro de él, y especialmente si tenemos en cuenta las diferentes zonas geográficas en que se desarrolla con peculiaridades específicas, se encuentran diversos períodos en los que ese modo de producción lucha contra el modo de producción feudal todavía dominante, o se impone y pasa a ser el modo dominante, o entra en una fase nueva (como puede ser el imperialismo). En cada uno de estos momentos, la producción literaria puede reflejar una lucha entre la aceptación y el rechazo de lo que nace, la aceptación o el rechazo de lo que domina, etc. A su vez y por ejemplo, el rechazo de la tendencia dominante puede darse en una obra literaria desde una perspectiva que se apega a las relaciones sociales que mueren o que van a morir como resultado del modo de producción que nace. O, por el contrario, ese rechazo puede darse desde una perspectiva que mira más allá del predominio de un cierto modo de producción dominante en un momento histórico determinado. Y en cada uno de estos casos ha de merecernos especial atención el sentido de clase de la obra, con plena conciencia de que en muchas ocasiones -particularmente en momentos de transición histórica- además de las contradicciones de clase hemos de encontrar contradicciones en la clase misma desde cuya perspectiva se produce esa obra literaria.

 

Así pues, en general, no puede concebirse una relación mecánica entre base y superestructura, y en cada momento determinado, en cada obra determinada, ha de prestarse gran atención a las posibles y diversas contradicciones. Pero en cualquier caso es fundamental ante todo acercarse a la obra literaria desde la voluntad de conocimiento científico de las condiciones materiales de vida, de las relaciones de producción existentes en el momento histórico del cual, de alguna manera, la obra es reflejo ideológico. Todo lo cual nos lleva a una de las teorías básicas de la crítica literaria marxista, la del reflejo, inseparable, por lo demás, de la idea del arte como forma de conocimiento y –por lo tanto– de praxis.

 

Desde Marx, pero especialmente a partir de la obra de Lenin y en los estudios de Lukács, se distinguen tres tipos de reflejo: el cotidiano, el científico y el artístico. Todos los cuales y cada uno a su manera se refieren a la misma realidad objetiva que existe independientemente de la conciencia que a ella se enfrenta. En buena medida, el término reflejo es desafortunado, ya que nos remite tradicionalmente a la imagen del espejo que reproduce «fotográficamente» lo que frente a él aparece, sin que entre dicho espejo y la realidad medie la visión subjetiva de quien trabaja directamente la realidad (reflejo cotidiano), de quien la conceptualiza de manera abstracta (reflejo científico) o de quien la transforma estéticamente (reflejo artístico). Por ello ha podido hablarse de

 

la concepción estrecha del realismo como expresión suprema del arte, y de éste como simple reflejo de la realidad, que … pretendió confundir el quehacer estético con la pasiva función especular que Stendhal asignaba a la novela.

 

 

No tenemos, por el momento, un término que sustituya a reflejo, pero ha de quedar claro que, según explica Lukács, contra lo que supone el idealismo filosófico moderno –pervirtiendo el pensamiento marxista desde la perspectiva burguesa–, «el reflejo de la realidad» no puede identificarse «dogmáticamente, sin fundamentación real ni análisis, con una mecánica copia de la realidad», porque

 

lo que importa epistemológicamente es saber cómo se comporta respecto de la realidad objetiva la imagen producida en la consciencia; el hombre no puede limitarse a que obren sobre él las impresiones de la realidad; so pena de ruina catastrófica, tiene que reaccionar ante ella.

 

En las tres formas de reflejo hay una selección subjetiva de la realidad reflejada. Como explicaba Lenin, «la conciencia del hombre no sólo refleja el mundo, sino que además lo crea». De ahí que tanto en el reflejo cotidiano como en el científico pueda acertar o errar con respecto a la respuesta adecuada que se da a la realidad, al tratar de aprehenderla para actuar sobre ella. Según Lenin, se trata de un continuo acercarse a la adecuación absoluta entre realidad y trabajo, realidad y abstracción:

 

El pensamiento humano es por su naturaleza capaz de darnos, y nos

da, en efecto, la verdad absoluta, que resulta de la suma de verdades

relativas. Cada fase del desarrollo de la ciencia añade nuevos granos a esta suma de verdad absoluta; pero los límites de la verdad de cada

tesis científica son relativos, tan pronto ampliados como restringidos por el progreso ulterior de los acontecimientos … son históricamente condicionados los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a la verdad objetiva, absoluta, pero es incondicional la existencia de esta verdad …

 

A lo que añade Lenin, con frase de Hegel, que siempre «la apariencia es más rica que la ley».

 

El reflejo artístico tiene en común con los otros dos el que, según Lukács, «no puede ni pensarse en un reflejo mecánico, fotográfico de la realidad» como su fundamento; pero al igual que el científico, se distingue del reflejo cotidiano por su «autonomía» y por su mayor distancia con respecto al trabajo (o praxis) en tanto que, a su vez, se diferencia del reflejo científico en que no puede en él «tratarse del concepto abstracto de la especie», pues «el reflejo artístico muestra siempre a la humanidad en forma de individuos y destinos individuales», aunque esos individuos y sus destinos se relacionen con nosotros por su tipicidad. En última instancia, la característica básica del reflejo artístico radica -al igual que en los otros dos- en que es «en todas sus formas un fenómeno social», en tanto que, a diferencia de ellos, se trata de un reflejo que «renuncia a ser realidad», es decir, que pretende imponer su autonomía como realidad otra que la que refleja.

 

Todo lo cual no quiere decir que el reflejo artístico no participe del trabajo, que no se encuentren en él la conceptualización y la abstracción, ni que no pretenda incidir sobre la realidad. Pues también la obra de arte es, a su manera, conocimiento, trabajo y, por lo tanto, praxis transformadora. Todo ello opera desde una determinada relación con una formación social específica y desde una particular perspectiva de clase. Sin embargo, tal vez más aún que la mercancía -a la que Marx calificaba de «cosa rara», «llena de sutilezas metafísicas y teológicas»- , la obra artística, en nuestro caso la obra literaria, abunda en contradicciones. La clave de esas contradicciones, a la que es preciso estar bien atentos, se halla en ser un reflejo que pretende no ser realidad, en su apariencia de independencia absoluta -según indicábamos en nuestra primera página- frente a lo cotidiano y frente a lo científico.

 

Paupérrimo dogmatismo sería creer, por lo tanto, que el reflejo artístico de la realidad excluye lo que normalmente llamamos fantasía o imaginación. Bertolt Brecht, por ejemplo, ha escrito que

 

Realismo no equivale tampoco a exclusión de fantasía e inventiva. El

Don Quijote de Cervantes es una obra realista … y, sin embargo, nunca caballeros han luchado contra molinos de viento.

 

La lucha tan necesaria contra el formalismo, es decir, contra la deformación de la realidad en nombre de «la forma» y contra la verificación de los impulsos pretendidos en obras de arte en nombre de una idealidad social, decae a menudo entre los incautos en una lucha contra formación a secas, sin la cual el arte no es arte. En arte, saber y fantasía no son contradicciones incompatibles.

 

Formación es aquí trabajo, el trabajo de la producción misma del texto literario en cuanto tal, que hace que sea el que es, con todas las peculiaridades formales que debemos estudiar con sumo cuidado, ya que si no atendemos a ellas se nos escapará, precisamente, aquello que distingue una obra de otra, un estilo de otros estilos.

 

Ahora bien, todo trabajo, toda técnica –según la llama a veces Brecht–, se dirige a la transformación del mundo. Y es aquí precisamente donde la estética idealista resulta ser simplista y abstracta, ya que supone la existencia de un ser humano permanente e inmutable, que, en cuanto artista, «penetra» o «revela» una realidad también inmutable, en cuyo proceso crea obras de arte de valor, una vez más, eterno e inmutable. La estética marxista, en cambio, parte, como ya hemos indicado, de que toda producción es social, y que resulta en última instancia determinada por las relaciones de producción existentes en un momento cualquiera de la Historia humana. Y en cuanto tal, es siempre producción llevada a cabo desde una perspectiva de clase.

 

La obra literaria, por lo tanto, refleja una peculiar captación de la realidad que puede ser o no ideológica (en el sentido «duro» de ideología como «falsa conciencia») y que, en todo caso, pretende actuar sobre sus lectores (es decir, sobre la realidad inmediata que quiere transformar). No podemos olvidar que tanto desde la perspectiva marxista como desde los presupuestos más rigurosos del formalismo ruso, la obra literaria es un mensaje; peculiarísimo, sin duda, pero mensaje al fin. Hemos insistido en la relación dialéctica entre la realidad objetiva y el sujeto creador, especialmente en lo que se refiere al aspecto activo del reflejo y a su papel expresivo y artístico; tal relación funciona, sin duda, en las dos direcciones que relacionan al objeto y al sujeto: realidad y artista, obra y lector. Tanto el artista como el lector pertenecen, más o menos contradictoriamente, a clases sociales determinadas en cada momento específico de las relaciones de producción, y no pueden, por lo tanto, sino acercarse a la realidad desde su perspectiva de clase. Autor y lector se hallan mediatizados por su situación social y por la ideología dominante; los diferentes grados de mediatización suponen diferentes grados de concienciación acerca de la realidad objetiva, pues según Lenin, «es imposible vivir en la sociedad y no depender de ella». En última instancia, pues, son inevitables tanto la producción literaria como la lectura tendenciosas o partidistas. Sólo la conciencia lúcida de la función de la ideología puede salvar al productor y al lector de la presunción de inmutabilidad y validez universal de su obra y de sus juicios. Sólo desde el pensamiento marxista, un pensamiento que se piensa a sí mismo críticamente, puede empezarse a desmitificar las pretensiones ideológicas de la producción superestructura!, cuyas dos peculiaridades principales son: creer en su independencia absoluta y creer, por lo tanto, que no es determinada por la Historia (sino, si acaso y paradójicamente, que ella determina la Historia).

 

Para la crítica literaria marxista, ningún texto, del presente o del pasado, está jamás cerrado, ya que en cada lectura dicho texto pretende imponer su «mensaje» al lector que con él se enfrenta en su propio momento histórico y desde su propia perspectiva de clase. La crítica tradicional, propugnadora de los «valores eternos» del «Hombre», pretende, por una parte, deshistorizar y desclasar todo texto, y propone la existencia de lectores que se acercan a las «obras maestras» desprovistos de su personal visión del mundo, es decir, de sí mismos. Y por otra parte, cuando esa crítica tradicional choca con la evidencia de la historicidad de la existencia, de la historicidad de toda producción, cae en el subjetivismo y en el relativismo al que nos hemos referido en el primer apartado de esta Explicación Previa.

 

Ni lo uno ni lo otro. Cada obra literaria, producto de determinadas condiciones sociales, refleja una particular visión del mundo, un modo específico de conocimiento que pretendía y sigue pretendiendo imponerse a sus lectores u oyentes: esta es su peculiar manera de intentar transformar el mundo. Frente a este hecho, la crítica literaria ha de ser, precisamente, crítica; ha de negarse a suspender el juicio histórico al negarse a aceptar la realidad de un texto cualquiera como algo fijo, permanente y vacío de tendencia o partidismo; ha de mantener frente a él un tipo de distanciamiento comprometido similar al que exigía Brecht frente a su propio teatro. Y de ningún modo puede olvidar que los «valores eternos» e inmutables de que se supone son portadoras las «obras maestras» han sido siempre difundidos por un aparato cultural que en nuestros días es (en las escuelas, por ejemplo) parte integral del aparato del Estado, y, en general, aparato comercial de la clase dominante. Pues

 

la clase que controla los medios de producción material controla también los medios de producción intelectual. Las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes, es decir, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad resulta al mismo tiempo la fuerza espiritual dominante. La clase que controla los medios de producción material controla también los medios de producción intelectual …

 

(Marx, “Ideología alemana”)

 

 

O como se ha dicho no hace mucho tiempo, parafraseando las anteriores palabras de Marx, la clase dominante es

 

la que posee el control de la emisión y circulación de los mensajes verbales y no verbales constitutivos de una comunidad específica

 

La crítica literaria, por lo tanto y a la luz de todo lo dicho, ha de ser realista, en el sentido que hasta aquí hemos venido dando a este término. Aplicando a la crítica palabras que Brecht refería a la producción literaria misma, realista sería lo

 

 

que desvela la causalidad compleja de las relaciones sociales, que des- enmascara las ideas dominantes como ideas de la clase dominante... que en todo subraya el momento de la transformación; que es concreto al mismo tiempo que facilita el trabajo de abstracción

 

 

Así pues y como proponía Marx, nuestra primera meta habrá de ser la reforma de la conciencia. Esto ha de hacerse, sin duda, no por vía dogmática, sino a través del estudio de la conciencia mixtificada, es decir, ideologizada.

 

En esta línea general, larga es la tradición de la crítica literaria marxista; rica, además, en fundamentales polémicas internas. Ya en los mismos Marx y Engels, grandes humanistas y lectores incorregibles de literatura, se encuentran interpretaciones germinales acerca del significado de la tragedia griega, de la obra de Balzac, de Shakespeare, e incluso las primeras críticas al realismo simplista de la novela «proletaria» que entonces se iniciaba. Pero no es hasta llegar a Franz Mehring (1846-1919) y a J. Plejanov (1856-1919) cuando empiezan a sentarse las bases para el estudio materialista de la literatura en forma coherente. Ha de tenerse en cuenta que no pueden existir el «crítico literario» marxista, o el «filósofo» marxista, o el «economista» marxista aislados profesionalmente de la praxis política, ya que, según hemos indicado, es central al marxismo la unidad de teoría y praxis, y los más de los marxistas de la segunda mitad del siglo XIX tuvieron que ocuparse de la organización revolucionaria. Son ejemplares, sin ir más lejos, los mismos Plejanov y Mehring. El primero, introductor del marxismo en Rusia, teórico de altura, vive sin embargo constantemente inmerso en la política, en la que fue duramente criticado por sus posiciones mencheviques; Mehring, doctor en Filosofía por la universidad de Leipzig, fue miembro del grupo Espartaco fundado por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, pasó muchos meses en la cárcel y murió a los pocos días de saber del asesinato de sus dos compañeros: no le sobró precisamente el tiempo para dedicarse a la literatura. A pesar de sus muchas actividades, sin embargo, Plejanov nos ha dejado –entre otras cosas– su fundamental estudio sobre El arte y la vida social en el que se establece la relación ideológica existente entre las poesías francesa y rusa del siglo XIX y el pensamiento burgués, mientras que Mehring, un tanto en la misma línea, tiene estudios brillantes sobre Ibsen y Dickens, entre otros. Los análisis de Plejanov son, sin duda, excesivamente mecanicistas todavía, y Mehring tiende tal vez hacia un radicalismo de izquierda sorprendentemente simplista en hombre tan sutil y culto. Pero los dos (como en alguna ocasión Rosa  Luxemburgo) establecen firmemente la relación Literatura-Historia, Literatura-Sociedad; así como la noción de literatura como instrumento transmisor de ideología.

 

En los orígenes de la crítica literaria marxista son de suma importancia los ensayos de Lenin sobre Tolstoi, en los que, con su extraordinaria agudeza, establece el principio de la contradicción interna como clave para el estudio del reflejo en algunos textos literarios, avanzando en este terreno mucho más allá que los planteamientos de Marx y Engels sobre Balzac. Sus páginas sobre literatura y partido, sobre literatura y clases, sobre cultura socialista y cultura proletaria, son, por otra parte, absolutamente esenciales en toda meditación cultural marxista. Importante es también la crítica literaria de Trotsky, excelente escritor siempre, defensor –como Lenin mismo– de la libertad creadora, pero consciente también –al igual que Lenin– de que, en cuanto vehículo de ideología, toda obra literaria es un instrumento de la lucha de clases y como tal ha de ser tratado (aspecto este de la crítica de Trotsky que suele pasarse por alto).

 

Pero hay que llegar a los años veinte y treinta de nuestro siglo para que la crítica literaria marxista empiece a alcanzar su madurez. Son apasionantes las polémicas internas de estos años, reflejadas paradigmáticamente en la protagonizada entre Brecht y Lukács (y otros) y llevada a cabo en la revista alemana Linkskurve. Todo gira ahí alrededor de la noción de realismo, que Brecht entiende de manera crítica y libre en sus posibilidades formales –según aquí le hemos citado–, en tanto que Lukács identificaba «realismo» con una manera de narrar –una técnica, un estilo–, la característica del realismo burgués del siglo XIX cuyo modelo sería Balzac. Por supuesto que el asunto es muchísimo más complejo y no es fácil desentenderse –ni en la teoría ni en la praxis– de las ideas de Lukács, en que se tiene muy presente la posibilidad inmediata de comunicación con los lectores potenciales. Aquella polémica fue zanjada por la vía stalinista en el Congreso de Escritores de Moscú en 1934 con la decisión a favor del «realismo socialista», pero dista mucho hoy mismo de estar resuelta. Por lo demás, inevitablemente, los acuerdos entre Lukács y Brecht son múltiples y fundamentales, ya que en ningún momento se ponen en duda las nociones clave de superestructura, ideología, historicidad, lucha de clases, etc. Lukács, por supuesto –y resulta osado simplificar de tal manera obra tan compleja como la suya–, ha sido en nuestros días el gran exponente de la teoría del reflejo y el más agudo crítico del irracionalismo (de lo que, en general, él llama «vanguardia»). Y es absolutamente indispensable –si bien muy discutida– su obra sobre la novela histórica.Los años treinta, con el alza de los movimientos revolucionarios en todo el mundo, vieron un auge de la crítica literaria marxista, dentro de una tendencia general hacia el mecanicismo. Lo que no excluye que –además de las obras primeras de Brecht y Lukács– se encuentren trabajos todavía hoy necesarios. Siempre será fructífera, por ejemplo, la lectura del inglés Christopher Caudwell –militante de base, muerto en España, donde luchó con las Brigadas Internacionales–, cuya Ilusión y realidad, estudio un tanto abigarrado de la historia de la poesía, tiene momentos de una brillantez extraordinaria. Y no estará de más recordar a Walter Benjamín, un tanto «heterodoxo», extraño siempre, cuyos estudios sobre Baudelaire (y la ciudad como alienación), así como sobre la «reproducción mecánica» del arte, siguen siendo fundamentales.Viene luego en «Occidente» una pausa relativamente larga, a resultas de la Segunda Guerra Mundial y de la guerra fría, en la que destaca, aislado, el librito de Sartre ¿Qué es la literatura?, obra que, a caballo entre el existencialismo y el marxismo, influyó decisivamente en el lanzamiento de la idea de la literatura como «compromiso», aunque la tendencia a subrayar el aspecto existencialista del pensamiento de Sartre no permitió que se prestara suficiente atención a sus ideas acerca de la relación entre literatura y clase (vía por la que Sartre se adentrará más adelante). Después aparece Lukács para el público general, no necesariamente partidista, como el mayor teórico marxista de la literatura. En la línea de Lukács, su discípulo Goldman pone de moda la llamada «sociología de la literatura», término que hoy nos parece un eufemismo ya que, en lo esencial, todo estudio marxista, sea cual sea su campo –arte, ciencia, filosofía– es necesariamente «sociológico», es decir, histórico y realista/materialista en el sentido que aquí hemos dado a esos términos. La noción de sociología de la literatura es, por otra parte, problemática en cuanto que puede llevar –como en el caso de Escarpit– al estudio positivista de la difusión de la obra literaria en una sociedad cualquiera sin que entre realmente en juego el principio de la producción y sin que, de hecho, se atienda a la obra literaria en cuanto tal. (En tal sentido, para hablar de lo que el lector tiene entre manos, este libro debería tal vez titularse no Historia social de la literatura española, sino Historia 'crítica' de la literatura española, en cuanto que en él pretendemos en lo posible romper con la costumbre de establecer relaciones mecánicas bien sea entre el autor y la obra o entre la obra y el consumidor de la misma.)

 

Frente a la obra de Lukács han sido de gran utilidad los trabajos de della Volpe, aunque, en nuestra opinión, lo mucho de positivo que tiene su atención a la forma se ve en parte desvalorizado por la polémica con Lukács, a quien della Volpe simplifica excesivamente. Y ya en nuestros días, nos parece de extraordinaria importancia la tendencia antimecanicista de la crítica literaria marxista, tanto en los trabajos sobre la producción literaria de Macherey y en los de autores como Ambrogio, el exilado español Sánchez Vázquez, Jameson y ciertos críticos hispanoamericanos, cubanos en particular.

 

Rica y fecunda es hoy la crítica marxista; sumamente reflexiva y polémica frente a sí misma, en sus diversas tendencias. Frente a la crítica literaria burguesa anclada en un irracional ahistoricismo, y con la mayor amplitud posible de criterio, partiendo de los principios básicos arriba esbozados –en los cuales todas las tendencias se asientan–, asumiendo nuestras limitaciones, en esa fecundidad pretendemos que se inscriba el presente trabajo al intentar ver de qué manera los escritores que nos ocupan se enfrentan con los problemas de la realidad, de la Historia, del hombre en sus específicas situaciones sociales. Debemos intentar descubrir el método creador que ha originado cada obra literaria, que depende, como ya hemos visto, de las relaciones del autor con el mundo exterior, en el grado de concienciación o de mediatización de ese autor, en el nivel de reflejo de la realidad objetiva, en las conexiones entre forma y contenido, y sin olvidar en ningún momento la especificidad peculiar de toda obra artística y literaria.

 

Nada de lo cual, por supuesto, garantiza el acierto en los juicios críticos, ya que así entendida, la crítica literaria marxista no es un instrumento cuya aplicación mecánica produzca infaliblemente resultados correctos en la interpretación. Pero como se ha dicho del pensamiento marxista en conjunto, hay que dejar claro que el marxismo no reclama para su concepción del mundo, el materialismo dialéctico, más que una ventaja: la de que dicha interpretación de la realidad ayuda a los investigadores en cada campo de la ciencia a ver y comprender los hechos...

 

La crítica literaria marxista no es sino una parte del pensamiento crítico en la que tratan de ponerse en práctica las leyes científicas de la transformación histórica y de la compleja relación existente entre la base y la superestructura. En cuanto tal, sólo desde este tipo de crítica ha de ser posible una verdadera historia de la literatura, pues, de hecho, podríamos afirmar que la literatura no es sino una rama de la Historia. Una historia de la literatura en la cual la evolución de las «formas» se entienda al propio tiempo como autónoma y determinada, y en la cual el caso particular, la particularidad de cada texto, se presente como realidad en sí y como reflejo de un momento histórico sobre el cual tenemos la obligación de generalizar sin caer en abstracciones. Lo que no ha de hacernos olvidar que por correcto que sea el enfoque, siempre entra en juego el sujeto, y con él, entre otras muchas cosas, la ignorancia o sabiduría de los investigadores. También aquí ha de tenerse muy en cuenta que hablamos de una relación dialéctica sujeto-objeto, puesto que la crítica literaria no es sino un aspecto más del reflejo científico. Una crítica literaria, en fin, en la cual lo que habitualmente suele llamarse «erudición» no ha de ser

 

sino un medio para reencontrar el movimiento de la vida y sus conquistas.

 

 

 

III

 

A partir de estas ideas, con la preocupación constante de situar autores, obras y corrientes literarias en su preciso contexto histórico, hemos querido montar y estructurar esta Historia social de la literatura española, que podríamos definir como «una historia dentro de la Historia». En cuanto que se trata de una historia crítica, hemos cuestionado lo más sistemáticamente posible los tópicos recibidos, intentando superar las simplificaciones degradantes y falaces. En muchos casos nuestro trabajo puede tener aspectos desmitificadores; pero no sucede así por el mero placer de hacerlo, sino, por el contrario y precisamente, con objeto de poner al descubierto las auténticas líneas de fuerza de una literatura rica y compleja. Unas líneas que –insistimos– era necesario integrar en sus coordenadas históricas. Y todo ello intentando mantenernos siempre en niveles concretos, no abstractos, realistas; pero también sin temor a la generalización necesaria.

 

Ha sido preciso, para empezar, llamar a las cosas por su nombre, sustituir un léxico decididamente culturalista por otro de más exacto significado histórico. Utilizar, por ejemplo, palabras como Renacimiento, renacentista o humanismo, significa contribuir a la persistencia de un confusionismo tan nebuloso como abrumador.

 

Frente a tales términos hablamos de burguesía en auge y de burgués, entendiendo que humanismo no es sino el nombre convencional tras el cual se oculta, sencillamente, la compleja ideología de la que, andando el tiempo, sería la nueva clase dominante. La Burguesía.

 

Los problemas con que nos hemos enfrentado durante nuestra tarea no han sido, en verdad, sencillos. Por lo pronto, como todo el que tiene la osadía de escribir una historia de la literatura, hemos tenido que abrirnos paso entre la broza crítica previa que, selváticamente, inundaba el camino de diez siglos de producción literaria que ha habido que releer -y en no pocos casos leer por primera vez- con cuidado. Pero además y muy especialmente, ha sido necesario repensarlo todo, ya que una aproximación a la historia de la literatura como la que aquí se ofrece parece ser inédita en el ámbito español, con algunas excepciones no muy satisfactorias. Pues aparte de algunos trabajos de alto nivel, los manuales, las historias y las monografías, escritas por peninsulares o no, tienden al positivismo o al idealismo desenfrenado, a la repetición incánsable de lugares comunes, al plagio incluso. A más de llevar, como ha dicho Juan Goytisolo, «la impronta inconfundible de nuestra sempiterna derecha». Nuestra o de allende los Pirineos, cabría añadir. Por otro lado, nuestro intento de situar la literatura española en un contexto histórico realista no hubiera sido posible sin el enorme avance de la historiografía española durante los últimos veinte años: sin las obras que el lector verá citadas en sus lugares correspondientes, sin los espléndidos trabajos de historia económica y de sociología que hoy se van imponiendo, hubiera sido inútil pensar siquiera en una historia de la literatura como la aquí esbozada.

 

Nuestro estudio, en fin, y como decía no sin ironía Jaume Vicens Vives de su Aproximación a la Historia de España, pretende ser también un libro «para mayores». Esto es, para estudiantes y estudiosos que quieran acercarse a la literatura española sin anteojeras ni prejuicios, sean de signo triunfalista o negativista. Pues las cosas, en suma, son como son, esto es, como la Historia nos enseña, y no como ciertas ensoñaciones épico-nacionalistas pretenden afirmar; mas tampoco –desde el otro lado– como lo quiere una actitud comprensible pero asimismo irracional. En efecto y por ejemplo, si Cervantes es sin duda el máximo escritor de la Edad Conflictiva –el llamado «Siglo de Oro»–, no lo es exactamente debido a las razones tópicas aducidas por el tradicionalismo hispánico. Y si Lope de Vega es un paradigma de lo que hoy llamaríamos reaccionarismo, no debemos empobrecer y limitar nuestra visión histórica hasta el punto de relegarlo al desván de la España casticista, sino explicarnos el cómo y el por qué Lope representa, precisamente, tal España, una realidad innegable. De ese contraste entre un Cervantes y un Lope habrá de salir, dialéctica y concretamente, un panorama más exacto y correcto que el presentado por los defensores de la España «eterna» por un iado y el de los iconoclastas a ultranza por otro.

 

 

 

IV

 

Nuestra Historia Social ha sido estructurada de acuerdo con un esquema cuyas divisiones literarias coinciden –y no por casualidad, desde luego– con las históricas. Hemos organizado el libro en seis partes, que abarcan desde los orígenes medievales hasta nuestros días. La Edad Media (I) ha sido dividida, a su vez, en tres secciones: «El Feudalismo. Desde los orígenes hasta el siglo XIII», «La crisis del siglo XIV» y «La disgregación del mundo medieval». Tres secciones tiene también la Edad Conflictiva (II): «El Imperio y sus contradicciones», «Del Humanismo a la Mística», «Crisis y decadencia imperial». El siglo XVIII aparece bajo El Despotismo Ilustrado (III), con dos secciones: «Del casticismo al racionalismo», «La ilustración racionalista y el impacto de la Revolución Francesa». El Siglo de la Burguesía (IV) consta, de nuevo, de otras tres subdivisiones: «Liberalismo y contrarrevolución», «Triunfo de la Burguesía. Tradición y Revolución», «Afirmación e inseguridad burguesas. La generación del 98». El siglo XX: Monarquía en crisis, República, Guerra Civil (V) incluye: «Arte deshumanizado y rebelión de las masas» y «La Guerra Civil». La parte final, La Dictadura: del Nacional-Sindicalismo a la Sociedad de Consumo (VI), tiene también dos secciones: «La posguerra inmediata o los mitos frente a la Historia», «Continuismo y pueblo en marcha». En el propio texto se hallarán las razones lógicas de estas divisiones y subdivisiones, y el cómo y el por qué autores y obras encajan sin distorsión alguna en tales clasificaciones histórico-sociales.

 

Cada una de las secciones del libro va precedida de una nota introductoria (excepto el siglo XVIII, que lleva una sola de tipo general), presentación de los más importantes fenómenos y líneas de fuerza históricas de la época correspondiente; a unos y a otras se hacen en la parte literaria subsiguiente las oportunas y necesarias referencias. Y al final de cada sección se incluye una bibliografía básica y brevemente comentada, con el fin de ofrecer alguna orientación en posibles y ulteriores lecturas. Otra bibliografía aparece al final de la presente Explicación Previa, en la cual figuran obras y estudios en su mayor parte teóricos y metodológicos. El lector verá en seguida que en nuestra Historia Social no aparecen notas a pie de página ni referencias directas a otras obras críticas. En efecto, será preciso tener en cuenta que en muchas ocasiones utilizamos, sin citarlos, algunos de los trabajos mencionados en las bibliografías, y ello de manera libre y generosa; si la utilización es literal o semiliteral, aparece tras fórmulas del tipo «como se ha dicho», «según dice un crítico», etc. Quede aquí constancia de ello, así como de nuestro agradecimiento a quienes en tal forma nos hemos apoyado. Lo mismo hemos hecho con nuestras propias publicaciones anteriores, ampliamente utilizadas aquí, a veces incluso al pie de la letra, o parafraseadas. Las únicas notas que aparecen son cosa bien diferente, y solamente en la parte medieval: «traducciones» al castellano moderno de los textos clásicos citados, y ello con el objeto de facilitar al lector no familiarizado con la lengua de la época la mejor comprensión de dichos textos.La presente Historia Social se ocupa de la literatura escrita en lengua castellana –con excepción de las jarchas mozárabes de la temprana Edad Media– en los territorios que hoy integran el Estado Español. Entendemos que, por un lado, la literatura escrita en latín en una provincia del Imperio Romano llamada Hispania o en el subsiguiente reino visigodo, no pertenece, de ningún modo, al ámbito de la cultura «española», sino, precisamente, al de la latina, clásica o no. Pues nosotros, en efecto, no creemos en la hispanidad de los pintores de la Cueva de Altamira, de Séneca ni de San Isidoro. Por otro lado, la coexistencia durante toda la Edad Media de tres culturas en la Península Ibérica –cristiana, judía, musulmana– plantea, sin lugar a dudas, el problema evidente del mudejarismo, de la simbiosis de esas tres civilizaciones. Tal hecho, absolutamente fundamental y característico de lo español, es tenido en cuenta en el presente libro en todo momento, pero ello no significa que nos ocupemos aquí de las importantes manifestaciones literarias en lengua árabe o hebrea del abigarrado mundo medieval. La nuestra no es una historia imperialista. Y por razones semejantes, tampoco nos ocupamos de la literatura de las restantes nacionalidades peninsulares cuando éstas se han expresado en sus propias lenguas: Cataluña, Euskadi, Galicia, Portugal.

 

 

 

V

 

Este es un libro colectivo, resultado de un proyecto también colectivo, en el cual cada uno de los participantes y desde el momento en que surgió la idea, ha compartido problemas, dudas, investigación, trabajo y esperanza. Desde el primer día, cuando nuestra intención consistía en hacer un modesto manual, auténtico breviario de la literatura española y de sus coordenadas histórico-sociales (en la línea de, por ejemplo, la ya citada Aproximación de Vicens Vives), a hoy, en que ese «manual» ocupa ahora tres tomos, ha pasado largo tiempo. Hacemos gracia al lector de una narrativa de las diversas dificultades que hemos debido superar hasta llegar al momento de poder escribir estas líneas de presentación y explicación, empezando por el simple hecho de la dispersión geográfica de los autores y terminando por las largas, agotadoras a veces, discusiones sobre cómo tratar determinados y concretos aspectos, o sobre la forma que tal tratamiento debería tener. Por todo ello, en fin, la responsabilidad de lo que en esta Historia Social se dice y cómo se dice es también una responsabilidad colectiva y solidaria.

 

Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la Editorial Castalia y a quienes dentro de ella se han mostrado en todo momento tan pacientes y comprensivos con nuestros retrasos e indecisiones: Federico Ibáñez Soler, Elena Catena y Andrés Amorós, director este último de la serie «Literatura y Sociedad». Los tres, por otra parte, nos han hecho sugerencias y comentarios y proporcionado datos, incorporados muchas veces a nuestro libro de una u otra manera. Otros amigos también nos han ayudado generosamente a la hora de recabar de ellos información sobre ciertos aspectos específicos: José Rubia Barcia y Francisco Caudet para algunos detalles sobre la literatura republicana de la Guerra Civil, así como Antonio Ramos-Gascón; Angel Berenguer y José Ruibal para el novísimo teatro español. José Esteban, Mauro Armiño y Gustavo Domínguez nos han proporcionado más de una información bibliográfica.A otro nivel, no podemos olvidar a los miembros del colectivo Pedro Rojas, cuyas discusiones han influido en ciertos aspectos de los análisis de la novela de posguerra. Recordamos también a quienes a lo largo del proceso de organización y redacción de esta Historia Social han tenido la oportunidad y el interés de leer alguno de los capítulos y de hacer, asimismo, observaciones que casi siempre han resultado de mucho valor para nosotros. En este sentido, merecen especial mención algunos de nuestros estudiantes avanzados de las respectivas universidades en que enseñamos, en cuyas clases y seminarios hemos presentado partes de nuestro proyecto. Tales presentaciones nos han sido de enorme interés, y más de una vez, ante las observaciones y críticas de esos estudiantes, hemos modificado algunos aspectos de nuestro libro o insistido más en otros. Pues, en efecto, no hay teoría sin práctica.

 

 

Madrid, 1978

 

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