miércoles, 17 de abril de 2024

 

[ 566 ]

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

capítulo segundo

 

LIBERALISMO Y ESCLAVITUD RACIAL:

UN SINGULAR PARTO GEMELAR

 

 

 

7. ESCLAVITUD RACIAL Y POSTERIOR DEGRADACIÓN DE LA CONDICIÓN DEL NEGRO «LIBRE»

 

Tampoco se trata solo de los esclavos. El triunfo de la delimitación étnica de la comunidad de los libres no puede dejar de influir fuertemente también sobre la condición de los negros, en teoría libres, perjudicados ahora por una serie de medidas que tienden a hacer infranqueable la línea de color, la demarcación entre raza de los libres y raza de los esclavos. Los negros no sometidos a esclavitud comienzan a ser vistos como una anomalía a la que, tarde o temprano, habría que poner remedio. A finales del siglo XVIII su condición es sintetizada por uno de ellos, en Boston, haciendo referencia tanto a verdaderas vejaciones jurídicas como a los insultos y a las amenazas extra-legales, pero ampliamente toleradas por las autoridades: «Llevamos nuestra vida en nuestras manos y las flechas de la muerte vuelan sobre nuestras cabezas». Es una descripción que puede parecer excesivamente emotiva. Conviene entonces dar la palabra a Tocqueville:

 

«En casi todos los estados en los que la esclavitud ha sido abolida, se han concedido al negro derechos electorales; pero si se presenta para votar, arriesga su vida».

 

«Oprimido», puede «quejarse» y dirigirse a la magistratura, «pero no encuentra sino blancos entre sus jueces». Mirándolo bien, los propios «negros emancipados […] se encuentran frente a los europeos en una posición análoga a la de los indígenas, más bien, en algunos aspectos, son más desdichados» aún. En todo caso, resultan privados de derechos y «acosados por la tiranía de las leyes y por la intolerancia de las costumbres». Por tanto, en lo que respecta a los negros no sometidos a esclavitud, su situación no cambia y no mejora en modo alguno con el paso de Sur a Norte. Más bien —observa despiadadamente Tocqueville— «el prejuicio de raza me parece más fuerte en los Estados que han abolido la esclavitud que en aquellos donde la esclavitud subsiste aún, y en ninguna parte se muestra más intolerable que en los Estados donde la servidumbre ha sido siempre desconocida».

 

 

En conclusión, la condición del negro en teoría libre difiere de la del esclavo, pero quizás más aún de la del blanco realmente libre. Solo así se explican el peligro que se cierne todo el tiempo sobre él de ser reducido a condiciones de esclavitud y la tentación que surge periódicamente entre los blancos —por ejemplo, en Virginia después de la revuelta o el intento de revuelta de esclavos en 1831— de deportar a África o a otro lugar a toda la población de los negros libres. Como quiera que sea, estos son obligados a registrarse y pueden cambiar de residencia solo con el permiso de las autoridades locales; son presuntamente esclavos y con tranquilidad son detenidos hasta que no logren demostrar lo contrario. El despotismo ejercido sobre los esclavos no puede dejar de golpear de un modo o de otro a la población de color en su conjunto. Es lo que explica en 1801 el ministro de Correos de la administración Jefferson en una carta en la que recomienda a un senador de Georgia excluir negros y hombres de color del servicio postal:

 

es sumamente peligroso «cualquier elemento que tiende a acrecentar su conocimiento de los derechos naturales, de los hombres y de las cosas, que les concede la oportunidad de asociarse, de adquirir y comunicar sentimientos, de establecer una cadena y una línea de intelligence».

 

Por tanto, es necesario bloquear u obstaculizar de cualquier manera hasta la comunicación de los sentimientos y de las ideas. En efecto, la situación vigente en Virginia, inmediatamente después de la revuelta de 1831, es descrita así por un viajero:

 

«El servicio militar [de las patrullas blancas] está desplegado día y noche, Richmond se asemeja a una ciudad asediada […]. Los negros […] no se arriesgan a comunicarse entre sí por temor a ser castigados».

 

 

 

 

 

8. DELIMITACIÓN ESPACIAL Y DELIMITACIÓN RACIAL DE LA COMUNIDAD DE LOS LIBRES

 

La revolución norteamericana pone en crisis el principio —que parecía consolidado en el ámbito del movimiento liberal— de la «inutilidad de la esclavitud entre nosotros». Ahora, lejos de ser confinada a las colonias, la esclavitud adquiere visibilidad y centralidad nuevas en un país con una cultura, una religión y una lengua de origen europeo, que habla de igual a igual con los países europeos y que además reivindica una suerte de primacía en la encarnación de la causa de la libertad. Declarada desprovista de base legal en la Inglaterra de 1772, la institución de la esclavitud halla su consagración jurídica y hasta constitucional, aunque sea recurriendo a los eufemismos y a las circunlocuciones que ya conocemos, en el Estado surgido de la revuelta de los colonos, decididos a no dejarse tratar como «negros». Emerge así un país caracterizado por el

 

«vínculo estable y directo entre propiedad esclavista y poder político»,

 

como revelan de manera ruidosa, tanto la Constitución como el número de propietarios de esclavos que asciende a los más altos cargos institucionales.

 

 

Pero ¿cómo se configura la plataforma del partido liberal en un país —como lo es la Inglaterra de finales del siglo XVIII— que no puede vanagloriarse de tener el aire «demasiado puro» para que pueda ser respirado por esclavos? En realidad, también en los Estados Unidos continúa advirtiéndose la aspiración a recuperar el principio del carácter inadmisible y de la «inutilidad de la esclavitud entre nosotros». Aunque de manera del todo utópica, Jefferson acaricia la idea de deportar nuevamente a los negros a África. Pero, en la nueva situación que se ha creado, el proyecto de transformar la república norteamericana en una tierra habitada de manera exclusiva por hombres libres, se revela de muy difícil realización: ¡habría que cercenar fuertemente el derecho que les asiste a las personas realmente libres, de disfrutar de su propiedad sin interferencias externas! Y he aquí que, en los primeros decenios del siglo XIX, surge un movimiento (American Colonization Society) que encuentra una nueva vía de escape: se propone convencer a los propietarios, apelando a sus sentimientos religiosos o recurriendo incluso a incentivos económicos, de que emancipen o vendan a sus esclavos, los cuales, junto a todos los demás negros, serían enviados a África a colonizarla y cristianizarla; y así, sin cercenar los derechos de propiedad garantizados por la ley y por la Constitución, habría sido posible transformar también los Estados Unidos en una tierra habitada exclusivamente por hombres libres (y blancos).

 

 

Se trata de un proyecto condenado al fracaso desde el principio, ya que la adquisición de esclavos por parte de la Unión presupone el empleo de ingentes recursos financieros, y, por consiguiente, una elevada imposición fiscal. Expulsado del ámbito de la expropiación forzosa del ganado humano en posesión de los colonos —expropiación impuesta además desde arriba—, el espectro de la intervención despótica del poder político sobre la propiedad privada terminaba por irrumpir prepotentemente por el ámbito de la imposición fiscal, necesaria para estimular a los propietarios a renunciar libremente a sus esclavos, mediante un ventajoso contrato de compraventa. Por otra parte, tomada en su conjunto, la clase de los dueños de plantaciones no tiene ninguna intención de renunciar a aquello que representa la fuente no solo de su riqueza, sino también de su poder. La situación vigente en el Norte es diferente, donde los esclavos representan un número reducido y no desempeñan una función económica esencial. Con la abolición de la esclavitud, pero suscribiendo al mismo tiempo el ordenamiento federal que la legitima y la garantiza en el Sur, los Estados del Norte parecen querer revivir, en la nueva situación, el compromiso que ya conocemos: la institución que con su presencia deviene una especie de contra-himno irónico a la pretensión de ser los campeones de la causa de la libertad, sin ser abolida, de alguna manera es relegada al Sur profundo. En efecto, cuatro Estados (Indiana, Illinois, Iowa y Oregón) prohíben severamente el acceso de los negros a sus territorios. De este modo se evitaba que fueran contaminados por la presencia, no solo de los esclavos, sino de los negros como tal. Esta prohibición es similar a la medida sobre la base de la cual, la Inglaterra de los años posteriores al caso Somerset, deporta a Sierra Leona a los negros que no solo eran libres, sino que tenían, además, el mérito de haber luchado contra los colonos sediciosos y por la causa del imperio. Y, sin embargo, incluso en el Norte de los Estados Unidos —a pesar de haber sido abolida— la esclavitud ha conseguido un reconocimiento del que no gozaba en Inglaterra, como lo demuestra, en particular, la norma constitucional que impone la restitución de los esclavos fugitivos a los legítimos propietarios, con la aprobación indirecta de la institución de la esclavitud también en aquellos estados en los que, formalmente, eran libres. Es un punto sobre el que llama la atención, con complacencia, un exponente del Sur:

 

 

«Hemos obtenido el derecho a recuperar a nuestros esclavos en cualquier parte de Norteamérica donde puedan buscar refugio; es un derecho que antes no teníamos».

 

 

Es evidente que, en todos los Estados Unidos, ha caído en crisis el principio del carácter inadmisible y de la «inutilidad de la esclavitud entre nosotros», reafirmado más que nunca, por su parte, en la otra orilla del Atlántico. ¿Cómo se llega a tal resultado? Regresemos a Burke. Cuando afirma que el «espíritu de libertad» y la visión «liberal» hallan su encarnación más completa justo en los propietarios de esclavos de las colonias meridionales, agrega que, como quiera que sea, los colonos —a todos los efectos— forman parte de la «nación por cuyas venas corre la sangre de la libertad», de la «raza elegida de los hijos de Inglaterra»: es una cuestión de «genealogía» contra la cual se revelan impotentes los «artificios humanos». Como vemos, la delimitación espacial de la comunidad de los libres —que es el principio sobre el que se funda la Inglaterra liberal de finales del siglo XVIII— parece estar aquí a punto de trasmutarse en una delimitación racial. Y por consiguiente, en Calhoun y en los ideólogos del Sur esclavista en general, se cumple una tendencia ya presente en Burke. La línea que delimita la comunidad de los libres, de espacial, termina convirtiéndose en racial.

 

 

Por otra parte, entre los dos tipos de delimitación no hay una barrera infranqueable. En 1845 John O’Sullivan —el popular teórico del «destino manifiesto» y providencial, que le da impulso a la expansión de los Estados Unidos— trata de atenuar las preocupaciones que expresan los abolicionistas por la introducción de la esclavitud en Texas (arrebatado a México y a punto de ser anexado a la Unión) con un argumento muy significativo: es precisamente la extensión momentánea la que crea las condiciones para la abolición de la «esclavitud de una raza inferior respecto a una raza superior» y por tanto, la que «hace probable la desaparición definitiva de la raza negra dentro de nuestras fronteras». En el momento oportuno, los ex esclavos serán empujados aún más al Sur, hacia el «único receptáculo» adecuado para ellos: en América Latina la población de sangre mixta, que se ha formado como consecuencia de la fusión de los españoles con los nativos, podrá perfectamente recibir también a los negros. La delimitación racial de la comunidad entonces cedería su lugar a la delimitación territorial; el fin de la esclavitud implicaría, al mismo tiempo, el fin de la presencia de los negros en la tierra de la libertad. La concentración de los esclavos en un área bien cercana a territorios en esencia fuera del área de la civilización y de la libertad, presionaba en esa dirección, a pesar de las voces de alarma de los abolicionistas.

 

 

Todavía durante algún tiempo Lincoln acaricia la idea de deportar a los negros después de su emancipación, desde los Estados Unidos hacia América Latina. Él también los consideraba, en última instancia, ajenos a la comunidad de los libres. En este sentido, tras haberse encarado durante decenios, en el curso de la guerra de Secesión se enfrentan no ya la causa de la libertad y la de la esclavitud, sino más exactamente dos distintas delimitaciones de la comunidad de los libres: las partes contrapuestas se acusan una a la otra de no saber o de no querer delimitar de forma eficaz la comunidad de los libres. A aquellos que agitan el espectro de la contaminación racial como consecuencia inevitable de la abolición de la esclavitud, Lincoln les responde poniendo en evidencia que en los Estados Unidos la inmensa mayoría de los «mulatos» es el resultado de las relaciones sexuales de los patronos blancos con sus esclavas negras: «la esclavitud es la mayor fuente de mezcla [amalgamation]». Por lo demás, no tiene «intención alguna de introducir la igualdad política y social entre las razas blanca y negra» o de reconocer al negro el derecho a participar en la vida pública, a ocupar cargos públicos o a asumir el papel de juez popular. Lincoln se declara bien consciente, al igual que cualquier otro blanco, de la diferencia radical entre las dos razas y de la supremacía que corresponde a los blancos.

 

 

La crisis da un paso decisivo hacia el punto de ruptura tras la sentencia de la Corte Suprema en el caso Dred Scott, en el verano de 1857: «a semejanza de un tipo ordinario de mercancías y propiedades», el dueño legítimo de un esclavo negro tiene el derecho de llevarlo consigo a cualquier lugar de la Unión. Se comprende entonces la reacción de Lincoln: el país no puede permanecer dividido de manera permanente en «mitad esclavo y mitad libre»; contrariamente a la Inglaterra del caso Somerset, el Norte de los Estados Unidos no puede comportarse como tierra de los libres, cuyo aire es «demasiado puro» para ser respirado por un esclavo.

 

 

Cuando la comunidad de los libres pasa de la delimitación espacial a la racial, ya resulta imposible que desaparezca la realidad de la esclavitud. A la condena de esta institución ahora no hay otra alternativa que su explícita defensa o celebración. Cuanto más claro se perfila el conflicto que divide las dos secciones de la Unión, tanto más provocativamente se burlan los ideólogos del Sur de las circunlocuciones y figuras retóricas que han hecho posible el compromiso de Filadelfia de 1787: la «esclavitud negra» —declara John Randolph— es una realidad que «la Constitución ha tratado de ocultar en vano, evitando usar el término». Con la desaparición de este tabú, la legitimación de la esclavitud pierde la timidez que la ha caracterizado hasta ahora, para asumir un tono de reto; de mal necesario, la esclavitud se convierte en las palabras de Calhoun que ya conocemos, en un «bien positivo». No tiene sentido tratar de eliminarla como algo de lo que hay que avergonzarse: en realidad, se trata del fundamento mismo de la civilización. Poniendo en crisis el pathos de la libertad que ha presidido la fundación de los Estados Unidos y deslegitimando en cierto modo la propia guerra de independencia, este nuevo comportamiento contribuye a que se haga inevitable el enfrentamiento entre Norte y Sur…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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