sábado, 4 de mayo de 2024

 


[ 575 ]

 

LA SOMBRA DEL CUERPO DEL COCHERO

 

Peter Weiss

 

" Por la puerta entornada veo el camino fangoso, pisoteado, y las tablas podridas que rodean la pocilga. El hocico del cerdo husmea entre los anchos intersticios cuando no se sumerge en el limo, gruñendo y resollando. Veo además un fragmento de la pared de la casa, con su revoque amarillento, resquebrajado y en parte desconchado; veo también algunas estacas, con barras transversales para tender la colada, y detrás, hasta el horizonte, tierras de labor, negras y húmedas. He aquí los ruidos: los chasquidos de la lengua y los gruñidos del hocico del cerdo, el chapoteo y el gorgoteo del fango, el áspero restregarse del cerdoso lomo del gorrino contra las tablas, el rechinar y el crujir de las tablas, los gemidos de las estacas y postes mal clavados junto a la pared de la casa, los esporádicos y suaves silbidos del viento junto a la esquina de la pared de la casa y el roce ligero de las ráfagas del viento sobre los surcos de los campos labrados, el graznido de una corneja, que viene de muy lejos y que hasta el momento no ha vuelto a repetirse (gritó: harm), el suave crepitar y el chascar de la madera del pequeño retrete dentro del cual estoy sentado, el gotear de los restos de lluvia desde el cartón alquitranado que constituye la techumbre, sordo y duro cuando una gota cae en una piedra o contra el suelo, restallante cuando una gota cae en un charco, y el chirriar de una sierra desde el cobertizo. El convulso ir y venir de la sierra, a veces con breves interrupciones, y luego nuevamente en febril actividad, indica que la sierra es manejada por la mano del mozo. Aun sin este indicio, oído por mí muchas veces y confirmado por haberme cerciorado de ello, no sería difícil adivinar que es el mozo quien maneja la sierra, porque aparte de él, únicamente yo —y muy raras veces el capitán, sólo muy de mañana y con una lentitud inconfundible— nos encargamos de hacer leña en el cobertizo; si no es que haya llegado precisamente un nuevo huésped y, después del largo viaje en coche, quisiera desentumecerse los huesos con la herramienta, con el rígido avance y retroceso de la espalda y el movimiento del brazo, impulsado con fuerza hacia adelante y lanzado hacia atrás con rapidez. Sin embargo no he oído llegar el coche, ni el ruido de las ruedas y correajes, ni el traqueteo de la carrocería, ni el toque de corneta del cochero —que éste suele lanzar a su llegada—, ni el chasqueo de su lengua, ni el sonido redoblante de la lengua con que el cochero induce al caballo a detenerse; ni he oído tampoco las pisadas del caballo, y no obstante tenían que ser perceptibles sobre el camino reblandecido. Y si el huésped hubiese llegado a pie, es muy poco probable que se hubiese dirigido en seguida al cobertizo, y aun cuando por curiosidad hubiese entrado en el cobertizo, el cansancio después de la larga caminata (una jornada a pie desde la ciudad más próxima), así como el grosor y aspecto informe de las raíces y troncos de árbol, le habrían disuadido de trabajar. Sigo afirmando, pues, que es el mozo quien, en el cobertizo, coloca la sierra sobre los pesados bloques de madera y la introduce en ellos moviéndola hacia adelante y hacia atrás; lo veo ante mí con su blusa, que fue azul y que, desde hace mucho tiempo, está descolorida y encostrada, y con sus pantalones, igualmente encostrados, que un día fueron negros; los lleva metidos en la caña de las pesadas botas que también fueron negras, pero que están sucias de estiércol y de barro. Lo veo ante mí, sujetando el pedazo de madera sobre el tajo con una mano terrosa, de venas salientes y dedos cortos, mientras con la otra agarra el mango de la sierra; veo cómo el labio inferior, largo, se sitúa sobre el corto labio superior y lame la humedad que gotea de la nariz; además lo oigo murmurar en un arrullo gutural, como suele hacerlo durante este trabajo y también durante otros trabajos en la casa o al aire libre; y en las pausas cortas e irregulares que efectúa mientras está aserrando, puedo imaginar cómo se yergue y se echa hacia atrás en un amplio gesto, cómo estira los brazos hacia los lados y abre los dedos que crujen, o cómo suena la nariz con el índice y el pulgar y después se la limpia con el dorso de la mano, o cómo se echa muy atrás —desde la frente hacia el cráneo— la grasienta gorra de orejeras levantadas, y se rasca los escasos mechones de pelo, en los que la tira de cuero de la gorra ha dejado impreso un profundo surco. Sólo ahora (precisamente la corneja grita otra vez harm) siento el frío en mis posaderas desnudas. La transcripción de mis observaciones me ha impedido subirme los pantalones y abrochármelos; o tal vez la súbita puesta en marcha de mi actividad observadora me hizo olvidar subirme los pantalones; o quizás los pantalones bajados, el escalofrío, el ensimismamiento en que caí, fue lo que favoreció esta especial predisposición a observar. Me subo los pantalones, los abrocho y cierro el cinturón; tomo la tapadera de madera, pero antes de colocarla en la abertura del asiento, miro en el interior, el balde lleno hasta el borde de la masa parduzca de los excrementos y de papeles con manchas pardas; además, por lo que puedo distinguir en la oscuridad del recinto, las heces han rebasado el borde del balde; el grueso reguerón se pierde en un terraplén como de lava, en el que el balde queda medio enterrado; en la negrura destacan las manchas claras de los jirones de papel. Una vez he colocado la tapadera, vuelvo a sentarme en la caja del retrete, con mi bloc encima de las rodillas. Las paredes interiores del retrete están cubiertas de cartón embreado y granoso; sin embargo la humedad ha provocado grandes abolladuras en el cartón, y en algunos lugares cuelga formando protuberancias desgarradas; debajo quedan al descubierto las delgadas planchas, de un gris mohoso. De la pared sobresalen algunos clavos oxidados, originariamente destinados quizá a colgar prendas de ropa u otros utensilios, y ahora vacíos y retorcidos; de ellos no cuelga ni un cordel, ni un alambre o un manojo de papeles. El papel que cada uno necesita, debe arrancarlo de los periódicos rotos y arrugados, un puñado de los cuales se encuentra en un rincón del asiento. Estos periódicos son traídos por el mozo muy de tarde en tarde y tras advertírselo repetidas veces; los saca del sótano, donde se hallan amontonados junto al carbón, llenos de arrugas y de polvo; utilizados a veces como envoltorio de mercancías adquiridas o abandonados por viajeros; leídos y releídos, pringosos, a menudo utilizados de nuevo en la cocina, con los bordes ennegrecidos por sartenes, con señales de platos y tazas, con mondaduras de patata y espinas de pescado pegadas a ellos. Aquí, en el retrete, los restos de los periódicos con sus noticias, a veces de muchos años atrás, encuentran nuevamente un lector; sentado, con el busto inclinado hacia adelante y los pies apoyados en el resalte situado delante de la caja del retrete, uno se sumerge en pequeñas fracciones de tiempo, entremezcladas y dispersas, en acontecimientos sin principio ni fin, a veces cortados además de arriba a abajo o de lado a lado; se sigue el discurso de uno y se continúa con el discurso de otro, se lee la descripción del escenario de una acción y se pasa después al escenario de otra acción, se entera uno de algo que se desmiente en un segundo pedazo de papel y que luego resulta confirmado en un tercero; los mismos acontecimientos aparecen una y otra vez enriquecidos con nuevos detalles, o damos con las mismas cosas, sólo que provistas aquí de ciertos datos antiguos y allí de alguna que otra novedad. Avanzo el pie izquierdo; sobre la pierna derecha apoyo el brazo con la mano que escribe, y abro un poco más la puerta de un empujón…"

 

(…)

 

 

" Por primera vez en mis anotaciones, con el fin de pasar más allá de un principio que se pierde en la nada, prosigo y me atengo a las impresiones que me asaltan aquí, en mi ambiente más inmediato; mi mano hace mover el lápiz sobre el papel, de una palabra a otra y de línea a línea, aunque siento claramente en mí la fuerza contraria que ya antes me impulsaba a interrumpir mis intentos de escribir y que también ahora, a cada serie de palabras estructurada de acuerdo con lo visto y lo oído, me susurra que estas cosas vistas y oídas son demasiado fútiles para que merezcan ser fijadas, y que de este modo consumo mis horas, la mitad de mi noche y tal vez incluso mi día entero de una forma completamente inútil. Pero, por otra parte, me formulo la pregunta siguiente, qué debo hacer, y de esta pregunta surge la idea de que todas mis restantes actividades quedan también sin ningún resultado ni utilidad. Al reproducir con el lápiz los acontecimientos que se desarrollan ante mis ojos, para dar así un contorno a lo que ocurre y para esclarecerlo, es decir: convirtiendo la observación en una ocupación, estoy sentado junto al cobertizo en el montón de leña, cuyos pedazos de raíz, nudosos y cubiertos de tierra, musgo y hojas marchitas, despiden un olor agrio y a podredumbre. Desde mi elevado asiento domino toda la fangosa superficie del patio, pisoteada y que sigue sin secarse después de las últimas lluvias; esta superficie queda limitada por la parte alargada de la casa, con la escalera de la cocina y la escalera del sótano. Detrás de la casa se puede ver el camino; se pierde entre los campos cultivados; su trayectoria se puede adivinar por los postes de la electricidad, y estos postes, cada vez más pequeños y más juntos, se extienden hasta la curva nebulosa del horizonte. Cuando vuelvo la vista hacia la derecha, veo la pocilga, sobre cuyo borde oscilan y chasquean las caídas orejas del cerdo y se ensortija la cola del cerdo; sigue después el retrete, de un negro parduzco, con su cartón alquitranado, hecho pedazos, en el tejadillo oblicuo; y alrededor del retrete, picoteando la tierra y los escasos islotes de hierba, se mueven unas cuantas gallinas; mientras picotean y escarban, lanzan sonidos cloqueantes. Al volver la vista hacia la izquierda, percibo el montón de piedras situado tras el cobertizo, y detrás del montón de piedras, rodeado por profundas roderas, se alza el granero, y tras el granero se extienden los cultivos, y entre los surcos avanza pesadamente un caballo, y tras el caballo se balancea un arado, y tras el arado, medio tumbado sobre el timón, avanza pesadamente el mozo, y tras los campos se hallan los bosques envueltos en un vaho rojizo-violeta; sobre los bosques, muy bajo, se encuentra el sol, rojo, que brota de vaporosas nubes, y su luz, en todos aquellos lugares donde ilumina una forma que emerge del suelo, proyecta unas sombras largas, de un color violeta-negruzco…"

 

 

 

[ Fragmentos de: Peter Weiss. “La sombra del cuerpo del cochero” ]

 

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