lunes, 12 de agosto de 2024

 

[ 620 ]

 

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

capítulo tercero

 

LOS SIERVOS BLANCOS ENTRE

METRÓPOLI Y COLONIAS:

LA SOCIEDAD PROTO-LIBERAL

 

 

 

 

 

7. EL «GRAN ROBO HERODIANO DE LOS NIÑOS» POBRES

 

 

Entre la fuerza de trabajo bajo coacción, llamada a asegurar el desarrollo de las colonias, estaban también los niños de condición pobre, engañados con alguna golosina, raptados y deportados al otro lado del Atlántico. En otras ocasiones, por el contrario, arribaban a América junto a sus padres, quienes, sin embargo, se veían obligados a venderlos y no lograban verlos nunca más. Por otra parte, en Inglaterra la situación de los niños de origen popular no era mucho mejor.

 

 

Marx denuncia «el enorme robo de niños, cometido desde los orígenes del sistema mecánico por el capital, a la manera de Herodes, en las casas de pobres y huérfanos. Con ese robo se ha incorporado un material humano carente de toda voluntad».

 

 

Si se va más allá de la utilización de los orfanatos como fuente de fuerza de trabajo a bajísimo costo y bajo cierta coacción, se puede hacer aquí una consideración de carácter más general. Si en la teoría y en la práctica proto-liberal del tiempo el trabajador asalariado es, como veremos de inmediato, el instrumentum vocale del que habla Burke, o la «máquina bípeda» de que habla Sieyès, sus hijos son, en última instancia, res nullius, destinados a ser utilizados en la primera ocasión, precisamente, en su calidad de instrumentos y máquinas de trabajo. Locke declara explícitamente que los niños pobres, que hay que enviar al trabajo a partir de los tres años, deben ser «arrancados de las manos de los padres». A un siglo de distancia no resulta disímil el comportamiento de Bentham. Él invita a inspirarse en los

 

«ejemplos de fábricas [manufactures] donde niños desde los cuatro años de edad ganan algo, y donde niños algunos años mayores ganan para vivir bien». Es lícito y beneficioso «arrancar a los niños de las manos de sus padres todo el tiempo posible e, incluso, para siempre». No hay que titubear:

 

 

 

«Podéis incluso meterlos en una casa de inspección y después hacer con ellos lo que queráis. Sin remordimiento, podríais permitir a los padres que echaran un vistazo tras las cortinas en lugar del maestro […]. Podríais mantener separados durante diecisiete o dieciocho años a vuestros jóvenes alumnos, varones y hembras».

 

 

La sociedad puede disponer totalmente de los hijos de los pobres. Esto nos recuerda la suerte reservada a los esclavos del otro lado del Atlántico. Para poner fin a su presencia en suelo norteamericano —sugiere Jefferson— se podría adquirir a módico precio, e incluso hasta obtener gratis, a los recién nacidos negros, ponerlos «bajo la tutela del Estado», someterlos al trabajo cuanto antes y así recuperar en gran parte los gastos necesarios para la «deportación» a Santo Domingo, que deberá llevarse a cabo en el momento oportuno. Sí, «el hecho de separar a los niños de sus madres puede provocar escrúpulos humanitarios», pero no hay que ser tan aprensivos. Si incluso el propio Jefferson está motivado por el cálculo económico más que por la preocupación de la pureza racial, es normal que Bentham proponga un proceder quizás aún más inescrupuloso con los hijos de los pobres en Inglaterra:

 

 

«Una casa de inspección, a la que fuera entregado un grupo de niños desde su nacimiento, permitiría un buen número de experimentos […]. ¿Qué diríais vosotros de un hospicio fundado en este principio?».

 

 

Veremos que Bentham piensa incluso en experimentos de carácter eugenésico. Pero, mientras tanto, se puede llegar a una conclusión, dando la palabra a un economista inglés (Edward G. Wakefield), que en 1834 publica un libro de éxito dedicado al enfrentamiento entre América e Inglaterra: «No soy yo, es toda la prensa inglesa la que llama esclavos blancos a los niños ingleses» de extracción popular. La mayor parte es obligada a trabajar durante jornadas tan largas que se hunden involuntariamente en el sueño, para después ser de nuevo despertados y obligados a trabajar con golpes y tormentos de todo tipo. En cuanto a los expósitos, se libran de ellos de manera muy drástica: en las puertas de las casas de trabajo se fijan anuncios que promueven sus ventas. En Londres el precio de niños y niñas introducidos de esta forma en el mercado es sensiblemente inferior al de los esclavos negros en América; en las regiones rurales la mercancía en cuestión es más barata aún…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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