miércoles, 11 de septiembre de 2024

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TRISTRAM SHANDY

Laurence Sterne

 

 

(…)

Capítulo dieciocho

 

Como aquella noche quedó ya acordado, o, mejor dicho, determinado, que mi madre me daría a luz en el campo, ella tomó sus propias medidas en consecuencia; y a este efecto, cuando aún sólo llevaba tres o cuatro días encinta, empezó a poner los ojos en la partera a la que tan a menudo me han oído ustedes nombrar; y antes de que se hubiera cumplido la semana, y dado que no le iba a ser posible contar con el concurso del famoso doctor Manningham, había llegado ya a una resolución definitiva,—a pesar de que al relativo alcance de la mano que suponen ocho millas de distancia vivía un operador muy diestro y científico que además había escrito un libro de cinco chelines justamente sobre el tema de la partería, en el que no sólo había expuesto con todo detalle los crasos errores y desatinos que con frecuencia cometía esta hermandad de mujeres en concreto,—sino que asimismo había añadido numerosísimas indicaciones y mejoras, muy recientes y de gran utilidad, para la más rápida extracción del feto en partos atravesados y en algunos otros casos peligrosos que nos acechan al venir al mundo; a pesar de todo esto, mi madre, digo, estaba absolutamente decidida a no poner su vida (y con ello la mía) en otras manos que las de aquella vieja mujer.—Bien; si hay una cosa que me gusta es:—que cuando no podemos conseguir exactamente aquello que deseamos,—no nos contentemos nunca con lo que le sigue inmediatamente en el escalafón;—no, eso es tan lamentable que ni se puede describir;—hoy, 9 de marzo de 1759,—en que me hallo escribiendo este libro para edificación del mundo,—no hace aún más de una semana que mi querida, mi queridísima Jenny, al advertir que yo observaba con cierto aire de gravedad cómo ella regateaba por una seda de veinticinco chelines la yarda,—le dijo al mercero que lamentaba haberle ocasionado tantas molestias,—y, acto seguido, fue y se compró una yarda larga de un género de diez peniques la yarda. —Es una y la misma grandeza de corazón duplicada; lo único que hacía menor esta honra en el caso de mi madre era que ella no podía llegar, en su papel de heroína, hasta un extremo tan violento y azaroso como cualquier otra persona en su situación habría deseado; porque la vieja partera tenía ya, en verdad, cierto derecho a exigir que se confiara y se estuviera dispuesto a depender de ella;—tanto derecho, por lo menos, como el que el éxito podía otorgarle; pues en el transcurso de veinte años de práctica en la parroquia había traído al mundo a todos los hijos de las madres del lugar sin un solo desliz o accidente que en justicia se le pudiera achacar a ella.

 

 

Aunque todo esto tenía su peso, no despejó sin embargo enteramente los escrúpulos e inquietudes que, en lo que se refería a esta elección, pendían sobre el ánimo de mi padre.—Para no hablar de los naturales sentimientos de humanidad y justicia,—o de las desazones que conllevan el amor paterno y el conyugal (todo lo cual le instaba a dejar suelto al azar lo menos posible en un caso de esta naturaleza),—digamos que se sentía particularmente responsable de que todo marchara bien en aquella ocasión—al pensar en el dolor, ya acumulado en demasía, a que se vería expuesto si les sobrevenía algún percance a su hijo y a su mujer al dar a luz en Shandy Hall.—Sabía que el mundo se guiaba y juzgaba por los hechos, y que, en una desgracia semejante, no haría sino añadirle nuevos motivos de aflicción al echarle a él toda la culpa de lo sucedido.——‘Ay, Dios;—sólo con que Mrs Shandy, ¡pobre y bondadosa mujer!, hubiera visto cumplido su deseo de ir a la ciudad, nada más que para alumbrar allí y volver en seguida (cosa que, según se dice, ella le rogó y suplicó de rodillas, ¡de rodillas desnudas!,—y que, en mi opinión, considerando la fortuna que ella le había aportado a Mr Shandy,—no era una petición tan difícil y exagerada de satisfacer), tanto la dama como su bebé es muy posible que ahora estuviesen vivos’.

 

 

Este clamor, mi padre lo sabía, era incontestable;—y sin embargo no era meramente a fin de curarse en salud,—ni tampoco enteramente por el bien de su vástago y de su mujer por lo que parecía estar tan extremadamente inquieto en lo referente a aquella cuestión; —mi padre tenía una visión amplia de las cosas,——y aquello le preocupaba hondamente además, como él pensaba, por el bien público y común, pues temía los malos hábitos que podrían derivarse de un ejemplo desdichado.

 


Tenía muy en cuenta que todos los escritores políticos que se habían ocupado del tema desde el comienzo del reinado de la reina Elizabeth hasta sus propios días habían convenido unánimemente (y lo habían lamentado) en que la corriente de hombres y de dinero en dirección a la metrópoli bajo uno u otro frívolo pretexto—se hacía tan fuerte—que se estaba convirtiendo en un peligro para nuestros derechos civiles; —aunque, por cierto,—no era la de una corriente la imagen que a él más le cautivaba:—aquí su metáfora favorita era una enfermedad, y la desarrollaba hasta hacer de ella una alegoría perfecta, pues mantenía que la que padecía el cuerpo nacional era exactamente igual que la que sufría el cuerpo natural, en el que la sangre y los espíritus eran llevados hasta la cabeza a una velocidad mayor de la que luego podían alcanzar en el camino de regreso;—a esto no tenía más remedio que seguir un paro de la circulación que, en ambos casos, significaba la muerte.

 

 

Había poco peligro, decía, de que perdiéramos nuestras libertades a causa de la política francesa o de las invasiones francesas;—y tampoco le angustiaba demasiado la enorme masa de materia corrupta y de humores ulcerados que había en nuestra constitución,——los cuales esperaba que no fuesen tan graves como por lo general se imaginaba;—pero en cambio temía francamente que en un violento avance muriéramos, todos a una, de una apoplejía estatal;—y entonces solía decir: Que el Señor se apiade de todos nosotros.

 

 

Mi padre no era nunca capaz de contar la historia de esta enfermedad—sin dar a continuación el remedio para ella.

 

 

‘Si yo fuera príncipe absoluto’, decía, estirándose con ambas manos los calzones al tiempo que se levantaba de su sillón, ‘apostaría en todas las avenidas de acceso a mi metrópoli jueces competentes que ejercerían el derecho a conocer los asuntos de todos los idiotas que aparecieran por allí;—y si, tras escucharlos imparcial y desprejuiciadamente, no los encontrasen lo bastante importantes como para abandonar el propio hogar y trasladarse a la ciudad con maletas y equipajes, con mujer e hijos, con los hijos de los arrendatarios, etc., etc., tras de sí, entonces se les haría volver, de alguacil en alguacil (como vagabundos que se les consideraría), a sus respectivos lugares de residencia legal. De esta manera lograría que mi metrópoli no se tambaleara bajo su propio peso; —que la cabeza no fuera ya demasiado grande para el cuerpo; —que las extremidades, en la actualidad extenuadas y debilitadas, volvieran a recibir la parte de nutrición que les corresponde y recuperaran, con ello, su fuerza y su belleza naturales.—Me encargaría eficazmente de que los prados y los campos de centeno de mis dominios rieran y cantaran;—de que el buen humor y la hospitalidad florecieran una vez más;—y de que, merced a ello, el mayor peso e influencia del país recayeran en las manos de la Squiralityde mi reino, que así podría defender lo que advierto que la Nobleza le está quitando en la actualidad.

 


‘¿Por qué hay tan pocos palacios y señoríos’, preguntaba con cierta emoción mientras andaba de un lado a otro de la habitación, ‘a lo largo y ancho de las numerosísimas y deliciosas provincias francesas? ¿A qué se debe que los pocos Chateausque les quedan estén tan desmantelados, —tan desamueblados y en un estado tan ruinoso y desolador? ——Pues a que, señor’ (decía), ‘en ese reino nadie tiene ningún interés nacional que sostener;—el poco interés de la clase que sea que el hombre que sea tiene en el lugar que sea está allí concentrado en la corte y en el rostro del Gran Monarca: por el sol radiante que ilumina su semblante, o por las nubes que lo atraviesan, viven o mueren todos los franceses’.

 

 

Otra razón política que instaba a mi padre con gran encarecimiento a guardarse de que no ocurriera ningún accidente o percance durante el alumbramiento de mi madre en el campo ——era que cualquier contingencia semejante inclinaría la balanza del poder, ya demasiado descompensada, hacia el sexo débil de la gentryde su propio nivel social o de los inmediatamente superiores;——lo cual, unido a los otros muchos derechos usurpados que aquella parte de la constitución iba a diario estableciendo,—resultaría, a la larga, fatal para el sistema monárquico de gobierno doméstico instaurado por Dios cuando creó todas las cosas.

 

 

En este punto compartía incondicionalmente la opinión de Sir Robert Filmer de que los planteamientos e instituciones de las más grandiosas monarquías del mundo oriental habían tenido originariamente por modelo, sin excepción, a aquel admirable patrón o prototipo de poder doméstico y paterno;—el cual, desde hacía un siglo o más, decía, había ido degenerando de manera paulatina en un gobierno mixto; ——fórmula que, por muy deseable que pudiera ser en las grandes concentraciones de la especie,——era muy nociva en las pequeñas—y, que él supiera, pocas veces producía nada que no fuera pesar y confusión.

 

 

Por todas estas razones, personales y públicas, —mi padre era partidario de obtener, en cualquier caso, el concurso del partero; —mi madre, —de no obtenerlo en ningún caso. Mi padre le rogó e imploró que por aquella vez renunciara a su prerrogativa en el asunto y le permitiera a él escoger por ella; —mi madre, por el contrario, insistía en gozar del privilegio de escoger por sí misma en el asunto—y no recibir más ayuda de mortal que la de la vieja mujer. —¿Qué podía hacer mi padre? Estaba casi fuera de sí; ——lo habló con ella una y otra vez en todos los tonos y estados de ánimo posibles; —trató de hacerle ver sus razones desde todas las perspectivas; —discutió la cuestión con ella como cristiano, —como pagano, —como marido, —como padre, —como patriota, —como hombre. —Mi madre le respondía a todo tan solo como mujer; lo cual era bastante duro para ella; —pues al no ser capaz de asumir tal variedad de facetas y combatir protegida por ellas, —la lucha era desigual: —siete contra uno. —¿Qué podía hacer mi madre? ——Tenía la ventaja (de otra manera sin duda habría salido derrotada) del pequeño refuerzo que suponíale su enfado (personal en el fondo), y que la hizo crecerse y la capacitó para discutir la cuestión con mi padre en tan absoluta igualdad de condiciones ——que al final ambos bandos entonaron el Te Deum. En una palabra, mi madre contaría con la vieja mujer, —y el operador tendría licencia para beberse una botella de vino con mi padre y mi tío Toby Shandy en el salón posterior de la casa, —por lo que le serían pagadas cinco guineas.

 

 

Antes de terminar este capítulo debo pedir permiso para intercalar una intimación en el seno de mi buen lector; —y que es ésta: ——que no ha de darse enteramente por sentado, a raíz de una o dos palabras desprevenidas que se me han escapado, ——‘que soy casado’. —Reconozco que la cariñosa expresión ‘mi querida, mi queridísima Jenny’, —junto con algunas otras muestras de conocimiento de la vida conyugal diseminadas aquí y allá, podrían (y habría sido bastante natural) haber inducido al juez más imparcial del mundo al error de tomar semejante determinación en contra mía.—Lo único que pido en este caso, señora, es estricta justicia y que usted me haga tanta a mí como a sí misma—no prejuzgándome ni sacando acerca de mí la menor conclusión de este tipo hasta no tener una evidencia mayor de la que, estoy seguro, en estos momentos puede encontrarse en contra mía. —No es que yo sea tan vano e irrazonable, señora, como para desear que usted piense, en consecuencia, que mi querida, mi queridísima Jenny es mi manceba o concubina; —no, —eso sería halagar a mi personalidad por el extremo contrario y atribuirle un cierto aire de independencia al que tal vez no tenga ninguna clase de derecho. Lo único que pretendo es la absoluta imposibilidad de que ni usted ni el espíritu más penetrante de la tierra logren saber, a lo largo de varios volúmenes, cuáles son los verdaderos términos de esta relación. —No es imposible que mi querida, ¡mi queridísima Jenny!, cariñosa como es la expresión, no sea sino mi hija. ——Considere usted —que yo nací el año dieciocho. —Y tampoco hay nada monstruoso ni de extravagante en la suposición de que mi querida Jenny sea simplemente amiga mía. ——¡Amiga! ——Amiga mía. —Sin duda alguna, señora, la amistad entre personas de distinto sexo puede subsistir y mantenerse sin——¡Vamos, Mr Shandy! ——sin nada más, señora, que ese tierno y delicioso sentimiento que siempre se desliza en las amistades en que hay diferencia de sexo. Permítame rogarle que estudie usted las partes más puras y sentimentales de los mejores Romances franceses;  —realmente le sorprenderá ver, señora, con qué variedad de expresiones castas se reviste a este delicioso sentimiento del que tengo el honor de hablar….

 

 

 

[ Fragmento de: Laurence Sterne. “Tristram Shandy” ]

 

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