viernes, 1 de noviembre de 2024



[ 663 ]

 

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

 

capítulo cuarto

 

¿ERAN LIBERALES LA INGLATERRA Y LOS ESTADOS UNIDOS

DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX?

 

 

 

2. DOMINIO ABSOLUTO Y OBLIGACIONES COMUNITARIAS DE LOS PROPIETARIOS DE ESCLAVOS

 

A partir de Constant, la libertad moderna, o sea, liberal, ha sido descrita y celebrada como el disfrute tranquilo de la propiedad privada. Pero los propietarios de esclavos en realidad son sometidos a toda una serie de obligaciones públicas. No hay duda de que primero la Revolución Gloriosa y después la revolución norteamericana consagran el autogobierno de una sociedad civil constituida por propietarios de esclavos o sometida a la hegemonía de dichos propietarios, más que nunca decididos a no tolerar interferencias por parte del poder político central y de la propia Iglesia. Pero sería errado hacer coincidir el autogobierno de la sociedad civil, ya liberada de estos cepos, con el movimiento libre de los miembros individuales que la constituyen. Ciertamente, cada uno de ellos puede reducir totalmente a mercancía a los esclavos que posee en legítima propiedad. En la Nueva Inglaterra de 1732 un patrono pone en venta a una esclava de diecinueve años junto a su hijo de seis meses: pueden ser adquiridos —aclara el anuncio publicitario— «juntos o por separado». No hay obstáculos para la introducción en el mercado ni siquiera de los hijos de un adulterio, como hace un patrono de New Jersey con la prole nacida de las relaciones con las tres mujeres negras de las que era propietario. No por casualidad a los esclavos a menudo les son endilgados nombres usualmente reservados a perros y caballos.

 

 

No hay duda: el dueño de esclavos ejerce un poder absoluto sobre su legítima «propiedad», pero no hasta el punto de poder poner en discusión libremente el futuro proceso de cosificación y mercantilización. En este caso, predominan las exigencias de la comunidad que tienen como fin mantener clara y firme la barrera entre raza de los señores y raza de los siervos. Demos la palabra a Tocqueville: 

 

 

«Han prohibido, bajo penas severas, enseñarles a leer y a escribir [a los esclavos]».

 

 

En realidad, la prohibición tiene como objetivo excluir la raza de los siervos de toda forma de instrucción, considerada una grave fuente de peligro, no solo en cuanto susceptible de alimentar esperanzas y pretensiones inadmisibles, sino también porque se corre el riesgo de que facilite entre los negros esa comunicación de ideas y sentimientos que debe ser obstaculizada a toda costa. Y sin embargo, en caso de que se viole tal norma, los perjudicados son, en primer lugar, los propietarios blancos, los cuales ven así muy gravemente limitada su libertad negativa. Las prohibiciones que perjudican a los esclavos no dejan indemnes ni siquiera a sus amos. Tras la revuelta de Nat Turner, en Georgia se convierte en delito hasta el hecho de proporcionar a un esclavo papel y material para la escritura.

 

 

Particularmente significativa es la legislación que prohíbe las relaciones sexuales y los matrimonios interraciales. Más tarde, en 1896, al sancionar la legitimidad constitucional de la normativa relativa a la segregación racial en su conjunto, la Corte Suprema estadounidense admite que la proscripción de los «matrimonios entre las dos razas» podría violar «en sentido técnico» la freedom of contract, pero se libra de esta situación embarazosa agregando que, el derecho de cada Estado en particular a legislar en ese ámbito es «universalmente reconocido». En realidad, no faltaban las oposiciones. Es significativa la norma aparecida en Virginia a inicios del siglo XVIII, sobre la base de la cual eran castigados no solo los responsables directos de la relación sexual o matrimonial; «penas en extremo severas» podían ser impuestas al sacerdote culpable de haber consagrado el vínculo familiar interracial. Y, por tanto, junto a la «libertad de contrato», en cierto modo resultaba lesionada la propia libertad religiosa.

 

 

El poder absoluto ejercido sobre los esclavos negros termina por hacer caer también sobre los blancos consecuencias negativas y hasta dramáticas. Tomemos la Pennsylvania de los primeros decenios del siglo XVIII: el negro libre, sorprendido violando la prohibición de miscegenation (como será llamada más tarde) corre el riesgo de ser vendido como esclavo. Esto implica consecuencias muy penosas, incluso para una mujer blanca, obligada a sufrir la separación forzosa de su pareja y el terrible castigo infligido a él. Veamos ahora lo que sucede en la Virginia colonial inmediatamente después de la Gloriosa Revolución. Basándose en una norma de 1691, una mujer blanca y libre que haya tenido un hijo de un negro o de un mulato puede ser condenada a cinco años de servidumbre y, sobre todo, está obligada a ceder al hijo a la parroquia, que después lo vende como servant, dejándolo en esta condición durante treinta años. Pero hay más.

 

 

Barreras casi infranqueables se interponen en el reconocimiento de la prole surgida de la eventual relación del propietario con una de sus esclavas. El padre se halla ante una alternativa dramática: o bien, de hecho, sufrir junto a su familia el exilio de Virginia, o permitir que el hijo sea esclavo junto a la madre. Más drástica es, por su parte, la legislación de Nueva York, que automáticamente transforma en esclavos a todos los hijos nacidos de madre esclava. Así, nos hallamos en presencia de una sociedad que, incluso sobre sus miembros privilegiados, ejerce una constricción tan dura, en parte jurídica, en parte social, que reprime hasta los sentimientos más naturales: como ha sido justamente señalado, esclavizando «a sus propios hijos y a los hijos de sus propios hijos», de hecho, «los blancos se esclavizan a sí mismos».

 

 

Como ulterior aclaración del entrecruzamiento entre poder absoluto de cada propietario en particular sobre el rebaño humano del que es poseedor y la sumisión de este rebaño al «pueblo de los señores» del que él es miembro, se puede hacer una última consideración. Ya nos hemos ocupado de la norma en vigor en Virginia, según la cual no tenía sentido definir y tratar como «felonía» el asesinato de un esclavo por parte de su propietario. Sin embargo, en no pocos Estados —sobre la base de una legislación que continuaría subsistiendo incluso después de la Segunda Guerra Mundial— es culpable de «felonía» el blanco que mantenga relaciones sexuales con una negra. Es decir, para el propietario blanco resulta lícito azotar y golpear a su esclava hasta hacerla perecer: el derecho de propiedad es sagrado; pero él, solo exponiéndose a riesgos de distinto género puede tener relaciones sexuales con ella; así de fuerte es el control que la clase de los propietarios y la comunidad de los libres ejercen sobre cada uno de sus miembros. Más allá de la norma jurídica, en los años cincuenta del siglo XIX, con el objetivo de hacer respetar la prohibición de miscegenationintervienen aquí y allá, bandas de vigilantes, dedicados a espiar, intimidar y golpear a los blancos propensos a dejarse fascinar por sus esclavas y por las mujeres de color en general.

 

 

Si por un lado los esclavos son una propiedad y una mercancía a completa disposición del dueño legítimo, por el otro constituyen el enemigo interno contra el cual es necesario estar constantemente en guardia. En realidad para conjurar el peligro se puede recurrir al terror, golpeando de manera despiadada y hasta sádica a los culpables y transformando la ejecución en una suerte de terrorífico espectáculo pedagógico para todos los demás: los esclavos de cierta área fueron obligados a asistir al suplicio de dos de sus compañeros, culpables de asesinato y condenados a ser quemados vivos. Pero todo eso no basta. Una vez más, el mantenimiento de la institución de la esclavitud exige duros sacrificios, incluso por parte de la clase dominante. En 1741, en Nueva York, algunos incendios misteriosos fomentan el miedo a una revuelta de los esclavos: incluso fueron condenados a muerte y quemados vivos dos negros, a quienes el dueño había intentado en vano salvarles la vida declarando que estaban en casa en el momento del incendio. Algunos años después, en las cercanías de la propia ciudad, un negro, reo confeso de haber pendido fuego a un henil, sufrió el mismo suplicio. Solo con una variante: con astutos ardides, la muchedumbre de espectadores blancos logra que las llamas no ardan demasiado rápido, de manera que duren lo más posible el espectáculo y los sufrimientos del negro rebelde; sus gritos se escuchan a tres millas de distancia. En cualquier caso, los advierte con gran claridad el patrono: solloza estridentemente, también porque simpatiza con su esclavo, pero se siente impotente, lo más que puede hacer es lograr que el suplicio no se prolongue aún más. Puestos ante las exigencias de seguridad de la comunidad de la que forman parte, los propietarios de esclavos no pueden reivindicar la libre disponibilidad de su propiedad.

 

 

Dadas las circunstancias, estas exigencias de seguridad son un dato permanente. Se puede hacer una consideración de carácter general:

 

 

«Los códigos coloniales para los esclavos a primera vista parecen dirigidos a disciplinar a los negros, negándoles la libertad de la que pueden gozar los demás norteamericanos. Pero basta un pequeño cambio de perspectiva para ver los códigos a través de una luz diferente: paradójicamente, estaban encaminados a disciplinar a los blancos. No era al negro, sino principalmente al blanco a quien la ley decía lo que debía hacer; los códigos eran para los ojos y los oídos de los propietarios de esclavos (en ocasiones la ley exigía que los códigos fueran publicados en los diarios y leídos por los eclesiásticos a sus congregaciones). Era al blanco al que se le exigía que castigase a sus esclavos fugados, que previniese la aglomeración de esclavos, que hiciese respetar el toque de queda, formase parte de tribunales especiales y participase en el patrullaje».

 

 

Estaban previstas sanciones precisas para los propietarios de esclavos que no hubieran aplicado los castigos previstos por la ley. Según una norma vigente en Carolina del Sur, una esclava, al cuarto intento de fuga, debía ser «severamente azotada […] marcada con fuego con la letra R en la mejilla izquierda y debía cortársele su oreja izquierda». Hasta 1722, los propietarios de esclavos en persona eran los que tenían que llevar a cabo, directa o indirectamente, estas operaciones.

 

 

En situaciones de crisis, la obligación de la vigilancia llega a resultar fatigosa. Hemos visto en Richmond, en 1831, «el servicio militar» de las patrullas blancas «prestado día y noche». En ese caso —observa Gustave de Beaumont en el curso de su viaje efectuado en compañía de Tocqueville— «la sociedad se arma con todo su rigor» y moviliza «todas las fuerzas sociales», tratando de favorecer de cualquier modo la «delación» y el control: en Carolina del Sur, junto al esclavo fugado, la pena de muerte le espera «a toda persona que haya ayudado en su evasión». También resultan muy significativas las consecuencias de la promulgación de la ley de 1850 sobre los esclavos fugitivos: es susceptible de ser castigado no solo el ciudadano que haya tratado de esconder o de ayudar al negro perseguido o buscado por sus legítimos propietarios, sino también quien no colabore en su captura; se trata de una norma de ley que, para decirlo con las palabras de sus críticos, pretende obligar a cada norteamericano «a convertirse en un cazador de hombres».

 


Más allá de los propietarios de esclavos, la sociedad esclavista termina por afectar a la comunidad blanca en su conjunto. Precisamente porque, además de mercancías, los esclavos negros son también el enemigo interior, los abolicionistas resultan de inmediato sospechosos de traición, convirtiéndose así en el blanco de una serie de medidas de represión más o menos dura, según la gravedad del peligro que se vislumbra. Severas restricciones son impuestas a la prensa: en 1800 la revuelta de los esclavos en Virginia es a menudo silenciada por los diarios del Sur; existe el peligro de difundir más aún el contagio de la subversión. En 1836 el presidente de los Estados Unidos (Andrew Jackson) autoriza al ministro de Correos bloquear la circulación de todas las publicaciones críticas con respecto a la institución de la esclavitud; como complemento al silencio impuesto a los abolicionistas, la Cámara de Representantes adopta una resolución que prohíbe el examen de las peticiones antiesclavistas.

 

 

La represión puede asumir formas mucho más drásticas. En 1805, al denunciar los escritos susceptibles de provocar un efecto incendiario entre los esclavos, Carolina del Sur emite normas que prevén la condena a muerte, por traidores, de aquellos que, de algún modo, se hayan manchado con la culpa de haber estimulado o apoyado una revuelta de esclavos. De manera análoga procede Georgia. Al terror provocado desde arriba se entrecruza el terror venido de abajo. Si bien en el Norte la violencia contra los abolicionistas asume formas menos despiadadas (está encaminada a impedir las reuniones y a destruir los medios de propaganda o la propiedad de los «agitadores»), en el Sur se configura como un pogromo, que no titubea en torturar y eliminar físicamente a los traidores y a sus adeptos, y goza de total impunidad. La situación del Sur en los años que preceden a la guerra de Secesión ha sido descrita así por Joel R. Poinsett, una importante personalidad política de la Unión, en una carta escrita por él a fines de 1850:

 

 

«Ambos estamos profundamente hartos de esta atmósfera cargada de violencia insana […]. Aquí existe un partido fuerte contrario a la gente violenta y a las medidas violentas, pero está presionado por el miedo a la sumisión; no osan ni siquiera intercambiar opiniones con otros que piensan como ellos, por temor a ser traicionados».

 

 

Y, en efecto, el historiador contemporáneo que da constancia de este testimonio concluye que recurriendo a los linchamientos, a los actos violentos y a las amenazadas de todo tipo, el Sur logra silenciar no solo cualquier oposición, sino también cualquier tímida disensión. Más allá de los abolicionistas, también son y se sienten amenazados aquellos que desearían mantenerse alejados de esta despiadada cacería de brujas. Todos son presionados por el terror para que «mantengan bien cerrada la boca, maten sus propias dudas, sepulten sus propias reservas». No hay duda. El dominio terrorista que los propietarios de esclavos ejercen sobre los negros termina por golpear —y duramente— también a los miembros y fracciones de la raza y de la clase dominante…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo.“Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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