miércoles, 15 de mayo de 2024

[ 580 ]

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

capítulo segundo

 

LIBERALISMO Y ESCLAVITUD RACIAL:

UN SINGULAR PARTO GEMELAR

 

 

  

11. DE LA AFIRMACIÓN DEL PRINCIPIO DE LA «INUTILIDAD DE LA ESCLAVITUD ENTRE NOSOTROS» A LA CONDENA DE LA ESCLAVITUD EN CUANTO TAL

 

Intentemos responder a la interrogante que nos hemos planteado al inicio: ¿pueden ser considerados liberales autores tales como Fletcher y Calhoun? En la Inglaterra liberal surgida de la Revolución Gloriosa, Fletcher puede reivindicar tranquilamente la introducción de la esclavitud contra los vagabundos, sin ser rechazado en modo alguno, como no lo son ni Hutcheson ni Burgh, que expresan posiciones más o menos similares. Si Hutcheson es el maestro de Smith, Fletcher mantiene relaciones epistolares con Locke y goza —junto a Burgh— de la estima de Jefferson y de los círculos cercanos a él. Son los años en que, para decirlo con palabras de Hume,

 

 

«algunos apasionados admiradores de los antiguos y, al mismo tiempo, celosos propugnadores de las libertades civiles […] no pueden abstenerse de sentir nostalgia por la pérdida de esa institución»

 

 

(la esclavitud), que había hecho grandes a Atenas y a Roma. Pero con la afirmación del principio de la «inutilidad de la esclavitud entre nosotros», las posiciones expresadas por Fletcher dejan de existir o de ser aceptadas como liberales. Es cierto que estas se muestran reacias a desaparecer. Todavía en 1838, un liberal alemán refiere el «consejo, en realidad más bien esbozado que pronunciado a las claras, de que habría que hallar remedio al peligro que se cierne [representado por una cuestión social aguda y no resuelta] mediante la introducción de una verdadera esclavitud de los obreros de las fábricas». Pero se trata de una sugerencia rechazada con indignación: la línea de demarcación del «partido» liberal ya estaba trazada desde hacía un buen tiempo.

 

 

De manera análoga se puede argumentar con relación a Calhoun. A su entender, en todo caso el culpable de traición de los principios liberales que han inspirado la revolución norteamericana es el Norte. Sí, «la defensa de la libertad humana contra las agresiones de un poder despótico siempre ha sido particularmente eficaz en los estados donde ha enraizado la esclavitud doméstica»; en el ámbito de la Unión, es el Sur el que se ha alineado «con más fuerza junto a la libertad» y ha sido «el primero en identificar y el primero en enfrentar las usurpaciones del poder». Es en el Sur donde el liberalismo halla su expresión más auténtica y más madura. El término «liberal» —advierte John Randolph, en ocasiones definido como el «Burke norteamericano»—, que originariamente señalaba a un hombre apegado a principios amplios y libres, un «devoto de la libertad», vería distorsionado su significado auténtico si tuviera que ser utilizado para designar a aquellos que coquetean con el abolicionismo.

 

 

Un liberal contemporáneo pudiera sentirse tentado a desembarazarse de la molesta presencia —en el ámbito de la tradición de pensamiento a que hace referencia— de un autor como Burke, que celebra la particular intensidad del espíritu liberal y del amor por la libertad presente en los propietarios de esclavos, o bien de un autor como Calhoun, que todavía a mediados del siglo XIX exalta ese «bien positivo» que es la esclavitud. Y he aquí entonces que uno y otro son inscritos de forma oficiosa en el partido conservador. Pero tal operación revela de inmediato su inconsistencia. La categoría de conservadurismo queda afectada por el formalismo, en el sentido de que puede asumir contenidos sensiblemente distintos entre sí: la cuestión es ver lo que se pretende conservar y custodiar; y no hay duda de que Burke y Calhoun quieren ser los guardianes de las relaciones sociales y de las instituciones políticas que surgen respectivamente de la Revolución Gloriosa y de la revolución norteamericana, es decir, de dos revoluciones eminentemente liberales. No tendría sentido considerar liberales a Jefferson y a Washington y no a Burke, quien, al contrario de los primeros, no es propietario de esclavos y que, cuando pondera el «espíritu de libertad» y el énfasis «liberal» del Sur esclavista, piensa, precisamente, en personalidades como los dos estadistas virginianos. Por otro lado, todavía en 1862 lord Acton cita ampliamente y, de manera implícita apoya, el fragmento en que el whig inglés, lejos de excluir a los propietarios de esclavos, les confiere un lugar privilegiado en el ámbito del partido de la libertad.

 

 

Sería igualmente ilógico excluir de tal partido a Calhoun, quien no se cansa de mostrar su apego a los organismos representativos y al principio de la limitación del poder. Si —yendo más allá del significado meramente formal del término— por conservadurismo se debiera entender el apego acrítico a una sociedad premoderna y preindustrial, caracterizada por el culto al terruño, muy difícilmente tal categoría podría servir para explicar las posiciones de Calhoun. Una vez garantizados los derechos de la minoría, no tiene dificultad para extender el sufragio y hasta para introducir el «sufragio universal» masculino; por otro lado, junto a los organismos representativos, él celebra el desarrollo de las «manufacturas», de la industria y del libre comercio. A lo sumo, la categoría de conservadurismo podría haber sido válida para Jefferson. Este identifica en los cultivadores de la tierra «al pueblo elegido de Dios», parangona las «grandes ciudades» a las «plagas» de un «cuerpo humano» y, en 1812, con ocasión de la guerra con Inglaterra, acusa a esta última de ser un instrumento de Satanás por el hecho de obligar a América a abandonar el «paraíso» de la agricultura y a empeñarse en las «industrias manufactureras» de manera que pueda enfrentar la prueba de las armas. A lo sumo, también para Washington podría haber valido la categoría de conservadurismo: él ve con preocupación la perspectiva de que los norteamericanos puedan convertirse en «un pueblo manufacturero», en lugar de continuar siendo «cultivadores» de la tierra y evitar así el flagelo de la «muchedumbre tumultuosa de las grandes ciudades». En particular, Calhoun parece polemizar con Jefferson cuando rechaza la tesis según la cual la manufactura «destruye el poder moral y físico del pueblo»: en realidad, se trata de una preocupación que se hace cada vez más obsoleta por la «gran perfección de la maquinaria» introducida en la industria. Y si la aceptación del free trade es parte integrante del liberalismo, es evidente que Calhoun puede ser insertado en tal tradición mucho más fácilmente que sus antagonistas del Norte, empeñados en rígidas prácticas proteccionistas susceptibles, según la denuncia del teórico del Sur, de «destruir la libertad del país».

 

 

Entendido en el sentido más amplio del término, el partido liberal abraza tanto a los whigs como a los torys. Los primeros no constituyen ni siquiera el ala necesariamente más avanzada. Josiah Tucker es tory, sin embargo, les reprocha a Locke y a Burke que sean seguidores de un «republicanismo» basado, precisamente, en la esclavitud o servidumbre de la gleba. Por lo demás, en la polémica con los «zelotes republicanos» él gusta de colocarse entre los intérpretes auténticos de la «libertad constitucional inglesa». Disraeli, que también es tory, por una parte, retoma los argumentos del Sur esclavista y por la otra amplía sensiblemente la base social de los organismos representativos ingleses, concediendo el sufragio incluso a sectores amplios de las clases populares y, como quiera que sea, extendiéndolo mucho más allá de cuanto, hasta ese momento, habrían hecho los whigs.

 

 

Por su parte, ya antes de la guerra de Secesión, se sitúan fuera del partido liberal aquellos que —a partir de la preocupación por salvar la institución de la esclavitud y de la indignación que causan las armas que proporcionaron los organismos representativos a una agitación abolicionista cada vez más amenazadora— en el Sur de los Estados Unidos hablan, con palabras de Fitzhugh, de «fallo de la sociedad libre», o bien, en la propia Europa, ironizan con Carlyle acerca de las desastrosas «épocas anárquico-constitucionales». Además de apoyar la absoluta necesidad de la esclavitud como fundamento de la civilización, uno y otro terminan por poner nuevamente en discusión, al menos en el plano teórico, tanto la delimitación étnica como la delimitación espacial de la institución de la esclavitud. Para Fitzhugh, como lo demuestra también el ejemplo de la antigüedad clásica y como lo confirma la realidad del mundo moderno, el trabajo es inseparable de la esclavitud, así que, de una forma o de otra,

 

 

«ya sea negra o blanca, la esclavitud es justa y necesaria».

 

 

Cuando justifica la esclavitud de los afro-norteamericanos del otro lado del Atlántico y cuando tilda a los irlandeses de «negros», Carlyle, admirado por Fitzhugh y por otros sudistas, que mantiene relaciones epistolares con algunos de ellos, llega, a su vez, a una «conclusión» de carácter general: «sancionada por ley o abrogada por ley, la esclavitud existe ampliamente en este mundo, en las Indias Occidentales y fuera de ellas. La esclavitud no puede ser abolida con un acto del Parlamento; se puede solo abolir su nombre y eso es muy poco». Háblese de esclavitud o de «siervos asalariados de por vida», o bien de adscripti glebae, se trata siempre de esclavitud. Por otra parte, si el esclavo es un «siervo asalariado de por vida», ¿por qué entonces a esta figura se debería preferir el «siervo asalariado por un mes» o por un «día»?

 

 

Empujados por la aspereza de la lucha en curso, Fitzhugh y Carlyle retornan, en última instancia, a las posiciones de Fletcher, antes marginadas y después consideradas ajenas por el partido liberal. El paso de una a otra posición del partido liberal puede ser sintetizado de esta manera: tras la derrota del Sur, tras la emancipación de los esclavos negros y las enmiendas introducidas en tal sentido en la Constitución norteamericana, se pasa de la afirmación del principio de la «inutilidad de la esclavitud entre nosotros» en Europa y en los «estados libres» del Norte de los Estados Unidos a la condena generalizada, en las dos riberas del Atlántico, de la esclavitud en cuanto tal. Partiendo de este segundo logro, también las posiciones expresadas por Calhoun son rechazadas por el partido liberal. Pero esto no es motivo para expulsarlo retrospectivamente de la tradición liberal; en caso contrario, la misma suerte debería ser reservada a Locke y a buena parte de los protagonistas de la revolución norteamericana y de los primeros decenios de la historia de los Estados Unidos.

 

 

En todo caso, con el fin de la guerra de Secesión ha concluido un ciclo histórico. Nacidos juntos de un singular parto gemelar, que los ve entrelazarse uno con la otra en una relación, por otro lado, no exenta de tensiones, ahora el liberalismo en su conjunto rompe con la esclavitud propiamente dicha, con la esclavitud racial y hereditaria. Pero antes de examinar estos nuevos derroteros, conviene profundizar en el análisis de la sociedad que se afirma en las dos riberas del Atlántico hasta la guerra de Secesión. Hasta ahora hemos concentrado la atención en el problema de la esclavitud negra: pero ¿qué relaciones se desarrollan en el ámbito de la comunidad blanca?”…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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