viernes, 10 de mayo de 2024

 

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EL MÉTODO YAKARTA

 

Vincent Bevins

 

(…)

 

 

05

Brasil, ida y vuelta

 

 

 

TRES CAÍDOS

 

En el otoño de 1963, John Fitzgerald Kennedy ordenó a su embajador en Vietnam del Sur que facilitara la destitución del presidente Diem. Como aliado, Diem estaba ya dando más problemas a Washington de los que merecían la pena. La CIA se lo hizo saber a un general local, y el 1 de noviembre de 1963 el presidente fue secuestrado junto a su hermano y ambos fueron tiroteados y apuñalados en la parte trasera de un tanque blindado. Kennedy no quería en realidad que mataran a Diem, pero sabía que era el responsable de su muerte. El asesinato conmocionó y entristeció considerablemente al joven presidente.

 

Unas semanas más tarde, el propio Kennedy era asesinado cuando recorría en coche las calles de Dallas. Los hombres más cercanos a él, conscientes de que habían intentado de forma activa librarse de Fidel Castro y estaban utilizando métodos en absoluto inocentes en todo el mundo, intentaron frenéticamente averiguar quién había sido. El mismo Bobby Kennedy sospechaba que el asesinato podía ser obra de la CIA, de la mafia o de Castro, y en cualquiera de los casos significaba que él era en parte responsable. La primera sospecha del vicepresidente, Lyndon Johnson, era que el atentado había sido en venganza por el asesinato de Diem. Johnson ni siquiera sabía que su Gobierno había estado intentando matar a Castro, y cuando accedió a la presidencia sufrió para ordenar mentalmente la red de operaciones encubiertas que heredaba.

 

Lyndon Baines Johnson era el típico cristiano estadounidense de Texas. Muy trabajador, era liberal en términos políticos, probablemente más que Kennedy, y fue considerado el «amo del Senado», donde ejerció de líder demócrata con una increíble fuerza durante seis años. Sin embargo, en términos de política exterior tenía menos experiencia. No contaba con la sensibilidad de Kennedy en lo relativo a las batallas históricas entre el imperialismo y las revoluciones nacionales del tercer mundo. Según la biógrafa Doris Kearns Goodwin, que lo conocía bien, Johnson tenía la creencia —tan estadounidense— de que el resto del mundo era básicamente igual que su país, solo que un poco más atrasado. Defendía la «creencia en la aplicabilidad universal de los valores estadounidenses, la existencia de un consenso mundial», escribió Goodwin. Pero Johnson no tenía confianza suficiente en su propio dominio de la política exterior para presentar batalla a los hombres que habían trabajado con Kennedy. De este modo, con frecuencia desatendía las cuestiones internacionales y delegaba en la sabiduría de aquellos consejeros.

 

En Brasil, las operaciones encubiertas se encontraban ya considerablemente avanzadas. El agente de la CIA Tim Hogan y el agregado militar Vernon Walters estaban ya en el país y habían empezado a trabajar. Los dos utilizaban el Ejército y la economía contra el presidente. El cerco se estrechaba sobre Jango.

 

El influyente periódico Jornal do Brasil publicó un editorial, titulado «Basta!», que serviría de grito de guerra para los golpistas. «Antes de que lleguemos a la Revolución, decimos ¡BASTA! Decimos que mientras existan unas Fuerzas Armadas organizadas, cohesionadas y disciplinadas en Brasil […] ¡BASTA! Ha llegado el momento […], certificamos la muerte de la falsa política de reconciliación de clases llevada a cabo con la brujería y los encantos del presidente […], la paciencia nacional tiene sus límites». A finales de noviembre, apenas transcurridos unos días del asesinato de Kennedy, Jango asistió a la conmemoración anual de la derrota de la legendaria Intentona Comunista en la playa roja de Río de Janeiro. Su presencia solo sirvió para enfadar a muchos de los conservadores más comprometidos del país, que llegaron al punto de boicotear la ceremonia y organizar otro acto anticomunista en las inmediaciones.

 

 

Aquel día, 27 de noviembre de 1963, el general de Ejército, Jair Dantas Ribeiro, pronunció un discurso seco y ominoso:

 

«En el silencio de la noche, impulsados por principios nunca comprendidos, grupos extremistas se aprestaron a una misión ignominiosa —empezó—. Sin bandera ni causa, sin ideales ni destino, la acción de estos desaprensivos no encontró eco en el corazón de la nación, cuya estructura cristiana es por completo inmune al odio y al extremismo».

 

Con Jango entre el público, prosiguió:

 

Aquellos odiosos terroristas de 1935, levantando el escudo comunista, que únicamente significa ruina y rencor, propagando sentimientos humanitarios populares que, en realidad, solo servían para ocultar proposiciones subalternas y sed de poder, asesinando traicioneramente en las sombras de la noche a nuestros hermanos de armas, escribieron una página negra en la historia de Brasil. […] No debemos, no obstante, ocultar esta historia: esta intentona sigue siendo un ejemplo para esa plaga que quiere instalar un régimen antidemocrático. […] Ahora y por siempre, el ejemplo del Ejército y su vigilancia resistirá y servirá de advertencia.

 

 

Para Dantas Ribeiro, la «plaga» eran los comunistas. Y los mandos militares formulaban ya sus propias teorías en lo relativo a las intenciones de Jango. Muchos estaban convencidos de que, además de conceder el sufragio a los soldados de bajo rango, los apelaría directamente, subvirtiendo la autoridad de sus superiores.

 

Las fuerzas de derechas de Brasil empezaron a difundir la idea de que era en realidad Jango el que estaba planificando su propio golpe de Estado de izquierdas. Denunciaban que, para lograr llevar a cabo sus reformas, destituiría al Gobierno, aboliría el Congreso o aprobaría una nueva constitución. Los principales periódicos del país ayudaron a divulgar esta historia. Si era cierto, proseguía su argumentación, un golpe de Estado que lo retirara del poder salvaría en realidad la democracia. El embajador estadounidense, Lincoln Gordon, compartía esta visión. Y dado que Jango era un presidente débil, especulaba Gordon, podría ser sustituido más tarde por fuerzas todavía más radicales —tal vez comunistas— si no se intervenía en ese momento.

 

Los estadounidenses se coordinaban entre bambalinas con los militares. En marzo, Gordon envió un telegrama a Washington. Decía:

 

«Mi sopesada conclusión es que Goulart está ya definitivamente entregado a una campaña para hacerse con un poder dictatorial, para lo que acepta la colaboración activa del Partido Comunista Brasileño y de otros movimientos revolucionarios radicales de izquierda. Si llegara a tener éxito, es más que probable que Brasil acabe bajo control completo del comunismo».

 

 

Los estadounidenses tenían puestas sus miras en un sustituto brasileño concreto. Gordon proseguía:

 

 

La novedad más significativa es la cristalización de un grupo de resistencia militar con el liderazgo del general Humberto Castello [sic] Branco, jefe del Estado Mayor. Castelo Branco es un oficial muy competente, discreto, sincero y profundamente respetado. […] La preferencia de Castelo Branco sería actuar únicamente en caso de una provocación inconstitucional obvia, p. e.: un movimiento de Goulart para cerrar el Congreso o para intervenir en uno de los estados de la oposición (Guanabara o São Paulo serían los más probables). Reconoce, no obstante (al igual que yo), que Goulart podría evitar una provocación tan evidente y seguir avanzando hacia un irreversible hecho consumado mediante huelgas manipuladas, debilitamiento financiero de los estados y un plebiscito del poder ejecutivo (votantes analfabetos incluidos).

 

 

Años antes, Castelo Branco se había formado en Fort Leavenworth. Allí había conocido a Vernon Walters, el agregado militar que Kennedy envió a Brasil. Después de estudiar juntos en Kansas, Castelo Branco y Walters fueron compañeros de alojamiento: vivieron juntos en un pequeño hotel en Italia.

 

Debido a las circunstancias que condujeron a su nombramiento, Jango apenas contaba con apoyos en el Congreso y pocos aliados en los medios de comunicación brasileños, gran parte de los cuales eran propiedad de unas cuantas familias terratenientes. Para demostrar el apoyo público a sus reformas organizó una serie de manifestaciones en las calles. El 13 de marzo de 1964, Jango se sumó a otros líderes de la izquierda y se dirigió a cerca de doscientas mil personas delante de la Central do Brasil, la icónica estación de tren del centro de Río. Un Jango tenso salió al escenario, volvió a defender la reforma agraria y atacó a los falsos demócratas de derechas por ser «antipueblo, antisindicatos y antirreformas». Dijo:

 

«Encontrarse con el pueblo en las calles no es una amenaza a la democracia. Una amenaza a la democracia es cuando se ataca al pueblo, explotando sus creencias cristianas y las mistificaciones de una industria anticomunista: ellos son la amenaza a la democracia».

 

Las cámaras captaron a varios asistentes con carteles con eslóganes como «Abajo los latifundistas», una foto de Fidel y «Legalización del Partido Comunista». Más combustible para los conspiradores de la derecha.

 

 

Los conservadores respondieron con su propia manifestación. El 19 de marzo, apenas a unos kilómetros de la nueva vivienda de la familia Tan en São Paulo, la Marcha da Família com Deus pela Liberdade sacó a cerca de quinientas mil personas a las calles. En su mayor parte eran de familias acomodadas conservadoras (aunque hubo quienes obligaron a sus sirvientas a acudir), y la presencia de respetables mujeres y niños envalentonó a los militares conspiradores. Ing Giok Tan y su familia recelaban de este tipo de actos y se mantuvieron apartados. El Gobierno de Estados Unidos no. Aportó apoyo material y moral a la marcha, que ya estaba bien apuntalada por las actitudes propias de la élite brasileña.

 

El error final y fatal de Jango, en lo que a los militares respecta, llegó justo después. Un grupo de unos dos mil soldados de infantería de Río, defensores de las reformas da base, protagonizaron una pequeña rebelión contra sus superiores, a los que exigían mejores condiciones de trabajo y una relajación del código disciplinario. Los rebeldes proyectaron la cinta clásica del cine soviético, antiimperialista y defensora de los motines: El acorazado Potemkin, que no ayudó a calmar los nervios del los altos mandos militares. La respuesta inicial de Jango —no apoyar el levantamiento ni respaldar una respuesta contundente inmediata— sirvió de prueba definitiva para los militares de que el presidente se pondría de parte de un levantamiento de la soldadesca y de la subversión de la jerarquía militar. Para empeorar aún más las cosas, dio una charla a la policía militar en el Club Automovilístico de Brasil al día siguiente. No dijo nada radical, pero, llegado ese momento, se consideraba ya una ofensa palmaria que siquiera hablara directamente con sargentos y oficiales de bajo rango.

 

El golpe de Estado contra Jango empezó el 31 de marzo de 1964, y lo que movilizó a muchos de los conspiradores fue la creencia de que los comunistas habían desarrollado algún tipo de plan revolucionario en torno a Goulart. Era completamente falso, pero también era totalmente coherente con el anticomunismo fanático del momento, que se remontaba a las audiencias de McCarthy y la mitología que rodeaba la Intentona. Allá donde hubiera comunistas, por muy limitado que fuera su número y fueran cuales fueran sus declaraciones expresas, tenía que haber un complot secreto y nefario.

 

En el contexto de la mitología del anticomunismo brasileño, esto probablemente significaba que los comunistas tenían planificado algo profundamente perverso. Entre las élites, muchos creían que los comunistas practicaban una violencia que llevaban a cabo con «placer satánico», que era su deseo más profundo asesinar a los fieles en masa y enviarlos al «infierno rojo».

 

 

Aunque el alto mando militar y Washington llevaban semanas organizando un golpe de Estado, este se inició de forma prematura. Un solo general escandalizado, Olímpio Mourão Filho, el mismo hombre que había creado la falsa conspiración judeo-comunista conocida como Plan Cohen en 1937, lideró una marcha de soldados pobremente equipados sobre Río, donde residía Jango. Goulart voló a Brasilia, pero cuando tuvo claro que el alto mando militar estaba decidido a deponerlo, huyó a Uruguay. Los tanques avanzaron y aparcaron en el exterior del Congreso. Invocando una «ley institucional» sin base legal, la junta militar declaró que los miembros de izquierdas del Congresso Nacional habían perdido todos sus derechos legales.

 

Cuando empezó el golpe de Estado, el Departamento de Estado de Estados Unidos lanzó una operación que bautizó Hermano Sam y puso tanques, munición y portaaviones a disposición de los conspiradores. Nada de aquello fue necesario. El Congreso brasileño, en claro incumplimiento de la Constitución, declaró la presidencia «vacante». Entonces, después de que aquella primera «ley institucional» expulsara de sus escaños a unos cuarenta de sus compañeros de izquierdas, los restantes 361 legisladores brasileños votaron nombrar presidente al general Castelo Branco. Casi todos los medios de comunicación brasileños apoyaron el golpe de Estado. La ayuda estadounidense volvió a llegar al país.

 

 

Con Jango destituido, el Ejército dio en 1964 un tipo de discurso muy diferente en la conmemoración de la Intentona de 1935. El general Pery Constant Bevilaqua declaró: «¡La patria está aquí! ¡Ahí está en esta hermosa bandera! ¡Cuando la contemplamos, sentimos vuestra presencia, héroes de noviembre de 1935!».

 

 

El embajador Lincoln Gordon denominó el golpe de Estado de 1964 «la victoria más decisiva para la libertad de mediados del siglo XX».

 

En palabras del historiador brasileño Marco Napolitano:

 

«Al igual que en una película de Hollywood, hubo un final feliz (para los golpistas, claro está). Los comunistas y sus simpatizantes, los tipos malos, fueron destituidos. Los buenos tenían el poder. Y lo mejor de todo: se había conseguido sin que Estados Unidos tuviera que aparecer como agente visible en la conspiración».

 

 

Era tremendo. Y novedoso. En Irán (1953) y en Guatemala (1954), en Indonesia (1958) y en Cuba (1961), cualquiera que estuviera prestando atención sabía que Washington estaba detrás de las operaciones para el cambio de régimen. Estos signos evidentes de intervención estadounidense no solo habían empañado la imagen de Washington en todo el mundo, también habían minado la efectividad de los Gobiernos que instalaba cuando conseguía la victoria. El Gobierno de Guatemala se derrumbó rápidamente después del golpe apoyado por la CIA, al igual que sucedió finalmente con el Gobierno del sah en Irán.

 

 

Este logro conseguido en Brasil en 1964 no solo fue posible gracias a las nuevas tácticas que Kennedy puso en marcha para establecer alianzas con los militares. Estados Unidos también tuvo suerte. Y lo que es más importante: Brasil tenía su propia y muy asentada tradición anticomunista, levantada a lo largo de cinco siglos de miedo a los negros, a los pobres, a los violentos y a los marginados; una tradición que disponía de sus propios e increíblemente efectivos mitos y rituales anuales.

 

 

A pesar del apoyo de la población, Jango, el presidente elegido legalmente, no lanzó una contraofensiva. Probablemente creía que, como otros golpes de Estado de la historia brasileña, sería un pequeño reajuste del sistema y que tendría la capacidad de recomponerse y presentarse a las siguientes elecciones. Se equivocaba. Brasil no volvería a celebrar elecciones democráticas en veinticinco años. El compromiso de Washington con la modernización guiada por los militares se mantuvo fuerte durante el mandato de Johnson, y Brasil era ya uno de los aliados más importantes de Estados Unidos en la Guerra Fría. De hecho, el país más grande de América Latina pronto desempeñaría un papel crucial en el desembarco de otros países en el bando occidental…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]

 

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