viernes, 19 de julio de 2024

 

 

[ 610 ]

 

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

capítulo tercero

 

LOS SIERVOS BLANCOS ENTRE

METRÓPOLI Y COLONIAS:

LA SOCIEDAD PROTO-LIBERAL

 

 

 

5. CÓDIGO PENAL, FORMACIÓN DE UNA FUERZA DE TRABAJO BAJO COACCIÓN Y PROCESO DE COLONIZACIÓN

 

 

Se comprenden entonces las dificultades del reclutamiento militar: «registraban las prisiones con el objeto de sacar de ellas a malhechores para enrolarlos»; el oficio del soldado —observa Defoe— es confiado sobre todo a «hombres provenientes de la horca». Por fortuna, estos eran abundantes. De 1688 a 1820 los delitos que implican la pena de muerte pasan de 50 a 200-250, y se trata casi siempre de delitos contra la propiedad: mientras que hasta 1803 el intento de homicidio es considerado un delito leve, el robo de un chelín o de un pañuelito, o el corte no autorizado de un arbusto ornamental también pueden implicar la horca; y pueden ser entregados al verdugo incluso a la edad de once años. Es más, en algunos casos, este riesgo lo corren hasta niños de edades inferiores: en 1833 la pena capital es impuesta a un ladronzuelo de nueve años, si bien la sentencia no se cumple.

 

 

Más significativa aún que el agravamiento de las penas es la criminalización de comportamientos hasta ese momento del todo lícitos. El cercado y la apropiación de tierras comunales experimentan un gran auge; y el campesino o el ciudadano que tarda en darse cuenta de la nueva situación se convierte en un ladrón, en un criminal que debe ser castigado con todo el rigor de la ley. Puede parecer un comportamiento arbitrario y brutal. Pero no es así como piensa Locke. Cuando legitima la apropiación, por parte de los colonos, de las tierras abandonadas sin cultivar por los indios, el Segundo Tratado sobre el gobierno, al mismo tiempo, toma claro partido en favor del cercado de tierras en Inglaterra. «En los tiempos primitivos todo el mundo era una especie de América» (TT, II, 49); y las tierras comunales son una especie de rezago de esa condición originaria y salvaje, que sucesivamente el trabajo, la apropiación privada y el dinero ayudan a superar. Es un proceso que se manifiesta a gran escala del otro lado del Atlántico, pero que tampoco está ausente en Inglaterra: «incluso entre nosotros, las tierras que se dejan abandonadas a la naturaleza, sin beneficiarlas en modo alguno con el pastoreo, la labranza o la siembra, reciben el nombre de yermos, y lo son en realidad, porque el beneficio que se obtiene de las mismas es poco más que el de un desierto estéril» hasta que no intervienen benéficamente el cercado y la apropiación privada.

 

 

Junto a la expoliación en perjuicio de los indios y los campesinos ingleses, Locke justifica también la legislación terrorista en defensa de la propiedad:

 

 

«Un hombre puede legalmente matar a un ladrón que no le ha hecho ningún daño físico, ni ha manifestado designio alguno contra su vida, fuera de recurrir a la fuerza para imponerse a él y arrebatarle su dinero, o algo por el estilo».

 

 

Solo en apariencia se trata de un delito menor; en realidad, de este modo el culpable, aunque sea por un instante, ha privado del «derecho a la libertad» a su víctima, la ha hecho «esclava»; llegados a este punto, nadie puede excluir que al robo le siga el asesinato, dado que es precisamente el poder de vida y de muerte el que define la relación de esclavitud. Esta es sinónimo de estado de guerra y, por tanto, no hay ningún motivo para que no se deba infligir la muerte al ladrón, cualquiera que sea la entidad del robo. No está en juego —parece decir Locke— solo el chelín o el pañuelito o cualquier otro botín muy modesto; lo que está en peligro es la propiedad privada en cuanto tal, y más allá de ella, la libertad. Es decir, lo que legitima la muerte o la ejecución del ladronzuelo es el propio pathos liberal, que encabeza la condena del despotismo monárquico como fuente de la esclavitud política.

 

 

Además de las tierras comunales, también las aves y los animales salvajes se convierten en objeto de apropiación privada por parte de la aristocracia terrateniente. En este caso no es posible remitirse a Locke. Más bien, según su teoría, al no haber sido transformados por el trabajo, aves y animales salvajes deberían ser considerados propiedad de todos. Y, sin embargo, según la legislación promulgada después de la Revolución Gloriosa, si el campesino cae en la condición de ladrón, el cazador se transforma en cazador furtivo; y también en este caso, el terrorismo del código penal se encarga de hacer respetar la acción violenta.

 

 

Del mismo modo en que la explicación historicista vulgar no es válida para la trata y la esclavitud de los negros, tampoco lo es con respecto al aumento de los delitos contra la propiedad y al agravamiento de las penas previstas para ellos. Remitirse al espíritu del tiempo conduce a la desorientación. «Es dudoso que en otro país estuviera vigente un código penal tan profuso en artículos que implicaran la pena de muerte». El carácter despiadado de la legislación inglesa deviene proverbial ya en su misma promulgación.

 

 

Mientras que Napoleón ejerce su puño de hierro sobre Francia, un reformador como Samuel Romilly se siente obligado a hacer una amarga constatación: «Probablemente en el mundo no haya otro país, excepto Inglaterra, en el que tantas acciones y de tipo tan distinto sean punibles con la pérdida de la vida». Todavía a inicios del siglo XIX,

 

Hegel denuncia la severidad «draconiana» por la cual «en Inglaterra se ahorca a cada ladrón», con una absurda equiparación de vida y propiedad, de dos delitos «cualitativamente distintos» como son el asesinato y el robo.

 

 

También pone en evidencia el origen de clase de tal severidad «draconiana»: a los campesinos culpables de caza ilegal se les infligen «las penas más duras y desproporcionadas»,

 

ya que «quien ha hecho esas leyes y quien se sienta después en los tribunales, en calidad de magistrados y jurados», es la aristocracia, precisamente, la clase que se ha reservado el monopolio del derecho de caza.

 

 

La necesidad de mantener la ley y el orden es solo un aspecto del problema. No pocas veces los condenados a muerte (o, también, a una larga reclusión) ven su pena conmutada por la deportación a las colonias. Puesta en ejecución ya desde hacía tiempo, a partir de 1717, la práctica de la deportación asume carácter oficial y notables proporciones. Es decir, tras la Revolución Gloriosa, vemos, por un lado, la promulgación de una legislación terrorista y por el otro, el aumento del fenómeno de la deportación a colonias lejanas. ¿Hay algún vínculo entre estos dos sucesos? Es difícil negar que la formación, mediante el drástico endurecimiento del código penal, de una fuerza de trabajo bajo coacción, obligada a sufrir condiciones que ningún colono libre habría aceptado, permite finalmente satisfacer las «necesidades de las plantaciones». Por otro lado, en el fundamento de esta práctica hay una teoría precisa. Locke exige repetidamente la esclavitud penal para aquel que atente contra la vida o la propiedad de otro. Ya en el estado de naturaleza «el perjudicado tiene la facultad de apropiarse de los bienes o los servicios [service] del culpable». El asunto se hace más claro aún en el estado social:

 

 

«Sin duda, quien ha perdido por su propia culpa y mediante algún acto merecedor de la pena de muerte, el derecho a su propia vida [forfeited], puede encontrarse con que aquel que puede disponer de esa vida retrase, por algún tiempo, el quitársela cuando ya lo tiene en poder suyo, sirviéndose [service] de él para su propia conveniencia; y con ello no le causa perjuicio alguno. Si alguna vez cree que las penalidades de su esclavitud pesan más que el valor de su vida, puede atraer sobre sí la muerte que desea con solo que se niegue a obedecer las voluntades de su señor»

 

La teoría de la guerra colonial como guerra justa (por parte de los europeos) y la teoría de la esclavitud penal, legitiman y estimulan respectivamente la deportación de los esclavos negros y de los semiesclavos blancos de los que necesita el desarrollo de las colonias. En vísperas de la revolución norteamericana, solo en Maryland había 20.000 siervos de origen criminal. Para decirlo con palabras de Samuel Johnson, estamos en presencia de «una raza de prisioneros, y ellos deberían estar contentos de cualquier cosa que nosotros les ofrezcamos para escapar de la horca». De este modo se alimenta una fuente inagotable de fuerza de trabajo bajo coacción…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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